dimanche 10 avril 2016

EL MISTERIO DE EMMAUS - Lc. 24, 13-35


 Mirar nuestra vida con los ojos  de la razón o de la fe ¿ 


Dos hombres completamente aniquilados por acontecimientos que trastocaron su existencia. Creían haber encontrado sentido a su vida. Pensaban finalmente haber encontrado su camino, la persona ideal, un buen grupo, la buena profesión, haber llegado al fin de sus búsquedas, de sus penas. El éxito parecía realmente al alcance de la mano… Habían comenzado a hacer proyectos. Se sentían felices porque la vida parecía ofrecerles hermosas posibilidades de realización, de felicidad… Y súbitamente todo se desmorona… la catástrofe, la desgracia, la prueba que zozobra la vida, que trastoca todos los planes que aniquila todos los sueños y esperanzas, que obliga a enfrentarse al carácter implacablemente trágico, frágil, provisional, de nuestras realizaciones y nuestra existencia.

Los dos discípulos del evangelio encarnan lo que todos nosotros experimentamos y vivimos.  Son el símbolo y la personificación de todas nuestras penas, contrariedades, pesares, desilusiones, de todo lo que en nuestra vida es frecuentemente tan duro, tan difícil de aceptar y superar. Cuántas veces, también nosotros, mirando hacia atrás en nuestra vida, hemos pronunciado la misma frase: "¡Ah, yo esperaba, creía que eso era lo que yo debía hacer, decir!... Esperaba haber elegido bien al lanzarme a ese trabajo, esa profesión, esa carrera… pero el trabajo se ha convertido en una carga, me repugna, me estresa, me agota, no me deja tiempo para mí, me impide vivir, porque no me realizo en lo que hago. Pensaba que él era la persona ideal, el amor de mi vida, quien me habría hecho feliz. Cuando me casé creí que era bueno, gentil, cómico, atento, tierno, romántico… y con el tiempo he descubierto que era otro: chato, mezquino, egoísta, colérico, infiel".

Nosotros, padres, habíamos hecho tantos proyectos para nuestros hijos… esperábamos para ellos un buen futuro, un matrimonio exitoso; esperábamos recibir de ellos afecto, atención, proximidad, ayuda… Pero, en lugar de eso, hemos encontrado egoísmo, incomprensión, peleas, agresividad, disputas, odio, violencia, separación, divorcio. Hemos encontrado indiferencia, abandono, soledad.

Pensábamos tener una buena salud, estar en plena forma… y el accidente, la enfermedad… Creíamos vivir mucho tiempo, tener una vejez feliz, rodeados de la solicitud y la atención de los cercanos, de nuestros amigos, y aquí estamos amenazados por un mal incurable… indefensos, abandonados, olvidados…

Un divorcio, una separación, una traición, una pena amorosa, una quiebra, un accidente de tráfico, una enfermedad, un cáncer, un infarto, una muerte… y para nosotros todo cambia y nuestros proyectos caen por tierra… toda nuestra existencia se desorganiza… y ahí estamos desamparados, perdidos, asustados, y a fin de cuentas indignados, completamente vacíos, decepcionados, angustiados.

Claro que sabemos que, en la vida, nuestras realizaciones raramente están a la altura de nuestras aspiraciones y esperanzas. Claro que sabemos que la decepción y el desencanto forman parte de la vida porque sólo realizamos una ínfima parte de nuestros sueños y deseos… pero cuando eso nos llega a nosotros personalmente, no somos capaces de asumir una actitud de resignación y de aceptación. Más bien nos sentimos empujados a la rebelión.

¿Quién de nosotros no ha tenido la tentación de pensar que, con frecuencia, la vida es más un castigo que un don? ¿Quién de nosotros no ha vivido la experiencia del carácter cruel, trágico, doloroso de la existencia? ¿Quién de nosotros no ha tenido la impresión de que, en este mundo y por momentos, Dios está ausente, indiferente a nuestra suerte, nuestro dolor y nuestra miseria y de haber sido abandonado por él? ¿Quién de nosotros no ha dudado de las palabras del evangelio y de la Iglesia que afirman que el reino de Dios está entre nosotros, que Dios está con nosotros hasta el fin de los tiempos; ¿que el mundo está salvado, que todos somos hijos queridos de Dios, hijos que El protege, cuida, salva, con ternura y amor? ¿Dónde está ese amor de Dios, cuando alrededor de nosotros y en el mundo, vemos tantas lágrimas, tantas miserias, tantos sufrimientos?  ¿Es así como Dios ama a sus hijos?

Eso pensaban los dos discípulos cuando, después de haber abandonado para siempre la Jerusalén de sus certezas y esperanzas hundidas, buscaban encontrar otro camino para curar su corazón herido y volver a juntar los pedazos de su vida destrozada. Y ahí los tenemos, en el camino de Emaús, la ruta que representa nuestros deseos de huir, nuestras tristezas, sueños rotos, nuestras esperanzas decepcionadas.

