UNA ESPERANZA MÁS FUERTE QUE LA
MUERTE
(33º dom. ord. B – Marc 13,24-32)
La
segunda mitad del siglo primero, cuando el evangelista Marcos escribía su
evangelio, fue en Occidente, un periodo histórico particularmente difícil y
probado. En el año 70, la nación judía había sido aniquilada con la destrucción
de la ciudad emblemática y santa de Jerusalén. En el 79, el sur de Italia fue
conmocionado por la apocalíptica erupción volcánica del Vesubio, que sepultó
literalmente, bajo una lluvia de fuego y cenizas, las ciudades de Pompeyo y
Herculano, con la casi totalidad de sus habitantes. En el Norte de Europa, el
Imperio Romano debía enfrentar los ataques e invasiones constantes de los
pueblos “bárbaros”, atraídos por las tierras fértiles y los climas más suaves
de los países del Mediterráneo. Por su parte, los cristianos sufrían las
persecuciones feroces de Nerón y Domiciano, y vivían expuestos a la
inseguridad, la amenaza, el odio de los paganos, con sus vidas en peligro. Por
todo ello tenían la impresión de asistir ya a los preludios del fin inminente
del mundo anunciado por Jesús.
De
ahí que la fe y la confianza de los cristianos de aquella época estaban
expuestas a una dura prueba. Ellos se preguntaban, por qué eran tan detestados,
perseguidos, abandonados de Dios, cuando Jesús les había dicho que eran la sal
de la tierra, la luz del mundo; que les había prometido que no los dejaría
huérfanos y que estaría con ellos hasta el fin de los tiempos; que la
providencia, la ternura y el amor de Dios, su padre y nuestro padre nos
seguiría vigilando, protegiendo y salvando y que ni un cabello de la cabeza
caería sin el permiso de Dios.
Este
discurso confuso, inconexo y nebuloso sobre el fin del mundo que Marcos
atribuye a Jesús, querría responder estas cuestiones. Querría exhortar a los
cristianos de su tiempo a no tener miedo. Querría alentarlos a no perder la
confianza y guardar la fe y la esperanza. Sin embargo, al mismo tiempo,
mediante esas imágenes apocalípticas y esas descripciones de un universo que se
derrumba y que acaba, Marcos quiere que tomen conciencia de que en la vida,
siempre serán confrontados con fines y comienzos; con cataclismos reales o
aparentes, con la lucha del mal contra el bien y del bien contra el mal. Lucha
y contradicciones que serán por todas partes: en su propia carne, en el seno de
sus familias, en la sociedad, en las situaciones y acontecimientos. Y tendrán
la impresión de que hay más mal que bien, que la maldad prima sobre la bondad,
el odio sobre el amor, las tinieblas sobre la luz y que vivimos en un mundo
abandonado por Dios y sometido al poder del mal.
Sin
embargo, este texto de Marcos nos asegura que no es así. A pesar de lo que
podamos pensar o creer, Dios es el más fuerte. A pesar de todas las apariencias
contrarias, las fuerzas del amor, de la bondad, superan en mucho las del odio,
el egoísmo y la maldad. Marcos nos asegura que estas son las energías benéficas y creadoras que
sostienen nuestro Universo y que, si son cultivadas, continuarán haciendo vivir
y progresar nuestra humanidad.
El Evangelio
quiere también hacernos comprender que en nuestra existencia, fines y comienzos
se alternan regularmente. Nada en nuestra vida es estable, fijo, definitivo. Al
contrario, sólo vivimos porque cambiamos. Nos realizamos porque nos
transformamos. Es el cambio lo que nos permite a nosotros y a la realidad de
nuestro Universo continuar existiendo en un movimiento de evolución continua. Siempre
el fin de algo se convierte en el comienzo de algo nuevo.
Por
tanto, el Evangelio, que es ante todo una escuela de vida, nos enseña que para
llegar a ser hombres y mujeres de valía, debemos aceptar morir continuamente a
algo. ¡Cuántas pérdidas debemos aceptar y soportar a lo largo de nuestra
existencia!. Perdemos inevitablemente juventud, belleza, elasticidad, fuerza,
salud, vivacidad, ánimo, memoria; frecuentemente perdemos inocencia, paz
interior, promesas, afectos, amores, la presencia de los seres queridos… y final e inexorablemente perdemos nuestra
vida.
¿Habrá
que angustiarse, desesperar, andar de capa caída? ¡Nunca jamás!, nos dice el
evangelio de hoy. Todo eso, al contrario, forma parte del misterio del ser en
este mundo, así como del plan y del Misterio de Dios.
Misterio
de Dios que a pesar de todo, creemos ser un misterio de amor que busca siempre
realizarnos. Y eso a través de nuestra fragilidad innata, de las vicisitudes de
una existencia inexorablemente empujada por la corriente del tiempo hacia
puertos desconocidos pero que esperamos sean para nosotros refugios de paz y
felicidad.
Esa,
al menos, es la esperanza que este discurso de Jesús parece sembrar en nuestro
espíritu y en nuestro corazón.
Bruno Mori
Montreal, 21 noviembre 2021