mercredi 29 novembre 2017

EL DIOS QUE HABITA EN EL HOMBRE Y EL HOMBRE QUE HABITA EN DIOS -Mt 25,21-46


(Fiesta de Cristo Rey)

Desde la noche de los tiempos, el hombre siempre estuvo intrigado por la presencia de energías misteriosas que constataba actuando siempre en el mundo que habitaba. Instintivamente el hombre primitivo atribuyó estas fuerzas a la acción de una Realidad Última a la que llamó Dios. Hemos imaginado a Dios con toda clase de formas y maneras. Por lo que hay tantas concepciones de Dios como civilizaciones, culturas, pueblos y religiones. La enorme diversidad de nuestras representaciones de Dios está en relación directa con nuestra imposibilidad de conocer algo de su naturaleza. Y compensamos nuestra radical e inevitable ignorancia con la abundancia y la repetición de nuestras fantasiosas descripciones de la divinidad. [i]

La Realidad Última escapará siempre de toda pretensión humana de definirla y comprenderla. Lo mismo su existencia nunca podrá ser afirmada con certeza por medio de una demostración o deducción lógica de nuestro espíritu. Jamás Dios podrá ser captado por nuestra inteligencia, sino solamente sentido y experimentado con nuestro corazón como una posibilidad deseada, como un suspiro de nuestro deseo, como un impulso de nuestra fascinación que quieren relacionar con una Entidad familiar y un rostro amable el misterioso conjunto de las energías que construyen por doquier la grandeza y la belleza del mundo.

Sin embargo, la lógica nos dice que, si hay Dios, sólo puede manifestarse en lo que es. En efecto, es absurdo pensar que algo pueda existir fuera o más allá de lo que existe. Por tanto, el hombre debe buscar en el Universo existente, los signos o las huellas de la acción de Dios que le hagan sospechar que algo del divino Misterio está actuando y está manifestándose en nuestro mundo.

Podemos afirmar entonces que la Realidad Última (Dios) adquiere visibilidad y consistencia en la realidad de lo que existe; que la divinidad, situada por las religiones allá arriba, en el más allá, en la trascendencia, en lo sobrenatural, de hecho sólo reside en el aquí abajo, en la inmanencia, en lo natural, lo material y lo cotidiano de nuestro mundo y nuestra existencia cotidiana. Nadie mejor que el teólogo vasco José Arregi ha ilustrado esta verdad: «Dios no interviene desde fuera cuando quiere. No se encarna una vez desde fuera, pues es la Carne del mundo, el Ser de cuanto es, el Corazón de cuanto late, el Verbo activo y pasivo de toda palabra, el Dinamismo de toda transformación, la Ternura de todo abrazo, el Tú de todo yo y el Yo de todo tú, la Unidad de toda diversidad y la Diversidad de toda unidad, la luz de toda mirada, la conciencia de toda mente, la Belleza y la Bondad que sostienen y mueven al universo en su infinito movimiento, en su infinita relación.» (Relat, 449)

De ahí que todo lo que podamos adivinar de Dios, sólo puede ser captado a través de los fenómenos del proceso evolutivo de este Universo físico que nos ha generado a todos. Entonces podemos afirmar en verdad que la presencia de la Realidad Última toma cuerpo en la materialidad de nuestro mundo y que sólo actúa y se manifiesta en sus elementos y en la complejidad de sus interferencias y relaciones. Si eso es así, podemos sacar una extraordinaria conclusión y afirmar que nuestro Universo es, en cierta manera, la manifestación concreta y visible o, si se prefiere, la materialización o la encarnación de Dios.

Mientras los humanos del paleolítico habían descubierto los signos de la presencia del Espíritu de Dios en los fenómenos naturales del mundo, la llegada de las religiones (en el neolítico) vació el mundo de la presencia de Dios, para ponerlo en otro lugar. Y desde entonces, Dios ya no está ni con nosotros, ni entre nosotros.

Y ha sido el movimiento cristiano, surgido de la predicación de Jesús de Nazaret, quien sacudió a la humanidad con la fuerza de su Soplo innovador, y despertó en los humanos hipnotizados y confundidos por sus creencias religiosas y quien, abriéndoles los ojos, los impulsó a recuperar el Dios cercano e inmanente que las religiones habían arrojado fuera de su mundo y de sus vidas.