Cuánto y tanto tiempo que, como los dos discípulos, miremos los acontecimientos de nuestra vida con los ojos de nuestra razón y nuestros miedos, sólo veremos en Jesús (que aquí representa lo mejor de nosotros mismos) un hombre desorientado, perdido, golpeado, acabado y destruido para siempre por la vergüenza y el fracaso de la cruz. Pero si miramos con los ojos de la fe y de la confianza, veremos las cosas muy diferentes. Veremos siempre aparecer la luz de Pascua más allá de las tinieblas del viernes santo. Percibiremos que la vida, la vida de verdad, nunca se realiza de manera lineal, según un plan preestablecido de antemano; sino que la vida (y la naturaleza nos confirma eso constantemente) nace, se forma, crece, se desarrolla, se expande a través de un complejo juego de ensayos caóticos, faltas y errores, fallas, fracasos, reveses, tanteos, de reanudar y recomenzar. Vemos que no hay avance, crecimiento interior y personal sin un cierto despojamiento de nosotros mismos, sin una cierta capacidad por nuestra parte de aliviarnos de nuestra pesadez, nuestras cadenas, las ataduras que nos aprisionan; sin una cierta capacidad también de romper, de destruir en nosotros ciertas formas de vivir, de comunicar, actuar y pensar. Nuestra vida es como una estatua que sólo toma forma bajo los golpes del martillo del escultor. Frecuentemente necesitamos muchos recortes, fracturas, golpes, para que pueda aparecer la auténtica imagen de nosotros mismos, el verdadero rostro de nuestro verdadero ser.

Si miramos nuestra vida con los ojos de la fe y de la confianza, percibiremos con sorpresa que, finalmente, nada de lo que nos ha sucedido ha sido fruto del azar. Mirando un poco atrás, terminaremos por ver que, lo que al principio nos parecía una prueba insoportable, una desgracia terrible, una fatalidad dramática, se inserta en realidad en un plan providencial de conjunto que nos lleva a un exceso de ser a ser mejores, porque nos ha ofrecido la oportunidad de crecer en resistencia, paciencia, amor, comprensión y finalmente en humanidad. Hemos llegado a ser más ricos en humanidad, en mejores hombres y mujeres.

Para retomar la imagen del evangelio de hoy, al mirar nuestra vida con los ojos de la confianza, acabaremos por percibir que nunca hemos marchado totalmente solos en la ruta de la decepción y el sufrimiento, porque detrás de la sensación de ausencia, soledad y abandono que habíamos experimentado con frecuencia, se escondía sin embargo una Fuerza, una Presencia, un Amor, una Bondad que siempre nos acompañó. Es el mensaje que quiere dejarnos el evangelio de hoy: nunca estás solo. Nunca estás abandonado. No eres una pluma que vaga sin destino a la ciega merced del viento. Si tu corazón ha sido capaz de abrirse a la fe y la confianza que Jesús nos enseñó y comunicó, descubriremos que nuestra vida entera está en manos de un Dios-Padre, que nos lleva sobre la palma de su mano, que camina siempre con nosotros y que nos arropa continuamente con su atención y su ternura.

Está allí, nos dice el evangelio, a tu lado, en el camino de Emaús. ¡Está allí, a tu lado, en la intimidad de tu casa! ¡Está allí, sentado contigo en la misma mesa, a punto de comer el mismo pan! ¡A ti te toca descubrir su presencia! ¡Qué imágenes magníficas para hacernos comprender la proximidad de nuestro Dios y la confianza que debe sostener nuestra vida si queremos que ella sea realizada y salvada! 

Bruno Mori  

 (traducción: Ernesto Baquer) 


REFLEXIONES PARA EL DÍA DE PASCUA


La causa de Jesús no ha muerto


La Resurrección no es un episodio de la vida de Jesús que pueda catalogarse entre otros relatos que forman la trama de su vida terrestre, y ser material para su biografía. La resurrección no es un hecho histórico temporal, físico, tangible, que puede ser visto, fotografiado y puesto en las crónicas de actualidad de un diario local. En última instancia, podemos afirmar que el concepto cristiano de la resurrección no concierne directamente a Jesús, sino principalmente a sus discípulos. En el lenguaje cristiano, la palabra "resurrección" indica algo que pasa exclusivamente en el espíritu de las personas. El término caracteriza una experiencia religiosa, espiritual, íntima, interior, mística si se quiere, que los primeros discípulos de Jesús vivieron en su alma. Los testimonios de esta resurrección que narran los evangelios, describen fundamentalmente sensaciones espirituales vividas por personas creyentes que, después de la muerte de Jesús, lo perciben como vivo y presente. La intensidad de su fe y su adhesión al hombre de Nazaret, produjo en ellos la convicción de que este hombre extraordinario, que después de su muerte participa de la plenitud de la vida de Dios. ahora más que nunca, es capaz de suscitar, activar, intensificar y eternizar en la existencia de cada creyente las energías benéficas y saludables que ponía en marcha a lo largo de su vida terrestre.

