jeudi 28 décembre 2017

La Navidad o un Dios que nace de la fragilidad de los seres


(Ensayo de interpretación postmoderna del cuento navideño)

1. “Vayamos a ver el gran acontecimiento que Dios quiere que conozcamos” (Lc. 2,15)

La historia evolutiva del Universo ha llevado a los humanos a la auto-consciencia. Por escapar de la angustia causada por la toma de conciencia de nuestra finitud, vulnerabilidad y por el carácter inevitablemente transitorio de nuestra existencia, los Hombres inventaron los dioses, sobre quienes proyectaron sus deseos de poder, seguridad y vida. Y a esos dioses construidos a medida de nuestras carencias, los humanos confiaron la tarea de colmarlos.

Concebidos por la inquietud y el miedo humanos, imaginamos los dioses a semejanza de los héroes de ciencia ficción, en films y dibujos animados: Entidades super-poderosas fuera y más allá de nuestro mundo, dotadas de cualidades super humanas, sobrenaturales y extraordinarias que utilizan no sólo para liberar a los humanos de los peligros a los que estamos expuestos sin cesar , sino  también para protegernos y asegurarnos una calidad de vida satisfactoria a cambio de nuestra adoración y sumisión.

El hombre religioso (homo religiosus), al inventar a los dioses y buscar domesticarlos, ablandarlos y relacionarse con ellos (por un progreso sicológicamente comprensible y mimético) los transformó en prototipos y modelos de su propio comportamiento.

Desde la invención de sus “dioses”, y para superar sus propios límites, el “hombre religioso” siempre fue tentado a apropiarse de las facultades y poderes que les había atribuido, en una loca pretensión de llegar a ser como ellos. Es la tentación de la desmesura, el orgullo y la estupidez humana tratando de rivalizar con el poder y la grandeza de la divinidad.

Llegar a ser como dios o convertirse en dios, ha sido siempre el sueño loco de la precariedad humana en busca de gratificaciones y seguridades. Sin embargo, para ser como dios, el humano debió elevarse sobre los demás, ser superior a los demás, más grande, importante y poderoso que los demás. Tuvo que someter a los demás. En otras palabras, el hombre tuvo que renunciar a ser simplemente humano, tuvo que “deshumanizarse”. De ahí la aparición en el mundo de los hombres del fenómeno de la “violencia” (hybris), bajo todas sus formas (poder, confrontación, dominio, opresión, odio, guerra…), lo que las religiones, desde su origen han llamado tradicionalmente “pecado”, responsable de todos los desastres y sacrificios v de la humanidad.

Por tanto, si de parte del hombre, la búsqueda compulsiva de su “divinización” se ha convertido en fuente interminable de desgracias, Jesús de Nazaret ha sido, por su parte, uno de los primeros distinguidos pensadores de la humanidad que comprendió y enseñó que el secreto de la salvación y la felicidad del hombre no estaba en su “divinización”, sino en su “humanización”, y en la eliminación de las causas de la “violencia”. Esto comportaba necesariamente la curación de los procesos sicológicos angustiantes (miedo, ansias de seguridad, búsqueda de poder, de superioridad, de gratificación, de éxito…) suscitados en el hombre por su finitud y su falsa percepción de Dios. El Nazareno comprendió que si seguíamos percibiendo a Dios como grandeza, potencia, superioridad y poder que domina, en el mundo la violencia sería inevitable y la humanidad abocada a un miserable destino.

Todo el valor y la novedad de la predicación de Jesús, consisten entonces en la propuesta de una nueva imagen de Dios, que está en las antípodas de la de los hombres y sus religiones. El nuevo Dios anunciado por Jesús es totalmente otro, diferente, opuesto y en contradicción con los dioses antiguos. Podríamos decir que, comparado y confrontado con el dios de las religiones, el Dios de Jesús aparece como un “anti-Dios”, como una Entidad  ue nunca se manifiesta como grandeza, poder, autoridad y potencia que manda, somete y exige; sino siempre como pequeñez, delicadeza,  debilidad, impotencia y acogida benevolente. El anti-Dios de Jesús se presenta esencialmente como una forma misteriosa de Amor que se revela y actúa únicamente allí donde hay pérdida, insuficiencia, debilidad, imperfección, para colmar la falta, sostener la debilidad, enriquecer la pobreza, perfeccionar, desencadenar evolución, infundir energía, vigor y vida a todo lo que se marchita, se degrada y sufre bajo el peso de la inevitable pesadez y finitud de su ser.

Entonces, para el profeta de Nazaret, lo que las religiones llaman "Dios", es en realidad, esa Energía Primordial y Benévola, que sólo existe y se manifiesta en el Universo para llenar el vacío, suplir las carencias, producir relación, integralidad, plenitud, complejidad evolutiva en las criaturas que releve continuamente de sus límites, para que en ellas pueda emerger una cualidad superior de ser.
Pero hay más: para Jesús, Dios parece ser igualmente una energía que se desactiva y cesa de operar en los humanos cada vez que éstos, con una actitud de orgullo arrogante y estúpido, están convencidos de ser ricos por sí, es decir, de haber alcanzado la plena configuración o la plenitud de su naturaleza. "Dios colma de bienes a los hambrientos, pero despide a los ricos con las manos vacías" (lc 1,53).


