vendredi 12 novembre 2021

 

El maestro que se volvió alumno

(31 dom. ord. B - 2021 – Mc 12,28-34)

A los escribas judíos del tempo de Jesús los llamaban doctores de la Ley, rabinos o maestros, porque eran los especialistas de las sagradas escrituras /el Torah o la Biblia): por ello gozaban de un prestigio incuestionado en la sociedad judía de la época. La causa de este ascenso social de los escribas se debía al declinar de la monarquía, el exilio, la destrucción del templo de Jerusalén por Nabucodonosor II (en el 586 aC) y la consiguiente decadencia del sacerdocio. Elementos todos que acabaron concentrando la religiosidad judía en el conocimiento y la práctica de la Torah o de la Ley de Dios contenido en las Sagradas Escrituras (sobre todo en el Pentateuco). Entonces la Torah se convirtió en la única guía espiritual del pueblo judío, y los que eran capaces de leerla, interpretarla y aplicarla adquirieron un gran poder.

     Era inevitable que el espíritu libre, abierto, innovador, crítico y contestatario de Jesús, combinado con la percepción totalmente diferente que tenía de Dios, de la función de la Ley, de la salvación y de la felicidad humana, se manifestaran con una oposición abierta a la mentalidad y las convicciones anticuadas de los doctores de la Ley. Unánimemente los evangelistas atribuyen a Jesús un comportamiento desconfiado, crítico e incluso agresivo hacia los escribas y los fariseos a los que Jesús encontraba exageradamente integristas, fundamentalistas, cerrados y, con frecuencia hipócritas y vanidosos.

     Entonces se comprenderán las críticas que, por su parte, los escribas dirigieran a ese falso “maestro”, improvisado y sin estudios, que, frente a la Ley, se permitiera tomar y desechar, y se atrevía a interpretarla a su manera y según parámetros no muy ortodoxos y totalmente diferentes a los suyos.

     Sorprendentemente en este pasaje evangélico el encuentro del escriba con Jesús se desarrolla en una atmósfera de simpatía, admiración mutua, deseo de aprender del otro, de esperanza, por parte del escriba, de percibir mejor el misterio de Jesús que lo intriga, y que ya, admira inconscientemente. Es que, si este escriba se acerca a interrogar a Jesús, es porque había sido tocado por la pertinencia y la agudeza de sus argumentos y respuestas que Jesús había tenido antes con los saduceos en torno a la resurrección de los muertos. Este doctor en ciencias bíblicas quiere saber de dónde este campesino, sin estudios ni diplomas, sacó sus conocimientos bíblicos y su asombrosa sabiduría.

Así pues, se acerca a Jesús como un profesor a un alumno, con la intención de hacerle una especie de examen, para probar la calidad de sus conocimientos. Está determinado a percibir a cualquier precio el misterio de este hombre, incluso recurriendo a la astucia o a la estratagema, si es necesario, para conseguir la información que busca. En efecto, plantea a su alumno una sola y única cuestión: pero se trata de una cuestión que trae cola, una cuestión trampa, una especie de enigma al que hasta entonces nadie había sido capaz de responder, pero de cuya respuesta acertada dependía, para el escriba, todo el sentido de su propia existencia. Al mismo tiempo, la respuesta debería revelar, más allá de toda duda, la autenticidad y la calidad del saber de Jesús y le habría permitido entrever la Fuente de la que ese predicador ambulante extraía el éxito de su predicación y su sorprendente sabiduría.

 Esta es la cuestión que el escriba, sin ningún preámbulo, le dirige a Jesús: ”Cual es el primero de todos los mandamientos?”. En época de Jesús, no había acuerdo entre los especialistas de la Biblia sobre el asunto, de suerte que nadie sabía o podía afirmar con certeza cuál era el primero y más importante mandamiento dado por Dios a los hombres, ni cuantos mandamientos divinos contenía la Biblia, porque en realidad, había una infinidad (leyes, órdenes, directivas, prescripciones, normas rituales, prohibiciones, vetos, etc.) de forma que ningún especialista de la Torah había conseguido nunca hacer una lista exhaustiva y completa. Además, estos mandamientos, al venir todos de Dios, y siendo por ello igualmente importantes, metían a los biblistas en un grave dilema al intentar establecer entre ellos un orden jerárquico de primacía e importancia.

