mardi 30 janvier 2018

ESAS MIRADAS SOBRE NOSOTROS...- Jn 1,35-42


(  2o dom. ord. B - 2018)


1. Miradas sobre nosotros 

En este pasaje del evangelio de Juan, todavía percibimos la emoción del primer encentro del discípulo que Jesús amaba, con su Maestro; un recuerdo que permaneció grabado en su memoria.
En este texto, escrito mucho tiempo después del suceso, todavía asistimos hoy a ese cruce de miradas que tanto debió impresionar al discípulo; juego de miradas cargadas de sorpresa, admiración, simpatía y amistad que tuvieron como efecto de cambiar las personas para siempre. El Bautista y dos de sus discípulos fijaron su mirada en Jesús que se aproxima. Éste se vuelve y los mira. Los discípulos le miran y le preguntan dónde habita El Maestro les invita porque vengan ver su hogar. Los discípulos le siguen, ven y se quedan con el ese día y todos los demás de su existencia.

Hay como una invitación, no a evitar o ignorar las miradas de los demás, como hacemos habitualmente, sino a captarlas, dejarse afectar y penetrar por ellas. Porque, si es verdad que hay miradas mortíferas que nos juzgan, nos rebajan, nos condenan, hay también otras que nos salvan, nos curan, nos liberan, nos hacen revivir, nos dan alas, porque crean confianza, nos hacen descubrir que somos seres extraordinarios, hermosos, amables y amados; y que entonces colman nuestra existencia de satisfacción  y felicidad.

2. Miradas que nos quiebran
Hoy, quiero reflexionar sobre la importancia y la ambivalencia de esas miradas que, a lo largo de nuestra existencia, se posan sobre nosotros.

Es un hecho que frecuentemente tenemos la impresión de que todo el mundo nos mira, observa, vigila, y este fenómeno causa en nosotros embarazo, nerviosismo, desazón   y perturbación. Este malestar entraña un sentimiento de inseguridad que, en algunos casos, puede transformarse en timidez, miedo, ansiedad y culpabilidad crónicas, incluso degenerar en "fobia social".

Sin llegar a esos extremos, es verdad que habitualmente, damos gran importancia a la manera cómo nos miran los demás. Tenemos miedo a ser juzgados, a que se rían de nosotros, a no mostrar nuestra mejor imagen. Las razones para temer la mirada de los demás son múltiples. Con frecuencia se remontan a nuestra infancia, a una educación severa y rígida; a un contexto familiar difícil, a padres autoritarios, exigentes, siempre insatisfechos de nuestros resultados; personas que nos han quebrado, mortificado, oprimido, que no han confiado en nosotros, que no han impulsado el desarrollo de la estima en nosotros y nuestras capacidades.

La sociedad en la que vivimos y que valora casi exclusivamente los resultados, la competición, la excelencia, el éxito, puede también tener su impacto negativo, sobre la percepción y la apreciación que tenemos de nosotros mismos. A la larga, esa mirada negativa y exigente nos pesa en el día a día: es estresante, nos impide relajarnos, ser plenamente nosotros mismos, hacer lo que amamos realmente, realizarnos según nuestros deseos y nuestros sueños y encontrar nuestro verdadero lugar en la sociedad.

Pero ¿es realmente razonable atribuir semejante importancia a la mirada de los otros? ¿Tenemos razón de pensar que los otros nos miran con hostilidad y nos juzgan con dureza? ¿Esta impresión tiene fundamento real, corresponde a la verdad y a la realidad? ¿O podría ser un producto de nuestra imaginación o una proyección de nuestros miedos y nuestra profunda inseguridad?

Si tal vez la mirada de los otros, al cruzarse con la nuestra, se detiene fugazmente en nosotros ¿por qué suponer que es para juzgarnos, criticarnos o condenarnos, y no más bien porque han sido agradablemente sorprendidos por los rasgos placenteros y singulares de nuestra personalidad?

Entonces, en lugar de tener miedo a la mirada de los demás, ¿no podríamos desarrollar una actitud y un acercamiento más positivo y benevolente y pensar que, si hay gente que nos mira, quizá es porque nos encuentran simpáticos y para indicarnos que el camino que lleva a su corazón está abierto a un posible intercambio de amistad, colaboración y, por qué no,  amor?
Es precisamente el camino que este texto del evangelio nos invita a emprender.

3. Miradas que nos recomponen

Si, por un lado, es verdad que nos inclinamos a temer la mirada de los demás, por otro lado, es verdad también que detestamos el anonimato y que sentimos una necesidad visceral de que nos miren con interés, admiración y simpatía. ¡Qué sufrimiento en nuestra vida nos sentimos invisibles e insignificantes! ¡Qué decepción y que golpe a nuestro ego, cuando en una fiesta con amigos, en una reunión con colegas de trabajo, en un acontecimiento social, nadie parece darse cuenta de nuestra presencia!

