(Juan, 20,1-8)
Orig francés_
http://brunomori39.blogspot.com/2019/05/dimanche-de-paques.html.
Se habrán dado cuenta con qué frecuencia la palabra
“tumba” se repite en estos tres parágrafos del evangelio de Juan. En 8 versos
la palabra sale 7 veces. Cinco para decir que los discípulos llegan a la tumba.
Dos para decir que la tumba está vacía. Podría decirse
que el evangelio está más interesado en la actitud de los discípulos que
buscan, que están angustiados, que quieren encontrar respuesta a sus preguntas,
que en proporcionar una explicación clara y precisa que pueda definitivamente
reconfortarlos y tranquilizarlos.
Es un hecho que los discípulos experimentan una pérdida,
viven una prueba, están totalmente derrotados por los trágicos sucesos que han
vuelto cabeza abajo sus vidas. Y como todo el que está en tinieblas porque no
consigue comprender el sentido de lo que le pasa, se enloquecen buscando una
explicación, un rayo de esperanza en la oscuridad que les rodea. Sienten una
pérdida y un vacío terribles.
El Evangelio se toma el trabajo de anotar que estaba
oscuro cuando los discípulos se ponen en marcha hacia la tumba. Cuando Jesús
estaba con ellos ¡todo era tan luminoso! Con él vivieron momentos inolvidables.
Ese hombre había transformado su existencia. ¡Habían descubierto tantas cosas a
su lado! Habían aprendido a confiar en sí mismos, a confiar en los otros, pero
sobre todo a confiar en Dios. Jesús hablaba de Dios como nadie lo había hecho
antes. Tenían la impresión de que Jesús tenía una familiaridad, una confianza,
un conocimiento de Dios, únicos.
También habían aprendido en contacto con Jesús a amar a
Dios como su Padre y a tratarlo como sus hijos. Al lado de Jesús habían
comprendido que Dios es ternura y amor Que Dios ama siempre primero; que ama
sin condiciones; que ama sin mirar los méritos ni las cualidades de las
personas; que ama aun cuando seamos malos y detestables. Jesús les había hecho
comprender que todas las mujeres y todos los hombres, sin distinción, tienen un
gran valor a los ojos de Dios; que para Dios cada uno es único y que es amado,
apreciado y deseado en su especificidad y a causa de su singularidad. Habían
aprendido que ante Dios lo mejor para un individuo es que sea él mismo en todo;
y que lo que cuenta verdaderamente para un hombre y una mujer es la
autenticidad de su ser y no su parecer.
Los discípulos, estando con Jesús, habían aprendido a no
tener miedo de Dios, ni a los castigos de Dios. Porque Jesús les había enseñado
que Dios no es alguien que castiga, sino un ser que perdona y que perdona
siempre, que perdona sin cesar y que quiere nuestra realización, nuestra
alegría, nuestra felicidad, ya aquí en la tierra, sobre todo aquí en la tierra
y no sólo en el más allá. Todo ello les dio un nuevo sentido, una nueva
orientación y un nuevo impulso a su existencia. Ahora se sentían personas
transformadas, renovadas. Ahora vivían en la alegría, la confianza, la
esperanza; ya no replegadas sobre sí mismas, encerradas en sus miedos,
disminuidas por la conciencia de sus límites y debilidades, sino abiertos,
confiados, disponibles, entregados a los demás, convertidos ahora en sus
hermanos.
Gracias a la enseñanza del Maestro de Nazaret, saben que,
pase lo que pase de triste, doloroso u horrible, nunca podrá ser una catástrofe
irreparable o un mal sin solución, porque su vida será siempre sostenida e
impulsada por el amor y la presencia de Dios. Durante su vida Jesús había
realmente encendido en ellos la llama de la confianza, del optimismo, de la
esperanza. Sus acciones, palabras, testimonio, su manera de pensar, en una
palabra, el espíritu que animaba a Jesús, cuando recorría los caminos de
Palestina, llegaron a ser una herencia y un tesoro que sus discípulos guardaron
tiérnamente, preciosamente, fielmente en su memoria y en su corazón. Porque es
esa herencia la que guía, inspira y da sentido a su vida.
