JESÚS DE NAZARET
Es imposible emprender una reflexión sobre la Iglesia sin poseer un cierto
conocimiento de la vida y la actividad del Profeta de Nazaret, a quien afirma
representar en la tierra. Para comprender mi tarea es por tanto necesario
poseer un cierto conocimiento de la persona y la obra de Jesús de Nazaret. Los
libros sobre Jesús de Nazaret llenan las bibliotecas. A ellas reenvío al
lector. Incluso si desde el punto de vista histórico no conocemos prácticamente
nada de Jesús, sin embargo, podemos adivinar el espíritu que lo animaba y la
originalidad de sus intuiciones, deduciéndolas de la fe de sus primeros
discípulos, tal cual se expresaron en la literatura cristiana de los orígenes.
Entre las numerosas obras que tratan sobre los orígenes del cristianismo, aconsejo
al lector el breve estudio de Lucette Woungly-Massaga sobre Judas Iscariote,
que lleva como título "Judas, mi amigo" (Ed du Moulin, 1993). En esta
obra la autora describe, de manera magistral, clara y sintética, el clima
político, cultural y religioso que reinaba en Palestina cuando Jesús de Nazaret
apareció en la escena pública. El conocimiento de ese contexto en el que vivió
el Nazareno, es fundamental para la comprensión de su obra. En el capítulo
actual y el siguiente, trataré algunos aspectos de la vida y el pensamiento de
Jesús que más marcaron la reflexión posterior del pensamiento cristiano.
JESÚS EJECUTADO EN LA CRUZ
La doctrina de la Iglesia sostiene que la muerte de Jesús en la cruz
realizó la redención de la humanidad. Ese suplicio, que repara los pecados de
los hombres, nos merece la gracia y la salvación de Dios. A causa de los
beneficios obtenidos para la humanidad, la cruz se convirtió en el símbolo del
cristianismo y un objeto de culto y veneración. Signo de redención y salvación,
la cruz se transformó en la espiritualidad cristiana, en símbolo de los
sacrificios y sufrimientos que los cristianos deben no sólo aceptar sino
también buscar, si quieren avanzar en el camino de la perfección y la santidad.
De todas formas, a pesar del poco respeto que tengo hacia la teología de la
redención por la cruz, y el asombro que siento por la ingenua generosidad e
incluso el heroísmo de los innumerables cristianos que creyeron santificarse
practicando una espiritualidad austera, me siento cada vez más incómodo ante la
percepción tradicional del rol y la función de la cruz en el catolicismo. A mi
parecer, necesitamos comprender de otra forma la realidad de la cruz si
queremos que todavía tenga sentido para los hombres y mujeres del tercer
milenio.
La muerte de Jesús en la cruz es el único hecho de su vida históricamente
cierto. La razón principal de la ejecución de Jesús debe buscarse en la carga
desestabilizadora y revolucionaria de su predicación. Se podrá compartir o no
el contenido de su mensaje; se podrá estar de acuerdo o no con lo que ese
hombre dijo e hizo; pero hay algo que me parece cierto: como ser humano nunca
podré aceptar que el desacuerdo se exprese a través de la violencia y la
crueldad. Nunca podré ratificar el odio y las razones del poder que lleven a la
destrucción de la vida. Nunca podré aprobar que los humanos puedan ser
aniquilados por otros humanos. La cruz sobre la que Jesús fue ajusticiado es, y
sigue siendo para mí, un espantoso instrumento de tortura. Es y sigue siendo
para mí signo incuestionable de la barbarie, el odio y la maldad humana. Soy
absolutamente incapaz de considerar como signo de humanidad y de amor algún
ingenio construido para matar, sea la cruz, el cuchillo, la guillotina, la
silla eléctrica o el arsenal sofisticado y monstruoso de las armas modernas.
Por qué perversa vuelta de tuerca mental, la espiritualidad y la teología
católica han podido llegar a hacer de la cruz el símbolo del amor de Dios hacia
los hombres, es algo que nunca podré comprender.
