mardi 16 mai 2017

2. EL MENSAJE DE JESÚS


JESÚS Y LA LEY

La Iglesia se presenta como una Institución basada en una estructura jurídica y administrada por leyes. Si las leyes son tan importantes para la Iglesia, será interesante ver si lo está tanto por Jesús. Una cosa es cierta: la actitud de Jesús frente a la Ley (la Torah) rompe con la de sus contemporáneos. Para los judíos del tiempo de Jesús, la Ley era revelación y expresión por excelencia de la voluntad de Dios. Era signo y resultado de la Alianza que Dios estableció con el pueblo hebreo. La fidelidad a la Ley de Moisés era lo que definía y distinguía a ese pueblo elegido de todos los demás pueblos de la tierra. Observar las prescripciones de la Ley era para el judío garantía de pertenencia, de gracia, prosperidad y felicidad. Pero Jesús parece criticar la concepción que las autoridades religiosas de su tiempo tenían sobre la importancia de la Ley para conseguir la salvación. Para Jesús, la Ley es ciertamente un signo de pertenencia, pero no un signo de salvación. Rechaza la pretensión judía de convertir la Ley en un absoluto. Sin negar su importancia, la relativiza, al afirmar que la función de la Ley es estar al servicio del hombre; y que la ley pierde su autoridad cuando pisotea los derechos o impide el bienestar y la felicidad de las personas. Así Jesús critica la Ley, pero no para destruirla sino para purificarla y para hacer comprender su verdadera función. Jesús comprendió que el ser humano es amado por Dios, no porque observe la Ley, sino sencillamente porque es una persona y porque es su hijo. Jesús comprendió que podemos ser amados por Dios incluso no realizando las obras de la Ley. Por esta razón enseña que todos los hombres (y no sólo los miembros del pueblo elegido), somos hijos queridos de Dios y amados por El sin condiciones, sean cuales sean nuestras cualidades, actuaciones y pertenencias. Jesús comprendió que había elegido a todos los pueblos para que participaran de su reino. Y que el sello de nuestra pertenencia a Dios, cada uno lo llevamos gravado en la grandeza y la dignidad de nuestra naturaleza humana y no en la circuncisión de la carne.
Jesús afirma algo inaudito: que Dios ama incluso a los que transgreden la Ley; y que, a menudo, incluso hay que transgredirla para ser dignos del amor de Dios. Jesús sostiene que a veces, transgredir la Ley puede ser signo de una fidelidad mayor a Dios, y que frecuentemente los descalificados por la Ley son los que ocupan el mejor lugar en su corazón; y que los que son los últimos en la sociedad de este mundo, serán los primeros en su Reino. Por eso se relaciona a gusto con los marginados de la sociedad y por eso lo estigmatizan como "un glotón y un borracho, amigo de recaudadores de impuestos y de pecadores" (Lc 7,34). Está convencido, en efecto, que todos esos individuos que la Ley etiqueta como "pecadores" son extremadamente queridos a los ojos de Dios, su Padre. Para Dios esos seres tienen valor, no a causa de sus prácticas religiosas o de su obediencia a las disposiciones de la Ley, sino porque son sencillamente humanos que llevan en la profundidad de su ser, la impronta de su imagen y los signos de su presencia.
Y así Jesús operó la separación total entre la benevolencia de Dios y la observancia de la Ley, o, en palabras más técnicas entre la “gracia” y el “mérito”. Jesús puso la línea directriz de su actividad y el corazón de su mensaje en la certeza del amor incondicionado de Dios hacia los humanos, más allá de toda respuesta y todo “mérito”. A causa de esta certeza, no duda en exponerse a los horrores de una ejecución en cruz. Jesús no eludió la infamia de una muerte en cruz, porque estaba convencido que la ley hacía recaer sobre él, en cuanto culpable según la Ley, no le quitaba la certeza de que seguía siendo el hijo queridísimo de su Padre. Sabía que el amor de Dios su Padre, permanecía fiel, a pesar de la maldición que le infligía la Ley[i]. Y si la Ley no consiguió excluir a ese maldito del amor y la benevolencia de Dios, eso significa que no es la Ley quien determina la disponibilidad de Dios hacia las personas. La Ley es impotente para crear o para destruir la pertenencia de un individuo al pueblo de Dios. “Así, al morir Jesús desacredita toda tentativa de confiar en la Ley para alcanzar a Dios” [ii].
Entonces podemos comprender por qué esta muerte pudo constituir a los ojos de los primeros discípulos, venidos del judaísmo, un acontecimiento de importancia capital. Que ponía fin al reino de la Ley. La muerte de Jesús le quitaba su aguijón a la Ley. Ya la Ley no causaba temor a los discípulos del Crucificado. Que se sintieron definitivamente liberados de las coacciones y el yugo de la Ley. Gracias al testimonio de su Maestro, comprendieron que la Ley era incapaz de separar al hombre del amor de Dios. Y la prueba de que Dios estaba del lado del condenado y no del de los jueces, del lado del transgresor y no del de los justos según la Ley, los discípulos la vieron en el hecho de que Dios “despertó” para siempre a aquel que se proclamaba su hijo.