En la historia de la humanidad, el cristianismo ha sido la única corriente de pensamiento capaz de liberarnos de las falsas concepciones antropomórficas, míticas y sobrenaturales de la divinidad, inventadas y propuestas por las religiones, para ofrecernos, por fin, un Dios encarnado en la materialidad de este mundo y, especialmente, en su realidad humana, tal como se presenta y realiza, de manera ejemplar, en la persona del Hombre de Nazaret.

Entonces, para el cristiano Jesús de Nazaret es, no sólo un modelo de humanidad plenamente realizado, sino también un ejemplo de cómo ha de ser estructurada y vivida, en la vida de una persona, su relación con Dios y el prójimo. Jesús nos muestra que, si deseamos entrever, encontrar y tocar algo de Dios, de su acción y de su espíritu en nuestra existencia, ya no debemos buscarlo en rituales, normas, prescripciones, observancias, leyes, obligaciones, oraciones, sacramentos y creencias propuestos por las religiones.

Jesús nos dice que, es más bien aquí, en nuestro planeta, en nuestra casa, en contacto con nuestros hermanos, el lugar donde podemos descubrir las huellas de la presencia del Misterio Último que impregna toda la creación. El único fin de la enseñanza del Profeta de Nazaret fue convencer á sus discípulos que, si Dios existe, sólo puede estar aquí, en este mundo que es el nuestro, en la naturaleza y en las criaturas que lo habitan, en el corazón de las personas, siendo el soplo, la energía, la savia, el alma, el amor que los hace vivir, que les asegura su perfeccionamiento, su desarrollo y su felicidad.

La característica principal y la novedad del Profeta de Nazaret consisten finalmente en el hecho de haber concebido y percibido a Dios esencialmente, como una Fuerza Amorosa que llena el Universo, un corazón divino que late en toda criatura y que está particularmente activo en el ser humano. A causa de su capacidad y su actitud de amar, el hombre posee una semejanza y una afinidad especial con Dios. Y, según el Nazareno, sólo desplegando totalmente su capacidad de amar, la persona realiza plenamente su naturaleza y alcanza la finalidad de su presencia en este mundo.

Percibir al hombre [ii] como el lugar privilegiado de la presencia en nuestro mundo de la Energía Amorosa Original, fue algo muy querida de Jesús, comprometido en cuerpo y alma en un proyecto de transformación y renovación de la sociedad de su tiempo, basado en relaciones humanas alineadas exclusivamente tras la comunión, la fraternidad y el amor (el «Reino de Dios»).

Jesús enseñó y reveló que ese Amor Original y Último, hemos de ser capaces de entreverlo en la red compleja de conexiones, dependencias, atracciones y relaciones que unen a los humanos entre sí y con todos los otros elementos del Universo. Porque sólo si nosotros nos sentimos parte integrante de ese sistema universal y global nacido del Amor Origen y atravesado por el Amor, estaremos en estado de comprender que nuestra plena realización humana sólo puede obtenerse por el amor que generemos y el amor que demos. Dar y recibir amor se convierte entonces, según el Nazareno, en la única forma de realizarnos como personas y de hacer vibrar el mundo de los hombres en armonía con la música divina que hace cantar todo el Universo.

Esta visión del hombre como portador y difusor “designado” del Amor de Dios en nuestro mundo, le daba a Jesús las razones y argumentos teológicos y espirituales necesarios para proporcionar impulso, dinamismo, determinación y firmes motivaciones interiores a todos los y las que, tras él, querían implicarse en la ardua tarea encaminada a realizar su sueño de renovación universal.