2 - Fueron y encontraron un niño recién nacido acostado en un pesebre para animales (Lc 2,16)

Esta nueva manera de concebir a Dios nos permite comprender mejor, por un lado por qué el mito cristiano de Navidad ubica la presencia y la acción de Dios allí donde hay nacimiento, pequeñez, impotencia, pobreza, penuria de ser, simbolizados por el Niño-Dios del pesebre. Y por otro lado, nos permite captar mejor por qué Jesús se refiere siempre a la Realidad Última con el evocador nombre de "Padre". Un apelativo que comporta, en efecto, una semántica ligada al origen, la generación, el nacimiento, el surgir, el crecimiento y la realización, al cuidado, al amor del ser, allí donde antes no había o no lo suficiente. Características que, para el Nazareno, son típicas de la naturaleza de su Dios.

Navidad se convierte entonces en un magnífico cuento cristiano, lleno de poesía y misterio que sirve para ilustrar el misterio de la presencia amorosa del Divino en nuestro mundo y en la vida de los hombres y también para hacernos comprender la naturaleza única del Dios de Jesús.       
La historia de Navidad cuenta que un día una Energía, un Soplo, un Espíritu "divino" tomó cuerpo, carne, visibilidad en nuestro mundo, presentándose con los rasgos de un niño recién nacido. No un niño nacido en un palacio real, sino un niño de una humilde pareja de aldeanos, pobres y sin alojamiento. Un ser desnudo, desposeído de toda ostentación de poder y grandeza, vestido sólo con su encanto, su fragilidad, instaurado  en la dependencia y la necesidad más radical.
Navidad nos dice que allí donde un niño de hombre así existe, allí también está el lugar de la presencia y la manifestación de Dios. De ahí por qué la historia de Navidad nos cuenta que el Dios de Jesús no frecuenta los grandes y poderosos de este mundo. No frecuenta el lujo del palacio de Herodes, ni la fastuosidad del Templo de Jerusalén, con las solemnidades de su culto. Sobre todo, no está en las manifestaciones del poder, sea laico o clerical, ni en los proyectos y codicias de los ricos y poderosos de este mundo.

La fiesta de Navidad, entonces, es una conmovedora catequesis sobre la naturaleza del Dios de Jesús. Ilustra en el lenguaje lírico e imaginario de la fábula, por qué ese Dios está presente esencialmente en nuestro mundo como Fuerza y Espíritu de Vida, alegría, perfeccionamiento, curación, compasión y amor, que se manifiestan y activan en el encuentro con la indigencia y el sufrimiento de sus criaturas.

Por eso, en la historia de Navidad, Dios se hace presente en una choza, un establo, en la paja, en la desnudez y la pobreza. Está con pastores, bandidos, excluidos, perseguidos. Allí donde la naturaleza humana está atormentada y doblegada bajo la presión de la explotación y la violencia, bajo el peso de su miseria y su maldad. Dios está en los campos de refugiados de Libia, Siria, Líbano, Myanmar. Está en los niños desnudos, que lloran, sufren, tienen hambre, que están sin cuidados, sin instrucción, sin casa, sin padres, sin patria, sin seguridad, sin futuro, sin esperanza, sin amor.


3-"… Y abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos de oro, incienso y mirra. .." (Mt 2,11)

Cada año, la fiesta de Navidad viene a recordarnos que el Dios de Jesús está siempre donde resuena el grito de la desgracia humana que espera el regalo de nuestro bondad y la intervención de nuestro amor. Navidad nos dice que Dios está allí donde hay seres que necesitan el don de nuestra atención, nuestra simpatía, nuestra ayuda, nuestra acción cariñosa y fraternal. Navidad nos dice que allí donde hay alguien débil, desprovisto, despreciado, desamparado, amenazado, oprimido, abandonado; sin pan, sin casa, sin trabajo, sin respeto, sin consideración, sin reputación, sin medios, sin libertad, sin derechos… allí también está el Dios de Jesús: "Tuve hambre… tuve sed… Era extranjero… desnudo, en prisión, y ustedes me socorrieron" (Mt.25,31-45).

La fiesta de Navidad se constituye así en un grito, un anhelo, una invocación de paz, dirigida a los grandes de este mundo para recordarles la urgencia de cesar el enfrentamiento y la violencia. Cada año, Navidad llega para suplicar a los grandes de este mundo que sigan siendo humanos, que acepten ser sólo humanos y que renuncien a la loca pretensión de querer ser todopoderosos, superiores, y a apropiarse, como su fueran dioses, el poder de vida y muerte sobre el resto de la humanidad.

La fiesta de Navidad viene a decirnos que toda búsqueda de grandeza, superioridad y poder que deshumaniza a sus buscadores; que rebaja, humilla, oprime, debilita y hace sufrir a nuestros hermanos humanos, es y debe ser descalificada y barrida por siempre jamás. Navidad existe para que un día todos los pobres, débiles y pequeños puedan llegar a alcanzar la talla de la grandeza espiritual y la dignidad humana que Dios les ha reservado desde siempre.

Natividad está aquí para recordarnos que, de acuerdo con la dinámica del Universo que nos ha producido, nuestros seres humanos adquieren valor y significado solo si se convierten en el vehículo de un regalo divino de amor y bondad que perfecciona y salva; y si, por lo tanto, nuestra existencia es dada gratuitamente y generosamente para actuar y perfeccionar la felicidad de otras criaturas. "Quien quiere mantener su vida exclusivamente para sí mismo, la pierde; pero el que acepta entregarla como un regalo continuamente ofrecido a quienes lo necesitan, la preservará por la eternidad "(Mc 8,35, Lc 17,33, Jn 12,25).

