Mirar nuestra vida con los ojos de la razón o de la fe ¿
Dos hombres
completamente aniquilados por acontecimientos que trastocaron su existencia.
Creían haber encontrado sentido a su vida. Pensaban finalmente haber encontrado
su camino, la persona ideal, un buen grupo, la buena profesión, haber llegado al
fin de sus búsquedas, de sus penas. El éxito parecía realmente al alcance de la
mano… Habían comenzado a hacer proyectos. Se sentían felices porque la vida
parecía ofrecerles hermosas posibilidades de realización, de felicidad… Y
súbitamente todo se desmorona… la catástrofe, la desgracia, la prueba que
zozobra la vida, que trastoca todos los planes que aniquila todos los sueños y
esperanzas, que obliga a enfrentarse al carácter implacablemente trágico,
frágil, provisional, de nuestras realizaciones y nuestra existencia.
Los dos
discípulos del evangelio encarnan lo que todos nosotros experimentamos y
vivimos. Son el símbolo y la personificación de todas nuestras penas,
contrariedades, pesares, desilusiones, de todo lo que en nuestra vida es
frecuentemente tan duro, tan difícil de aceptar y superar. Cuántas veces,
también nosotros, mirando hacia atrás en nuestra vida, hemos pronunciado la
misma frase: "¡Ah, yo esperaba, creía que eso era lo que yo debía hacer,
decir!... Esperaba haber elegido bien al lanzarme a ese trabajo, esa profesión,
esa carrera… pero el trabajo se ha convertido en una carga, me repugna, me
estresa, me agota, no me deja tiempo para mí, me impide vivir, porque no me
realizo en lo que hago. Pensaba que él era la persona ideal, el amor de mi
vida, quien me habría hecho feliz. Cuando me casé creí que era bueno, gentil,
cómico, atento, tierno, romántico… y con el tiempo he descubierto que era otro:
chato, mezquino, egoísta, colérico, infiel".
Nosotros,
padres, habíamos hecho tantos proyectos para nuestros hijos… esperábamos para
ellos un buen futuro, un matrimonio exitoso; esperábamos recibir de ellos
afecto, atención, proximidad, ayuda… Pero, en lugar de eso, hemos encontrado egoísmo,
incomprensión, peleas, agresividad, disputas, odio, violencia, separación,
divorcio. Hemos encontrado indiferencia, abandono, soledad.
Pensábamos tener
una buena salud, estar en plena forma… y el accidente, la enfermedad… Creíamos
vivir mucho tiempo, tener una vejez feliz, rodeados de la solicitud y la atención
de los cercanos, de nuestros amigos, y aquí estamos amenazados por un mal
incurable… indefensos, abandonados, olvidados…
Un divorcio, una
separación, una traición, una pena amorosa, una quiebra, un accidente de
tráfico, una enfermedad, un cáncer, un infarto, una muerte… y para nosotros
todo cambia y nuestros proyectos caen por tierra… toda nuestra existencia
se desorganiza… y ahí estamos desamparados, perdidos, asustados, y a fin de
cuentas indignados, completamente vacíos, decepcionados, angustiados.
Claro que
sabemos que, en la vida, nuestras realizaciones raramente están a la altura de
nuestras aspiraciones y esperanzas. Claro que sabemos que la decepción y el
desencanto forman parte de la vida porque sólo realizamos una ínfima parte de
nuestros sueños y deseos… pero cuando eso nos llega a nosotros personalmente,
no somos capaces de asumir una actitud de resignación y de aceptación. Más bien
nos sentimos empujados a la rebelión.
¿Quién de
nosotros no ha tenido la tentación de pensar que, con frecuencia, la vida es
más un castigo que un don? ¿Quién de nosotros no ha vivido la experiencia del
carácter cruel, trágico, doloroso de la existencia? ¿Quién de nosotros no ha
tenido la impresión de que, en este mundo y por momentos, Dios está ausente, indiferente
a nuestra suerte, nuestro dolor y nuestra miseria y de haber sido abandonado
por él? ¿Quién de nosotros no ha dudado de las palabras del evangelio y de la
Iglesia que afirman que el reino de Dios está entre nosotros, que Dios está con
nosotros hasta el fin de los tiempos; ¿que el mundo está salvado, que todos
somos hijos queridos de Dios, hijos que El protege, cuida, salva, con ternura y
amor? ¿Dónde está ese amor de Dios, cuando alrededor de nosotros y en el mundo,
vemos tantas lágrimas, tantas miserias, tantos sufrimientos? ¿Es así como
Dios ama a sus hijos?