Y sin embargo, el viernes santo, la liturgia católica presenta a sus fieles
el rito de la "veneración" de la cruz. Aparte del malestar que siento
al utilizar la palabra "veneración" para un instrumento de tortura el
rito siempre me ha parecido no sólo religiosamente incongruente, sino
humanamente insoportable. ¿Qué sociedad o qué organismo podría tener la idea de
proponer a sus miembros la veneración y el culto del artefacto que sirvió para
hacer sufrir y morir a su maestro, su líder o su fundador? ¿Cómo juzgaríamos el
estado mental de un devoto de Santa Juana de Arco que tuviera la idea de
venerar la hoguera sobre la que fue quemada? Esta triste ceremonia del viernes
santo, tiene sus raíces teológicas en la convicción de que, por voluntad
divina, sólo estamos salvados por el sufrimiento, que sólo el dolor es capaz de
reparar el pecado con que estamos amasados y que es la causa de todas nuestras
desgracias.
Tengo la firme convicción de que la muerte es siempre un drama y una
catástrofe en la vida de un ser humano. Nunca puede ser ni amada ni querida. Un
hombre que buscara voluntariamente morir no estaría en su estado normal. Pienso
por tanto que no es exacto afirmar que Jesús quiso morir en la cruz; y que es
una afirmación teológica totalmente arbitraria la que busca atribuir a Jesús la
voluntad e incluso el deseo de morir para realizar el plan de Dios. Los textos
bíblicos (sobre todo el evangelio de Juan) sobre los cuales se basa esta
afirmación, son ya fruto y expresión de una interpretación teológica y de la
divinización de la figura de Jesús. Así el Catecismo de la Iglesia Católica
quiere hacer creer que "el deseo de abrazar el plan de amor redentor de su
Padre anima toda la vida de Jesús porque su pasión redentora es la razón de ser
de su Encarnación" 10. Pienso que es más verosímil suponer que Jesús, como
todo ser humano normal, jamás quiso, ni buscó, ni deseó su muerte; y que, como
todo el mundo, le tuvo miedo. La muerte de Jesús es el fruto de su coraje y de
su fuerza interior. Fue ciertamente, la conclusión lógica de una actitud de
coherencia y de fidelidad a convicciones que llevaron al profeta de Nazaret a
no eludir una conclusión fatal de su vida. Pero esa muerte no fue ciertamente
el resultado de una actitud masoquista que habría impulsado al Maestro a desear
el sufrimiento para complacer a Dios o para salvar al mundo.
¿UNA MUERTE QUE SALVA?
Al parecer, cierta teología católica parece querer un "fetiche"
de la muerte en cruz de Jesús. Para esa teología somos salvados por el drama de
su muerte y no por los acontecimientos que tejieron la trama de su vida. Estos
parecen no tener ningún valor, porque todo el poder que salva surge sólo de su
muerte. La vida de Jesús no cuenta. ¡Lo que cuenta es su muerte! En última
instancia, Jesús podría haber pasado toda su vida sentado en la puerta de su
casa de Nazaret, que sólo el hecho de morir en la cruz habría bastado para
salvar a la humanidad. Estoy convencido que el valor de la existencia de un
hombre está dado más por la calidad de su vida que por la calidad de su muerte.
Una muerte, sobre todo si es violenta, puede ser consecuencia de una vida
heroica que incluso se puede coronar con la diadema del martirio; para no añade
a esa vida ningún contenido nuevo. Martin Luther King será siempre una gran
figura en la historia de la humanidad, no porque muriera asesinado, sino porque
vivió para defender la libertad, el valor inalienable de la persona y por
luchar contra la injusticia del racismo y la segregación.
Lo mismo podemos decir de Jesús de Nazaret. El amor y la admiración que
sentimos por él vienen de lo que Jesús dijo e hizo durante los días de su vida.