Entonces, para Jesús, el ser humano se convierte en el lugar privilegiado de la proximidad de Dios y del encuentro con Dios en nuestro mundo. Para Jesús, el Espíritu de Dios está presente en el hombre; y Dios actúa y ama en el hombre y a través del hombre. De suerte que no es posible tener una buena relación con Dios que no pase por una buena relación con el hombre, sea quien sea. Jesús llega incluso a afirmar que lo que se haga al hombre, debe considerarse como hecho a Dios. Para Jesús no es posible que alguien ofrezca su amor a Dios, si ese amor no se ha formado en el vientre de sus relaciones amorosas con los otros seres humanos (y no humanos). No existe en esta tierra amor a Dios en estado “puro”, es decir decantado y depurado de toda escoria o contacto humano. En esta tierra, el amor tiene siempre una coloración humana y lleva siempre consigo un fuerte aroma al hombre. “El que diga que ama a Dios, pero no despliega su capacidad de amor a favor del hombre, es un hipócrita y un mentiroso y Dios no está en él” (1 Jn. 4,20-21).

Al identificar la relación con Dios y la relación con el hombre, Jesús realizó la mayor revolución religiosa y espiritual de la humanidad. Humanizó a Dios. Puso a Dios en el hombre y no en la religión. Liberó a Dios del monopolio de la religión, de la prisión de lo sagrado, para colocarlo en lo profano, lo secular, el mundo natural, en la vida cotidiana de la gente, en el corazón de cada persona, en el amor que sentimos que damos y que recibimos. Descalificó la importancia de los medios que la religión propone para alcanzar a Dios. Transformó la búsqueda de Dios en la búsqueda del hombre y en la búsqueda de una mayor calidad humana de su existencia.

Sin embargo, Jesús no suprimió la religión en cuanto tal; sino que buscó hacer comprender a sus representantes oficiales que su tarea no es principalmente la de conducir a los fieles a amar a Dios, sino a amar a los humanos. Porque Dios no sabe qué hacer con un amor que no puede ser verdadero ni sincero y que, de todas formas, no necesita [iii], mientras existen infinidad de personas que sufren, que están en la miseria, que necesitan nuestra ayuda, nuestra compasión y nuestro amor, y con las que el mismo Dios se identifica: “Todo lo que le han hecho a los más pequeños de mis hermanos, a mí me lo han hecho” (Mt 25,40).

Para Jesús es en el servicio amoroso con sus hermanos como el hombre encuentra a Dios y alcanza la grandeza verdadera de su humanidad.

Por tanto, sólo hay soberanía o realeza posible para el hombre cristiano, en la superioridad y preeminencia de su amor.

Lo mismo  que para el Hombre de Nazaret.               

 Mori Bruno   (17 nov. 2017)
(Traducción  de Ernesto Baquer)



[i] Nunca encontramos en la Biblia especulaciones filosóficas sobre la naturaleza de Dios. Se puede decir que los autores bíblicos no se interesaron en la investigación sobre la esencia de Dios para comprender lo que es en sí Dios. Ellos tienen una actitud más "pragmática". Están más interesados en saber qué le sucede al mundo y al hombre cuando Dios entra en acción. Son precisamente estas actuaciones o "gestas" de Dios lo que la Biblia describe y nos transmite.
De ahí se deduce que lo que determina la buena relación del hombre bíblico con la divinidad, es su "justicia" es decir la "justa" correspondencia de sus acciones con la voluntad de Dios, quien actúa siempre, según los autores bíblicos, para mejorar la obrar de su creación y la suerte de su pueblo.
A diferencia del cristiano que, impulsado por la autoridad y la enseñanza coercitiva de la Iglesia, funda su buena relación con Dios sobre la fe en afirmaciones intelectuales abstractas contenidas en sistemas teológicos llamadas "dogmas", el hombre bíblico funda su buena relación con Dios en la bondad de sus actos.
Ciertamente, incluso en la Biblia es cuestión de "fe" y la literatura rabínica utiliza con frecuencia la expresión "hombre de fe". Sin embargo, en la Biblia, la fe no tiene ni la misma connotación cerebral ni el mismo contenido que el Magisterio Católico atribuye a esta palabra. La fe católica es la adhesión de la voluntad del cristiano a un conjunto de afirmaciones teológicas consideradas no sólo como absolutamente verdaderas sino como absolutamente necesarias para su propia salvación. La fe del hombre bíblico, al contrario, es una disposición o una actitud hecha de adoración, asombro y sobre todo "confianza" en la acción de Dios tal como se despliega y manifiesta en la historia de su pueblo, en su vida personal y en el mundo, y que el hombre de fe busca reproducir por intermedio de sus buenas obras.
[ii] Está claro que cada vez que en este texto se habla del hombre, se refiere también a la mujer.
[iii] Jesús había comprendido que Dios, siendo Misterio último y por tanto Realidad totalmente inaccesible e incomprensible para el hombre, jamás puede ser captado o amado por el hombre en sí, sino únicamente en las manifestaciones que su Energía, activa en las profundidades de los seres, se muestra en la superficie del mundo visible. Un poco como cuando miramos la mar en plena borrasca. No tenemos ninguna idea de la inmensidad de las fuerzas que habitan y recorren sus profundidades. Sin embargo, podemos adivinar su presencia por los resultados de sus acciones en la superficie del agua, cuando admiramos, con una mezcla de terror y de estupor, el poder, la belleza y la armonía fogosa de las corrientes que crispan y modulan la superficie del océano.




