( 2o
dom. ord. B - 2018)
1. Miradas sobre nosotros
En este pasaje del evangelio de Juan, todavía percibimos la
emoción del primer encentro del discípulo que Jesús amaba, con su Maestro; un
recuerdo que permaneció grabado en su memoria.
En este texto, escrito mucho tiempo después del suceso,
todavía asistimos hoy a ese cruce de miradas que tanto debió impresionar al
discípulo; juego de miradas cargadas de sorpresa, admiración, simpatía y amistad
que tuvieron como efecto de cambiar las personas para siempre. El Bautista y
dos de sus discípulos fijaron su mirada en Jesús que se aproxima. Éste se
vuelve y los mira. Los discípulos le miran y le preguntan dónde habita El
Maestro les invita porque vengan ver su hogar. Los discípulos le siguen, ven y
se quedan con el ese día y todos los demás de su existencia.
Hay como una invitación, no a evitar o ignorar las
miradas de los demás, como hacemos habitualmente, sino a captarlas, dejarse
afectar y penetrar por ellas. Porque, si es verdad que hay miradas mortíferas que
nos juzgan, nos rebajan, nos condenan, hay también otras que nos salvan, nos
curan, nos liberan, nos hacen revivir, nos dan alas, porque crean confianza,
nos hacen descubrir que somos seres extraordinarios, hermosos, amables y
amados; y que entonces colman nuestra existencia de satisfacción y felicidad.
2. Miradas que nos quiebran
Hoy, quiero reflexionar sobre la importancia y la
ambivalencia de esas miradas que, a lo largo de nuestra existencia, se posan
sobre nosotros.
Es un hecho que frecuentemente tenemos la impresión de
que todo el mundo nos mira, observa, vigila, y este fenómeno causa en nosotros embarazo,
nerviosismo, desazón y perturbación. Este
malestar entraña un sentimiento de inseguridad que, en algunos casos, puede
transformarse en timidez, miedo, ansiedad y culpabilidad crónicas, incluso
degenerar en "fobia social".
Sin llegar a esos extremos, es verdad que habitualmente,
damos gran importancia a la manera cómo nos miran los demás. Tenemos miedo a
ser juzgados, a que se rían de nosotros, a no mostrar nuestra mejor imagen. Las
razones para temer la mirada de los demás son múltiples. Con frecuencia se remontan
a nuestra infancia, a una educación severa y rígida; a un contexto familiar
difícil, a padres autoritarios, exigentes, siempre insatisfechos de nuestros
resultados; personas que nos han quebrado, mortificado, oprimido, que no han
confiado en nosotros, que no han impulsado el desarrollo de la estima en
nosotros y nuestras capacidades.
La sociedad en la que vivimos y que valora casi
exclusivamente los resultados, la competición, la excelencia, el éxito, puede también
tener su impacto negativo, sobre la percepción y la apreciación que tenemos de
nosotros mismos. A la larga, esa mirada negativa y exigente nos pesa en el día
a día: es estresante, nos impide relajarnos, ser plenamente nosotros mismos,
hacer lo que amamos realmente, realizarnos según nuestros deseos y nuestros
sueños y encontrar nuestro verdadero lugar en la sociedad.
Pero ¿es realmente razonable atribuir semejante
importancia a la mirada de los otros? ¿Tenemos razón de pensar que los otros
nos miran con hostilidad y nos juzgan con dureza? ¿Esta impresión tiene
fundamento real, corresponde a la verdad y a la realidad? ¿O podría ser un producto
de nuestra imaginación o una proyección de nuestros miedos y nuestra profunda
inseguridad?
Si tal vez la mirada de los otros, al cruzarse con la nuestra,
se detiene fugazmente en nosotros ¿por qué suponer que es para juzgarnos,
criticarnos o condenarnos, y no más bien porque han sido agradablemente
sorprendidos por los rasgos placenteros y singulares de nuestra personalidad?
Entonces, en lugar de tener miedo a la mirada de los
demás, ¿no podríamos desarrollar una actitud y un acercamiento más positivo y
benevolente y pensar que, si hay gente que nos mira, quizá es porque nos
encuentran simpáticos y para indicarnos que el camino que lleva a su corazón
está abierto a un posible intercambio de amistad, colaboración y, por qué no, amor?
Es precisamente el camino que este texto del evangelio nos invita a
emprender.
3. Miradas que nos recomponen
Si, por un lado, es verdad que nos inclinamos a temer la mirada
de los demás, por otro lado, es verdad también que detestamos el anonimato y
que sentimos una necesidad visceral de que nos miren con interés, admiración y
simpatía. ¡Qué sufrimiento en nuestra vida nos sentimos invisibles e insignificantes!
¡Qué decepción y que golpe a nuestro ego, cuando en una fiesta con amigos, en una
reunión con colegas de trabajo, en un acontecimiento social, nadie parece darse
cuenta de nuestra presencia!
