(2° Dom. ord. C )
En verdad es una extraña anécdota la de las bodas de
Caná, que el Evangelio de Juan coloca al comienzo de la vida pública de Jesús.
Cuenta que el Maestro realizó el primer “signo” de su actividad mesiánica,
cambiando seiscientos litros de agua en otros tantos de un vino de primera
clase para hacer posible la borrachera más grande de la historia.
Para componer este relato de boda, probablemente el
autor se sirvió del recuerdo de hechos reales, todavía bien vivos en la memoria
colectiva de la comunidad cristiana de fines del siglo primero. Recuerdos que
conservaban el eco de un Jesús, que lejos de ser un asceta, disfrutaba comer y
beber y que, cuando tenía oportunidad, participaba con alegría de los placeres
de la francachela y la desmesura, típicas de los banquetes de boda propios de
su época.
Sea lo que sea, el valor de este texto de las bodas de
Caná, no hay que buscarlo en los hechos narrados, repletos de
inverosimilitudes, sino en el mensaje y la buena nueva que nos quiere
transmitir su simbolismo. Porque no se trata del informe de un hecho histórico,
sino de un texto exclusivamente catequético.
Hay que recordar que, en los libros proféticos de la
Biblia (Oseas, Isaías), el matrimonio es un cliché (una figura) utilizada con
frecuencia para significar la alianza entre Dios y su pueblo. En diversos
momentos, los profetas comparan a Dios con un esposo y al pueblo judío con una
esposa que juntos viven una historia de amor, a veces bellísima, pero más a
menudo difícil y atormentada.
También en los evangelios, el banquete de bodas es
figura de los nuevos tiempos mesiánicos y de una nueva forma de relación
amorosa entre Dios y los hombres, inaugurada por la presencia de Jesús y que
los evangelios identifican con el “reino
de los cielos” entre nosotros.
Es precisamente esta nueva alianza con una mejor
calidad de relaciones amorosas entre Dios y el hombre, lo que el relato de las
bodas de Caná, quiere poner en relieve, al narrar la extraordinaria abundancia
del vino y su calidad exquisita, que, gracias a Jesús, alegran y festejan de
corazón los invitados. La calidad y la fuerza de ese vino es el símbolo de la
calidad y la fuerza del amor que, en la comunidad de los discípulos de Jesús,
pueblo de la nueva alianza, caracterizará, en adelante, la relación con Dios y
con sus hermanos.
Con este relato, el evangelista Juan quiere hacer
comprender a los cristianos, de su época y también a nosotros, cuan diferentes
y mejores son ahora nuestras relaciones con Dios, no como las antiguas,
establecidas en una relación de miedo, sumisión, obligaciones, no en la
observancia exterior de leyes, normas, prescripciones, prohibiciones, ritos,
que dejan a los creyentes vacíos y fríos, sino en la confianza y el amor gratuito
de un Dios Padre-Madre que ama siempre, con un amor sin medida y sin
condiciones.
Juan,
a través de los diferentes detalles del relato, quiere construir un escenario
que sirva para visualizar una realidad espiritual y religiosa: el hecho de que
la antigua alianza entre Dios y su pueblo había sido una relación donde el amor
jamás había conseguido ser recíproco. Era un matrimonio que cojeaba de una pata
y donde se sucedían las infidelidades. Donde la relación era dura, fría, vacía,
como los seis recipientes enormes de las abluciones rituales, colocados, no se
sabe por qué, en el patio de los esposos, pero que ya no sirven para nada y que
no lavan ni purifican a nadie.
Eso
significa señalar su inutilidad, la insignificancia de la religión antigua para
hacer a la gente mejor y más feliz. El vacío de la antigua religión debía ser
llenado por algo nuevo, infundido con un nuevo espíritu, adquirida una nueva
alma. La vieja religión no tenía sabor, ni atracción: era como agua quieta,
desabrida, sin gusto, sin color, tediosa, que la gente bebía por costumbre o
por necesidad, pero que no conseguía satisfacer de verdad su sed de sentido, de
sensaciones interiores más verdaderas, más satisfactorias más fuertes y de una
felicidad más completa.
Para
que la cosa cambie, para que el placer, la alegría, la exaltación y el éxtasis
vuelvan de nuevo a la fiesta, hay que reemplazar las ánforas de la religión
vieja por las ánforas nuevas, repletas hasta el borde, no de agua insípida,
sino del vino embriagador del amor.
En
el relato, la tarea de advertir a los invitados sobre la carencia existencial
en la que se encuentran, está confiada a la Madre de Jesús, es decir a la que
estaba allí antes que él y que, por tanto, representa el régimen de la antigua
alianza o la vieja religión de la Ley mosaica. La madre corre angustiada a su
hijo, consciente de la urgencia y la gravedad de la situación. Casi con pánico
clama que ya no hay más vino, es decir que ya no hay ni un poco de amor en ese
matrimonio, ni en nuestra religión, ni en nuestros corazones de practicantes… y
que hay que hacer algo. Por eso el evangelista imagina a María corriendo a
Jesús porque sabe que él es el hombre del momento (enviado por Dios) capaz de
salvar la boda y de llenar la carencia con una abundancia desbordante.
Sólo
hará falta, a ejemplo de los servidores del relato, escuchar a Jesús, seguirlo,
dejarse tocar y dirigir por él, beber de su vino, dejarse llenar de su
espíritu… “Hacer todo lo que él nos diga”,
y se reanudará la fiesta, se alegrarán los corazones de los convidados, y, en
las bodas de la nueva alianza, estallará el amor para construir la felicidad de
los hombres y la alegría de Dios.
Para
Juan, será Jesús, en adelante, quien llenará las ánforas de piedra dura y fría
de la antigua relación religiosa, vacía, triste y culpabilizadora, con el vino
mucho más embriagador y regocijante del amor. Con este relato, Juan quiere
subrayar el hecho de que Jesús ha venido a inaugurar y realizar una nueva forma
o un nuevo estilo de relaciones amorosas con Dios. Al decirnos que Dios es
padre-madre, amigo, amor en nosotros, amor en todas partes fuera de nosotros:
amor que ama de forma absoluta e incondicional. Jesús inaugura una nueva
relación íntima y nupcial con Dios. Una relación donde el Espíritu de Dios
penetra y anima al hombre y donde el hombre reposa y se abandona como un niño,
en los brazos de un Dios amante, en un movimiento de total confianza y
abandono, y donde el amor que lo anima no tendrá ninguna dificultad en hacer “todo lo que Dios le diga”.
Bruno Mori - Enero 2019.
Traducción
de Ernesto Baquer