EL DIOS DE JESUS

Mientras el discurso oficial de la Iglesia apenas habla de Dios, encuentro la originalidad más exaltante y el centro más impresionante del mensaje del Nazareno en la novedad de su discurso sobre Dios. Jesús nos revela otro rostro de Dios. Un rostro de Dios nuevo, sorprendente, desconcertante. ¡Este Dios de Jesús es «inesperado», inédito! [iii]. Es un Dios que se enternece con el débil, el enfermo, con el que tiene el mal en su cuerpo, su alma y su corazón. Un Dios débil, por impotente ante la libertad del hombre. Un Dios que sufre, llora, espera pacientemente al que sigue otros caminos. Un Dios que hace fiesta por el retorno de su hijo calavera, sin hacerle preguntas, sin pedir cuentas, con una loca prodigalidad. Un Dios que no juzga, no humilla, a quien no le complace castigar, sino al contrario, que rebosa misericordia y compasión. Un Dios que perdona más allá de toda medida e imaginación.
Un Dios que no juzga, que no humilla, que no encuentra placer en castigar, sino al contrario, que rebosa misericordia y compasión. Un Dios que perdona mucho más de lo que podamos medir e imaginar. Un Dios que se encuentra a gusto con los pequeños, los débiles, los ignorantes, los dejados de lado, los oprimidos, los perseguidos, los esclavos, la gente de mala reputación. Un Dios tan loco como para dejar el grueso del rebaño sin protección para salir en busca de la única oveja perdida. Un Dios que no desea más que la felicidad, la alegría y la realización de sus hijos. Un Dios que está siempre al alcance del creyente, a quien puede atender directamente, sin necesidad de intermediarios. Y de este Dios, con quien está en una relación inmediata, Jesús habla con conocimiento de causa, como si viviera en una intimidad única con él, al punto que el Evangelio de Juan le atribuye estas palabras: « A Dios ustedes no lo conocen. Yo sí lo conozco. El Padre y yo somos uno » (Jn.8,55).
El Dios de Jesús es un Dios discreto, que detesta imponerse con el fulgor, el poder o la fuerza. Un Dios que nunca quiere ser ni molesto ni embarazoso. Que se esconde, se retira, se vuelve invisible y casi ilocalizable, para permitir a sus hijos ocupar todo el lugar que necesiten para crecer y realizarse en autonomía y libertad. El Dios que Jesús nos manifiesta es un Dios amante de la humanidad. Ante este Dios tan familiar, tan cercano, tan tierno, tan benevolente, sólo podemos experimentar sentimientos de confianza y amor, porque crea en nosotros la certeza que somos todos amados, aceptados, valorados, justificados por él. Ante este Dios y con este Dios, los humanos podemos finalmente vivir de verdad. Somos liberados de todos nuestros miedos: miedo de la vida, de la muerte, de uno mismo, de los otros. Esos múltiples miedos que nos ahogan hasta no dejarnos hablar; que nos doblegan hasta no dejarnos caminar; que nos ciegan hasta no poder ver con claridad en nuestra existencia. Podemos vivir ahora en la confianza y la alegría, seguros de que el Dios de Jesús nos acepta tal como somos. Ahora estamos seguros que el Dios de Jesús sólo quiere una cosa: que seamos seres plenamente humanos. Porque la medida de nuestra humanidad es también la medida de nuestra felicidad y nuestra realización.
Al proponernos esta nueva imagen de Dios, Jesús suscita en el corazón de sus discípulos la necesidad de un cambio interior. Hace nacer la urgencia de orientar en adelante, de forma diferente, el curso de nuestra vida. Descubrir este Dios de Jesús trastoca la manera de concebir las relaciones consigo mismo, con Dios y con los otros. Instaura una nueva mentalidad y un nuevo espíritu. Y ese espíritu conducirá e inspirará en adelante a la comunidad cristiana de los creyentes en los siglos por venir.

Para representar esta nueva visión de Dios y de los hombres, Jesús utiliza la expresión: “Reino de Dios”. En el pensamiento de Jesús el Reino representa un nuevo mundo regido y gobernado finalmente por el espíritu de Dios. La venida del Reino inaugura una nueva era en la historia de los hombres, así como una nueva manera de funcionar, de concebir las relaciones con Dios y con los demás. En este Reino los valores parecen invertidos. Instaura un nuevo estilo de vida que trastoca las reglas que, hasta ahora, habían regido las relaciones entre los humanos. Ya no relaciones de poder, de confrontación, de fuerza; ya no más odio, agresividad, guerra, celos, miedo. A la violencia hay que responder con mansedumbre y al odio con amor. Al que te golpea en la mejilla derecha, preséntale la izquierda. Al que te quiera quitar el sombrero dale también el abrigo. En este Reino el grande es el que se hace pequeño; el que manda debe actuar como el que sirve y los adultos deben reencontrar un corazón de niño.
En este Reino ya no hay ni superior ni inferior; ya no hay patrón ni esclavo. Que los que ejercen un cargo o una responsabilidad no se consideren investidos de un poder y una autoridad que los ponga por encima de los demás, sino que se sientan más bien elegidos para una función que los pone, al contrario, al servicio de todos. En este Reino la autoridad no sirve para elevar al que la posee, sino para hacer crecer a aquellos sobre quienes se ejerce. En este Reino los antiguos valores son desactivados. El dinero, con la riqueza y el poder que da, ya no tiene valor. La fuerza y el poder, si se construyen explotando a los débiles y a los pobres, ya no tienen valor. La grandeza humana, cuando es arrogante, despreciativa y autoritaria, ya no tiene valor. En este Reino, los primeros son los últimos, el dueño se convierte en esclavo, los grandes se hacen pequeños, la autoridad se transforma en servicio, el adversario se convierte en hermano, Dios se hace hombre, el hombre se hace Dios, porque cada humano es un icono divino en el que Dios se expresa y se revela continuamente.
 Este mensaje de Jesús confunde las revelaciones tradicionales en que acostumbran a confiar la gente religiosa. Desestabiliza las prácticas religiosas seguras de sí mismas. Lo que cuenta en adelante es la certeza de que Dios es nuestro amigo, que nos ama y que nos acepta tal como somos; es la seguridad de que Dios nos quiere ahora y nos querría siempre; es el descubrimiento maravillado de que Dios nos desea humanos, y por tanto limitados y débiles y frágiles y deficientes y pecadores. Si Dios es ese Ser amante que nos acepta en nuestra finitud y si todos los demás son seres amados por Dios, eso quiere decir que dejan de ser adversarios. Con esa certeza en el corazón, los humanos podemos ahora caminar con la cabeza alta, en la confianza, la alegría, la serenidad. Somos liberados finalmente del miedo ocasionado por la falsa idea de que los demás, incluido Dios, son rivales detestables que buscan apoderarse de nuestra vida y nuestra felicidad.
Fue para hacernos comprender todo eso que Jesús, la víspera de su muerte, en una cena pascual, se arrodilla como un esclavo para lavar los pies a sus discípulos para que entierren sus ambiciones confesadas o secretas y pongan fin a todo sueño de poder y de gloria. De golpe, todos se convierten en hermanos con la misma importancia y la misma dignidad.
Por tanto, abolidas para siempre las desigualdades, las discriminaciones basadas sobre diferencias de clase, de estatus social, de sexo, de cultura, de religión.  Las diferencias se borran bajo el manto esplendoroso de su ternura y su amor. La mesa, la comida compartida, el banquete, a que todos somos invitados, asume, en el contexto del Reino, un sentido y una significación simbólica de enorme importancia. La imagen de la comida se convierte en el símbolo preferido de Jesús para expresar el nuevo estilo en que ahora hemos de vivir los discípulos del Reino.

 (Temas tomados del libro ''Effondrement'' de Bruno Mori, 2003)
 Traducción de Ernesto Baquer





7.Cfr. Deut.21,22-23:  "Si un hombre, culpable de algún delito que merece la muerte, ha sido ajusticiado y colgado de un árbol, su cuerpo no pasará la noche colgado, sino que lo enterrarás el mismo día, porque el colgado es una maldición de Dios».

[ii]. Daniel Marguerat, Paul de Tarse, Éd. Du Moulin, p. 35.
[iii]. Gerard Bessière, Jésus, le Dieu inattendu, Paris, Gallimard,”Decouverte”, 1993.