La resurrección es pues un fenómeno espiritual que sucede en el corazón y el espíritu de los y las que conocieron y amaron a Jesús, y para quienes el Maestro continúa siendo importante, influyente, actuante y por tanto presente y vivo, incluso después de su muerte y, me atrevo a decir, sobre todo después de su muerte. Los discípulos de Jesús sintieron que la muerte de su maestro no restaba absolutamente nada a la importancia de su vida, su mensaje, su proyecto, su sueño. Percibieron que los valores y las actitudes que el Maestro había encarnado, vivido, transmitido, no desaparecieron con él, sino que continuaron más verdaderas, eficaces, válidas, seductoras que nunca. Después de la muerte de Jesús, sus discípulos se dieron cuenta que su Espíritu no estaba muerto, que permanecía vivo y actuando en el corazón de los y las que lo habían conocido y amado. Después de su muerte, los discípulos sintieron no sólo que Jesús estaba vivo junto a Dios, en la vida y el amor en que había entrado como toda persona que muere, sino que persistía viviente en la vida y el corazón de todos los y las que habían creído en él.

Después de la muerte de Jesús, no sólo sus compañeros continuaron viviendo de él, sino que lo sintieron activo y presente en su existencia. Y sin duda, por ello no pudieron dejar de proclamarlo vivo, y en su vocabulario "resucitado". "¡El Maestro vive; la muerte no ha podido nada contra él; ¡El está siempre vivo y nosotros lo sentimos, experimentamos y vemos en nuestra vida!"! ¡Ese es el anuncio pascual de los cristianos!

Eso explica por qué las autoridades religiosas judías que lo habían eliminado, reaccionaron con tanta agresividad, cólera y miedo al anuncio cristiano de su resurrección. Sin embargo, los relatos de resurrección eran moneda corriente en la literatura popular religiosa de la época. ¿Por qué entonces, tanto alboroto por chismes semejantes de prosélitos decepcionados? ¿Porque un muerto tuviera la posibilidad de volver a la vida por un milagro de la omnipotencia de Dios? ¡Mejor para él! Hoy ninguno de nosotros se asusta o se enerva con la noticia de la resurrección de Jesús. Nos deja bien indiferentes. ¿Por qué no dejaba indiferente a las autoridades judías del tiempo de Jesús? Indudablemente porque le daban a la palabra un contenido diferente al nuestro. Teniendo la misma cultura, la misma religión, la misma mentalidad que los primeros discípulos de Jesús, habían comprendido que la proclamación cristiana "Jesús está vivo" no se refería tanto a una revivificación o reanimación fisiológica de un cadáver, ni al retorno de un muerto a la vida corporal, sino a la continuación del espíritu de Jesús en la vida de sus discípulos. Las autoridades religiosas judías que habían hecho de todo para desembarazarse del Nazareno, comprendieron que el problema Jesús estaba lejos de desaparecer y que la causa de Jesús continuaba más y mejor. Su espíritu, su enseñanza, su proyecto, su utopía continuaba inspirando y animando el movimiento espiritual que inició. A través de sus discípulos Jesús proseguía su obra. Si él había sido suprimido, su causa no había muerto.  sus adversarios no habían conseguido desembarazarse de él y hacerlo callar. Sus adversarios habían sido vencidos. Es lo que hizo rabiar a las autoridades judías que no querían confesarse vencidas y que hicieron de todo para sofocar el anuncio cristiano de la resurrección de Jesús.
           
Para los discípulos de Jesús creer en su resurrección no significa creer en una absurda e imposible reanimación de un cadáver o en una salida física de la tumba de uno que regresa de la muerte. Creer en la resurrección significa creer que la causa por la que Jesús luchó y murió es válida, también hoy; que su causa es también la nuestra; una causa por la que vale la pena vivir, luchar y morir.

Creer en la resurrección de Jesús significa creer que su palabra, su enseñanza, su proyecto, su causa, expresan los valores fundamentales de nuestra existencia. Significa creer que su acción, su palabra, su pensamiento, su fe, la cualidad de su humanidad, pueden dejar trazos profundos e indelebles en nuestra existencia, a tal punto que nuestra vida puede transformarse completamente. Lo importante no es creer en Jesús, sino creer como Jesús. No es tener fe en Jesús, sino tener la fe de Jesús. Es vivir según su Espíritu y ese estilo de vida suyo… que fascinaron al mundo. Si nuestra fe reproduce la fe de Jesús (es decir sus convicciones, su idea de Dios, su visión de la vida y de la historia humana, su actitud hacia los pobres, los marginados, los caídos, sus opciones frente a la riqueza y el poder) nuestra fe será tan crítica, conflictiva y combativa como la de la predicación de los Apóstoles o de Jesús.
A través de nosotros, sus discípulos, el profeta de Nazaret prosigue su obra. Ciertamente, hay un hombre que la maldad humana nos quitó; pero permanece y permanecerá siempre el hombre lleno del Espíritu de Dios, el modelo más realizado de humanidad, una luz sobre nuestro caminar y un camino de salvación. Permanecerá también aquel que nuestra fe, nuestra admiración y nuestro amor continuarán haciéndolo presente, vivo y resucitado, en nuestra vida y en nuestro mundo.

Bruno Mori  

 (traducción: Ernesto Baquer)  

LA RESURRECCION, FENOMENO DE FE

Sin la fe no hay resurreccion


Original: http://brunomori39.blogspot.com.uy/2012/07/ce-qui-est-possible-de-croire-propos-de.html.

Las personas que han leído mi entrada anterior, quizá tengan la impresión que el autor no cree en la resurrección de Jesús. Es verdad que no soy capaz de aceptar una concepción material de este acontecimiento. Pero estoy profundamente convencido que, si hay una vida en Dios después de la muerte, Jesús vive en esa vida ahora y por siempre.