dimanche 26 novembre 2017

«Vigilen, porque no saben ni el día ni la hora…»


(Mt.25, 1-13 -  32º dom. ord. A -  2017)


La cercanía de Todos los Santos y la memoria de nuestros difuntos, nos puede hacer pensar que esta sentencia final de Jesús es una alusión a nuestra propia muerte. En efecto, cada quien, no conoce ni el día ni la hora. En un pasado no muy lejano, la religión cristiana estaba totalmente centrada en la muerte. Con un trasfondo de miedo: miedo a no conseguir su salvación, miedo al infierno, al juicio de Dios, juez severo.
Felizmente, nos hemos desembarazado de semejante imagen de Dios, aunque algunas veces vivamos todavía ese miedo lleno de culpabilidad y de temor de Dios, un Dios que viene a sorprendernos de improviso. Lo sabemos: el Evangelio es, en sentido estricto, una Buena Noticia y no un anuncio de desgracia, ni un mensaje de temor.

Es verdad que, en los evangelios, Jesús proclama con frecuencia la venida inminente del “Reino de Dios”. Una expresión, sin embargo, utilizada por él no para advertirnos de nuestra muerte inminente, sino para señalar la instauración de un nuevo mundo y una nueva sociedad en la tierra, regidos por los principios y las fuerzas del amor y la fraternidad. Para Jesús de Nazaret, la construcción de este mundo nuevo que cada ser humano de buena voluntad ha de tratar de construir y habitar, constituyó el gran sueño de su vida y por cuya realización murió.

En los evangelios, Jesús compara frecuentemente este Reino con una fiesta de bodas a la cual todo el mundo está invitado. Pero para participar en este mundo nuevo, hay que ver su necesidad. Hay que desearlo. Prepararse interiormente. Estar dispuesto a cambiar. , por lo tanto, estar atento y despierto para poder captar e interpretar los signos de su novedad, y de su necesitad. Hay que ser receptivo y estar despierto, para no dejar pasar en nuestra vida los llamamientos e invitaciones a renovarnos y convertirnos que el Espíritu de Dios, a través de la palabra de Jesús, hace resonar en nosotros y a nuestro alrededor.

Vigilar, significa entonces vivir en alerta y atención de cara a las personas y al mundo en que vivimos. Significa ser conscientes de sus bellezas y fealdades, de sus realizaciones e imperfecciones, de sus riquezas y sus pobrezas. Para ser capaces, tanto de maravillarnos, adorar, dar gracias, como de comprometernos para ayudar, reparar, cuidar y curar sus males y heridas.

Vigilar, es caminar hacia el futuro con confianza y esperanza, sin dejarnos invadir por el sopor de nuestra apatía, nuestra indiferencia, nuestras actitudes fatalistas que cultivan el desaliento y la resignación, que nos impulsan a abandonar, que desarman nuestros entusiasmos y nos confinan en la satisfacción confusa de una existencia chata, mediocre, sin ambiciones ni altura, sin soplo ni fin.

Vigilar, es creer en la bondad fundamental del corazón humano y en la sabiduría de su espíritu. Es pensar que el bien está más extendido que el mal y que las fuerzas de la fraternidad y del amor ganarán a las de la hostilidad y el odio. Es finalmente creer que siempre vale la pena comprometerse y luchar para mejorar el corazón del hombre y para construir un mundo más hermoso.