Jesús es para nosotros un principio de vida, de transformación, de liberación y
de salvación a causa de su vida y no a causa de su muerte. Lo fecundo es su
vida. Su muerte es completamente estéril. No nos aporta nada. Al contrario, nos
ha quitado para siempre, de manera cruel y prematura, un Maestro de ternura tal
que habríamos querido tenerlo el mayor tiempo posible entre nosotros. Esa
muerte ha quitado a la humanidad una de sus más admirables expresiones y una de
sus mejores realizaciones. Para mí hay algo absolutamente cierto: somos
salvados por la vida de Jesús de Nazaret y no por su muerte.
¿UNA MUERTE QUERIDA POR DIOS?
La gran mayoría de los estados modernos ha abolido hoy la pena de muerte.
Asistimos, un poco por todo el mundo, a movimientos pro abolición de la tortura
y la pena de muerte. Son movimientos que quieren sensibilizar a nuestras
sociedades del carácter bárbaro y profundamente inhumano de esos castigos. Así
como no es posible hoy, a causa del poder destructivo tremendo de las armas
modernas, considerar una guerra "justa", de la misma forma,
encontramos más y más dificultades para justificar el recurso a la pena capital
para poner freno o disuadir la criminalidad. La valoración de la persona humana
y el mejor conocimiento adquirido en el campo de la psicología y las ciencias
humanas, nos llevan a admitir que el error o el delito nunca son razones
suficientes para arrebatar al culpable el derecho a otra posibilidad en la vida
o, sencillamente el derecho a la vida. Para la mentalidad moderna el hecho de
querer la muerte de alguien, aunque sirva para restablecer cierta apariencia de
justicia, supone siempre una actitud indigna de un ser humano. Y eso no sólo
por el valor único de la persona, confirmado por el mandamiento divino de
"No matarás", sino también a causa del principio ético de que
"el fin nunca justifica los medios".
Tengo la impresión que la doctrina católica de la Redención no parece
respetar ni el mandamiento de Dios ni ese principio ético. Según esa teología,
la muerte de Jesús es el instrumento de salvación, y ha sido querida y
programada por Dios desde toda la eternidad. Asumida por Jesús con un espíritu
de obediencia y amor. Según el pensamiento católico, la redención necesitaba
esa muerte. Y las conductas rechazadas por la sensibilidad moderna, se
atribuyen al mismo Dios. El Dios que dictó a Moisés el mandamiento "No
matarás", es quien organizó y realizó la ejecución, no de cualquier ser
humano, sino de su propio Hijo. Dios tomó la decisión de hacer morir a su Hijo,
no por razones graves objetivamente, sino por razones, permítanme expresarme
así, estrictamente personales. Dios precisaba sangre para calmarse y perdonar.
Para pagar la deuda del pecado, Dios se pagó a sí mismo, derramando el precio
de la sangre de su Hijo. Para reparar los daños causados por la maldad humana
Dios mismo se hizo malvado. Para calmar su agresividad, Dios mató. Pero, al actuar
así, ¿no parecería que Dios legitimaba la violencia y convertía el homicidio y
la pena capital en medios legítimos de reparación y rescate?
De esta puesta en escena católica sobre el valor y las consecuencias de la
muerte de Jesús, yo saco tres conclusiones al menos.
Primero, que no representa el escenario más apto para inspirar y estimular
la lucha contra las formas de violencia y crueldad que son la guerra, la
tortura y la pena capital. Segundo, que este escenario desacredita la imagen de
Dios, ridiculiza los contenidos del dogma católico y alienta en ateísmo: porque
nadie, en sus cabales, sería capaz de creer semejantes idioteces ni de amar a
un Dios tan sanguinario. Finalmente esta concepción banaliza la vida de Jesús,
reducida a no ser más que simple preludio del único acontecimiento
verdaderamente importante: su muerte en cruz.