 Dicho esto, podemos comprender fácilmente la conmoción interior y el incontrolable sentimiento de admiración y veneración que surge del corazón de ese escriba, cuando Jesús, sin ninguna duda y con la seguridad y simplicidad del que sabe y siempre ha sabido, no sólo le revela cual es el primer mandamiento, sino le señala también que el primer mandamiento posee otra faz gemela e idéntica sin la que no puede existir. El escriba, ante la rapidez, la visión y la justeza de la respuesta de Jesús, debe reconocer que el verdadero Maestro, aquí, no es el, sino ese bohemio extraordinario lleno del espíritu y la sabiduría de Dios. Entonces, queriendo cumplimentar a Jesús por lo apropiado de su respuesta, vemos al doctor de la Ley descender de su altura y abandonar toda suficiencia y dirigirse a Jesús como su maestro: “¡Muy bien, ¡Maestro, has hablado bien, has dicho la verdad, tienes razón!”. Frente a Jesús, el escriba asume el lugar del alumno y del discípulo subyugado y deslumbrado por la luz de ese Maestro.

     Y Jesús, con su autoridad de Maestro, cumplimenta a su vez al escriba por la fineza de sus sentimientos y la buena calidad de sus disposiciones. Le anunciará que, en su escuela, aprenderá como realizar plenamente su vida y como implicarse en la llegada de un mundo nuevo”. Porque, le dice, tú posees todas las calificaciones y las actitudes necesarias para ello, tú eres un buen elemento, de suerte ¡que no estás lejos del reino de Dios!”

    Y aquí el Maestro se pronunció. El alumno ha sido evaluado. Ha aprobado el examen. El Alumno ha sido aceptado. Sin embargo, ¡los roles sean invertido!

 Bruno Mori - 26 octubre 2021

 Traducción de Ernesto Baquer

 

 

EL HOMBRE QUE LE TENÍA MIEDO A La oscuridad.

 

 (30 dom. ord. B – Mc 10, 45-52)

En casi todas las grandes religiones del mundo, el despertar del ser humano a la plena conciencia de sí, a percibir su profundidad y sentido, a la finalidad que dar a su existencia con el fin de llegar a una satisfactoria realización de sí mismo y a una serena aceptación de su presencia en este mundo, siempre se califica como iluminación. Un término que quiere indicar el pasaje del espíritu de la persona desde un estado de oscuridad, ignorancia, confusión caótica en la propia percepción de sí mismo y de la Realidad que lo rodea. a un estado de fulgor luminoso que lo ilumina todo.

En la Biblia, el relato mítico  de la creación del mundo narra que el  primero gesto creador de Dios  es  sacar al mundo de las tinieblas y del caos original para hacer un cosmos maravilloso y ordenado.

Igualmente, cuando en el NT, el evangelista Juan, al comienzo de su evangelio, quiere describir el origen del movimiento cristiano y explicar la naturaleza y el sentido de la presencia de Jesús en nuestro mundo y en la vida de sus discípulos, lo presentará como la venida y el ofrecimiento de una luz que viene a expulsar las tinieblas del mal que se habían instalado y colonizado desde siempre, el corazón del hombre. Al mismo tiempo Juan presentará la llegada de esta luz como un drama, ya que muchos no la acogieron y prefirieron sus tinieblas a su luz.

Sin embargo los humanos son fundamentalmente seres que, como habitantes de la noche, se sienten irresistiblemente atraídos por la luz del sentido y del conocimiento. Alcanzar la iluminación, ha sido siempre el sueño y el fin de toda búsqueda humana de realización y felicidad, así como la promesa de las religiones a sus fieles.