1. EL DESTINO DE JESUS



JESÚS DE NAZARET

Es imposible emprender una reflexión sobre la Iglesia sin poseer un cierto conocimiento de la vida y la actividad del Profeta de Nazaret, a quien afirma representar en la tierra. Para comprender mi tarea es por tanto necesario poseer un cierto conocimiento de la persona y la obra de Jesús de Nazaret. Los libros sobre Jesús de Nazaret llenan las bibliotecas. A ellas reenvío al lector. Incluso si desde el punto de vista histórico no conocemos prácticamente nada de Jesús, sin embargo, podemos adivinar el espíritu que lo animaba y la originalidad de sus intuiciones, deduciéndolas de la fe de sus primeros discípulos, tal cual se expresaron en la literatura cristiana de los orígenes. Entre las numerosas obras que tratan sobre los orígenes del cristianismo, aconsejo al lector el breve estudio de Lucette Woungly-Massaga sobre Judas Iscariote, que lleva como título "Judas, mi amigo" (Ed du Moulin, 1993). En esta obra la autora describe, de manera magistral, clara y sintética, el clima político, cultural y religioso que reinaba en Palestina cuando Jesús de Nazaret apareció en la escena pública. El conocimiento de ese contexto en el que vivió el Nazareno, es fundamental para la comprensión de su obra. En el capítulo actual y el siguiente, trataré algunos aspectos de la vida y el pensamiento de Jesús que más marcaron la reflexión posterior del pensamiento cristiano.


JESÚS EJECUTADO EN LA CRUZ

La doctrina de la Iglesia sostiene que la muerte de Jesús en la cruz realizó la redención de la humanidad. Ese suplicio, que repara los pecados de los hombres, nos merece la gracia y la salvación de Dios. A causa de los beneficios obtenidos para la humanidad, la cruz se convirtió en el símbolo del cristianismo y un objeto de culto y veneración. Signo de redención y salvación, la cruz se transformó en la espiritualidad cristiana, en símbolo de los sacrificios y sufrimientos que los cristianos deben no sólo aceptar sino también buscar, si quieren avanzar en el camino de la perfección y la santidad. De todas formas, a pesar del poco respeto que tengo hacia la teología de la redención por la cruz, y el asombro que siento por la ingenua generosidad e incluso el heroísmo de los innumerables cristianos que creyeron santificarse practicando una espiritualidad austera, me siento cada vez más incómodo ante la percepción tradicional del rol y la función de la cruz en el catolicismo. A mi parecer, necesitamos comprender de otra forma la realidad de la cruz si queremos que todavía tenga sentido para los hombres y mujeres del tercer milenio.
La muerte de Jesús en la cruz es el único hecho de su vida históricamente cierto. La razón principal de la ejecución de Jesús debe buscarse en la carga desestabilizadora y revolucionaria de su predicación. Se podrá compartir o no el contenido de su mensaje; se podrá estar de acuerdo o no con lo que ese hombre dijo e hizo; pero hay algo que me parece cierto: como ser humano nunca podré aceptar que el desacuerdo se exprese a través de la violencia y la crueldad. Nunca podré ratificar el odio y las razones del poder que lleven a la destrucción de la vida. Nunca podré aprobar que los humanos puedan ser aniquilados por otros humanos. La cruz sobre la que Jesús fue ajusticiado es, y sigue siendo para mí, un espantoso instrumento de tortura. Es y sigue siendo para mí signo incuestionable de la barbarie, el odio y la maldad humana. Soy absolutamente incapaz de considerar como signo de humanidad y de amor algún ingenio construido para matar, sea la cruz, el cuchillo, la guillotina, la silla eléctrica o el arsenal sofisticado y monstruoso de las armas modernas. Por qué perversa vuelta de tuerca mental, la espiritualidad y la teología católica han podido llegar a hacer de la cruz el símbolo del amor de Dios hacia los hombres, es algo que nunca podré comprender.

Y sin embargo, el viernes santo, la liturgia católica presenta a sus fieles el rito de la "veneración" de la cruz. Aparte del malestar que siento al utilizar la palabra "veneración" para un instrumento de tortura el rito siempre me ha parecido no sólo religiosamente incongruente, sino humanamente insoportable. ¿Qué sociedad o qué organismo podría tener la idea de proponer a sus miembros la veneración y el culto del artefacto que sirvió para hacer sufrir y morir a su maestro, su líder o su fundador? ¿Cómo juzgaríamos el estado mental de un devoto de Santa Juana de Arco que tuviera la idea de venerar la hoguera sobre la que fue quemada? Esta triste ceremonia del viernes santo, tiene sus raíces teológicas en la convicción de que, por voluntad divina, sólo estamos salvados por el sufrimiento, que sólo el dolor es capaz de reparar el pecado con que estamos amasados y que es la causa de todas nuestras desgracias.

Tengo la firme convicción de que la muerte es siempre un drama y una catástrofe en la vida de un ser humano. Nunca puede ser ni amada ni querida. Un hombre que buscara voluntariamente morir no estaría en su estado normal. Pienso por tanto que no es exacto afirmar que Jesús quiso morir en la cruz; y que es una afirmación teológica totalmente arbitraria la que busca atribuir a Jesús la voluntad e incluso el deseo de morir para realizar el plan de Dios. Los textos bíblicos (sobre todo el evangelio de Juan) sobre los cuales se basa esta afirmación, son ya fruto y expresión de una interpretación teológica y de la divinización de la figura de Jesús. Así el Catecismo de la Iglesia Católica quiere hacer creer que "el deseo de abrazar el plan de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús porque su pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación" 10. Pienso que es más verosímil suponer que Jesús, como todo ser humano normal, jamás quiso, ni buscó, ni deseó su muerte; y que, como todo el mundo, le tuvo miedo. La muerte de Jesús es el fruto de su coraje y de su fuerza interior. Fue ciertamente, la conclusión lógica de una actitud de coherencia y de fidelidad a convicciones que llevaron al profeta de Nazaret a no eludir una conclusión fatal de su vida. Pero esa muerte no fue ciertamente el resultado de una actitud masoquista que habría impulsado al Maestro a desear el sufrimiento para complacer a Dios o para salvar al mundo.


¿UNA MUERTE QUE SALVA?

Al parecer, cierta teología católica parece querer un "fetiche" de la muerte en cruz de Jesús. Para esa teología somos salvados por el drama de su muerte y no por los acontecimientos que tejieron la trama de su vida. Estos parecen no tener ningún valor, porque todo el poder que salva surge sólo de su muerte. La vida de Jesús no cuenta. ¡Lo que cuenta es su muerte! En última instancia, Jesús podría haber pasado toda su vida sentado en la puerta de su casa de Nazaret, que sólo el hecho de morir en la cruz habría bastado para salvar a la humanidad. Estoy convencido que el valor de la existencia de un hombre está dado más por la calidad de su vida que por la calidad de su muerte. Una muerte, sobre todo si es violenta, puede ser consecuencia de una vida heroica que incluso se puede coronar con la diadema del martirio; para no añade a esa vida ningún contenido nuevo. Martin Luther King será siempre una gran figura en la historia de la humanidad, no porque muriera asesinado, sino porque vivió para defender la libertad, el valor inalienable de la persona y por luchar contra la injusticia del racismo y la segregación.
Lo mismo podemos decir de Jesús de Nazaret. El amor y la admiración que sentimos por él vienen de lo que Jesús dijo e hizo durante los días de su vida. Jesús es para nosotros un principio de vida, de transformación, de liberación y de salvación a causa de su vida y no a causa de su muerte. Lo fecundo es su vida. Su muerte es completamente estéril. No nos aporta nada. Al contrario, nos ha quitado para siempre, de manera cruel y prematura, un Maestro de ternura tal que habríamos querido tenerlo el mayor tiempo posible entre nosotros. Esa muerte ha quitado a la humanidad una de sus más admirables expresiones y una de sus mejores realizaciones. Para mí hay algo absolutamente cierto: somos salvados por la vida de Jesús de Nazaret y no por su muerte.