Navidad es en definitiva una magnífica historia sobre el Dios de Jesús de Nazaret. Un Dios que se convierte, para cada uno de nosotros, no en el prototipo de un poder y una grandeza obtenidos a cualquier precio, sino la presencia íntima de un Amor que viene a dar sentido, valor, belleza, vitalidad, dignidad y gracia a nuestra pequeñez y nuestra fragilidad.

La historia de Natividad trata de hacernos comprender que el Dios de Jesús es esta Bondad Creativa, esta Energía Original que pulsa en el corazón del cuerpo del Universo y en el corazón de cada ser humano, para abrirlo y sensibilizarlo a la belleza del Todo y el valor de cada una de sus partes. Por lo tanto, este Dios, Realidad Última, nos permite aceptar nuestras insatisfacciones, nuestras frustraciones y nuestros límites; reconciliarnos con nuestras fallas y nuestras culpas; consentir al carácter finito y efímero de nuestra existencia, como a una célula indispensable de un cuerpo divino; pero una célula que tiene para ella una declaración de amor, una certeza de plenitud y una promesa de eternidad.

En Navidad, este Dios de Jesús, Bondad creativa, Energía Originaria de amor, que pulsa el corazón del universo y el de cada humano, nos abre a la belleza del Todo y al valor de cada una de sus partes. Y así, este Dios nos permite dominar nuestras insatisfacciones y frustraciones: de reconciliarnos con nuestros defectos y faltas, de aceptar el carácter efímero de nuestra existencia, siendo, a pesar de todo una sorprendente y emocionante declaración de amor que incluye la certeza  de la realización y la promesa de la eternidad.

El niñito de Belén constituye entonces el símbolo más sorprendente, tanto de nuestra condición humana como de las condiciones que realizan y encarnan la presencia del divino en nuestro mundo: el amor que sale al encuentro de la miseria humana. Niños, sólo el amor que hemos recibido nos ha permitido vivir. Adultos, sólo el amor que demos, nos realizará, y salvará al mundo.

Si en los evangelios Jesús podía afirmar que todo niño es capaz de contemplar el rostro de Dios (Mt 18,1-5), es tan solo porque estaba convencido que la presencia de Dios no puede ser percibida más que en el rostro de todo hijo de hombre capaz de confiar en la bondad del mundo y de abandonar su finitud y su debilidad entre las manos de las fuerzas divino-humanas del amor.

Al tomar conciencia de este Amor Último, que se encarna en nuestra pequeñez para superar las carencias y curar las heridas de los hombres, es como cada cristiano puede recibir la revelación de lo divino y mirar con esperanza y ternura al humilde pesebre de Belén donde el cuento de Navidad ha depositado la presencia  de Dios en nuestro mundo.


Bruno Mori 
 (Montréal 7 diciembre 2017)
Traducción de Ernesto Baquer  



mercredi 29 novembre 2017

EL DIOS QUE HABITA EN EL HOMBRE Y EL HOMBRE QUE HABITA EN DIOS -Mt 25,21-46


(Fiesta de Cristo Rey)

Desde la noche de los tiempos, el hombre siempre estuvo intrigado por la presencia de energías misteriosas que constataba actuando siempre en el mundo que habitaba. Instintivamente el hombre primitivo atribuyó estas fuerzas a la acción de una Realidad Última a la que llamó Dios. Hemos imaginado a Dios con toda clase de formas y maneras. Por lo que hay tantas concepciones de Dios como civilizaciones, culturas, pueblos y religiones. La enorme diversidad de nuestras representaciones de Dios está en relación directa con nuestra imposibilidad de conocer algo de su naturaleza. Y compensamos nuestra radical e inevitable ignorancia con la abundancia y la repetición de nuestras fantasiosas descripciones de la divinidad. [i]

La Realidad Última escapará siempre de toda pretensión humana de definirla y comprenderla. Lo mismo su existencia nunca podrá ser afirmada con certeza por medio de una demostración o deducción lógica de nuestro espíritu. Jamás Dios podrá ser captado por nuestra inteligencia, sino solamente sentido y experimentado con nuestro corazón como una posibilidad deseada, como un suspiro de nuestro deseo, como un impulso de nuestra fascinación que quieren relacionar con una Entidad familiar y un rostro amable el misterioso conjunto de las energías que construyen por doquier la grandeza y la belleza del mundo.

Sin embargo, la lógica nos dice que, si hay Dios, sólo puede manifestarse en lo que es. En efecto, es absurdo pensar que algo pueda existir fuera o más allá de lo que existe. Por tanto, el hombre debe buscar en el Universo existente, los signos o las huellas de la acción de Dios que le hagan sospechar que algo del divino Misterio está actuando y está manifestándose en nuestro mundo.

