(2° dom. cuaresma, C - Lc. 9, 28-36)
Indudablemente,
ya que la Cuaresma es un tiempo de cambio y transformación interior y
espiritual propuesto a todos los cristianos, la liturgia católica, al principio
de la Cuaresma, presenta a nuestra reflexión el episodio evangélico de la
“transfiguración” del Señor. Con ello trata de decirnos que es posible, a pesar
de todo, convertirnos en seres humanos más bellos, luminosos, transparentes,
atrayentes y capaces de suscitar (en los que nos rodean) admiración, éxtasis,
arrebatos de amor, sensaciones de felicidad y plenitud.
Los
evangelistas que relatan el episodio de la transfiguración probablemente
elaboraron este relato a partir de los recuerdos de los primeros discípulos
que, por un lado, fueron testigos directos del trabajo cumplido por el Espíritu
de Dios en la persona de Jesús y por otro, en el contacto con su Maestro,
experimentaron una total transformación de su existencia. En este sentido, los
evangelios unánimemente relatan el hecho de un Jesús que con frecuencia
desaparece súbitamente durante noches enteras y que lo encuentran al siguiente
día en oración en lugares apartados y solitarios, transfigurado por las horas
de intimidad con Dios, su Padre.
Esta
extraordinaria capacidad de Jesús para sentir la Presencia de Dios, vivir y
acurrucarse en ella; su actitud orante y contemplativa, su necesidad de recarga
interior en contacto con el Espíritu de Dios, impresionaron a tal punto a los
discípulos que suscitó en ellos, nos dicen los evangelios, un intenso deseo de
ser como él, de hacer como él, para ser, también ellos, transformados por esta
inmersión amorosa en las profundidades revitalizadoras del misterio de su Dios.
De ahí la petición osada y delirante de su deseo y su fascinación: “¡Señor,
enséñanos a orar, como tú!... ¡Señor, estamos tan bien contigo!... ¡No queremos
marchar de aquí!... ¡Hagamos tres tiendas!...”
Jesús no solo aparece transfigurado en la montaña del
Tabor. Jesús es el hombre que ha vivido toda su vida como ser transfigurado. El
episodio de la Transfiguración relatado por los evangelios es sólo la
consagración oficial o la celebración solemne de su estado de ser humano
transparente a la presencia del espíritu que ha forjado en él la calidad de su
humanidad y la ha llevado a su perfecta realización. De suerte que podemos
afirmar que el Hombre de Nazaret es uno de los mejores logros del movimiento
evolutivo de lo humano, y que en él el proceso de “humanización” de la especie
“homo sapiens” en marcha en nuestro planeta desde hace cientos de miles de
años, alcanzó una de sus mejores realizaciones.
El fin de la evolución humana en nuestro planeta es, en
efecto, el de conducir al humano a controlar progresivamente su dependencia
física, psicológica e instintiva de su “materialidad animal”, y a desarrollar
su inteligencia, su racionalidad y sobre todo su sensibilidad, con el fin de
dar más lugar a esas facultades típicamente amorosas y humanas en el diseño de
su vida. Con el fin de “espiritualizarlo” siempre más. Porque, finalmente la
“espiritualización” o la “espiritualidad” de lo humano, que es tener conciencia
del “espíritu” que lo habita, es quien mide el estado evolutivo de su
naturaleza y quien le da resplandor, belleza, atractivo, pero sobre todo
calidad y “profundidad” a su humanidad. Es esta profundidad la que hace de lo
humano una “persona espiritual” por estar armoniosamente construida en la
totalidad de su ser en las armónicas del amor recibido y dado.
Es un hecho que, desde al menos trescientos mil años, en
la especie “homo sapiens” u “hombre moderno”, la evolución morfológica-bio-somática
y la evolución psico-intelectual-espiritual no ha tenido ni los mismos ritmos
ni las mismas etapas. Mientras la evolución bio-somática se ha cumplido más o
menos igual en todos los individuos de la especie, la evolución
psico-intelectual-espiritual, al contrario, no ha tenido ni la misma
uniformidad ni el mismo resultado.
Su consecuencia es que los humanos, en el ascenso de su
recorrido evolutivo, todavía hoy, están en diferentes niveles de humanización.
Lo que obliga a reconocer y afirmar, aunque algunos se ofendan, que hay humanos
que son más humanos que otros y viceversa.