Y el cristianismo no es una excepción. Los autores cristianos de la segunda mitad del primer siglo que redactaron los evangelios, presentan a Jesús como un ser de luz venido a este mundo para iluminarlo con sus valores y su sabiduría. Así, Jesús se muestra con frecuencia a los suyos como un hombre luminoso y transfigurado por el resplandor que emana de su alma y de la calidad fascinante de su persona y de su espíritu, apasionado por Dios y por la felicidad de sus hermanos.

En los Evangelios también se define a los discípulos de Jesús como hijos de la luz, y se considera el bautismo, que hace oficial su adhesión al movimiento de Jesús, como un rito de iluminación que los hace pasar definitivamente del pecado a la gracia, del egoísmo al amor desinteresado, de las tinieblas a la luz, en un mundo donde deben resplandecer como lámparas siempre encendidas.

Si este pasaje de las tinieblas a la luz es importante para todos los humanos, se hace esencial para cada cristiano que se compromete, siguiendo la petición y el ejemplo de su Maestro, a ser, a su vez en el mundo, una fuente de luz para todos.

De suerte que, en el relato del evangelio de hoy, se comprende el frenesí, el entusiasmo y, al mismo tiempo, el sentimiento de urgencia y el grito de ayuda con que el ciego, inmóvil al borde del camino, busca y pide ser liberado de la ceguera y la oscuridad que siempre hicieron miserable y angustiosa su existencia. Este ciego aquí es la imagen y el prototipo de todos los cristianos y todos los que la ceguera interior les impide marchar sobre el camino de su realización humana, religiosa y espiritual, condenándolos a una vida banal e insignificante.

Los gestos exasperados, exagerados, casi violentos del comportamiento del ciego Bartimeo (no se levanta, sino que salta en el aire; no toma su manto, lo lanza lejos; no habla, grita; no camina hacia Jesús, corre) manifiestan su exaltación ante la presencia de la fuente (Jesús) de su posible iluminación, pero también su ansiedad, su miedo a arruinar su posibilidad de ver y la intensidad de su deseo de salir, de una buena vez, de ese infierno de tinieblas y sin sentido en que había precipitado y extraviado su existencia.

El ciego, frenado e inmovilizado en la ruta de su existencia por la imposibilidad de ver su verdadero camino, reconoce en Jesús el hombre-milagro capaz de iluminarlo y de abrirle los ojos. Por su parte, Jesús detiene expresamente su viaje para acoger y atender a ese hombre sediento de luz. Jesús lo hará para permitirle comprender y realizar como puede ser diferente, más bella, más exitosa, más fecunda, más luminosa y más feliz su vida si, en adelante, con los ojos repletos de lágrimas y de luz, está dispuesto a seguirlo en su “Camino”. Bartimeo lo hará. Y seguro que nunca se arrepintió.

¿Y qué hay de nosotros, los ciegos y enceguecidos del siglo XXI? ¿Seremos capaces, como Bartimeo, de gritarle a Jesús nuestra desgracia, causada por todas nuestras cegueras y capaces de correr hacia él para que ilumine nuestra triste y sombría existencia con la luz de su espíritu y para que la caliente con el calor de su amor?

 

 Bruno Mori,                                                                          octubre 2021   

Traduciòn de Ernesto Baquer 

 

EL PODER DE LA AUTORIDAD

 (29 dom. ord. B  -  Mc 10,35-45)

 

 Jesús desde siempre condenó categóricamente el poder, pero nunca la autoridad que el mismo poseía en grado extraordinario, al punto que los que veían la seguridad con que hablaba y enseñaba se preguntaban, maravillados, de dónde le venía semejante autoridad.

 Mientras el poder se manifiesta como la capacidad de imponer desde el exterior su voluntad a otros individuos recurriendo a la coacción moral, psicológica o física, la autoridad se manifiesta como la capacidad de imponerse a los otros desde el interior, no utilizando la presión, sino la persuasión y la convicción.