¿UNA MUERTE QUERIDA POR DIOS?

La gran mayoría de los estados modernos ha abolido hoy la pena de muerte. Asistimos, un poco por todo el mundo, a movimientos pro abolición de la tortura y la pena de muerte. Son movimientos que quieren sensibilizar a nuestras sociedades del carácter bárbaro y profundamente inhumano de esos castigos. Así como no es posible hoy, a causa del poder destructivo tremendo de las armas modernas, considerar una guerra "justa", de la misma forma, encontramos más y más dificultades para justificar el recurso a la pena capital para poner freno o disuadir la criminalidad. La valoración de la persona humana y el mejor conocimiento adquirido en el campo de la psicología y las ciencias humanas, nos llevan a admitir que el error o el delito nunca son razones suficientes para arrebatar al culpable el derecho a otra posibilidad en la vida o, sencillamente el derecho a la vida. Para la mentalidad moderna el hecho de querer la muerte de alguien, aunque sirva para restablecer cierta apariencia de justicia, supone siempre una actitud indigna de un ser humano. Y eso no sólo por el valor único de la persona, confirmado por el mandamiento divino de "No matarás", sino también a causa del principio ético de que "el fin nunca justifica los medios".

Tengo la impresión que la doctrina católica de la Redención no parece respetar ni el mandamiento de Dios ni ese principio ético. Según esa teología, la muerte de Jesús es el instrumento de salvación, y ha sido querida y programada por Dios desde toda la eternidad. Asumida por Jesús con un espíritu de obediencia y amor. Según el pensamiento católico, la redención necesitaba esa muerte. Y las conductas rechazadas por la sensibilidad moderna, se atribuyen al mismo Dios. El Dios que dictó a Moisés el mandamiento "No matarás", es quien organizó y realizó la ejecución, no de cualquier ser humano, sino de su propio Hijo. Dios tomó la decisión de hacer morir a su Hijo, no por razones graves objetivamente, sino por razones, permítanme expresarme así, estrictamente personales. Dios precisaba sangre para calmarse y perdonar. Para pagar la deuda del pecado, Dios se pagó a sí mismo, derramando el precio de la sangre de su Hijo. Para reparar los daños causados por la maldad humana Dios mismo se hizo malvado. Para calmar su agresividad, Dios mató. Pero, al actuar así, ¿no parecería que Dios legitimaba la violencia y convertía el homicidio y la pena capital en medios legítimos de reparación y rescate?

De esta puesta en escena católica sobre el valor y las consecuencias de la muerte de Jesús, yo saco tres conclusiones al menos.
Primero, que no representa el escenario más apto para inspirar y estimular la lucha contra las formas de violencia y crueldad que son la guerra, la tortura y la pena capital. Segundo, que este escenario desacredita la imagen de Dios, ridiculiza los contenidos del dogma católico y alienta en ateísmo: porque nadie, en sus cabales, sería capaz de creer semejantes idioteces ni de amar a un Dios tan sanguinario. Finalmente esta concepción banaliza la vida de Jesús, reducida a no ser más que simple preludio del único acontecimiento verdaderamente importante: su muerte en cruz.


¿UNA CRUZ GLORIOSA?

Ya que la cruz nos ha restituido la benevolencia de Dios y nos ha liberado del pecado, se ha convertido -en la tradición y la devoción cristiana- en la gran benefactora de la humanidad y por tanto en objeto de la gratitud, la veneración y el amor de los creyentes. Ese instrumento de tortura se ha transformado en don de Dios, signo de su amor; símbolo de victoria, poder y salvación. En nombre de la cruz y marcados con ese signo, los ejércitos de Constantino masacraron a los de Majencio (312), Carlomagno aplastó y exterminó a los Sajones (782), los Cruzados saquearon y mataron (1099), los colonizadores cristianos de Europa aniquilaron a los indios de las Américas. Este patíbulo que servía en otros tiempos para eliminar a los más miserables e indefensos (esclavos y bandidos) se convirtió en el siglo bajo y por el cual los más débiles continúan siendo martirizados y los más ingenuos sufriendo, convencidos de que así dan gloria a Dios.

Reflexionando sobre la devoción cristiana de la cruz, he descubierto asombrado, que de hecho esta devoción está inspirada en un egoísmo desconcertante. Tengo la impresión que la veneración de la cruz se funda en la persuasión cristiana de que gracias a ella han sobrevenido a la humanidad inmensas ventajas espirituales. ¡Eso es lo que cuenta, lo realmente importante! ¡Tanto peor si Jesús de Nazaret fue descuartizado hasta la muerte! ¡Seamos reconocidos con esa cruz! Es fácil constatar aquí que, en la devoción cristiana a la cruz, no se expresa tanto el amor del cristiano hacia Jesús, sino más bien el amor del cristiano hacia sí mismo. Así que esta cruz no se me muestra sólo como un espantoso símbolo de la crueldad de los hombres, sino también como signo inquietante de su egoísmo.
En definitiva, la exaltación de la cruz, al divinizar el sufrimiento, la obediencia y la sumisión, sirve más, a mi parecer, para justificar y fundamentar el poder. En efecto ¿cómo los fieles se atreverían a rebelarse contra el poder establecido o a desobedecer los mandatos de una autoridad religiosa querida por Dios, si Jesús, por obedecer a ese Dios, ha sido capaz de ir hasta la muerte y soportar el suplicio de la cruz?


JESÚS "RESUCITADO" Y SIEMPRE VIVO  

Ese Jesús, molesto y revolucionario, que las autoridades políticas y religiosas de su tiempo eliminaron ejecutándolo en una cruz, sostienen sus discípulos que Dios lo "despertó" de entre los muertos. No hay en los escritos del Nuevo Testamento un término reservado para la idea de la resurrección. Para expresar este concepto, los textos del NT. utilizan principalmente dos verbos que tienen un sentido más corriente y amplio que el propio término de "resurrección". El primer verbo, más utilizado es “egeiro” que significa de2spertarse, salir de un estado de sueño. Dicho verbo, en su forma pasiva es casi exclusivamente aplicado a Jesús, para expresar su paso de la muerte a la vida. Jesús está vivo porque "ha sido despertado" por Dios.15 El otro verbo es “anistemi”16 que significa levantarse, ponerse de pie, enderezarse, desde una posición acostada, tumbada o sentada. Verbo que está en el origen de la palabra "anastasis"  con la que los textos del NT. parecer indicar la fe en la doctrina de la "elevación" o la "resurrección de los muertos", tal como profesaban las corrientes apocalípticas en tiempo de Jesús .

