(Fiesta
de Cristo Rey)
Desde la noche de los tiempos, el hombre siempre
estuvo intrigado por la presencia de energías misteriosas que constataba
actuando siempre en el mundo que habitaba. Instintivamente el hombre primitivo
atribuyó estas fuerzas a la acción de una Realidad Última a la que llamó Dios.
Hemos imaginado a Dios con toda clase de formas y maneras. Por lo que hay
tantas concepciones de Dios como civilizaciones, culturas, pueblos y
religiones. La enorme diversidad de nuestras representaciones de Dios está en
relación directa con nuestra imposibilidad de conocer algo de su
naturaleza. Y compensamos nuestra radical e inevitable ignorancia con la
abundancia y la repetición de nuestras fantasiosas descripciones de la
divinidad. [i]
La Realidad Última escapará siempre de toda
pretensión humana de definirla y comprenderla. Lo mismo su existencia nunca
podrá ser afirmada con certeza por medio de una demostración o deducción lógica
de nuestro espíritu. Jamás Dios podrá ser captado por nuestra inteligencia,
sino solamente sentido y experimentado con nuestro corazón como una posibilidad
deseada, como un suspiro de nuestro deseo, como un impulso de nuestra
fascinación que quieren relacionar con una Entidad familiar y un rostro amable
el misterioso conjunto de las energías que construyen por doquier la grandeza y
la belleza del mundo.
Sin embargo, la lógica nos dice que, si hay Dios,
sólo puede manifestarse en lo que es. En efecto, es absurdo pensar que algo
pueda existir fuera o más allá de lo que existe. Por tanto, el hombre debe
buscar en el Universo existente, los signos o las huellas de la acción de Dios que
le hagan sospechar que algo del divino Misterio está actuando y está manifestándose
en nuestro mundo.
Podemos afirmar entonces que la Realidad Última
(Dios) adquiere visibilidad y consistencia en la realidad de lo que existe; que
la divinidad, situada por las religiones allá arriba, en el más allá, en la
trascendencia, en lo sobrenatural, de hecho sólo reside en el aquí abajo, en la
inmanencia, en lo natural, lo material y lo cotidiano de nuestro mundo y
nuestra existencia cotidiana. Nadie mejor que el teólogo vasco José Arregi ha
ilustrado esta verdad: «Dios no interviene desde fuera cuando quiere. No
se encarna una vez desde fuera, pues es la Carne del mundo, el Ser de cuanto
es, el Corazón de cuanto late, el Verbo activo y pasivo de toda palabra, el Dinamismo
de toda transformación, la Ternura de todo abrazo, el Tú de todo yo y el Yo de
todo tú, la Unidad de toda diversidad y la Diversidad de toda unidad, la luz de
toda mirada, la conciencia de toda mente, la Belleza y la Bondad que sostienen
y mueven al universo en su infinito movimiento, en su infinita relación.»
(Relat, 449)
De ahí que todo lo que podamos adivinar de Dios,
sólo puede ser captado a través de los fenómenos del proceso evolutivo de este
Universo físico que nos ha generado a todos. Entonces podemos afirmar en verdad
que la presencia de la Realidad Última toma cuerpo en la
materialidad de nuestro mundo y que sólo actúa y se manifiesta en sus elementos
y en la complejidad de sus interferencias y relaciones. Si eso es así, podemos
sacar una extraordinaria conclusión y afirmar que nuestro Universo es, en
cierta manera, la manifestación concreta y visible o, si se prefiere, la
materialización o la encarnación de Dios.
Mientras los humanos del paleolítico habían
descubierto los signos de la presencia del Espíritu de Dios en los fenómenos
naturales del mundo, la llegada de las religiones (en el neolítico) vació el
mundo de la presencia de Dios, para ponerlo en otro lugar. Y desde entonces,
Dios ya no está ni con nosotros, ni entre nosotros.
Y ha sido el movimiento cristiano, surgido de la
predicación de Jesús de Nazaret, quien sacudió a la humanidad con la fuerza de
su Soplo innovador, y despertó en los humanos hipnotizados y confundidos por
sus creencias religiosas y quien, abriéndoles los ojos, los impulsó a recuperar
el Dios cercano e inmanente que las religiones habían arrojado fuera de su
mundo y de sus vidas.
En la historia de la humanidad, el cristianismo ha
sido la única corriente de pensamiento capaz de liberarnos de las falsas
concepciones antropomórficas, míticas y sobrenaturales de la divinidad,
inventadas y propuestas por las religiones, para ofrecernos, por fin, un
Dios encarnado en la materialidad de este mundo y, especialmente,
en su realidad humana, tal como se presenta y realiza, de manera ejemplar, en
la persona del Hombre de Nazaret.