Podemos afirmar entonces que la Realidad Última (Dios) adquiere visibilidad y consistencia en la realidad de lo que existe; que la divinidad, situada por las religiones allá arriba, en el más allá, en la trascendencia, en lo sobrenatural, de hecho sólo reside en el aquí abajo, en la inmanencia, en lo natural, lo material y lo cotidiano de nuestro mundo y nuestra existencia cotidiana. Nadie mejor que el teólogo vasco José Arregi ha ilustrado esta verdad: «Dios no interviene desde fuera cuando quiere. No se encarna una vez desde fuera, pues es la Carne del mundo, el Ser de cuanto es, el Corazón de cuanto late, el Verbo activo y pasivo de toda palabra, el Dinamismo de toda transformación, la Ternura de todo abrazo, el Tú de todo yo y el Yo de todo tú, la Unidad de toda diversidad y la Diversidad de toda unidad, la luz de toda mirada, la conciencia de toda mente, la Belleza y la Bondad que sostienen y mueven al universo en su infinito movimiento, en su infinita relación.» (Relat, 449)

De ahí que todo lo que podamos adivinar de Dios, sólo puede ser captado a través de los fenómenos del proceso evolutivo de este Universo físico que nos ha generado a todos. Entonces podemos afirmar en verdad que la presencia de la Realidad Última toma cuerpo en la materialidad de nuestro mundo y que sólo actúa y se manifiesta en sus elementos y en la complejidad de sus interferencias y relaciones. Si eso es así, podemos sacar una extraordinaria conclusión y afirmar que nuestro Universo es, en cierta manera, la manifestación concreta y visible o, si se prefiere, la materialización o la encarnación de Dios.

Mientras los humanos del paleolítico habían descubierto los signos de la presencia del Espíritu de Dios en los fenómenos naturales del mundo, la llegada de las religiones (en el neolítico) vació el mundo de la presencia de Dios, para ponerlo en otro lugar. Y desde entonces, Dios ya no está ni con nosotros, ni entre nosotros.

Y ha sido el movimiento cristiano, surgido de la predicación de Jesús de Nazaret, quien sacudió a la humanidad con la fuerza de su Soplo innovador, y despertó en los humanos hipnotizados y confundidos por sus creencias religiosas y quien, abriéndoles los ojos, los impulsó a recuperar el Dios cercano e inmanente que las religiones habían arrojado fuera de su mundo y de sus vidas.

En la historia de la humanidad, el cristianismo ha sido la única corriente de pensamiento capaz de liberarnos de las falsas concepciones antropomórficas, míticas y sobrenaturales de la divinidad, inventadas y propuestas por las religiones, para ofrecernos, por fin, un Dios encarnado en la materialidad de este mundo y, especialmente, en su realidad humana, tal como se presenta y realiza, de manera ejemplar, en la persona del Hombre de Nazaret.

Entonces, para el cristiano Jesús de Nazaret es, no sólo un modelo de humanidad plenamente realizado, sino también un ejemplo de cómo ha de ser estructurada y vivida, en la vida de una persona, su relación con Dios y el prójimo. Jesús nos muestra que, si deseamos entrever, encontrar y tocar algo de Dios, de su acción y de su espíritu en nuestra existencia, ya no debemos buscarlo en rituales, normas, prescripciones, observancias, leyes, obligaciones, oraciones, sacramentos y creencias propuestos por las religiones.

Jesús nos dice que, es más bien aquí, en nuestro planeta, en nuestra casa, en contacto con nuestros hermanos, el lugar donde podemos descubrir las huellas de la presencia del Misterio Último que impregna toda la creación. El único fin de la enseñanza del Profeta de Nazaret fue convencer á sus discípulos que, si Dios existe, sólo puede estar aquí, en este mundo que es el nuestro, en la naturaleza y en las criaturas que lo habitan, en el corazón de las personas, siendo el soplo, la energía, la savia, el alma, el amor que los hace vivir, que les asegura su perfeccionamiento, su desarrollo y su felicidad.

La característica principal y la novedad del Profeta de Nazaret consisten finalmente en el hecho de haber concebido y percibido a Dios esencialmente, como una Fuerza Amorosa que llena el Universo, un corazón divino que late en toda criatura y que está particularmente activo en el ser humano. A causa de su capacidad y su actitud de amar, el hombre posee una semejanza y una afinidad especial con Dios. Y, según el Nazareno, sólo desplegando totalmente su capacidad de amar, la persona realiza plenamente su naturaleza y alcanza la finalidad de su presencia en este mundo.

Percibir al hombre [ii] como el lugar privilegiado de la presencia en nuestro mundo de la Energía Amorosa Original, fue algo muy querida de Jesús, comprometido en cuerpo y alma en un proyecto de transformación y renovación de la sociedad de su tiempo, basado en relaciones humanas alineadas exclusivamente tras la comunión, la fraternidad y el amor (el «Reino de Dios»).

Jesús enseñó y reveló que ese Amor Original y Último, hemos de ser capaces de entreverlo en la red compleja de conexiones, dependencias, atracciones y relaciones que unen a los humanos entre sí y con todos los otros elementos del Universo. Porque sólo si nosotros nos sentimos parte integrante de ese sistema universal y global nacido del Amor Origen y atravesado por el Amor, estaremos en estado de comprender que nuestra plena realización humana sólo puede obtenerse por el amor que generemos y el amor que demos. Dar y recibir amor se convierte entonces, según el Nazareno, en la única forma de realizarnos como personas y de hacer vibrar el mundo de los hombres en armonía con la música divina que hace cantar todo el Universo.

Esta visión del hombre como portador y difusor “designado” del Amor de Dios en nuestro mundo, le daba a Jesús las razones y argumentos teológicos y espirituales necesarios para proporcionar impulso, dinamismo, determinación y firmes motivaciones interiores a todos los y las que, tras él, querían implicarse en la ardua tarea encaminada a realizar su sueño de renovación universal.