¿UNA CRUZ GLORIOSA?
Ya que la cruz nos ha restituido la benevolencia de Dios y nos ha liberado
del pecado, se ha convertido -en la tradición y la devoción cristiana- en la
gran benefactora de la humanidad y por tanto en objeto de la gratitud, la
veneración y el amor de los creyentes. Ese instrumento de tortura se ha
transformado en don de Dios, signo de su amor; símbolo de victoria, poder y
salvación. En nombre de la cruz y marcados con ese signo, los ejércitos de
Constantino masacraron a los de Majencio (312), Carlomagno aplastó y exterminó
a los Sajones (782), los Cruzados saquearon y mataron (1099), los colonizadores
cristianos de Europa aniquilaron a los indios de las Américas. Este patíbulo
que servía en otros tiempos para eliminar a los más miserables e indefensos
(esclavos y bandidos) se convirtió en el siglo bajo y por el cual los más
débiles continúan siendo martirizados y los más ingenuos sufriendo, convencidos
de que así dan gloria a Dios.
Reflexionando sobre la devoción cristiana de la cruz, he descubierto
asombrado, que de hecho esta devoción está inspirada en un egoísmo
desconcertante. Tengo la impresión que la veneración de la cruz se funda en la
persuasión cristiana de que gracias a ella han sobrevenido a la humanidad
inmensas ventajas espirituales. ¡Eso es lo que cuenta, lo realmente importante!
¡Tanto peor si Jesús de Nazaret fue descuartizado hasta la muerte! ¡Seamos
reconocidos con esa cruz! Es fácil constatar aquí que, en la devoción cristiana
a la cruz, no se expresa tanto el amor del cristiano hacia Jesús, sino más bien
el amor del cristiano hacia sí mismo. Así que esta cruz no se me muestra sólo
como un espantoso símbolo de la crueldad de los hombres, sino también como
signo inquietante de su egoísmo.
En definitiva, la exaltación de la cruz, al divinizar el sufrimiento, la
obediencia y la sumisión, sirve más, a mi parecer, para justificar y
fundamentar el poder. En efecto ¿cómo los fieles se atreverían a rebelarse
contra el poder establecido o a desobedecer los mandatos de una autoridad
religiosa querida por Dios, si Jesús, por obedecer a ese Dios, ha sido capaz de
ir hasta la muerte y soportar el suplicio de la cruz?
JESÚS "RESUCITADO" Y
SIEMPRE VIVO
Ese Jesús, molesto y revolucionario, que las autoridades políticas y
religiosas de su tiempo eliminaron ejecutándolo en una cruz, sostienen sus
discípulos que Dios lo "despertó" de entre los muertos. No hay en los
escritos del Nuevo Testamento un término reservado para la idea de la
resurrección. Para expresar este concepto, los textos del NT. utilizan
principalmente dos verbos que tienen un sentido más corriente y amplio que el
propio término de "resurrección". El primer verbo, más utilizado es
“egeiro” que significa de2spertarse, salir de un estado de sueño. Dicho verbo,
en su forma pasiva es casi exclusivamente aplicado a Jesús, para expresar su
paso de la muerte a la vida. Jesús está vivo porque "ha sido despertado"
por Dios.15 El otro verbo es “anistemi”16 que significa levantarse, ponerse de
pie, enderezarse, desde una posición acostada, tumbada o sentada. Verbo que
está en el origen de la palabra "anastasis" con la que los textos del NT. parecer indicar
la fe en la doctrina de la "elevación" o la "resurrección de los
muertos", tal como profesaban las corrientes apocalípticas en tiempo de
Jesús .