 Los más antiguos testimonios de la fe cristiana en la “resurrección” de Jesús datan veinte años después de su muerte, y se encuentran en las cartas de Pablo (sobre todo a los de Tesalónica y a los de Corinto, escritas entre los años 50 al 52) y en algunos textos de los Hechos de los Apóstoles. Sin embargo esos textos no describen la Resurrección, sino que son afirmaciones de fe en el poder de Dios que ha “despertado” y “puesto en pie” a su Cristo, arrancándolo del mundo de los muertos . La fe en la “resurrección de Jesús” está pues estrechamente ligada a la doctrina apocalíptica de la “resurrección de los muertos”, de la que es consecuencia.

Sabemos que los fariseos del tiempo de Jesús creían en la resurrección de los muertos. Pablo de Tarso era un fariseo convertido. Para Pablo la fe en la resurrección de Jesús es una consecuencia de la fe en la resurrección de los muertos. Según el Apóstol, los muertos resucitan no porque haya resucitado Cristo; sino que Cristo resucitó porque los muertos resucitan. Pablo hace de la fe en la “resurrección” la condición indispensable para admitir la “resurrección de Jesús” y la de todos los humanos. Afirma en efecto, que si no hay un “levantarse” (anastasi) los muertos, Cristo no ha sido despertado del sueño de la muerte. Y si el “levantarse” los muertos no se ha realizado en Cristo, tampoco se aplicará a  los humanos. La fe en el Dios que despierta a los muertos es entonces una quimera y los que la profesan falsos testigos y unos desgraciados, porque han fundado su vida sobre una ilusión.

Para comprender los relatos evangélicos de la “resurrección” de Jesús, impregnados de imágenes y símbolos, hay que recordar que el pensamiento judío no conocía la división dualista entre cuerpo y alma, típica de la filosofía griega. Para el judío, el ser humano es un todo. Su cuerpo es una parte esencial de la persona. El individuo no puede existir sin su cuerpo. De ahí se sigue que la fe en la resurrección de los muertos implica necesariamente la fe en una recomposición, en una reanimación y en una reactivación del cuerpo. Esta creencia es la que se expresa en las cartas de Pablo y en las imágenes tan realistas de los relatos de las apariciones del “Despertado” que encontramos en los Evangelios. Por otra parte, los Evangelios no describen el “hecho” de la Resurrección. Cuentan más bien las experiencias interiores de algunos discípulos que, particularmente cercanos a Jesús, lo han visto y experimentado como siempre activo. Los Evangelios dicen como Jesús, después de su muerte, “fue visto” por alguno de sus discípulos y cómo se les manifestó otra vez vivo  .

Soy consciente que la “resurrección” de Jesús es un elemento esencial de la fe cristiana. Sin embargo, existe una concepción física o material de la resurrección a la que no me puedo adherir. Porque la doctrina católica considere la resurrección de Jesús como un dato fundamental de la fe, ¿es necesario transformarla en algo insoportable a la inteligencia y la razón? Por afirmar absolutamente la realidad de la resurrección, ¿hay que reducirla a un acontecimiento histórico que habría ocupado la primera página en los diarios de la época? Puesto que uno no puede ser cristiano sin creer que Jesús resucitó, ¿no tendríamos que repensar y presentar de otra forma este dato cristiano, a fin de que los creyentes de hoy no se vean acorralados por el terrible dilema de aceptar el absurdo o de renunciar a su fe? ¿No habría que tratar de comprender diferente este fenómeno de fe, situándolo más bien en el mundo de la interioridad, de la experiencia personal, de la realidad espiritual, más que en el de la realidad física y material?

Después de haberme cuestionado largamente la forma tradicional de concebir la resurrección de Jesús de Nazaret, he llegado por fin a hacerme una idea personal que me satisface y que me ha permitido preservar mi fe sobre este punto crucial del dogma cristiano, pero interpretándolo de una manera diferente. Lo que comparto ahora con el lector es, por tanto, mi concepción de la resurrección.

Para expresar lo que, a mi parecer, pasó en la comunidad de los discípulos después de la muerte de Jesús, utilizaré una comparación. Wolfgang Amadeus Mozart ¿murió verdaderamente? ¿Podemos decir, con toda verdad, que Mozart ya no existe? Yo no lo afirmaría. En realidad, lo que queda de él, es lo mejor de él. Lo que Mozart nos ha dejado de él, es lo que hay de mejor en él. Lo que nos ha transmitido y lo que poseemos ahora de él, basta para hacer estremecer el corazón de los humanos hasta el fin de los tiempos. El mejor Mozart, el verdadero Mozart, no es ya el que descendió a la tumba, sino el que ha llegado hasta nosotros. La tierra tiene su cuerpo, pero nosotros, nosotros tenemos su música y por tanto las manifestaciones más sublimes de su espíritu. ¡Nosotros poseemos lo mejor de Mozart! Para todos los que aman su música, Mozart está lejos de pertenecer al pasado. Al contrario, está siempre presente y siempre vivo; más vivo, en cierta manera, después de su muerte que durante su vida. ¡Qué importa entonces la suerte de su cuerpo! ¡Qué importan sus despojos mortales que se descomponen en una tumba, si su obra y su espíritu continúan componiendo armonía y produciendo felicidad en nuestras vidas! Mozart vive en su obra y por medio de su obra.

Lo que decimos de Mozart, podemos afirmarlo, con mucha más razón, de Jesús de Nazaret. Podemos decir que lo mejor de Jesús nunca estuvo encerrado en una tumba, sino que continúa haciendo vibrar, transformar y reconstruir la vida de los hombres y mujeres que han tenido la oportunidad de encontrarlo. Porque importa poco conocer la suerte del cadáver bajado de la cruz. Ese despojo no tiene ninguna importancia, ningún valor. El valor del Hombre de Nazaret está, no en lo que quede de su cuerpo, sino en lo que permanece de su espíritu. De la misma manera, Jesús está vivo en la vida de sus discípulos no a causa de su muerte, sino a causa de lo que realizó a lo largo de su existencia, a causa de su Espíritu, que sigue, más allá de la muerte, fascinando y seduciendo el corazón humano.