La experiencia espiritual más cercana a la fe en la resurrección de Jesús es indudablemente la experiencia humana del amor. Si ustedes han vivido el amor, sabrán que la persona amada no tiene o no necesita estar físicamente presente para habitarles, para vivir en ustedes y para hacerlos vivir. El amor tiene el poder de dar vida al amante y al amado. Por eso se dice en la Biblia que "el amor es más fuerte que la muerte". Es que sólo el amor es capaz de garantizar que, incluso los muertos, continúen vivos. Veámoslo más de cerca.

 Los y las que, en los inicios del movimiento cristiano, creyeron en la "resurrección" de Jesús, es decir en su presencia viviente más allá de la muerte, fueron los amigos más cercanos del Profeta de Nazaret; es decir, todas las personas que, de una manera u otra, fueron profundamente afectadas por su encuentro con el Maestro. Era gente imbuida de su pensamiento y su espíritu; que habían adoptado su doctrina, pero sobre todo su idea y su comprensión de Dios. Jesús les había anunciado un Dios-Padre que ama y que da la vida; que sitúa hijos en el mundo, no para que mueran, sino para que vivan. Un Dios que es resurrección y vida. Un Dios que ama a sus hijos y que hace todo para que tengan vida y la tengan en abundancia. Siguiendo al Maestro, los discípulos habían aprendido que su Dios es un Dios que no quiere la muerte del hombre, sino que se convierta y viva. Es el Dios-Padre del hijo pródigo que se regocija porque su hijo perdido ha sido encontrado; que estaba muerto y ha vuelto a la vida. Un Dios que posee la vida en él y que quiere darla y desparramarla; que es fuente de vida; que levanta a los muertos y los hace vivir; que da la vida eterna a los que escuchan su palabra, etc…

Además, los discípulos eran, como Jesús, judíos herederos de una larga tradición de fe en la vida eterna o "resurrección" que Dios da a todos los que hacen su voluntad y le son fieles. El Dios bíblico que habla a Moisés, es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, por tanto no un dios de los  muertos, sino de  los vivos. Los discípulos sabían que Jesús había dicho muchas y muchas veces que los que hacen la voluntad de Dios jamás conocerán la muerte, sino que tendrán vida eterna y que finalmente resucitarán a la vida de Dios. Los discípulos sabían también que Jesús había hecho siempre la voluntad de Dios; y vívido siempre en armonía con ella; que hacer la voluntad de Dios había sido siempre su soplo vital, su pan, el sentido y fin de toda su existencia: "Yo no he venido a hacer mi voluntad, decía, sino la de Aquel que me ha enviado". Jesús vivió hasta el fondo el cáliz del sufrimiento que habría podido rehuir; y bebió ese cáliz porque lo consideró voluntad de Dios y porque creyó que Dios le pedía una coherencia y una fidelidad total a las ideas, a los principios, al mensaje que proclamaba en su nombre… ("Si es posible, Padre, aleja de mi éste cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya…")

Por eso, cuando Jesús fue crucificado, sus discípulos consideraron su muerte, no como un fracaso, sino como la prueba suprema de la fidelidad de Jesús a la misión que aseguraba haber recibido del Padre, y como un gesto de obediencia total a lo que él pensaba era su voluntad: estar dispuesto a luchar, a dar su vida y a sacrificarse, para que, a pesar de todo y contra todo, sea difundido, creído, aceptado, anunciado, el contenido revelador, liberador y salvador de su mensaje. Los discípulos consideraron la muerte de Jesús como una prueba del amor que tuvo siempre por Dios y por los humanos más pequeños y desgraciados.

Si Dios es realmente el que da la vida a sus hijos, si Dios es el que libera siempre de la muerte a los que se abandonan en él; si Dios no quiere la muerte de sus hijos, sino que crezcan y vivan; si Dios es fuente de vida y resurrección para los que hacen su voluntad; si Dios es verdaderamente el Dios de vivos y no de muertos… ¿cómo no se habría llevado con él, inmediatamente, al Jesús muerto en la cruz? ¿Cómo no lo habría llenado de su vida, introducido en la vida eterna, cómo habría abandonado en la muerte a ese Hijo por excelencia, ese hijo queridísimo entre todos, ese Jesús el más amado y el más amante de todos sus hijos? ¿Cómo habría podido olvidar en la muerte a ese enamorado de Dios, ese entusiasta de Dios, ese apasionado de Dios, que sólo había vivido para darlo a conocer, hacer su voluntad y complacerlo? ¿Cómo no habría Dios exaltado el destino de ese hombre que vivió en las profundidades de su corazón y en una intimidad única con El; que sólo fue inspirado y guiado por su Espíritu y por quien sólo sintió ternura y amor?

Si es verdad que hay una resurrección de los muertos, si es verdad que Dios da vida eterna a sus amigos, ¡debía dársela, al instante, a ese hombre! Si es verdad que hay una vida después de la muerte, una vida dada por Dios a los que lo aman, bueno, entonces debía dar esa vida al mejor de sus hijos. Entonces, es cierto que Jesús ha entrado en esa vida eterna; entonces es cierto que Jesús, después de su muerte, vive de la vida que recibe de Dios.