Entonces, para Jesús, el ser humano se convierte en el lugar privilegiado de la proximidad de Dios y del encuentro con Dios en nuestro mundo. Para Jesús, el Espíritu de Dios está presente en el hombre; y Dios actúa y ama en el hombre y a través del hombre. De suerte que no es posible tener una buena relación con Dios que no pase por una buena relación con el hombre, sea quien sea. Jesús llega incluso a afirmar que lo que se haga al hombre, debe considerarse como hecho a Dios. Para Jesús no es posible que alguien ofrezca su amor a Dios, si ese amor no se ha formado en el vientre de sus relaciones amorosas con los otros seres humanos (y no humanos). No existe en esta tierra amor a Dios en estado “puro”, es decir decantado y depurado de toda escoria o contacto humano. En esta tierra, el amor tiene siempre una coloración humana y lleva siempre consigo un fuerte aroma al hombre. “El que diga que ama a Dios, pero no despliega su capacidad de amor a favor del hombre, es un hipócrita y un mentiroso y Dios no está en él” (1 Jn. 4,20-21).

Al identificar la relación con Dios y la relación con el hombre, Jesús realizó la mayor revolución religiosa y espiritual de la humanidad. Humanizó a Dios. Puso a Dios en el hombre y no en la religión. Liberó a Dios del monopolio de la religión, de la prisión de lo sagrado, para colocarlo en lo profano, lo secular, el mundo natural, en la vida cotidiana de la gente, en el corazón de cada persona, en el amor que sentimos que damos y que recibimos. Descalificó la importancia de los medios que la religión propone para alcanzar a Dios. Transformó la búsqueda de Dios en la búsqueda del hombre y en la búsqueda de una mayor calidad humana de su existencia.

Sin embargo, Jesús no suprimió la religión en cuanto tal; sino que buscó hacer comprender a sus representantes oficiales que su tarea no es principalmente la de conducir a los fieles a amar a Dios, sino a amar a los humanos. Porque Dios no sabe qué hacer con un amor que no puede ser verdadero ni sincero y que, de todas formas, no necesita [iii], mientras existen infinidad de personas que sufren, que están en la miseria, que necesitan nuestra ayuda, nuestra compasión y nuestro amor, y con las que el mismo Dios se identifica: “Todo lo que le han hecho a los más pequeños de mis hermanos, a mí me lo han hecho” (Mt 25,40).

Para Jesús es en el servicio amoroso con sus hermanos como el hombre encuentra a Dios y alcanza la grandeza verdadera de su humanidad.

Por tanto, sólo hay soberanía o realeza posible para el hombre cristiano, en la superioridad y preeminencia de su amor.

Lo mismo  que para el Hombre de Nazaret.               

 Mori Bruno   (17 nov. 2017)
(Traducción  de Ernesto Baquer)



[i] Nunca encontramos en la Biblia especulaciones filosóficas sobre la naturaleza de Dios. Se puede decir que los autores bíblicos no se interesaron en la investigación sobre la esencia de Dios para comprender lo que es en sí Dios. Ellos tienen una actitud más "pragmática". Están más interesados en saber qué le sucede al mundo y al hombre cuando Dios entra en acción. Son precisamente estas actuaciones o "gestas" de Dios lo que la Biblia describe y nos transmite.
De ahí se deduce que lo que determina la buena relación del hombre bíblico con la divinidad, es su "justicia" es decir la "justa" correspondencia de sus acciones con la voluntad de Dios, quien actúa siempre, según los autores bíblicos, para mejorar la obrar de su creación y la suerte de su pueblo.
A diferencia del cristiano que, impulsado por la autoridad y la enseñanza coercitiva de la Iglesia, funda su buena relación con Dios sobre la fe en afirmaciones intelectuales abstractas contenidas en sistemas teológicos llamadas "dogmas", el hombre bíblico funda su buena relación con Dios en la bondad de sus actos.
Ciertamente, incluso en la Biblia es cuestión de "fe" y la literatura rabínica utiliza con frecuencia la expresión "hombre de fe". Sin embargo, en la Biblia, la fe no tiene ni la misma connotación cerebral ni el mismo contenido que el Magisterio Católico atribuye a esta palabra. La fe católica es la adhesión de la voluntad del cristiano a un conjunto de afirmaciones teológicas consideradas no sólo como absolutamente verdaderas sino como absolutamente necesarias para su propia salvación. La fe del hombre bíblico, al contrario, es una disposición o una actitud hecha de adoración, asombro y sobre todo "confianza" en la acción de Dios tal como se despliega y manifiesta en la historia de su pueblo, en su vida personal y en el mundo, y que el hombre de fe busca reproducir por intermedio de sus buenas obras.
[ii] Está claro que cada vez que en este texto se habla del hombre, se refiere también a la mujer.
[iii] Jesús había comprendido que Dios, siendo Misterio último y por tanto Realidad totalmente inaccesible e incomprensible para el hombre, jamás puede ser captado o amado por el hombre en sí, sino únicamente en las manifestaciones que su Energía, activa en las profundidades de los seres, se muestra en la superficie del mundo visible. Un poco como cuando miramos la mar en plena borrasca. No tenemos ninguna idea de la inmensidad de las fuerzas que habitan y recorren sus profundidades. Sin embargo, podemos adivinar su presencia por los resultados de sus acciones en la superficie del agua, cuando admiramos, con una mezcla de terror y de estupor, el poder, la belleza y la armonía fogosa de las corrientes que crispan y modulan la superficie del océano.