Si conociéramos un poco mejor la mentalidad de los orientales a quienes les encanta hablar en imágenes y que son capaces de construir escenarios fantásticos para expresar, a través de parábolas, símbolos e incluso hipérboles, el contenido  a veces indecible de una experiencia humana y espiritual profunda, quizá tendríamos la llave para interpretar y comprender los relatos de las apariciones de Jesús después de su muerte, tal como las encontramos en los escritos más antiguos del cristianismo (Cartas de Pablo y Evangelios).
Una cosa es cierta: los que vivieron en torno al Maestro, que escucharon sus palabras, que vivieron la experiencia de su proximidad y su intimidad con el Dios a quien llamaba afectuosamente su "Papá", todos ellos estaban convencidos que su Dios era un Dios de amor, un Dios fiel, un Dios que quiere la felicidad de sus hijos, un Dios que les da la vida y que los acoge más allá de su finitud y su muerte: un Dios que no ha creado a los humanos para destinarlos al vacío y a la nada. El Dios de Jesús es un Dios que hace vivir y que es fuente de vida eterna. Si Jesús habló tanto de un Dios así, que hace vivir después de la muerte, y si sus discípulos estaban convencidos de la verdad de sus palabras, ¿por qué nos asombraría escucharles afirmar y proclamar que también su Maestro, después de su muerte, estaba vivo para siempre junto a Dios? ¡Justamente su fe en las palabras del Maestro era lo que les movía a anunciarlos como "el viviente"!

Otra cosa es también cierta para mí: los que convivieron con Jesús de Nazaret, a lo largo de su vida terrena; los que, a causa de él o más bien gracias a él, recomenzaron a vivir; los que su presencia liberó de sus males y angustias, los que, por su contacto, descubrieron la luz; los que, después de escuchar su palabra comenzaron a volar más allá de sus ataduras; los que, gracias a Jesús, han sido capaces de superar sus miedos; los que, gracias a Jesús, tomaron conciencia de su dignidad y su valor en cuanto personas; todas esas gentes que, gracias a su palabra han conseguido vivir de forma nueva, de tejer relaciones nuevas, basadas en la confianza y el amor; toda esa gente que no se podía ni imaginar que su vida ya no sería transformada ni valorizada, porque su Maestro había sido ejecutado en una cruz. Las verdades que Jesús les reveló, el espíritu que les dejó, ahora lo poseían para siempre. La música que el Maestro de Nazaret había compuesto, resonará en sus vidas desde ahora y para siempre.

Si la palabra de Jesús continuaba haciendo vivir a sus discípulos; si ahora su espíritu inspiraba sus acciones y animaba sus vidas, ¿cómo habrían podido afirmar que el Maestro, definitivamente, había muerto?  Aquel cuya palabra hacía vivir, no podía ser presa de la muerte. Tanto cuanto sus discípulos estuvieran vivos, también él viviría con ellos y estaría vivo para ellos. Tanto cuanto haya hombres y mujeres que lo amen y vivan de su “evangelio”, también él estará presente y vivo. Sus discípulos lo harán revivir continuamente (y por tanto lo “resucitarán”) en su memoria, en sus palabras, en sus encuentros, en sus ritos. Cada vez que se reúnan para hablar de él, para recordarlo, está allí, presente y bien vivo.

Es pues en el corazón y en el espíritu de sus amigos como Jesús ahora está vivo. Ese es ahora el lugar de su presencia. Y es por eso que la tumba del día de Pascua está y estará vacía por siempre jamás. La resurrección de Jesús sucede en el corazón y la vida de sus discípulos. Es el resultado de su amor confiado y de su fe. No hay que buscarlo entre los muertos, sino entre los vivos. En adelante, lo encontraremos en sus hermanos.

Nuestros sentimientos para con él querrían, tanto, convivir con él como cuando marchaba por los caminos de Palestina u oírlo como Magdalena deseaba a la entrada de la tumba. ¡Querríamos tanto que ‘el estuviera todavía! Nunca el amante se resigna a la ausencia del ser amado. Ante su desaparición, el amor se plantea siempre la misma cuestión; ¿Dónde está ahora el que yo tanto amé? Y la respuesta viene espontáneamente a los labios del que ama: “El ser amado que he perdido está ahora con Dios” ¿No es esa la respuesta que damos a nuestros hijos cuando nos preguntan sobre el estado de un ser querido que desapareció? ¿Ya no está con nosotros y lo pensamos confiado a esa Ternura Misteriosa y Englobante que es el origen de toda vida y todo ser a quien llamamos Dios?


Igualmente, de Jesús muerto en la cruz, decimos que ahora está con Dios; que está a la derecha de Dios o que Dios lo resucitó. De ahí que, queremos decir de él y de todos los que mueren que esa gota de agua del río de la vida llegó finalmente al océano con quien se confunde y del que un día recibió su existir. ¿Podemos decir más? ¿Podemos saber más? ¿Podemos descifrar más profundamente el misterio del amor, de la muerte, de la vida, de Dios? No creo. La misma simple afirmación: “Está con Dios”, que responde a nuestro dolor y nos impide caer en la desesperanza, es una afirmación de fe y no una evidencia. Y solamente en esta fe puedo yo decir de Jesús que está con Dios y que –Dios lo ha resucitado de entre los muertos.

(Temas tomados del libro 'Effondrement'' de Bruno Mori, 2003)