Para aquellos que conocieron y amaron a Jesús mientras vivía, y conocido su pensamiento, yo diría que era imprescindible creer que Dios lo había arrancado de la muerte y lo había hecho revivir. Para sus discípulos no era absurdo creer que el Maestro queridísimo estaba vivo en Dios y gracias a Dios. Para ellos, estaba muy claro que esa vida que el crucificado recibía nuevamente de Dios era también el sello de aprobación puesto por el mismo Dios sobre toda la obra y misión terrestre del Profeta de Nazaret.

Esa ha sido desde el principio la reacción y la convicción profunda e inquebrantable de sus discípulos y de todos los que le amaron. Esas fueron sin duda, las reflexiones que habitaron el espíritu y el corazón de sus discípulos después de la muerte de su Maestro y Señor.

Y así, desde los inicios del hecho cristiano, nació en los discípulos del Nazareno la convicción y la certeza de que el Hombre muerto en la cruz ahora estaba vivo. Pero, los discípulos creían que estaba vivo, no porque hubieran asistido al "milagro" de su reanimación física, o de su salida de la tumba; o porque algunos contaran que lo habían visto vivo en Jerusalén o en Galilea, sino porque tenían la firme convicción de que era imposible que ese ser de luz, siempre repleto de Dios, no estuviera ahora con Dios y establecido en Dios para siempre.

Para los discípulos, la certeza de que Jesús continuaba viviente en Dios fue la conclusión normal de su fe, yo diría incluso que se les impuso con la evidencia de una necesidad. Su fe en Jesús rehusaba aceptar su muerte como un acontecimiento inevitable e irreversible. Ese hombre, esa calidad de hombre, esa obra maestra de Dios, sólo podía estar vivo, sólo podía permanecer viviente. Por tanto, hay que afirmar que Jesús está vivo sólo para sus discípulos y a causa de su fe en él.

De ahí que es la fe, el amor de sus discípulos, lo que está en el origen de la fe en la resurrección de Jesús. Por eso esta experiencia de Jesús, percibido como viviente después de su muerte, es una experiencia totalmente interior, personal, yo diría "mística", y no algo que sucede en el mundo exterior, como sería un acontecimiento histórico que podría ser verificado, descrito, registrado, fotografiado por nuestros sentidos o por los instrumentos de la técnica moderna. De todas formas, que la resurrección de Jesús no sea un acontecimiento históricamente verificable no significa que no sea verdadera y real. Su realidad y su verdad, sin embargo, no debemos buscarlas en el mundo de los fenómenos físicos e históricos, sino en el mundo de la trascendencia de la fe.

Pero para aquellos y aquellas que no creen y no son discípulos, el dogma cristiano de la resurrección del Maestro de Nazaret no puede ser que una afirmación absurda e insensata. Para los que no creen y cuya vida no ha sido afectada para su presencia, Cristo no está vivo, sencillamente porque ellos no viven de él.

Bruno Mori -

Traducción de Ernesto BAQUER 

vendredi 8 avril 2016

VIERNES SANTO

 LA CRUZ  ALGO INHERENTE A NUESTRA CONDICIÓN HUMANA

La cruz símbolo de nuestros desgarrones

En un libro de Françoise Dolto titulado «Los evangelios desde el sicoanálisis», dice que, para ella, el eje vertical de la cruz, representa nuestra tirantez entre arriba y abajo, es decir entre nuestras aspiraciones y deseos que nos elevan y nuestras aspiraciones terrestres, impulsos y necesidades; y el eje horizontal representa  nuestra lucha  entre nuestra razón y nuestro corazón.

Esta imagen es bien verdad. Cuánto sufrimiento en nuestra vida cuando nos encontramos en situaciones en las que somos tironeados, desgarrados, descuartizados por impulsos contrarios, por elecciones imposibles… cuando el corazón nos dice algo y nuestra razón o nuestra conciencia nos dicen lo contrario, cuando nuestros impulsos espirituales nos impulsan en un sentido y nosotros nos inclinamos hacia otro… Son los sufrimientos inherentes a nuestra condición humana, porque tenemos aspiraciones profundas, elevadas, somos seres espirituales, tenemos una conciencia y capacidad de razonamiento, pero somos también igualmente regidos por un montón de impulsos y necesidades más o menos conscientes. Tan pronto pensamos poder tocar el cielo como nos arrastramos por la tierra… porque todos somos a la vez hijos de Dios e hijos del hombre, todos llevamos esta dualidad en nosotros, fuente de nuestras contradicciones y ambigüedades.

Nos sucede cuando aspiramos a ser buenos, a ser justos, pero en la realidad nos damos cuenta que día tras día cometemos injusticias, herimos a otros, incluso a los que más amamos… Cuando nos sentimos en búsqueda de Verdad y nuestra vida está repleta de mentiras… Cuando Nos gustaría poner nuestra vida al servicio del prójimo, pero las fuerzas nos faltan… Cuando nuestro corazón nos lanza a los brazos de ese Amor tan fuerte, y nuestra razón nos dice que es una locura… Cuando nuestra razón nos dice que deberíamos hacer algo (por ej. abortar), pero nuestro corazón sufre tan sólo pensarlo… ¿Escuchar el corazón o la razón? ¿Elegir bien, elegir mal, qué dirección tomar? Los ejemplos son múltiples.