 Y así, utiliza su poder el padre, para que su hijo le obedezca, con la amenaza, la violencia verbal, el castigo corporal; el macho estúpido  que recurre a la violación y a los golpes para mostrar su superioridad sobre la mujer; el joven lujurioso que, para acostarse rápido con su amiguita, amenaza con abandonarla; el abusador, en la escuela, que aterroriza y reclama un pago a sus compañeros más débiles para conseguir dinero o algún objeto; las autoridades religiosas cuando buscan imponer la aceptación de sus dogmas y doctrinas con la inquisición, torturas, verdugos, excomuniones, la amenaza de la condenación eterna en las llamas del infierno; o las naciones que buscan dominar a otros países mediante el despliegue de su poder y la sofisticación de su arsenal militar.

 Ese tipo de poder es por supuesto la forma más fácil de dominar y resolver los problemas. Pero es también la forma más primitiva y estúpida, y la menos humana y civilizada que existe de gobernar. Cualquier tonto, con una metralleta en las manos, es capaz de sentirse poderoso y de creer que tiene el poder. Por ello, los hombres que tienen sólo ese poder y que buscan imponerse por la fuerza bruta del poder, acaban inevitablemente para convertirse en innobles y funestas figuras de criminales que deshonran la historia de la humanidad.

 Ya en 1887, el católico Lord Acton, en una carta a su Arzobispo, le informaba que el poder tiende siempre a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente. Los grandes hombres son casi siempre hombres personas malvadas [i]. Cuatro siglos antes de Cristo, el gran dramaturgo Sófocles afirmaba que sólo podemos conocer la verdadera naturaleza y el verdadero carácter de un individuo observando cómo gestiona el poder.

 Con razón, en el evangelio de hoy, Jesús pone en guardia a sus discípulos sobre la tentación y las trampas del poder. Sin embargo, si bien prohíbe a sus discípulos la utilización de este tipo de poder, les desea vivamente adquirir la autoridad. Jesús había comprendido que el poder, con sus componentes de violencia y brutalidad, es siempre el resultado de la ignorancia, el fanatismo y la idiotez del hombre. Había comprendido también que los individuos y las instituciones que recurren al poder totalmente exterior de la coacción o la fuerza físicas, habitualmente son aquellos y aquellas que hacen retroceder la humanización de nuestro mundo.

 Jesús busca, entonces, hacernos comprender que el único verdadero poder que pone a la gente a nuestros pies, no por obligación o miedo, sino impulsados por la admiración, la alegría, la confianza y el amor, es el poder interior nacido de la autoridad, es decir, de la calidad de la persona. Así el enfermo estará feliz de someterse y confiar su vida a un buen médico o un buen cirujano. Estos especialistas de la salud no necesitan recurrir a la fuerza o la imposición para tener poder sobre sus pacientes. La autoridad que tienen por sus cualidades humanas, sus conocimientos y sus competencias profesionales es ampliamente suficientes para que los pacientes los sigan con alegría, disposición y gratitud sus directivas y órdenes.

 En el evangelio de hoy, Jesús tiene razón al ponernos en guardia contra los peligros del poder. Ha comprendido que el poder que viene de la imposición forzosa, es el producto nefasto de una insatisfacción, un vacío y un mal interior de la persona que busca, por este fácil medio, valorarse. Mientras que el poder que viene de la autoridad está constituido siempre por una corriente benéfica y saludable en la que las personas se sumergen con alegría y voluntariamente se dejan guiar.

 Por eso, no es de extrañar que Jesús se preocupe de indicar a sus discípulos con que actitudes encontrarán eficacia y verdadera grandeza. “El que quiera ser grande, que se haga servidor. El que quiera ser primero que sea el esclavo de todos”.

             Vean amigos, los parámetros de conducta con los que, en cuanto cristianos, deberíamos construir todas nuestras relaciones humanas. Pidámosle hoy al Señor que nos ayude a ello.

 

 

 Bruno Mori  -  Octubre 2021

 

 

 

[I] "Power tends to corrupt and absolute power corrupts absolutely. great men are almost always bad men, even when they exercise influence and not authority:…. there is no worse heresy than that the office sanctifies the holder of it…",

(Lord Acton, John Emerich Edward Dalberg,  letter to archbishop Mandell Creighton, april. 5, 1887)