Traducción de Ernesto Baquer

lundi 15 mai 2017

UN AMOR QUE SE HACE TERNURA - Jn 10,1-10

4° Dom de Pascua -  El buen Pastor

Encontramos este relato evangélico sobre el buen pastor en el evangelio de Juan y para mí, un himno al respeto, al cuidado, a la atención que cada uno debería nutrir y desarrollar hacia las personas y el mundo que lo circunda. La figura del buen pastor que el evangelista aplica a la persona de Jesús, es sin duda la mejor imagen que podría encontrar para presentar a los cristianos de su tiempo la mirada llena de solicitud y amor que Jesús de Nazaret dirigió siempre hacia las personas y las cosas. Es una imagen que expresa una caricia particularmente intensa y conmovedora de amor y de ternura. Ese amor-ternura que cada uno deberíamos experimentar por todas las criaturas.
De hecho, el pastor es consciente que su vida depende de la vida de sus ovejas. Sabe que sin ellas él no tendría existencia y sin él ninguna de sus ovejas sobreviviría. Las ovejas hacen vivir al pastor y el pastor hace vivir a las ovejas.  En esta imagen, ovejas y pastor, dependen uno de otro, estrechamente. Se benefician uno de otro. Se necesitan el uno al otro, para poder seguir viviendo. Y el pastor que, a diferencia con las ovejas, es un ser inteligente, sabe además que, si quiere continuar sacando provecho de los productos del rebaño (leche, lana, carne, comercio), ha de preocuparse del bienestar y la salud de sus ovejas. Por ello el pastor del evangelio quiere que sus ovejas, no sólo conserven su vida, sino que vivan en la abundancia ("He venido para que mis ovejas tengan vida y la tengan en abundancia").
Pero el pastor del evangelio, además de ser una persona inteligente, es también sensible. Si es capaz de hacer funcionar su cerebro, también sabe dar importancia a los impulsos de su corazón. Siente que sus ovejas no son solo leche, lana, carne, costillas y mercadería para vender, sino criaturas de Dios, obras maestras de la evolución cósmica, seres vivientes, individuos con una personalidad, un carácter, un alma, una dignidad, una finalidad, un destino, un valor espiritual y que son por ello criaturas maravillosas a tratar con respeto, delicadeza y amor.
Respeto, delicadeza y amor son los elementos constitutivos de la ternura. Para mí, ese capítulo sobre el buen pastor es uno de los textos más bellos jamás escritos sobre el amor que se hace ternura hacia todas las criaturas. En este texto el amor-ternura es el espejo en el que cada uno de nosotros está invitado a contemplarse y reconocerse, no sólo como seguidor de Jesús, sino como ser humano llamado a encarnar la presencia de la fuerza espiritual y divina del Amor Original que regula y sostiene el Universo.
Pienso que la figura del buen pastor estuvo inventada por Juan, para hacernos entender que, en el fondo, todo lo que existe tiene un alma, que todo vive, que nada es sólo objeto banal y materia bruta que podamos usar y descartar a nuestro capricho. Sino que todo es sujeto digno de respeto, admiración, ternura y amor. Toda oveja, es decir todo ser que forma parte de este "conjunto", de este "Todo", de este "rebaño" o "agregado" generado por el Universo, tiene un nombre que le es propio, que lo identifica a todo y a todos, que hace de él un ser único, una individualidad que posee nombre propio con el cual es llamado, conocido, querido, apreciado desde siempre, y con el cual será amado ahora y por siempre. ("Conozco a mis ovejas y mis ovejas me conocen a mí... reconocen mi voz... yo las llamo por su nombre y ellas me seguirán... nadie las arrebatará de").
Este texto del buen pastor nos enseña, por consiguiente, que la ternura es la quintaesencia, la flor del amor, su expresión más perfecta y sublime. De hecho, el texto dice que este pastor está presto a todo para el bien de sus ovejas, incluso a sacrificar su vida. Pero dar la propia vida por alguien, ¿no es quizás la expresión más alta y admirable del amor? A través de la imagen del pastor el evangelista quiere enseñarnos que no basta amar, sino que, como hizo Jesús, debemos hacer todo lo posible para que nuestro amor adquiera la connotación, la coloración y la característica de la ternura. El verdadero amor es el que se transforma en ternura. Y el amor se transforma en ternura,
cuando soy capaz de sacrificarme para proteger, custodiar, salvar, intentar hacer felices a los que quiero;
cuando amo al otro más que a mí mismo;
cuando busco la felicidad del otro más que la mía;
cuando consigo amar al otro por lo que es, y no por lo que me da;
cuando me siento feliz en su presencia; interesado en su historia; sensible a sus deseos; vulnerable a sus lágrimas;
cuando estoy atento a sus expectativas; disponible a la realización de sus proyectos, su bienestar y su felicidad...
Y eso sin cálculos, sin medias tintas, sin arrepentimiento, sin marcha atrás, siempre, hasta el fondo, cueste lo que cueste...
Finalmente, gracias al amor-ternura, encuentro en la felicidad del otro el reflejo y la prueba de mi misma felicidad y el signo tangible de la presencia del amor de Dios que transforma y hace progresar el Universo hacia una forma de perfección siempre más alta y más completa.


Bruno Mori

(Traducción de Ernesto Baquer)


La divinización del hombre mediante su humanización - Jn 10,1-10

(4° dom Pascua, A)


Desde la noche de los tiempos, los hombres buscamos comprender el misterio de nuestra existencia y el del Universo. ¿Por qué existe algo en vez de nada? ¿De dónde viene el mundo tal como lo conocemos? ¿De dónde venimos? ¿Por qué estamos aquí?  Para encontrar respuesta a estas preguntas, cada cultura, cada civilización, cada pueblo, cada religión, ha elaborado sus propias historias y creado sus propios mitos. Casi todos esos mitos atribuyen el origen del mundo y de la vida a un Poder preexistente y exterior a nuestro mundo, imaginado como una Entidad personal y afectuosa que, no queriendo ser la única en poseer la existencia y la vida, ha querido compartirlas  con otras criaturas. Así, saliendo de una insondable soledad, se diversificó fuera de sí misma, fecundando el vacío original con su misteriosa presencia y haciendo resonar por doquier la extraordinaria melodía de su grandeza y belleza. Y así, según los mitos, Dios creó el cielo y la tierra. Los relatos míticos cuentan también como Dios tuvo un cuidado particular en la creación del hombre; como, después de moldearlo con el barro de la tierra, le insufló su espíritu, para convertirlo en una criatura especial, capaz de amar, llevando en sí los rasgos de la semejanza con Dios.

A su manera, los mitos antiguos expresaron una intuición, sin duda presente, desde tiempo atrás, en las estructuras originales y los arquetipos del pensamiento humano: una sensación que lleva a presentir que las profundidades del hombre, - allí donde se encuentra su naturaleza más auténtica, allí donde se abren las “cavernas” y la “fuente” de su ser, allí donde brota su conciencia y donde se alumbra su capacidad de amar,- se iluminan con la luz de Dios y animan con la acción de su espíritu.
Esta misma intuición la expresamos también nosotros, ahora en el siglo XXI, pero no a través de los relatos fantásticos de los mitos, sino a través del lenguaje más preciso, realista y seguro de las ciencias y los descubrimientos modernos (antropología, etnología, física cuántica, astrofísica…).  La única diferencia consiste en que ahora, no percibimos a Dios como una Entidad antropomórfica, personal y sobrenatural, existiendo fuera, por encima y más allá del mundo material, del que permanece distinto y separado, sino estando en el propio interior del Universo, que es su manifestación; como siendo el alma y el espíritu de todo lo que existe; como Energía amorosa que, desde el interior de la realidad, se manifiesta y explicita creando continuamente de nuevo y haciendo evolucionar la creación hacia formas siempre más complejas de ser, hasta la eclosión de la vida, la conciencia y el amor en el corazón del hombre.

Jesús de Nazaret fue el primero en comprender y proclamar que lo que nosotros llamamos Dios, no es más que una Energía amorosa que busca comunicarse y que encuentra en el ser humano el lugar privilegiado de su presencia y su acción en el mundo. Descubrir que Dios está especialmente presente y activo en el corazón del hombre, trastocará la vida del profeta de Nazaret. Su conciencia y su convicción de ser, en cuanto hombre, el especial portador en el mundo de la presencia de Dios y de su Espíritu de amor, determinará la orientación de su existencia y el contenido de sus acciones. Se sentirá llamado a anunciar a todos esta “buena nueva”; a concientizar a la gente de su importancia y valor por el tesoro que poseen y que deben compartir; y a soñar con un mundo y una sociedad humana animados y guiados exclusivamente por las fuerzas del Amor.

Jesús había comprendido que, si el hombre es el lugar donde está presente el amor de Dios en el mundo, está hecho únicamente para amar. Y que si, por desgracia, no consigue amar, entonces va reduciendo su naturaleza más verdadera y la tarea más esencial de su vida. Pierde el fin de su existencia y se condena a una vida que ya no tiene sentido.