dimanche 26 novembre 2017

«Vigilen, porque no saben ni el día ni la hora…»


(Mt.25, 1-13 -  32º dom. ord. A -  2017)


La cercanía de Todos los Santos y la memoria de nuestros difuntos, nos puede hacer pensar que esta sentencia final de Jesús es una alusión a nuestra propia muerte. En efecto, cada quien, no conoce ni el día ni la hora. En un pasado no muy lejano, la religión cristiana estaba totalmente centrada en la muerte. Con un trasfondo de miedo: miedo a no conseguir su salvación, miedo al infierno, al juicio de Dios, juez severo.
Felizmente, nos hemos desembarazado de semejante imagen de Dios, aunque algunas veces vivamos todavía ese miedo lleno de culpabilidad y de temor de Dios, un Dios que viene a sorprendernos de improviso. Lo sabemos: el Evangelio es, en sentido estricto, una Buena Noticia y no un anuncio de desgracia, ni un mensaje de temor.

Es verdad que, en los evangelios, Jesús proclama con frecuencia la venida inminente del “Reino de Dios”. Una expresión, sin embargo, utilizada por él no para advertirnos de nuestra muerte inminente, sino para señalar la instauración de un nuevo mundo y una nueva sociedad en la tierra, regidos por los principios y las fuerzas del amor y la fraternidad. Para Jesús de Nazaret, la construcción de este mundo nuevo que cada ser humano de buena voluntad ha de tratar de construir y habitar, constituyó el gran sueño de su vida y por cuya realización murió.

En los evangelios, Jesús compara frecuentemente este Reino con una fiesta de bodas a la cual todo el mundo está invitado. Pero para participar en este mundo nuevo, hay que ver su necesidad. Hay que desearlo. Prepararse interiormente. Estar dispuesto a cambiar. , por lo tanto, estar atento y despierto para poder captar e interpretar los signos de su novedad, y de su necesitad. Hay que ser receptivo y estar despierto, para no dejar pasar en nuestra vida los llamamientos e invitaciones a renovarnos y convertirnos que el Espíritu de Dios, a través de la palabra de Jesús, hace resonar en nosotros y a nuestro alrededor.

Vigilar, significa entonces vivir en alerta y atención de cara a las personas y al mundo en que vivimos. Significa ser conscientes de sus bellezas y fealdades, de sus realizaciones e imperfecciones, de sus riquezas y sus pobrezas. Para ser capaces, tanto de maravillarnos, adorar, dar gracias, como de comprometernos para ayudar, reparar, cuidar y curar sus males y heridas.

Vigilar, es caminar hacia el futuro con confianza y esperanza, sin dejarnos invadir por el sopor de nuestra apatía, nuestra indiferencia, nuestras actitudes fatalistas que cultivan el desaliento y la resignación, que nos impulsan a abandonar, que desarman nuestros entusiasmos y nos confinan en la satisfacción confusa de una existencia chata, mediocre, sin ambiciones ni altura, sin soplo ni fin.

Vigilar, es creer en la bondad fundamental del corazón humano y en la sabiduría de su espíritu. Es pensar que el bien está más extendido que el mal y que las fuerzas de la fraternidad y del amor ganarán a las de la hostilidad y el odio. Es finalmente creer que siempre vale la pena comprometerse y luchar para mejorar el corazón del hombre y para construir un mundo más hermoso.

En un mundo bajo la influencia del egoísmo, la competencia, la rivalidad y la violencia, vigilar es preocuparse de hacer más lugar a la gratuidad del amor en nuestra vida, para que nuestro corazón se sensibilice al sufrimiento y la desgracia de los vivos y a las necesidades de nuestros hermanos.

Vigilar, entonces, nos remite a la urgencia del amor. Vigilar  hoy viene a ser para nosotros un grito de socorro, para que nos demos prisa, nos precipitemos a amar. Porque el éxito de nuestra existencia y la supervivencia de la humanidad dependen del amor que hayamos derramado a nuestro alrededor a lo largo de nuestro viaje por la existencia. Al final de nuestro itinerario seremos juzgados y evaluados sólo sobre el amor que tengamos en nuestro corazón y sobre el que hayamos entregado.

Vigilar es por tanto un llamado a amar en seguida, ahora, siempre. Nosotros siempre amamos o muy poco o muy tarde. No hay amor inútil, ni amor malgastado. El amor es siempre fuente de vida y de felicidad. Es la única riqueza que da peso, sentido y valor a todo y a todos. Porque en el amor tocamos y participamos en el misterio de la presencia de lo divino en nuestro mundo.

Vigilar, para nosotros, los cristianos es reconocer con lucidez y gratitud que estamos siempre en las manos y en el corazón de un Dios que nos ama y que no debemos tener miedo de la noche; y por tanto que podemos avanzar sin ansiedad en los caminos de nuestra difícil y penosa existencia, aunque tengamos la impresión de caminar en la noche, sin ver claramente adónde irá nuestra marcha.