Eso pensaban los
dos discípulos cuando, después de haber abandonado para siempre la Jerusalén de
sus certezas y esperanzas hundidas, buscaban encontrar otro camino para curar
su corazón herido y volver a juntar los pedazos de su vida destrozada. Y ahí
los tenemos, en el camino de Emaús, la ruta que representa nuestros deseos de
huir, nuestras tristezas, sueños rotos, nuestras esperanzas decepcionadas.
Cuánto y tanto
tiempo que, como los dos discípulos, miremos los acontecimientos de nuestra
vida con los ojos de nuestra razón y nuestros miedos, sólo veremos en Jesús
(que aquí representa lo mejor de nosotros mismos) un hombre desorientado,
perdido, golpeado, acabado y destruido para siempre por la vergüenza y el
fracaso de la cruz. Pero si miramos con los ojos de la fe y de la confianza,
veremos las cosas muy diferentes. Veremos siempre aparecer la luz de Pascua más
allá de las tinieblas del viernes santo. Percibiremos que la vida, la vida de
verdad, nunca se realiza de manera lineal, según un plan preestablecido de
antemano; sino que la vida (y la naturaleza nos confirma eso constantemente) nace,
se forma, crece, se desarrolla, se expande a través de un complejo juego de
ensayos caóticos, faltas y errores, fallas, fracasos, reveses, tanteos, de
reanudar y recomenzar. Vemos que no hay avance, crecimiento interior y personal
sin un cierto despojamiento de nosotros mismos, sin una cierta capacidad por
nuestra parte de aliviarnos de nuestra pesadez, nuestras cadenas, las ataduras
que nos aprisionan; sin una cierta capacidad también de romper, de destruir en
nosotros ciertas formas de vivir, de comunicar, actuar y pensar. Nuestra vida
es como una estatua que sólo toma forma bajo los golpes del martillo del
escultor. Frecuentemente necesitamos muchos recortes, fracturas, golpes, para
que pueda aparecer la auténtica imagen de nosotros mismos, el verdadero rostro
de nuestro verdadero ser.
Si miramos
nuestra vida con los ojos de la fe y de la confianza, percibiremos con sorpresa
que, finalmente, nada de lo que nos ha sucedido ha sido fruto del azar. Mirando
un poco atrás, terminaremos por ver que, lo que al principio nos parecía una
prueba insoportable, una desgracia terrible, una fatalidad dramática, se
inserta en realidad en un plan providencial de conjunto que nos lleva a un
exceso de ser a ser mejores, porque nos ha ofrecido la oportunidad de crecer en
resistencia, paciencia, amor, comprensión y finalmente en humanidad. Hemos
llegado a ser más ricos en humanidad, en mejores hombres y mujeres.
Para retomar la
imagen del evangelio de hoy, al mirar nuestra vida con los ojos de la
confianza, acabaremos por percibir que nunca hemos marchado totalmente solos en
la ruta de la decepción y el sufrimiento, porque detrás de la sensación de
ausencia, soledad y abandono que habíamos experimentado con frecuencia, se
escondía sin embargo una Fuerza, una Presencia, un Amor, una Bondad que siempre
nos acompañó. Es el mensaje que quiere dejarnos el evangelio de hoy: nunca
estás solo. Nunca estás abandonado. No eres una pluma que vaga sin destino a la
ciega merced del viento. Si tu corazón ha sido capaz de abrirse a la fe y la
confianza que Jesús nos enseñó y comunicó, descubriremos que nuestra vida
entera está en manos de un Dios-Padre, que nos lleva sobre la palma de su mano,
que camina siempre con nosotros y que nos arropa continuamente con su atención
y su ternura.
Está allí, nos
dice el evangelio, a tu lado, en el camino de Emaús. ¡Está allí, a tu lado, en
la intimidad de tu casa! ¡Está allí, sentado contigo en la misma mesa, a punto
de comer el mismo pan! ¡A ti te toca descubrir su presencia! ¡Qué imágenes
magníficas para hacernos comprender la proximidad de nuestro Dios y la
confianza que debe sostener nuestra vida si queremos que ella sea realizada y
salvada!
Bruno Mori
(traducción: Ernesto Baquer)