Los más antiguos testimonios de la
fe cristiana en la “resurrección” de Jesús datan veinte años después de su
muerte, y se encuentran en las cartas de Pablo (sobre todo a los de Tesalónica
y a los de Corinto, escritas entre los años 50 al 52) y en algunos textos de
los Hechos de los Apóstoles. Sin embargo esos textos no describen la
Resurrección, sino que son afirmaciones de fe en el poder de Dios que ha
“despertado” y “puesto en pie” a su Cristo, arrancándolo del mundo de los
muertos . La fe en la “resurrección de Jesús” está pues estrechamente ligada a
la doctrina apocalíptica de la “resurrección de los muertos”, de la que es
consecuencia.
Sabemos que los fariseos del tiempo de Jesús creían en la resurrección de
los muertos. Pablo de Tarso era un fariseo convertido. Para Pablo la fe en la
resurrección de Jesús es una consecuencia de la fe en la resurrección de los
muertos. Según el Apóstol, los muertos resucitan no porque haya resucitado
Cristo; sino que Cristo resucitó porque los muertos resucitan. Pablo hace de la
fe en la “resurrección” la condición indispensable para admitir la
“resurrección de Jesús” y la de todos los humanos. Afirma en efecto, que si no
hay un “levantarse” (anastasi) los muertos, Cristo no ha sido despertado del
sueño de la muerte. Y si el “levantarse” los muertos no se ha realizado en
Cristo, tampoco se aplicará a los
humanos. La fe en el Dios que despierta a los muertos es entonces una quimera y
los que la profesan falsos testigos y unos desgraciados, porque han fundado su
vida sobre una ilusión.
Para comprender los relatos evangélicos de la “resurrección” de Jesús,
impregnados de imágenes y símbolos, hay que recordar que el pensamiento judío
no conocía la división dualista entre cuerpo y alma, típica de la filosofía
griega. Para el judío, el ser humano es un todo. Su cuerpo es una parte
esencial de la persona. El individuo no puede existir sin su cuerpo. De ahí se
sigue que la fe en la resurrección de los muertos implica necesariamente la fe
en una recomposición, en una reanimación y en una reactivación del cuerpo. Esta
creencia es la que se expresa en las cartas de Pablo y en las imágenes tan realistas
de los relatos de las apariciones del “Despertado” que encontramos en los
Evangelios. Por otra parte, los Evangelios no describen el “hecho” de la
Resurrección. Cuentan más bien las experiencias interiores de algunos
discípulos que, particularmente cercanos a Jesús, lo han visto y experimentado
como siempre activo. Los Evangelios dicen como Jesús, después de su muerte,
“fue visto” por alguno de sus discípulos y cómo se les manifestó otra vez
vivo .
Soy consciente que la “resurrección” de Jesús es un elemento esencial de la
fe cristiana. Sin embargo, existe una concepción física o material de la
resurrección a la que no me puedo adherir. Porque la doctrina católica
considere la resurrección de Jesús como un dato fundamental de la fe, ¿es
necesario transformarla en algo insoportable a la inteligencia y la razón? Por
afirmar absolutamente la realidad de la resurrección, ¿hay que reducirla a un
acontecimiento histórico que habría ocupado la primera página en los diarios de
la época? Puesto que uno no puede ser cristiano sin creer que Jesús resucitó,
¿no tendríamos que repensar y presentar de otra forma este dato cristiano, a
fin de que los creyentes de hoy no se vean acorralados por el terrible dilema
de aceptar el absurdo o de renunciar a su fe? ¿No habría que tratar de
comprender diferente este fenómeno de fe, situándolo más bien en el mundo de la
interioridad, de la experiencia personal, de la realidad espiritual, más que en
el de la realidad física y material?
Después de haberme cuestionado largamente la forma tradicional de concebir
la resurrección de Jesús de Nazaret, he llegado por fin a hacerme una idea
personal que me satisface y que me ha permitido preservar mi fe sobre este
punto crucial del dogma cristiano, pero interpretándolo de una manera diferente.
Lo que comparto ahora con el lector es, por tanto, mi concepción de la
resurrección.