Ayer leía una novela de Eric Emmanuel Schmitt, donde cuenta la historia de una mujer que vive un calvario cotidiano con un marido espantoso, vulgar, zángano, que la engaña continúa y abiertamente con otras, quien acaba en los brazos de un amante que la ama de verdad. Cuando está a punto de dejar a su marido para huir con su amante, el marido sufre un accidente vascular cerebral, pierde la autonomía y queda completamente dependiente de los cuidados de otro. Finalmente, ella se queda con su marido para cuidarlo. Decisión bien difícil, porque debió renunciar a la felicidad con su amor, a su deseo intensísimo de recomenzar finalmente una nueva vida, una verdadera vida, para dedicarse enteramente a su ingrato marido… Pero ¿no ha tomado al fin una buena decisión? Si hubiera seguido a su corazón para partir con su amante, dejando a su marido sufriente, al padre de sus hijos, ¿habría tenido alguna vez la conciencia tranquila, habría podido gustar plenamente la nueva vida con su amante, verdaderamente habría sido feliz?

¿También Jesús conoció este tipo de tirones o desgarros? Sí, indudablemente. Sabemos que fue tentado en el desierto: se trataba justamente de un tironeo entre sus impulsos espirituales, su "obediencia" a Dios y a su plan, y las inclinaciones más terrenas, como la utilización de su poder o del mismo Dios para fines personales, para su prestigio personal. Sabemos también como sufrió durante su pasión: lloró lágrimas de sangre, tuvo momentos de desesperación (Dios mío, ¿por qué me has abandonado?), habría querido escapar del suplicio (Dios mío, aleja de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad sino la tuya). Si, como ser humano, también él conoció tironeos y sufrimientos.

Pero lo que hace a Jesús tan especial es, que a pesar de sus debilidades, fue más allá, consiguió sobrepasarlas, porque en sus acciones, su actuar y su decir, supo siempre elegir primero la voluntad de Dios. Sus aspiraciones divinas finalmente fueron más importantes que sus necesidades personales. Jamás perdió de vista, como horizonte al que llegar, su misión divina, su aspiración a algo más grande que él.

Jesús, como nosotros, a la vez hijo de Dios e hijo del hombre, conoció esos tironeos, pero en él, el hijo de Dios, tomó siempre la delantera.
Es que, Jesús siempre fue íntegro, fiel a su Verdad profunda, a lo que él pensaba era la voluntad de Dios, jamás hizo concesiones, jamás fue falso, nunca actuó contra sus convicciones íntimas, hacía lo que había que hacer, decía lo que había que decir, sin importar las consecuencias… Y eso es lo que finalmente le condujo a la muerte. Cuando el descontento iba creciendo alrededor de él, habría podido calmar las cosas, atemperar algo sus palabras para no irritar demasiado a escribas, fariseos y sacerdotes. Pero Jesús continuó diciendo lo que había que decir, la palabra sembrada en él debía ser dicha, propagada, esparcida, para que la conociera el mayor número de personas posibles.

La buena noticia de que Dios es su Padre, que Dios es el padre de todos y que nos ama, la buena noticia de que todos somos hijos e hijas de Dios, el hecho de que el amor a Dios y al prójimo sea la clave que permite resolver todos nuestros problemas y el secreto para vivir una vida armoniosa, el hecho de que ese amor  pase por delante incluso de las leyes, la buena noticia de que el reino de Dios podría llegar a esta tierra si nosotros solamente pusiéramos un poco de buena voluntad, lo que a fin de cuentas eso depende justamente de nosotros…

Todas esas buenas noticias Jesús no podía guardarlas egoístamente en su corazón, había que conocerlas y decirlas. Quiso dar a conocer su mensaje al mundo a cualquier precio, porque sabía que eran Verdad. Decidió llegar hasta el fin, y en resumidas cuentas su muerte lo llevó a la Vida eterna. Si lo hubiera abandonado todo para vivir una vida normal, si hubiera hecho concesiones a escribas y fariseos, quizá no habría sido muerto, crucificado en una cruz, pero no habría alcanzado la resurrección, no habría encontrado su gloria en Dios, y su buena nueva, su convicción más íntima, jamás habría sido tan largamente difundida, su mensaje no habría quizá llegado hasta nuestros días.

A veces hay que atravesar las tinieblas para llegar a la luz, a veces hay que sacrificar la felicidad inmediata para alcanzar una felicidad real, a veces hay que escoger la muerte para alcanzar la vida, a veces hay que olvidarse de uno mismo para alcanzar algo más grande, a veces hay que atravesar el sufrimiento para encontrar la gracia de Dios. Esa es la luz de Pascua.

Que podamos nosotros, a ejemplo de Jesús de Nazaret, dejarnos guiar por la mano de Dios en nuestras vidas, dejarnos guiar por nuestra Verdad profunda, por las aspiraciones que nos elevan, por lo que hay de bueno en nosotros y convertirnos así en personas íntegras.