¡Qué suplicio también en nuestra vida profesional, cuando
nuestras cualidades, talentos, competencias no son consideradas ni apreciadas
en su justo valor! ¡Qué tristeza en la vida de una pareja cuando la presencia
del otro se considera como algo adquirido y ni se nota su deseo de atención y
de ternura! Todos queremos ser mirados, reconocidos, acogidos y amados, a fin
de poder aceptarnos, ser felices, y dar plenitud y sentido a nuestra
existencia.
Por otra parte, todos sabemos de qué son capaces ciertos individuos
para obtener un minuto de celebridad en la TV, YouTube, Facebook, Instagram u
otras redes sociales. Hay gente que está dispuesta a desparramar y dispersar
por dondequiera los valores más sagrados, los sentimientos más nobles e incluso
partes enteras de su vida personal e íntima, para romper la barrera del anonimato.
¿Por qué? Porque si nadie me ve, si nadie se fija en mí, si nadie me nota, si
nadie me descubre, si nadie oye hablar de mí…. no valgo nada, no soy nada, no
existo.
Sin embargo, nunca debemos olvidar que el valor y la
cualidad de nuestra persona jamás son medidas por la mirada de otro, sino
únicamente por el valor y la cualidad de nuestra propia mirada. Valemos y somos
lo que vale y es nuestra mirada. La mirada no traiciona y no miente nunca. Es
un libro abierto sobre el estado de nuestra alma. Dice siempre la verdad sobre
lo que somos, sobre nuestras intenciones y sentimientos. Nuestra mirada es el
reflejo y el espejo de nuestra alma, capaz de desvelar las zonas más
misteriosas y las más secretas de nuestra persona.
Y así, si hay miradas vacías, apagadas, huidizas,
indiferentes, ausentes, duras, agresivas, celosas, odiosas, provocadoras,
malvadas... Hay, en cambio, otras que son como una ventana de cielo abierta
sobre la tierra, a tal punto son claras, puras, luminosas, inspiradoras,
irradiando bondad, dulzura, benevolencia, alegría, ternura y amor. Esas miradas
de cielo deslumbran, cautivan, fascinan, seducen. Es el tipo de mirada en la que
a uno le gustaría envolverse y perderse. Pienso que es esa mirada la que los discípulos
percibieron en los ojos de Jesús. Estoy convencido que fue a causa de esa
mirada "divina" descubierta en el rostro de Jesús, si abandonaron su
vida precedente, para aventurarse detrás de él. La vida cotidiana puede ser
banal, insignificante e insípida cuando alguien ha descubierto un rincón de paraíso
donde quedarse para siempre
4. Miradas que hacen vivir
Finalmente, si en nuestra existencia todos necesitamos
sentir una mirada sobre nosotros, no queremos sin embargo que sea cualquier
mirada. Necesitamos que alguien nos mire y se fije en nosotros como Jesús miró
y se fijó en Pedro (Jn 2,42).
Necesitamos una mirada que no se quede en el exterior,
sino que sea capaz de penetrar en nosotros y de ver lo que somos en realidad en
las profundidades de nuestra alma. Queremos una mirada que nos acepte tal como
somos, con nuestro lote de bien y de mal, con nuestras zonas de luz y de
sombras.
Queremos una mirada que se pose sobre nosotros y nos
acoja sin desdén, sin lástima, sin miedo, sin cálculo, sin condiciones.
Queremos una mirada que nos acepte y nos quiera tal como somos, que se
complazca incluso al descubrir la pesadez de nuestra existencia tejida con
frecuencia con los hilos apretados de nuestras mediocridades, mezquindades y de
nuestros errores y faltas, que sin embargo se entrelazan también y siempre con
la trama de tantos gestos de bondad, altruismo, generosidad, gentileza y amor
que acabaron haciendo de nosotros los magníficos ejemplares de humanidad, trabajados
por las vicisitudes de la existencia, en los que nos hemos finalmente convertidos.
Entonces, ¿cuál es la calidad de nuestra mirada? Jesús
pedía a sus discípulos adoptar los ojos de Dios, su Dios, que rodea a todas sus
criaturas con una mirada de bondad, misericordia, ternura y amor. Fue la mirada
amorosa de Jesús la que sondeó las profundidades del corazón de Simón y vio y
creyó en el potencial de fuego, fidelidad, y sensibilidad que ese hombre
poseía, junto a todos sus defectos. Fue la mirada de Jesús la que transformó al
rudo e insatisfecho pescador de Galilea en esa piedra inquebrantable sobre la
cual pudo apoyarse y desarrollarse el sueño del profeta de Nazaret.
Como Juan, Simón y Andrés, los cristianos modernos necesitamos
esa mirada de amor capaz de sacar a luz lo mejor que hay en nosotros, y que nos
ayude a percibir nuestro rostro verdadero a través de las apariencias
desfiguradas producidas por los combates y las heridas de la vida.
¿Qué tal si nosotros también acompañaríamos a los discípulos para ir a ver
dónde el Maestro habita?
Bruno Mori – Montreal, Enero 2018
Traducción de Ernesto Baquer
//Homelies/ESAS
MIRADAS SOBRE NOSOTROS