Vigilar, no es llevar una vida de héroes o de santos, sin faltas ni adicciones; sino vivir una vida que busca continuamente consumirse y desplegarse sostenida por las actitudes de apertura, acogida, atención, cuidado, ternura y amor, para que las personas que crucemos en nuestro camino puedan entrever que, gracias a Jesús de Nazaret, algo nuevo y extraordinario está surgiendo en nuestro mundo.


Bruno Mori – 2017


(Traducción de Ernesto Baquer )

ESE AMOR QUE BUSCAMOS MERECER...- Mt. 22,1-14


(28° dom. ord. A  2017 )

Original: http://brunomori39.blogspot.com.ar/2017/10/cet-amour-que-lon-cherche-meriter.html.

            ¡Atrevida parábola la del rey (figura de Dios) que prepara un banquete para la boda de su hijo; y de los invitados que encuentran toda clase de pretextos para rehusar la invitación; y la extraña actitud de ese señor que entonces invita a cualquiera, para que se llene la sala del banquete! Si interpretamos ese texto en sentido literal, extrapolando el contexto histórico de su composición y las intenciones catequéticas del evangelista, la parábola tiene con qué hacernos pensar e incluso molestar.

Es que Jesús nos presenta aquí un Dios para quien el valor, las virtudes, las cualidades, los méritos, las realizaciones de las personas (representadas por los primeros invitados) no parecen tener importancia en su forma de considerarlos y tratarlos. Si parecen ser buenos y honrados ¡mejor! Si no ¡es igual! Buenos y malos, todos son invitados a la fiesta y todos se benefician de la misma atención y la misma generosidad.

Pienso que el relato tiene una doble finalidad. Por un lado, Jesús quiere hacernos comprender que Dios, su Dios, tiene una forma muy propia de tratar con los humanos y amarlos. Podríamos decir que, para Jesús, hay una manera “divina” de amar bastante diferente de la manera “humana” de amar. Y justamente esa manera “divina de amar” es lo que nos molesta y tenemos problemas para aceptar. Porque nos parece inconveniente, demasiado bonachona, no muy inteligente y sobre todo bastante injusta.

Por otro lado, Jesús nos exhortar a aceptar este tipo divino de amor y, posiblemente, a reproducirlo en nuestra vida, para que se opere en nuestra existencia la conversión de nuestra forma de comunicar y entrar en relación con las personas, y que nuestro amor por ellas tome, cada vez más, el color y las características del amor que está en Dios.

En pocas palabras, Jesús quiere hacernos conscientes no sólo de que el amor de Dios es siempre gratuito, desinteresado, altruista, mientras que el nuestro es siempre (o casi siempre), interesado, calculador y egoísta; sino también que nosotros, los humanos, con frecuencia nos rebelamos contra ese tipo de amor que está en Dios. Rechazamos la oferta de su amor, declinamos su invitación.

Jesús nos revela aquí que Dios quiere amarnos, pero que nosotros no nos dejamos amar, o más bien, que no aceptamos su manera de amar. Se diría que este tipo de amor divino, siempre gratuito, siempre ofrecido, siempre incondicional, nos da miedo, nos irrita y nos deja mal parados. Tenemos la sensación de que lastima nuestro ego, mortifica nuestro amor propio, ofende nuestro orgullo. ¡No queremos un amor gratuito! ¡Queremos pagar su precio! ¡Queremos comprarlo con nuestro proprio  capital! ¡Queremos merecerlo!

Nosotros queremos ser patrones y dueños incluso del amor que recibimos. Queremos que, si alguien se centra en nosotros al punto de amarnos, que esto sea a causa de algo atrayente e interesante que ha descubierto en nosotros y que le damos a cambio: nuestra belleza, cuerpo, valores, cualidades, virtudes, méritos, realizaciones, etc.

Esa actitud mercantil con frecuencia se remonta a nuestra infancia. Cuando éramos niños, nuestros padres nos enseñaron que debíamos conquistar y merecer su afecto. Si éramos niños buenos, obedientes, aplicados, estudiosos, teníamos derecho a su aprecio y su amor; si no, recibíamos a cambio gritos, reproches, castigos, alejamiento físico y emocional. Y así, desde pequeños, aprendimos que el amor es una conquista, que el amor debe ser merecido; que. para obtener amor, hay que dar algo a cambio y que el amor nunca se da y obtiene gratuitamente.

Al crecer, continuamos pensando lo mismo, y lo aplicamos a nuestras relaciones con Dios.  Y, cuando en los evangelios descubrimos que Dios ama a todos gratuitamente y sin condiciones previas; que ama tanto a los buenos como a los malos, a los obedientes como a los desobedientes, a los santos como a los pecadores, reaccionamos indignados: "¡Que no! ¡No es justo! ¡No acepto un Dios así! ¡No quiero sentarme a su mesa! No quiero un amor que no tenga en cuenta lo que valgo, lo que soy, y que parece burlarse de mis cualidades y mis méritos. Prefiero un amor que yo mismo he conquistado y merecido; un amor adquirido pagándolo de mi bolsillo, aunque sea a un precio elevado. Un amor gratuito no me interesa, porque me deprecia y desvaloriza, como todo lo que no cuesta nada".

Queremos que la causa y la razón del amor que recibimos esté en nosotros y no en la persona que nos ama. Queremos ser amados, no porque él o la que nos ama sea extraordinariamente amante, sino porque nosotros somos considerablemente atractivos y adorables.