Susanne  Shonbacher   
(traducción: Ernesto Baquer) 



jeudi 7 avril 2016

JUEVES SANTO. ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE SU SIMBOLOGÍA


En el Jueves Santo la comunidad cristiana está invitada a meditar sobre dos gestos que la tradición atribuye a Jesús de Nazaret, realizados durante la última comida pascual con sus discípulos unos días antes de su muerte: el gesto del pan repartido y el lavado de los pies. La reflexión cristiana ha visto siempre en estas dos acciones simbólicas de Jesús tanto su testamento espiritual, como la expresión más completa e impresionante de los valores y principios que animaron y caracterizaron la vida del Maestro y que quiso dejar en herencia a la comunidad de sus discípulos.

Hijo de su tiempo y embebido de la cultura oriental que utilizaba imágenes, figuras, parábolas, metáforas y acciones simbólicas tomadas de la vida ordinaria para inculcar principios y actitudes de vida, no nos sorprende ver a Jesús recurrir a estos métodos para mejor comunicar su pensamiento y su mensaje a las gentes sencillas de su tiempo y a sus discípulos más íntimos en el momento culminante de su vida.

Consideremos primero el simbolismo del pan entregado. Jesús toma el pan sobre la mesa, lo rompe y se lo da, diciendo: "Este pan es mi cuerpo". Si traducimos esta expresión semítica en lenguaje moderno, es como si Jesús dijera: "este pan representa mi persona, lo que yo soy para ustedes y para Dios. Es figura, símbolo de mi vida. El pan no está puesto sobre la mesa para ser mirado, sentido o tocado. Ha sido preparado, está allí, sólo para ser entregado, servido, repartido, compartido, consumido, comido. Está sobre la mesa únicamente para los demás, para la felicidad y la alegría de los demás; para alimentar, reconfortar y sostener a los demás, sobre todo si tienen hambre, si son pobres, débiles y necesitados, y quizá no tienen más que este pedazo de pan para subsistir".

"Mi vida, mis energías, todo lo que soy en mi profundidad humana hecha de cuerpo y sangre- nos dice Jesús con este gesto- ha sido como pan que he buscado entregar a otros, compartir con otros, a fin de sostenerlos y alimentarlos en confianza, esperanza, fraternidad, pasión, compasión, alegría y amor. He vivido sólo para eso, sólo he hecho eso en mi vida y durante mi vida. En contacto con mi Dios, he comprendido que era eso lo que debía hacer para ser un verdadero relevo de su amor en este mundo. Como Dios penetra el Universo y se ha entregado al mundo, a la humanidad y a mí, yo también, bajo el impulso de su espíritu, continuando su movimiento, me he dado a los otros sin descanso, sin pesar, sin cálculo, sin límite. En contacto con Dios mi Padre, he comprendido que sólo perdiendo su vida es como uno la encuentra; que sólo entregando su existencia, se la posee; que sólo muriendo a sí mismo, se vive plenamente, se realiza en cuanto humano, se completa totalmente a los ojos de los hombres y a los ojos de Dios. No se vive para sí mismo, sólo se vive para ser comido por los demás, para hacer vivir a los demás. Exactamente como el pan".

Y Jesús concluye: "Hagan esto en memoria mía". Lo que significa: Ustedes que son mis discípulos, deben hacer como yo, ser pan como yo lo he sido. Deben ser pan, pensando en mí, acordándose de lo que yo he sido para ustedes. Acordándose, en los momentos difíciles, que si yo he sido capaz de dar mi vida por los demás y ser literalmente comido como verdadero pan para la salvación y felicidad de todos, también ustedes pueden llegar a ser ese tipo de pan".

"Yo soy pan para ustedes por partida doble. No sólo mi vida es como pan entregado que deben imitar convirtiéndose también ustedes en pan para los demás; soy también para ustedes el verdadero pan que deben comer. Porque deben alimentarse de mí, tener hambre y sed de mí, de mi enseñanza, de mis palabras, mis valores, mi espíritu. Para ustedes, mis discípulos, soy la comida que debe alimentar toda vuestra existencia. Si ustedes me comen, vivirán también de mí y como yo, gracias a mi. Y mi Dios vivirá también en ustedes y se reconocerá en ustedes, como se reconoció en mi, porque su espíritu vive en mí. Por eso siempre me he sentido en mi casa, en su casa, y vivo en su intimidad como un hijo en brazos de su Madre. Hagan pues esto, ustedes también, en memoria mía".

Consideremos ahora la acción simbólica del lavado de pies que encontramos en el evangelio de Juan. Los sucesos descritos en este relato se desarrollan también en la última comida pascual de Jesús con sus amigos. Si Juan no dice una palabra sobre el gesto de Jesús con el pan-cuerpo-entregado que es relatado unánimemente por los otros tres evangelistas, es porque quizá consideró redundante y superfluo repetir por cuarta vez el mismo suceso, cuando existía otra similar, que contenía exactamente el mismo mensaje, pero que utilizaba además un simbolismo diferente que poseía una carga expresiva y emotiva particularmente impactante.