Para expresar lo que, a mi parecer, pasó en la comunidad de los discípulos
después de la muerte de Jesús, utilizaré una comparación. Wolfgang Amadeus
Mozart ¿murió verdaderamente? ¿Podemos decir, con toda verdad, que Mozart ya no
existe? Yo no lo afirmaría. En realidad, lo que queda de él, es lo mejor de él.
Lo que Mozart nos ha dejado de él, es lo que hay de mejor en él. Lo que nos ha
transmitido y lo que poseemos ahora de él, basta para hacer estremecer el
corazón de los humanos hasta el fin de los tiempos. El mejor Mozart, el
verdadero Mozart, no es ya el que descendió a la tumba, sino el que ha llegado
hasta nosotros. La tierra tiene su cuerpo, pero nosotros, nosotros tenemos su
música y por tanto las manifestaciones más sublimes de su espíritu. ¡Nosotros
poseemos lo mejor de Mozart! Para todos los que aman su música, Mozart está
lejos de pertenecer al pasado. Al contrario, está siempre presente y siempre
vivo; más vivo, en cierta manera, después de su muerte que durante su vida.
¡Qué importa entonces la suerte de su cuerpo! ¡Qué importan sus despojos
mortales que se descomponen en una tumba, si su obra y su espíritu continúan
componiendo armonía y produciendo felicidad en nuestras vidas! Mozart vive en
su obra y por medio de su obra.
Lo que decimos de Mozart, podemos afirmarlo, con mucha más razón, de Jesús
de Nazaret. Podemos decir que lo mejor de Jesús nunca estuvo encerrado en una
tumba, sino que continúa haciendo vibrar, transformar y reconstruir la vida de
los hombres y mujeres que han tenido la oportunidad de encontrarlo. Porque
importa poco conocer la suerte del cadáver bajado de la cruz. Ese despojo no
tiene ninguna importancia, ningún valor. El valor del Hombre de Nazaret está,
no en lo que quede de su cuerpo, sino en lo que permanece de su espíritu. De la
misma manera, Jesús está vivo en la vida de sus discípulos no a causa de su
muerte, sino a causa de lo que realizó a lo largo de su existencia, a causa de
su Espíritu, que sigue, más allá de la muerte, fascinando y seduciendo el
corazón humano.
Si conociéramos un poco mejor la mentalidad de los orientales a quienes les
encanta hablar en imágenes y que son capaces de construir escenarios
fantásticos para expresar, a través de parábolas, símbolos e incluso
hipérboles, el contenido a veces
indecible de una experiencia humana y espiritual profunda, quizá tendríamos la
llave para interpretar y comprender los relatos de las apariciones de Jesús
después de su muerte, tal como las encontramos en los escritos más antiguos del
cristianismo (Cartas de Pablo y Evangelios).
Una cosa es cierta: los que vivieron en torno al Maestro, que escucharon
sus palabras, que vivieron la experiencia de su proximidad y su intimidad con
el Dios a quien llamaba afectuosamente su "Papá", todos ellos estaban
convencidos que su Dios era un Dios de amor, un Dios fiel, un Dios que quiere
la felicidad de sus hijos, un Dios que les da la vida y que los acoge más allá
de su finitud y su muerte: un Dios que no ha creado a los humanos para
destinarlos al vacío y a la nada. El Dios de Jesús es un Dios que hace vivir y
que es fuente de vida eterna. Si Jesús habló tanto de un Dios así, que hace
vivir después de la muerte, y si sus discípulos estaban convencidos de la
verdad de sus palabras, ¿por qué nos asombraría escucharles afirmar y proclamar
que también su Maestro, después de su muerte, estaba vivo para siempre junto a
Dios? ¡Justamente su fe en las palabras del Maestro era lo que les movía a anunciarlos
como "el viviente"!