Entonces, para el cristiano Jesús de Nazaret es, no
sólo un modelo de humanidad plenamente realizado, sino también un ejemplo de
cómo ha de ser estructurada y vivida, en la vida de una persona, su relación
con Dios y el prójimo. Jesús nos muestra que, si deseamos entrever, encontrar y
tocar algo de Dios, de su acción y de su espíritu en nuestra existencia, ya no
debemos buscarlo en rituales, normas, prescripciones, observancias, leyes,
obligaciones, oraciones, sacramentos y creencias propuestos por las religiones.
Jesús nos dice que, es más bien aquí, en nuestro
planeta, en nuestra casa, en contacto con nuestros hermanos, el lugar donde
podemos descubrir las huellas de la presencia del Misterio Último que impregna
toda la creación. El único fin de la enseñanza del Profeta de Nazaret fue
convencer á sus discípulos que, si Dios existe, sólo puede estar aquí, en este
mundo que es el nuestro, en la naturaleza y en las criaturas que lo habitan, en
el corazón de las personas, siendo el soplo, la energía, la savia, el alma, el
amor que los hace vivir, que les asegura su perfeccionamiento, su desarrollo y
su felicidad.
La característica principal y la novedad del
Profeta de Nazaret consisten finalmente en el hecho de haber concebido y
percibido a Dios esencialmente, como una Fuerza Amorosa que
llena el Universo, un corazón divino que late en toda criatura y que está
particularmente activo en el ser humano. A causa de su capacidad y su actitud
de amar, el hombre posee una semejanza y una afinidad especial con Dios. Y, según
el Nazareno, sólo desplegando totalmente su capacidad de amar, la persona
realiza plenamente su naturaleza y alcanza la finalidad de su presencia en este
mundo.
Percibir al hombre [ii] como el lugar privilegiado
de la presencia en nuestro mundo de la Energía Amorosa Original, fue algo muy querida
de Jesús, comprometido en cuerpo y alma en un proyecto de transformación y
renovación de la sociedad de su tiempo, basado en relaciones humanas alineadas
exclusivamente tras la comunión, la fraternidad y el amor (el «Reino de Dios»).
Jesús enseñó y reveló que ese Amor Original y
Último, hemos de ser capaces de entreverlo en la red compleja de conexiones,
dependencias, atracciones y relaciones que unen a los humanos entre sí y con
todos los otros elementos del Universo. Porque sólo si nosotros nos sentimos
parte integrante de ese sistema universal y global nacido del Amor Origen y
atravesado por el Amor, estaremos en estado de comprender que nuestra plena
realización humana sólo puede obtenerse por el amor que generemos y el amor que
demos. Dar y recibir amor se convierte entonces, según el Nazareno, en la única
forma de realizarnos como personas y de hacer vibrar el mundo de los hombres en
armonía con la música divina que hace cantar todo el Universo.
Esta visión del hombre como portador y difusor
“designado” del Amor de Dios en nuestro mundo, le daba a Jesús las razones y
argumentos teológicos y espirituales necesarios para proporcionar impulso, dinamismo,
determinación y firmes motivaciones interiores a todos los y las que, tras él,
querían implicarse en la ardua tarea encaminada a realizar su sueño de
renovación universal.
Entonces, para Jesús, el ser humano se convierte en
el lugar privilegiado de la proximidad de Dios y del encuentro con Dios en
nuestro mundo. Para Jesús, el Espíritu de Dios está presente en el hombre; y
Dios actúa y ama en el hombre y a través del hombre. De suerte que no es
posible tener una buena relación con Dios que no pase por una buena relación
con el hombre, sea quien sea. Jesús llega incluso a afirmar que lo que se haga
al hombre, debe considerarse como hecho a Dios. Para Jesús no es posible que
alguien ofrezca su amor a Dios, si ese amor no se ha formado en el vientre de
sus relaciones amorosas con los otros seres humanos (y no humanos). No existe
en esta tierra amor a Dios en estado “puro”, es decir decantado y depurado de
toda escoria o contacto humano. En esta tierra, el amor tiene siempre una
coloración humana y lleva siempre consigo un fuerte aroma al hombre. “El
que diga que ama a Dios, pero no despliega su capacidad de amor a favor del
hombre, es un hipócrita y un mentiroso y Dios no está en él” (1 Jn.
4,20-21).