Si Jesús decide lavar los pies a sus discípulos, es porque, evidentemente, a través del simbolismo del gesto, quiere transmitirles la necesidad de encarnar en su vida la actitud de servicio por la cual cada uno se hace capaz de vivir en función de los demás y de dar así su vida por el bienestar y la salvación del prójimo. Aquí el término de comparación sigue siendo Jesús. Jesús que está allí, en el suelo, lavando los pies a sus amigos, se convierte en el prototipo del actuar del cristiano. Aquí transmite el mismo mensaje que en el gesto del pan entregado: Jesús que da su vida, para ponerla al servicio de los demás. Aquí también, es Jesús quien traza a sus discípulos un nuevo modo de vida, nuevas prioridades, un nuevo estilo de relaciones. "Yo les he dado el ejemplo, les dirá, yo, a quien llaman justamente Maestro y Señor, para que como yo he hecho, hagan ustedes también. ¡Hagan esto en memoria mía!"

Aquí, el maestro y el señor se hace esclavo y servidor que está a los pies de sus discípulos en una actitud de total disponibilidad. Aquí el primero se hace el último. El grande se hace pequeño. El que manda se hace el que sirve. Es un comportamiento loco a los ojos del mundo, insensato, fuera de las normas y revolucionario. Un comportamiento que no es evidentemente humano, sino exclusivo y típicamente divino. Jesús, con este gesto de abajamiento y servicio la víspera de su muerte, quiere legarnos su secreto más querido y su herencia más preciosa, para que quede bien claro a todos los que lo sigan que las únicas relaciones que reflejan su espíritu y el actuar de Dios, que son verdaderamente humanas y al mismo tiempo divinas, que tienen el poder de hacer vivir, de salvar al mundo del sufrimiento y de la catástrofe, las únicas, son las relaciones que se entablan sobre la base de un servicio impregnado de amor y rechazan toda posición de poder y de superioridad sobre los demás.

Esta postura de Jesús constituye la negación y el rechazo  de toda relación instaurada sobre los parámetros y la lógica del poder de los unos sobre los otros; así como la condena de todo comportamiento o actitud opuestas al camino de la responsabilidad, el cuidado, el respeto, la consideración, la atención benévola y amorosa, tanto hacia el mundo de la naturaleza como hacia el mundo de los hombres.

Aquí Jesús descalifica el poder como el mal y el pecado absoluto, porque está en el origen de todas las desigualdades, discriminaciones, injusticias, actitudes dominadoras, opresivas y devastadoras que son la causa de los destrozos infligidos al planeta y de la miseria y el sufrimiento de la mayoría de los humanos sobre la tierra. Para Jesús todo sistema construido sobre el poder es esencialmente "diabólico", porque está en la naturaleza del poder "dividir", crear diferencias, desigualdades, exclusiones, jerarquías, clases, rangos, categorías (en greco el verbo «diaballo» significa «dividir»). El poder aleja siempre, no acerca jamás. Nunca crea unidad, comunión, sólo contraste, hostilidad, agresividad, lucha, revuelta y odio. El poder afirma que los hombres no somos todos iguales, que no son todos hijos de Dios. Establece que hay individuos superiores a los demás, mejores, más importantes, que valen más, que tienen más derechos, que merecen más honores, consideraciones, estima, que los demás. El sistema de poder considera normal que haya individuos que tengan derecho a poseer más que los demás, a enriquecerse, a consumir más que los demás, incluso en un mundo donde la mayoría de sus habitantes viven en la miseria y mueren de hambre. El sistema de poder encuentra aceptable que una categoría de gentes sea más fuerte, más influyente, más importante y pueda explotar a gente más débil, humillarlos, oprimirlos, considerarlos de raza inferior, casta execrable, individuos de segunda o tercera clase, porque son pobres, minusválidos, enfermos, incultos, ineficaces, porque nacieron de sexo femenino, con tendencias homosexuales, porque son divorciados vueltos a casar, refugiados, inmigrantes, sin domicilio…

De todo esto resulta que para el Maestro de Nazaret el poder no sólo es diabólico, sino también "infernal”, porque dividiendo, oponiendo y explotando, transforma al mundo y a las relaciones humanas en un infierno.

A la lógica del poder y la superioridad, Jesús opone aquí la lógica del servicio, la igualdad, la fraternidad, la empatía, la compasión y el compartir. En otras palabras, instaura la norma del amor y la responsabilidad como norma de vida y de conducta. Será por su capacidad de amor fraternal, gratuito y desinteresado, que en adelante se reconocerán tanto los discípulos de Jesús, como un verdadero humano. Será por su capacidad de darse y su disponibilidad amorosa hacia los otros como se verá si alguien ha elegido construir su existencia sobre las fuerzas de comunión o de división; sobre las dinámicas del amor o las del egoísmo; sobre los valores del respeto y del acercamiento o sobre las de la desconfianza, los prejuicios y la confrontación; sobre los principios que hacen evolucionar hacia una forma más completa de humanidad o hacia una deshumanización cada vez más creciente que conducirá inexorablemente a nuestra tierra hacia su destrucción y a nuestra raza hacia su definitiva desaparición.

En este Jueves Santo se nos invita a los cristianos a proseguir en la ruta sobre la que Jesús marchó y a asimilar en nuestra vida las actitudes interiores que hicieron de él el pan entregado, el hombre dado y comido por todos. "Yo les he dado ejemplo, nos dice esta noche, para que ustedes amen como yo he amado". Creo que la realización de este modelo de amor y de servicio constituye para los humanos de hoy la única posibilidad que tenemos de salvarnos a nosotros y al mundo que habitamos.

Bruno Mori

traducción: Ernesto Baquer)