En un mundo bajo la influencia del egoísmo, la competencia, la rivalidad y la violencia, vigilar es preocuparse de hacer más lugar a la gratuidad del amor en nuestra vida, para que nuestro corazón se sensibilice al sufrimiento y la desgracia de los vivos y a las necesidades de nuestros hermanos.

Vigilar, entonces, nos remite a la urgencia del amor. Vigilar  hoy viene a ser para nosotros un grito de socorro, para que nos demos prisa, nos precipitemos a amar. Porque el éxito de nuestra existencia y la supervivencia de la humanidad dependen del amor que hayamos derramado a nuestro alrededor a lo largo de nuestro viaje por la existencia. Al final de nuestro itinerario seremos juzgados y evaluados sólo sobre el amor que tengamos en nuestro corazón y sobre el que hayamos entregado.

Vigilar es por tanto un llamado a amar en seguida, ahora, siempre. Nosotros siempre amamos o muy poco o muy tarde. No hay amor inútil, ni amor malgastado. El amor es siempre fuente de vida y de felicidad. Es la única riqueza que da peso, sentido y valor a todo y a todos. Porque en el amor tocamos y participamos en el misterio de la presencia de lo divino en nuestro mundo.

Vigilar, para nosotros, los cristianos es reconocer con lucidez y gratitud que estamos siempre en las manos y en el corazón de un Dios que nos ama y que no debemos tener miedo de la noche; y por tanto que podemos avanzar sin ansiedad en los caminos de nuestra difícil y penosa existencia, aunque tengamos la impresión de caminar en la noche, sin ver claramente adónde irá nuestra marcha.

Vigilar, no es llevar una vida de héroes o de santos, sin faltas ni adicciones; sino vivir una vida que busca continuamente consumirse y desplegarse sostenida por las actitudes de apertura, acogida, atención, cuidado, ternura y amor, para que las personas que crucemos en nuestro camino puedan entrever que, gracias a Jesús de Nazaret, algo nuevo y extraordinario está surgiendo en nuestro mundo.


Bruno Mori – 2017


(Traducción de Ernesto Baquer )

ESE AMOR QUE BUSCAMOS MERECER...- Mt. 22,1-14


(28° dom. ord. A  2017 )

Original: http://brunomori39.blogspot.com.ar/2017/10/cet-amour-que-lon-cherche-meriter.html.

            ¡Atrevida parábola la del rey (figura de Dios) que prepara un banquete para la boda de su hijo; y de los invitados que encuentran toda clase de pretextos para rehusar la invitación; y la extraña actitud de ese señor que entonces invita a cualquiera, para que se llene la sala del banquete! Si interpretamos ese texto en sentido literal, extrapolando el contexto histórico de su composición y las intenciones catequéticas del evangelista, la parábola tiene con qué hacernos pensar e incluso molestar.

Es que Jesús nos presenta aquí un Dios para quien el valor, las virtudes, las cualidades, los méritos, las realizaciones de las personas (representadas por los primeros invitados) no parecen tener importancia en su forma de considerarlos y tratarlos. Si parecen ser buenos y honrados ¡mejor! Si no ¡es igual! Buenos y malos, todos son invitados a la fiesta y todos se benefician de la misma atención y la misma generosidad.

Pienso que el relato tiene una doble finalidad. Por un lado, Jesús quiere hacernos comprender que Dios, su Dios, tiene una forma muy propia de tratar con los humanos y amarlos. Podríamos decir que, para Jesús, hay una manera “divina” de amar bastante diferente de la manera “humana” de amar. Y justamente esa manera “divina de amar” es lo que nos molesta y tenemos problemas para aceptar. Porque nos parece inconveniente, demasiado bonachona, no muy inteligente y sobre todo bastante injusta.

Por otro lado, Jesús nos exhortar a aceptar este tipo divino de amor y, posiblemente, a reproducirlo en nuestra vida, para que se opere en nuestra existencia la conversión de nuestra forma de comunicar y entrar en relación con las personas, y que nuestro amor por ellas tome, cada vez más, el color y las características del amor que está en Dios.