Al contrario, si consigue basar su vida en el amor, entonces se transforma en ser de luz y sublima su humanidad, elevando al mundo. En efecto, cuánto más ama, más es lo que debe ser. Más ama, más se humaniza. Más ama, más vive de Dios y encarna las actitudes de Dios que es amor. Más ama, más se parece a Dios. En consecuencia, más ama el hombre, más se diviniza. De tal manera que, finalmente, podemos afirmar que nosotros, los humanos, sólo nos humanizamos amando; y sólo nos divinizamos humanizándonos.

Comprendemos entonces por qué Jesús ha sido siempre considerado por la tradición cristiana como hombre y como dios. Porque, dado que vivió toda su vida en intimidad con Dios y bajo el impulso de su Espíritu de amor; no tuvo otro deseo ni otra alegría que ser ese “hijo del hombre” que consagra su existencia a dar a conocer el amor y a derramarlo a manos llenas a su alrededor para beneficiar al mayor número posible de gentes. Fue pues, una obra maestra de humanidad, “un amor de hombre”, una persona humana “adorable”, un hombre verdaderamente “divino”, cuya vida de hombre estuvo constantemente empapada en el Espíritu de Dios y que, por ello y gracias a ello, pudo alcanzar una extraordinaria cualidad de humanidad. ¡Verdaderamente fue un “hombre-dios”!

Para Jesús, pues, Dios es esencialmente Amor que se da y que, al darse, produce plenitud de ser y de vida. Y la mejor imagen que pudo encontrar para ilustrar su percepción de Dios fue la del Padre (¡Abba!). Apasionado por Dios e impregnado de su Espíritu de amor, Jesús quiso ser sólo el relevo de ese amor que da la vida, cura, restaura, unifica, que hace vivir a pleno. Los evangelios, sobre todo el de Juan, ponen en labios de Jesús palabras sorprendentes. No sabemos si Jesús las pronunció tal cual. Pero sin duda expresan la conciencia que tenía de su familiaridad con Dios, así como de la misión que creía suya: ayudar a la gente, sobre todo a los más pobres, los más sufridos, los más maltratados por la vida, a vivir una existencia más digna, decente, respetable, más sana, libre, feliz, y por tanto, finalmente, más humana.

Jesús dirá: “Yo y el Padre somos uno. Yo vivo en el Padre y el Padre vive en mi. Quien me ve obrar, ve obrar al Padre. Yo soy el buen Pastor, y doy mi vida por mis ovejas. Yo guío a mis ovejas hacia verdes pastos donde podrán encontrar todo lo que necesitan para prosperar y vivir. Yo soy la puerta que las protege de los lobos y agresores. Yo soy el pan que alimenta y que hace vivir. Yo he venido para dar vida y vida en abundancia. Yo estoy pronto a darme totalmente en esta misión, aunque deba dejar mi piel”.

Movido por ese ideal, el Maestro de Nazaret soñará con instaurar una nueva forma de sociedad al abrigo de la opresión, la violencia, la avidez; un mundo sin el dominio de los más fuertes sobre los más débiles; sin explotación de los más ricos y poderosos a los más pobres y más pequeños.
Sorprende ver cómo el amor de Dios que anima la vida de Jesús, no tiene vuelos místicos, sino que actúa siempre en respuesta a las necesidades y problemas concretos e inmediatos que viven las gentes en su vida cotidiana. El teólogo español José María Castillo destaca que Jesús tuvo en su vida tres preocupaciones fundamentales en torno a las que prácticamente tejió toda la trama de su actividad pública: la salud, el alimento y las relaciones humanas.

Jesús había comprendido que, para ser feliz, el hombre fundamentalmente sólo necesita tres cosas bien simples: tener alimento suficiente, tener buena salud y sentirse amado. Si no consigue esas tres condiciones, cae inevitablemente en la desolación, la angustia y la desesperanza; al sentirse desgraciado y abandonado, pierde toda autoestima y se ve incapaz de vivir a la altura, tanto de su dignidad humana como de su vocación divina.

Jesús sabe que es y será siempre estúpido, insensato e irresponsable toda palabra sobre el amor a Dios y al prójimo dirigida a esas personas. Por eso consagró toda su actividad pública a curar enfermos, alentar la convivencia y luchar contra los tabús sobre los alimentos, contra las normas religiosas y culturales que prohibían utilizar algunos alimentos impuros, o limitaban el acceso al alimento y la frecuencia de las comidas; y a construir relaciones humanas marcadas por la fraternidad, la bondad, el respeto, la compasión, la tolerancia, el servicio recíproco en el amor.

Jesús está convencido que la felicidad humana es para aquí y para ahora; y que cada uno debe realizarse humanamente en el presente. Que es, por tanto, en la vida cotidiana donde debemos encontrar las condiciones de nuestra felicidad, para poder derramarla y difundirla a nuestro alrededor en forma de amor y darse. ¿Cómo amar al otro, cuando uno mismo se siente rechazado? ¿Cómo ser artífice de felicidad, si malvivimos con nuestra desgracia? ¿Cómo infundir vida y esperanza si estamos angustiados por nuestros problemas y nuestra vida se desmorona o se nos escapa porque somos incapaces de asumirla debidamente? ¿Cómo creer en un Dios de amor, si sólo experimentamos desamor, indiferencia, egoísmo, individualismo, rechazo, soledad, opresión y rabia?

Jesús comprendió que el ser humano no puede realizarse realmente como persona y ser plenamente humano, que si se convierte en un ser capaz de bondad, entrega y amor. Es por eso que existe en este universo. La medida de su verdad y de su humanidad solo es dada por la magnitud de su amor por los demás.

 Como dijo José Castillo, Jesús ha movido en otro lugar el centro de la religión. Este centro  que nos hace mejores, agradables a Dios, que carga con nuestra humanidad , ya no está en la sumisión a las autoridades religiosas, en la frecuentación del templo , en los ritos,  los sacramentos, los ejercicios o deberes  religiosos, las prácticas de piedad y  las devociones,  sino en la calle, en el metro, en la  casa, en los lugares del trabajo, de  las vacaciones, las  plazas y los supermercados ... porque allí  es donde  nos  encontramos con el mundo real, las personas que nos necesitan y esperan nuestra sonrisa, nuestra amistad, nuestra bondad, nuestra escucha,  nuestra simpatía,  nuestra ayuda, nuestra comprensión, un pequeño gesto de amor.

Si tenemos en cuenta que esta actitud proviene de nuestra adhesión a Jesús, ¿quién puede negar que Jesús es para nosotros el mejor de los pastores? ¿No nos alimenta con sus valores y no nos unió junto con los lazos de la hermandad y la conciencia de un amor que está  dentro de nosotros y nos estimula a construir un nuevo tipo de humanidad?

Bruno Mori


( Traducción de Ernesto Baquer