Al identificar la relación con Dios y la relación
con el hombre, Jesús realizó la mayor revolución religiosa y espiritual de la
humanidad. Humanizó a Dios. Puso a Dios en el hombre y no en la religión.
Liberó a Dios del monopolio de la religión, de la prisión de lo sagrado, para
colocarlo en lo profano, lo secular, el mundo natural, en la vida cotidiana de
la gente, en el corazón de cada persona, en el amor que sentimos que damos y
que recibimos. Descalificó la importancia de los medios que la religión propone
para alcanzar a Dios. Transformó la búsqueda de Dios en la búsqueda del hombre
y en la búsqueda de una mayor calidad humana de su existencia.
Sin
embargo, Jesús no suprimió la religión en cuanto tal; sino que buscó hacer
comprender a sus representantes oficiales que su tarea no es principalmente la
de conducir a los fieles a amar a Dios, sino a amar a los humanos. Porque Dios
no sabe qué hacer con un amor que no puede ser verdadero ni sincero y que, de
todas formas, no necesita [iii],
mientras existen infinidad de personas que sufren, que están en la miseria, que
necesitan nuestra ayuda, nuestra compasión y nuestro amor, y con las que el
mismo Dios se identifica: “Todo lo que le han hecho a los más pequeños
de mis hermanos, a mí me lo han hecho” (Mt 25,40).
Para Jesús es en el servicio amoroso con sus
hermanos como el hombre encuentra a Dios y alcanza la grandeza verdadera de su
humanidad.
Por
tanto, sólo hay soberanía o realeza posible para el hombre cristiano, en la
superioridad y preeminencia de su amor.
Lo
mismo que para el Hombre de Nazaret.
Mori Bruno (17 nov. 2017)
(Traducción
de
Ernesto Baquer)
[i] Nunca encontramos en la Biblia especulaciones
filosóficas sobre la naturaleza de Dios. Se puede decir que los autores
bíblicos no se interesaron en la investigación sobre la esencia de Dios para comprender
lo que es en sí Dios. Ellos tienen una actitud más "pragmática".
Están más interesados en saber qué le sucede al mundo y al hombre cuando Dios
entra en acción. Son precisamente estas actuaciones o "gestas" de
Dios lo que la Biblia describe y nos transmite.
De
ahí se deduce que lo que determina la buena relación del hombre bíblico con la
divinidad, es su "justicia" es decir la "justa"
correspondencia de sus acciones con la voluntad de Dios, quien actúa siempre,
según los autores bíblicos, para mejorar la obrar de su creación y la suerte de
su pueblo.
A
diferencia del cristiano que, impulsado por la autoridad y la enseñanza
coercitiva de la Iglesia, funda su buena relación con Dios sobre la fe en
afirmaciones intelectuales abstractas contenidas en sistemas teológicos
llamadas "dogmas", el hombre bíblico funda su buena relación con Dios
en la bondad de sus actos.
Ciertamente,
incluso en la Biblia es cuestión de "fe" y la literatura rabínica
utiliza con frecuencia la expresión "hombre de fe". Sin embargo, en
la Biblia, la fe no tiene ni la misma connotación cerebral ni el mismo
contenido que el Magisterio Católico atribuye a esta palabra. La fe católica es
la adhesión de la voluntad del cristiano a un conjunto de afirmaciones
teológicas consideradas no sólo como absolutamente verdaderas sino como
absolutamente necesarias para su propia salvación. La fe del hombre bíblico, al
contrario, es una disposición o una actitud hecha de adoración, asombro y sobre
todo "confianza" en la acción de Dios tal como se despliega y
manifiesta en la historia de su pueblo, en su vida personal y en el mundo, y
que el hombre de fe busca reproducir por intermedio de sus buenas obras.
[ii] Está claro que cada vez que en este texto se
habla del hombre, se refiere también a la mujer.
[iii] Jesús había comprendido que Dios, siendo
Misterio último y por tanto Realidad totalmente inaccesible e incomprensible
para el hombre, jamás puede ser captado o amado por el hombre en sí, sino
únicamente en las manifestaciones que su Energía, activa en las profundidades
de los seres, se muestra en la superficie del mundo visible. Un poco como
cuando miramos la mar en plena borrasca. No tenemos ninguna idea de la
inmensidad de las fuerzas que habitan y recorren sus profundidades. Sin embargo,
podemos adivinar su presencia por los resultados de sus acciones en la
superficie del agua, cuando admiramos, con una mezcla de terror y de estupor,
el poder, la belleza y la armonía fogosa de las corrientes que crispan y
modulan la superficie del océano.