Impregnar el tiempo del Espíritu
En el primer día del año la Iglesia católica ha colocado la fiesta
de María, la Madre de Jesús, pero considerada y proclamada como “madre de
Dios”. María es presentada como la figura y el prototipo de lo que nosotros,
los humanos, somos finalmente en la profundidad de nuestro ser: el lugar por
excelencia de la encarnación, la gestación y la aparición de lo “divino” en el
universo. Y puesto que Dios es Amor, la razón de nuestra presencia es ser la
manifestación del Amor, única fuerza capaz de mejorar y salvar al mundo. María
es entonces la imagen emblemática o simbólica de la raza humana cuyo fin es
poner en el mundo, o si preferimos, dar al mundo su “Salvador”.
El primer día del año se celebra también la Jornada de la Paz. El
cristiano es un constructor de paz. La paz comienza dentro de nosotros. Cuando
uno está en paz consigo mismo, está en paz con los demás; y cuanto estamos más
en paz con los demás, más crece nuestra paz interior. Nuestra felicidad viene
del hecho de que vivimos para los demás y de que nos sentimos amados por los
demás. La felicidad y la paz están pues en el darse y no en cerrarse sobre sí
mismo y en el egoísmo. Estar en paz con
los otros comporta respeto, atención, compartir, compasión, tolerancia,
benevolencia, amor… Si un mosquito puede desacomodar toda una noche de sueño,
¡imagínense cuántos destrozos puede causar alrededor nuestro una maldad
actuando sin cesar (Dalai Lama)!
Creo que el amor surge cuando nace una relación recíproca con otro
ser vivo. Estoy convencido que el nacimiento del amor entre dos seres no
depende ni de la naturaleza del otro, ni de su aspecto, ni de su edad… sino
sólo de la calidad de su relación. Eso explica por qué yo puedo sentir tanto
afecto por mi gato Romeo. Siempre me intrigó ese fenómeno. Estoy seguro que
sentiría cierta ternura incluso por un ratón, o un pez, si esas criaturas
fueran capaces de interactuar conmigo y de mostrarme alguna forma de cariño…
He llegado a la conclusión de, ya que el Amor es la Energía Original
que impregna y une todo lo que existe y se manifiesta en lo viviente y lo
humano de una forma muy especial, es natural que me sienta ligado a Romeo que
me alegra, embellece y deleita mi existencia.
Aprovechemos el tiempo que pasa y que se nos da, para dejar una
buena huella de nuestro pasaje; para dejar un mundo mejor del que encontramos.
No habremos vivido en vano. Será el bien que realicemos, la alegría, la
felicidad y el amor que difundamos los que darán valor a nuestra persona y
sentido a nuestra vida.
Vivamos en la verdad de nosotros mismos. Porque la mentirá quizá dé
flores, pero nunca frutos. El tiempo de vida que tenemos es corto, siempre
demasiado corto. No hay que malgastarlo en tonterías y futilidades. Hay que
vivirlo plena e intensamente, no desde afuera sino desde adentro, a fin de que
sirva para construir en nosotros una personalidad interesante, fascinante, iluminadora y capaz de
despertar a su alrededor afecto, alegría y felicidad.
Vivimos en una sociedad donde todo marcha tras la velocidad, el
rendimiento y el lucro, y en consecuencia, con miedo de perder el tiempo,
porque el tiempo es valioso y costa dinero. Pero el tiempo tiene también una
cualidad, que no está necesariamente ligada a su valor económico. Porque si
utilizamos nuestro tiempo sólo en hacer dinero, probablemente haremos crecer nuestra
cuenta bancaria, pero no estoy seguro que eso, automáticamente, nos haga crecer
como personas. Porque podemos utilizar nuestro tiempo en actividades que nos
dispersan y nos demuelen, en vez de construirnos y hacernos crecer en
humanidad.
Hay individuos que deciden no crecer jamás y que detienen el tiempo
en el momento de su infancia o adolescencia. Para ellos la vida es una fiesta
constante que comporta el mínimo de responsabilidad y el máximo de placer. Para
esta clase de personas vivir significa moverse, correr, agitarse, ganar el
partido, aplastar al adversario, experimentar sensaciones, divertirse,
aturdirse con el ruido y el escándalo casi siempre voluntarios, creados a su
alrededor para evitar enfrentarse cara a cara a sí mismo y descubrir la superficialidad
y la pobreza de su existencia.
Pienso que el tiempo no es algo que podamos perder. Es
inexorablemente responsable del devenir de nuestra vida. Nunca nos abandona. Nos sigue siempre detrás. Pero podemos derrocharlo. ¡Aunque no todos tenemos la misma
concepción de derroche! ¿Derrochamos nuestro tiempo cuando nos detenemos? ¿Cuándo
no hacemos nada? ¿Cuándo estamos solos? ¿Cuándo se crea un vacío en nosotros y
a nuestro alrededor? ¿Cuándo estamos en la luna? ¿Cuándo soñamos con los ojos
abiertos? ¿Cuándo hacemos silencio? ¿Cuándo pensamos, reflexionamos, rezamos?
¿Cuando escuchamos a los demás o a Mozart, o las notas de esa melodía
continuamente tocada en las profundidades más secretas de nuestro ser por el
Misterio Divino que nos habita? ¿No son esos los momentos más intensos de nuestra vida? ¿Los con que nos
encontramos en perfecta armonía con lo que somos de verdad en el fondo de
nosotros mismos: ¿humanos, es decir los seres más cumplidos, más realizado de la evolución
cósmica en la cual se encarna, se manifiesta y actúa el Espíritu de Dios o la
Energía de Amor que rige y sostiene el Universo?
Entonces, es preciso que sepamos vestir nuestro tiempo con el atavío
de la espiritualidad. Porque eso es lo que somos nosotros, los humanos: materia
abrazada por el espíritu. Y puesto que nuestro destino es vivir en el tiempo,
debemos impregnarnos de Espíritu. De
otra forma nuestro tiempo no será humano y pasará solamente para hacernos
envejecer y morir. Y no para hacernos crecer en humanidad a los ojos de los
hombres y a los ojos de Dios.
(Reflexiones
inspiradas de un comentario en español del Servicio Latinoamericano: servicioskoinonia.org.)
Bruno Mori - (traducción: Ernesto Baquer)