Estas reflexiones nos ayudarán a responder a la pregunta
planteada por el evangelio de Pascua que acabamos de leer: Después de su
muerte, ¿dónde se encuentra Jesús? ¿Dónde tienen que buscarlo sus discípulos
para poder encontrarlo? ¿Todavía pueden encontrarlo, sentirlo, tocarlo, a ese
Jesús ejecutado en una cruz y desaparecido definitivamente del mundo de los
vivos? ¿Cómo podemos afirma que está todavía vivo entre nosotros, como lo
declara nuestra fe católica? El relato evangélico, con su insistencia puesta en
la tumba, quiere hacernos comprender que todos los que corren a una tumba o que
se empeñan en llorar un muerto o que quieren hacer de la muerte algo más
importante y pleno que la vida, no encontrarán en realidad, al fin de su
búsqueda, más que vacío y decepción. En una tumba sólo puede haber vacío,
porque necesariamente la vida está en otra parte. La tumba está inexorablemente
vacía. Está vacía de toda forma de vida. No es en una tumba donde los
discípulos podrán encontrar ahora la presencia de su Maestro. Para los
discípulos que buscan la presencia de Jesús, la tumba está vacía, nos repiten
los textos evangélicos: “No busquen entre
los muertos al que está vivo… lo encontrarán entre vuestros hermanos”,
dicen los ángeles.
¡Desvelado por fin el misterio de Pascua! Tras su muerte
Jesús está vivo, cierto, pero vivo en medio de sus hermanos y discípulos, aseguran los textos de los
Evangelios. Ahora podemos encontrarlo entre ellos. Son sus hermanos y discípulos quienes continúan haciéndolo
vivir, quienes lo continúan a mantenerlo vivo. ¿De qué manera? Guardando
despierto el recuerdo de su memoria; manteniendo vivo en su corazón la llama de
la confianza y el amor hacia su persona, plasmando su comportamiento sobre su
ejemplo y su palabra y dejándose conducir por su Espíritu. Ahora somos nosotros
los cristianos, el lugar de la presencia viva de Jesús de Nazaret en nuestro
mundo. En nosotros y gracias a nosotros que lo amamos y creemos en él y en el valor extraordinario de su enseñanza,
de su evangelio, es como el profeta de Galilea está siempre vivo y actuando en
la historia de los hombres.
Pienso que hay otra cosa que este texto del Evangelio
quiere hacernos comprender. Para mí este relato se presenta también como una
parábola de nuestra vida, de nuestra condición aquí en la tierra. María de
Magdala, Pedro y el otro discípulo que corren hacia la tumba son figuras y
símbolos de la condición humana: todos, tal como somos, hombres y mujeres,
jóvenes y viejos, todos corremos inevitablemente hacia la tumba. Allí se
detendrá un día nuestra carrera.
Al cabo de nuestro viaje, puede que tengamos la impresión
de encontrar sólo ausencia, vacío, silencio. Y quizá ese sentimiento o esa
perspectiva nos llene de angustia de tal modo que miremos hacia la tumba con
inquietud y aprensión. Sin embargo, los que estamos con Jesús, los que él
volvió sensibles a mirar más allá de las apariencias y a leer en nuestra vida
los signos de la acción amorosa de Dios, seremos capaces de descifrar, más allá
del drama del fin, más allá del desorden de la muerte y del vacío de la tumba,
los signos de un orden, una culminación, una plenitud y una presencia.
Para aquellos que,
como el discípulo joven, sepamos mirar con los ojos de la fe y de la confianza
que Jesús nos inspira, la muerte y la tumba no serán sucesos traumáticos donde
terminan y se hunden inevitablemente las aspiraciones y sueños de nuestro
corazón, sino el comienzo de un nuevo viaje con un equipaje terrestre que la
tierna mano de Dios preparó y arregló cuidadosamente para que podamos tomar sin
tropiezos la ruta de la eternidad.
Bruno Mori