En pocas palabras, Jesús quiere hacernos conscientes no sólo de que el amor de Dios es siempre gratuito, desinteresado, altruista, mientras que el nuestro es siempre (o casi siempre), interesado, calculador y egoísta; sino también que nosotros, los humanos, con frecuencia nos rebelamos contra ese tipo de amor que está en Dios. Rechazamos la oferta de su amor, declinamos su invitación.

Jesús nos revela aquí que Dios quiere amarnos, pero que nosotros no nos dejamos amar, o más bien, que no aceptamos su manera de amar. Se diría que este tipo de amor divino, siempre gratuito, siempre ofrecido, siempre incondicional, nos da miedo, nos irrita y nos deja mal parados. Tenemos la sensación de que lastima nuestro ego, mortifica nuestro amor propio, ofende nuestro orgullo. ¡No queremos un amor gratuito! ¡Queremos pagar su precio! ¡Queremos comprarlo con nuestro proprio  capital! ¡Queremos merecerlo!

Nosotros queremos ser patrones y dueños incluso del amor que recibimos. Queremos que, si alguien se centra en nosotros al punto de amarnos, que esto sea a causa de algo atrayente e interesante que ha descubierto en nosotros y que le damos a cambio: nuestra belleza, cuerpo, valores, cualidades, virtudes, méritos, realizaciones, etc.

Esa actitud mercantil con frecuencia se remonta a nuestra infancia. Cuando éramos niños, nuestros padres nos enseñaron que debíamos conquistar y merecer su afecto. Si éramos niños buenos, obedientes, aplicados, estudiosos, teníamos derecho a su aprecio y su amor; si no, recibíamos a cambio gritos, reproches, castigos, alejamiento físico y emocional. Y así, desde pequeños, aprendimos que el amor es una conquista, que el amor debe ser merecido; que. para obtener amor, hay que dar algo a cambio y que el amor nunca se da y obtiene gratuitamente.

Al crecer, continuamos pensando lo mismo, y lo aplicamos a nuestras relaciones con Dios.  Y, cuando en los evangelios descubrimos que Dios ama a todos gratuitamente y sin condiciones previas; que ama tanto a los buenos como a los malos, a los obedientes como a los desobedientes, a los santos como a los pecadores, reaccionamos indignados: "¡Que no! ¡No es justo! ¡No acepto un Dios así! ¡No quiero sentarme a su mesa! No quiero un amor que no tenga en cuenta lo que valgo, lo que soy, y que parece burlarse de mis cualidades y mis méritos. Prefiero un amor que yo mismo he conquistado y merecido; un amor adquirido pagándolo de mi bolsillo, aunque sea a un precio elevado. Un amor gratuito no me interesa, porque me deprecia y desvaloriza, como todo lo que no cuesta nada".

Queremos que la causa y la razón del amor que recibimos esté en nosotros y no en la persona que nos ama. Queremos ser amados, no porque él o la que nos ama sea extraordinariamente amante, sino porque nosotros somos considerablemente atractivos y adorables.

 Esta manera tan humana de concebir el amor, se ha trasferido de lleno a la espiritualidad cristiana y a la enseñanza oficial de la Iglesia Católica la que, a lo largo de su historia, elaboró una compleja doctrina sobre la gracia santificante, las virtudes y los méritos que el creyente debe producir y poseer para poder aprovechar el amor de Dios.

Actuamos así porque sólo tenemos del amor la noción o la versión humana de este sentimiento que lo considera como un movimiento o fenómeno desencadenado por una causa, mientras que el amor en Dios no tiene causa, sino que es un estado de su Ser, o más bien, es la propia naturaleza de su Ser.

El evangelio de este día nos dice que debemos aprender a dejarnos amar, abandonando toda pretensión y voluntad de querer controlar las fuerzas del amor que están, por todas partes, a nuestro alrededor. En la medida que somos capaces de renunciar a hacer todo lo posible para “merecer” ser amados y dejar de lado toda necesidad de encontrar en nosotros las razones del amor; en la medida en que aceptemos ser imperfectos, débiles, limitados, vulnerables, en esta misma medida nos aproximaremos cada vez más a la verdad de nuestro ser. Y adquiriremos la simplicidad, la sinceridad, la inocencia y la transparencia de los niños. Por todo ello Jesús afirmaba que son principalmente los simples los pobres y los pequeños, los herederos privilegiados del amor de Dios.