 Esta manera tan humana de concebir el amor, se ha trasferido de lleno a la espiritualidad cristiana y a la enseñanza oficial de la Iglesia Católica la que, a lo largo de su historia, elaboró una compleja doctrina sobre la gracia santificante, las virtudes y los méritos que el creyente debe producir y poseer para poder aprovechar el amor de Dios.

Actuamos así porque sólo tenemos del amor la noción o la versión humana de este sentimiento que lo considera como un movimiento o fenómeno desencadenado por una causa, mientras que el amor en Dios no tiene causa, sino que es un estado de su Ser, o más bien, es la propia naturaleza de su Ser.

El evangelio de este día nos dice que debemos aprender a dejarnos amar, abandonando toda pretensión y voluntad de querer controlar las fuerzas del amor que están, por todas partes, a nuestro alrededor. En la medida que somos capaces de renunciar a hacer todo lo posible para “merecer” ser amados y dejar de lado toda necesidad de encontrar en nosotros las razones del amor; en la medida en que aceptemos ser imperfectos, débiles, limitados, vulnerables, en esta misma medida nos aproximaremos cada vez más a la verdad de nuestro ser. Y adquiriremos la simplicidad, la sinceridad, la inocencia y la transparencia de los niños. Por todo ello Jesús afirmaba que son principalmente los simples los pobres y los pequeños, los herederos privilegiados del amor de Dios.


Pero, es verdad que, del amor, con frecuencia, sólo conocemos sus débiles, defectuosas y superficiales manifestaciones humanas que confundimos con el amor sin más; cuando suelen ser las expresiones de nuestro egoísmo y la búsqueda de nuestra satisfacción y bienestar psicológico, sentimental o erótico.

Debemos admitir que las dinámicas del Amor sin más, se nos escapan totalmente. Porque el amor sin más está solamente en Dios y, principalmente, es un asunto de Dios y, en consecuencia, forma parte de su propio misterio. Nunca conseguiremos comprender plenamente su abisal y esencial gratuidad, que, a nuestros ojos humanos, disminuidos por nuestra extrema pequeñez, nos parece como una locura suplementaria del Dios de Jesucristo.

 Quizá podamos entrever un destello fugaz de ese misterio, cuando pensamos que si Dios es Amor y al mismo tiempo Valor único, absoluto y último, sólo puede ser y manifestarse como Amor totalmente incondicional, dado que ningún otro valor existe que pueda atraerlo o competir con él.
Creer que nuestros pequeños valores humanos, nuestras pequeñas virtudes, nuestros pequeños o grandes méritos sean capaces de desencadenar en Dios los impulsos de un amor que, de otra forma, no se nos daría, no tiene sentido. Dios nos ama, no porque nos encuentre amables, atrayentes, sino porque no puede hacer otra cosa que amar. Dios sólo puede invitar a todos a la fiesta de su amor; un amor necesariamente gratuito, como el Universo a través del cual se manifiesta.

Nosotros, los humanos, no somos capaces de imaginar, ni comprender, ni realizar esta cualidad divina del amor, porque nuestra manera de amar está siempre, de algún modo, manchada del egoísmo y la búsqueda de ventajas, placeres y gratificaciones. Pero ello no nos impide creer que la gratuidad divina del amor puede ser, en nuestra vida, un sueño y un ideal hacia el cual deberían tender todos los amantes.

Jesús de Nazaret nos asegura que, si la gratuidad del amor en los humanos es rara y difícil, no es imposible. Y sucede, a veces, que esta cualidad de amor que está en el corazón de Dios, aparezca, por gracia o por milagro, de repente y brevemente en el corazón del hombre.

En la vida de un individuo puede suceder que caiga de repente enamorado de otra persona; un flechazo sin preaviso, sin saber de dónde viene y cómo fue posible. A veces sucede que el amor se te ofrece de repente como un don inesperado, sin que uno haya hecho nada voluntariamente por suscitarlo o motivarlo. Ocurre que el amor te sobreviene sin ningún "mérito" de tu parte; como una actitud, un gesto, un impulso totalmente gratuito; como un regalo magnífico y conmovedor, que un hermoso día de tu vida te lo encuentras allí, para ti, en el corazón de tu casa, cuando tú pensabas que nadie conocía tu dirección.

Por lo tanto, a veces sucede que esas muestras de amor divino penetran desde el cielo para venir a sembrar sus virtualidades en el amor de los hombres. A veces sucede que, en nuestra vida, asistamos a raras y fugaces manifestaciones de amor tal cual existen en su Fuente divina. Como en el amor de una madre por su hijo; como en el caso de algunas existencias exclusivamente entregadas a aliviar la miseria y el sufrimiento de otros; en la cualidad de algunos encuentros y de ciertas fusiones amorosas… En esos casos nos enfrentamos a un fenómeno amoroso que tiene algo de divino.

Hay realmente actitudes y comportamientos amorosos en los que debemos reconocer que algo del amor divino viene a iluminar el cielo de nuestras existencias calculadoras, orgullosas y egoístas.

Es como si chispas del mundo de Dios surgieran milagrosamente en el mundo de los hombres, para anunciarles que algo de la pura gratuidad divina puede introducirse también en nuestros amores humanos y que es posible al hombre también amar a la manera de Dios.

De eso, ¡Jesús de Nazaret, estaba convencido!

Bruno Mori  2017


(Traducción de Ernesto Baquer )