¡Qué suplicio también en nuestra vida profesional, cuando nuestras cualidades, talentos, competencias no son consideradas ni apreciadas en su justo valor! ¡Qué tristeza en la vida de una pareja cuando la presencia del otro se considera como algo adquirido y ni se nota su deseo de atención y de ternura! Todos queremos ser mirados, reconocidos, acogidos y amados, a fin de poder aceptarnos, ser felices, y dar plenitud y sentido a nuestra existencia.

Por otra parte, todos sabemos de qué son capaces ciertos individuos para obtener un minuto de celebridad en la TV, YouTube, Facebook, Instagram u otras redes sociales. Hay gente que está dispuesta a desparramar y dispersar por dondequiera los valores más sagrados, los sentimientos más nobles e incluso partes enteras de su vida personal e íntima, para romper la barrera del anonimato. ¿Por qué? Porque si nadie me ve, si nadie se fija en mí, si nadie me nota, si nadie me descubre, si nadie oye hablar de mí…. no valgo nada, no soy nada, no existo.

Sin embargo, nunca debemos olvidar que el valor y la cualidad de nuestra persona jamás son medidas por la mirada de otro, sino únicamente por el valor y la cualidad de nuestra propia mirada. Valemos y somos lo que vale y es nuestra mirada. La mirada no traiciona y no miente nunca. Es un libro abierto sobre el estado de nuestra alma. Dice siempre la verdad sobre lo que somos, sobre nuestras intenciones y sentimientos. Nuestra mirada es el reflejo y el espejo de nuestra alma, capaz de desvelar las zonas más misteriosas y las más secretas de nuestra persona.

Y así, si hay miradas vacías, apagadas, huidizas, indiferentes, ausentes, duras, agresivas, celosas, odiosas, provocadoras, malvadas... Hay, en cambio, otras que son como una ventana de cielo abierta sobre la tierra, a tal punto son claras, puras, luminosas, inspiradoras, irradiando bondad, dulzura, benevolencia, alegría, ternura y amor. Esas miradas de cielo deslumbran, cautivan, fascinan, seducen. Es el tipo de mirada en la que a uno le gustaría envolverse y perderse. Pienso que es esa mirada la que los discípulos percibieron en los ojos de Jesús. Estoy convencido que fue a causa de esa mirada "divina" descubierta en el rostro de Jesús, si abandonaron su vida precedente, para aventurarse detrás de él. La vida cotidiana puede ser banal, insignificante e insípida cuando alguien ha descubierto un rincón de paraíso donde quedarse para siempre

4. Miradas que hacen vivir

Finalmente, si en nuestra existencia todos necesitamos sentir una mirada sobre nosotros, no queremos sin embargo que sea cualquier mirada. Necesitamos que alguien nos mire y se fije en nosotros como Jesús miró y se fijó en Pedro (Jn 2,42).

Necesitamos una mirada que no se quede en el exterior, sino que sea capaz de penetrar en nosotros y de ver lo que somos en realidad en las profundidades de nuestra alma. Queremos una mirada que nos acepte tal como somos, con nuestro lote de bien y de mal, con nuestras zonas de luz y de sombras.

Queremos una mirada que se pose sobre nosotros y nos acoja sin desdén, sin lástima, sin miedo, sin cálculo, sin condiciones. Queremos una mirada que nos acepte y nos quiera tal como somos, que se complazca incluso al descubrir la pesadez de nuestra existencia tejida con frecuencia con los hilos apretados de nuestras mediocridades, mezquindades y de nuestros errores y faltas, que sin embargo se entrelazan también y siempre con la trama de tantos gestos de bondad, altruismo, generosidad, gentileza y amor que acabaron haciendo de nosotros los magníficos ejemplares de humanidad, trabajados por las vicisitudes de la existencia, en  los que nos hemos finalmente convertidos.

Entonces, ¿cuál es la calidad de nuestra mirada? Jesús pedía a sus discípulos adoptar los ojos de Dios, su Dios, que rodea a todas sus criaturas con una mirada de bondad, misericordia, ternura y amor. Fue la mirada amorosa de Jesús la que sondeó las profundidades del corazón de Simón y vio y creyó en el potencial de fuego, fidelidad, y sensibilidad que ese hombre poseía, junto a todos sus defectos. Fue la mirada de Jesús la que transformó al rudo e insatisfecho pescador de Galilea en esa piedra inquebrantable sobre la cual pudo apoyarse y desarrollarse el sueño del profeta de Nazaret.

Como Juan, Simón y Andrés, los cristianos modernos necesitamos esa mirada de amor capaz de sacar a luz lo mejor que hay en nosotros, y que nos ayude a percibir nuestro rostro verdadero a través de las apariencias desfiguradas producidas por los combates y las heridas de la vida.
¿Qué tal si nosotros también acompañaríamos a los discípulos para ir a ver dónde el Maestro habita?
     
Bruno Mori – Montreal,  Enero 2018

Traducción de Ernesto Baquer







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