Otra cosa es también cierta para mí: los que convivieron con Jesús de
Nazaret, a lo largo de su vida terrena; los que, a causa de él o más bien
gracias a él, recomenzaron a vivir; los que su presencia liberó de sus males y
angustias, los que, por su contacto, descubrieron la luz; los que, después de
escuchar su palabra comenzaron a volar más allá de sus ataduras; los que,
gracias a Jesús, han sido capaces de superar sus miedos; los que, gracias a
Jesús, tomaron conciencia de su dignidad y su valor en cuanto personas; todas
esas gentes que, gracias a su palabra han conseguido vivir de forma nueva, de
tejer relaciones nuevas, basadas en la confianza y el amor; toda esa gente que
no se podía ni imaginar que su vida ya no sería transformada ni valorizada,
porque su Maestro había sido ejecutado en una cruz. Las verdades que Jesús les
reveló, el espíritu que les dejó, ahora lo poseían para siempre. La música que
el Maestro de Nazaret había compuesto, resonará en sus vidas desde ahora y para
siempre.
Si la palabra de Jesús continuaba haciendo vivir a sus discípulos; si ahora
su espíritu inspiraba sus acciones y animaba sus vidas, ¿cómo habrían podido
afirmar que el Maestro, definitivamente, había muerto? Aquel cuya palabra hacía vivir, no podía ser
presa de la muerte. Tanto cuanto sus discípulos estuvieran vivos, también él
viviría con ellos y estaría vivo para ellos. Tanto cuanto haya hombres y
mujeres que lo amen y vivan de su “evangelio”, también él estará presente y
vivo. Sus discípulos lo harán revivir continuamente (y por tanto lo
“resucitarán”) en su memoria, en sus palabras, en sus encuentros, en sus ritos.
Cada vez que se reúnan para hablar de él, para recordarlo, está allí, presente
y bien vivo.
Es pues en el corazón y en el espíritu de sus amigos como Jesús ahora está
vivo. Ese es ahora el lugar de su presencia. Y es por eso que la tumba del día
de Pascua está y estará vacía por siempre jamás. La resurrección de Jesús
sucede en el corazón y la vida de sus discípulos. Es el resultado de su amor
confiado y de su fe. No hay que buscarlo entre los muertos, sino entre los
vivos. En adelante, lo encontraremos en sus hermanos.
Nuestros sentimientos para con él querrían, tanto, convivir con él como
cuando marchaba por los caminos de Palestina u oírlo como Magdalena deseaba a
la entrada de la tumba. ¡Querríamos tanto que ‘el estuviera todavía! Nunca el
amante se resigna a la ausencia del ser amado. Ante su desaparición, el amor se
plantea siempre la misma cuestión; ¿Dónde está ahora el que yo tanto amé? Y la
respuesta viene espontáneamente a los labios del que ama: “El ser amado que he
perdido está ahora con Dios” ¿No es esa la respuesta que damos a nuestros hijos
cuando nos preguntan sobre el estado de un ser querido que desapareció? ¿Ya no
está con nosotros y lo pensamos confiado a esa Ternura Misteriosa y Englobante
que es el origen de toda vida y todo ser a quien llamamos Dios?
Igualmente, de Jesús muerto en la cruz, decimos que ahora está con Dios;
que está a la derecha de Dios o que Dios lo resucitó. De ahí que, queremos
decir de él y de todos los que mueren que esa gota de agua del río de la vida
llegó finalmente al océano con quien se confunde y del que un día recibió su
existir. ¿Podemos decir más? ¿Podemos saber más? ¿Podemos descifrar más
profundamente el misterio del amor, de la muerte, de la vida, de Dios? No creo.
La misma simple afirmación: “Está con Dios”, que responde a nuestro dolor y nos
impide caer en la desesperanza, es una afirmación de fe y no una evidencia. Y
solamente en esta fe puedo yo decir de Jesús que está con Dios y que –Dios lo
ha resucitado de entre los muertos.
(Temas tomados del libro 'Effondrement'' de Bruno Mori, 2003)
Traducción de Ernesto Baquer