La prueba indudable nos la proporciona el hecho de que
estamos rodeados de una multitud de personas magníficas, plenas de sabiduría,
gracia, sensibilidad, bondad, amor y humanidad; pero que vivimos también en un
mundo repleto de individuos lúgubres e
innobles, que no parecen poseer ninguna humanidad (inhumanos). Con frecuencia,
cada uno nos vemos enfrentados a acontecimientos y situaciones que rebosan
barbarie, brutalidad, violencia, crueldad, maldad e injusticia tan indignantes
y arbitrarias; enfrentados a actitudes y comportamientos tan demenciales e
irresponsables (atentados, recursos de locura para los armamentos y la
producción de bombas atómicas, aprobados por hombres poderosos y responsables
políticos, saqueo y polución del planeta, construcción de muros y barreras para
encerrarse, separar y dividir a los pueblos, etc.), que podemos preguntarnos
sobre la salud mental o el éxito evolutivo de sus autores. Entonces, la única forma
racional que tenemos de explicar la posibilidad y la existencia de tales
horrores y tal locura, es suponer que los responsables son homínidos que, por
misteriosas razones, permanecen bloqueados en estadios muy primitivos,
bestiales, irresponsables e irracionales en su movimiento evolutivo hacia la
humanización.
Contamos con la sabiduría humana adquirida a lo largo del
proceso evolutivo de nuestra especie para que nos enseñe que los “homo sapiens”
sólo podemos humanizarnos de verdad si nos convertimos en individuo
“spiritual”, es decir sensible y abierto a los valores y las obras del Espíritu
que nos hacen evolucionar “transfigurándonos”. A su vez, contamos con la
sabiduría que nos viene del contacto frecuente con el Evangelio, para
revelarnos que el Espíritu es exclusivamente un Soplo “divino” y una Energía
“amorosa” que nos llega de las profundidades del Misterio de Dios.
En los evangelios el término “transfiguración” está
utilizado para ilustrar ese movimiento que debe “espiritualizarnos”, dando
calidad, profundidad a nuestra humanidad. Porque es nuestra “espiritualidad” la
que transfigura nuestra persona a los ojos de los que nos rodean, ya que les
manifiesta las riquezas de nuestro espíritu, les refleja la belleza de nuestra
alma y la bondad de nuestro corazón.
Entonces podemos considerar la “transfiguración” como el
final y el logro del camino evolutivo de lo humano que, en un estado avanzado
de su evolución, se muestra a los ojos de los que la miran, en todo el
esplendor el atractivo y la belleza de su transformación, engalanada de una
humanidad magníficamente congregada bajo los impulsos y las fuerzas del Amor.
De tal manera que la calidad del ser humano, así como la
atención, el encanto y el atractivo que suscita en los demás, no están
producidos principalmente por su inteligencia, saber, competencias, poder,
eficacia (porque hoy robots y ordenadores pueden hacer otro tanto y mejor),
sino por su capacidad de amar, cuidar, generar esperanza y confianza y
distribuir alegría y felicidad a su alrededor. Esta capacidad sitúa a la
persona en la perfección de su humanidad y la “transfigura” a los ojos de los
que la rodean.
La “transfiguración” es pues ante todo un fenómeno psicológico e interior
que sucede principalmente en los ojos del corazón del observador, quien tocado,
emocionado, maravillado e interiormente requerido y afinado por la
extraordinaria calidad de la persona que tiene ante él, es capaz de ver “más
allá” (“trans”) de su “figura” humana, las maravillas realizadas en ella por el
trabajo del Espíritu. Es lo que les sucedió a los tres discípulos en el monte
“Tabor”. Y lo que nos sucede a cada uno cuando se entusiasma con una persona
que supo conquistar nuestro corazón y fascinar nuestro espíritu.
Es que, el término “transfiguración” indica en los evangelios,
la manera como los discípulos percibieron al Hombre de Nazaret y el género de
visiones que abrió a los ojos de su espíritu, así como el torbellino de
sentimientos, sensaciones, reacciones y actitudes suscitadas a los ojos del
corazón y la fascinación de su amor.
En ese hombre, ellos vieron la realización de lo que
habrían querido siempre ser, y la imagen del hombre renovado y “transfigurado”
en que podrían convertirse, siguiendo los pasos de su Maestro: humanos repletos
del espíritu de Dios, humanos que hablan con Dios, humanos completamente
realizados y transformados por estar en consonancia con el Espíritu de amor que
los habita. Como Jesús.
El logro evolutivo del hombre de Nazaret que produjo la
extraordinaria calidad humana de su persona y que hizo de él el hombre luminoso
y “transfigurado” tal como apareció a los ojos de sus contemporáneos, es y
sigue siendo, al menos para los cristianos, baremo y modelo de todo éxito
evolutivo y de toda verdadera humanización.
Nosotros, los cristianos, creemos que comprometernos en
el seguimiento de Jesús de Nazaret, puede ser una de las mejores formas de
alcanzar más rápidamente una calidad de humanización que nos transfigure a los
ojos sorprendidos y maravillados de nuestros contemporáneos.
Bruno Mori – 15 marzo 2019
Traducción de Ernesto Baquer