Pero, es verdad que, del amor, con frecuencia, sólo conocemos sus débiles, defectuosas y superficiales manifestaciones humanas que confundimos con el amor sin más; cuando suelen ser las expresiones de nuestro egoísmo y la búsqueda de nuestra satisfacción y bienestar psicológico, sentimental o erótico.

Debemos admitir que las dinámicas del Amor sin más, se nos escapan totalmente. Porque el amor sin más está solamente en Dios y, principalmente, es un asunto de Dios y, en consecuencia, forma parte de su propio misterio. Nunca conseguiremos comprender plenamente su abisal y esencial gratuidad, que, a nuestros ojos humanos, disminuidos por nuestra extrema pequeñez, nos parece como una locura suplementaria del Dios de Jesucristo.

 Quizá podamos entrever un destello fugaz de ese misterio, cuando pensamos que si Dios es Amor y al mismo tiempo Valor único, absoluto y último, sólo puede ser y manifestarse como Amor totalmente incondicional, dado que ningún otro valor existe que pueda atraerlo o competir con él.
Creer que nuestros pequeños valores humanos, nuestras pequeñas virtudes, nuestros pequeños o grandes méritos sean capaces de desencadenar en Dios los impulsos de un amor que, de otra forma, no se nos daría, no tiene sentido. Dios nos ama, no porque nos encuentre amables, atrayentes, sino porque no puede hacer otra cosa que amar. Dios sólo puede invitar a todos a la fiesta de su amor; un amor necesariamente gratuito, como el Universo a través del cual se manifiesta.

Nosotros, los humanos, no somos capaces de imaginar, ni comprender, ni realizar esta cualidad divina del amor, porque nuestra manera de amar está siempre, de algún modo, manchada del egoísmo y la búsqueda de ventajas, placeres y gratificaciones. Pero ello no nos impide creer que la gratuidad divina del amor puede ser, en nuestra vida, un sueño y un ideal hacia el cual deberían tender todos los amantes.

Jesús de Nazaret nos asegura que, si la gratuidad del amor en los humanos es rara y difícil, no es imposible. Y sucede, a veces, que esta cualidad de amor que está en el corazón de Dios, aparezca, por gracia o por milagro, de repente y brevemente en el corazón del hombre.

En la vida de un individuo puede suceder que caiga de repente enamorado de otra persona; un flechazo sin preaviso, sin saber de dónde viene y cómo fue posible. A veces sucede que el amor se te ofrece de repente como un don inesperado, sin que uno haya hecho nada voluntariamente por suscitarlo o motivarlo. Ocurre que el amor te sobreviene sin ningún "mérito" de tu parte; como una actitud, un gesto, un impulso totalmente gratuito; como un regalo magnífico y conmovedor, que un hermoso día de tu vida te lo encuentras allí, para ti, en el corazón de tu casa, cuando tú pensabas que nadie conocía tu dirección.

Por lo tanto, a veces sucede que esas muestras de amor divino penetran desde el cielo para venir a sembrar sus virtualidades en el amor de los hombres. A veces sucede que, en nuestra vida, asistamos a raras y fugaces manifestaciones de amor tal cual existen en su Fuente divina. Como en el amor de una madre por su hijo; como en el caso de algunas existencias exclusivamente entregadas a aliviar la miseria y el sufrimiento de otros; en la cualidad de algunos encuentros y de ciertas fusiones amorosas… En esos casos nos enfrentamos a un fenómeno amoroso que tiene algo de divino.

Hay realmente actitudes y comportamientos amorosos en los que debemos reconocer que algo del amor divino viene a iluminar el cielo de nuestras existencias calculadoras, orgullosas y egoístas.

Es como si chispas del mundo de Dios surgieran milagrosamente en el mundo de los hombres, para anunciarles que algo de la pura gratuidad divina puede introducirse también en nuestros amores humanos y que es posible al hombre también amar a la manera de Dios.

De eso, ¡Jesús de Nazaret, estaba convencido!

Bruno Mori  2017


(Traducción de Ernesto Baquer )