mercredi 27 mars 2019

HUMANIZARSE PARA TRANSFIGURARSE


(2° dom. cuaresma, C - Lc. 9, 28-36)



Indudablemente, ya que la Cuaresma es un tiempo de cambio y transformación interior y espiritual propuesto a todos los cristianos, la liturgia católica, al principio de la Cuaresma, presenta a nuestra reflexión el episodio evangélico de la “transfiguración” del Señor. Con ello trata de decirnos que es posible, a pesar de todo, convertirnos en seres humanos más bellos, luminosos, transparentes, atrayentes y capaces de suscitar (en los que nos rodean) admiración, éxtasis, arrebatos de amor, sensaciones de felicidad y plenitud.
Los evangelistas que relatan el episodio de la transfiguración probablemente elaboraron este relato a partir de los recuerdos de los primeros discípulos que, por un lado, fueron testigos directos del trabajo cumplido por el Espíritu de Dios en la persona de Jesús y por otro, en el contacto con su Maestro, experimentaron una total transformación de su existencia. En este sentido, los evangelios unánimemente relatan el hecho de un Jesús que con frecuencia desaparece súbitamente durante noches enteras y que lo encuentran al siguiente día en oración en lugares apartados y solitarios, transfigurado por las horas de intimidad con Dios, su Padre.
Esta extraordinaria capacidad de Jesús para sentir la Presencia de Dios, vivir y acurrucarse en ella; su actitud orante y contemplativa, su necesidad de recarga interior en contacto con el Espíritu de Dios, impresionaron a tal punto a los discípulos que suscitó en ellos, nos dicen los evangelios, un intenso deseo de ser como él, de hacer como él, para ser, también ellos, transformados por esta inmersión amorosa en las profundidades revitalizadoras del misterio de su Dios. De ahí la petición osada y delirante de su deseo y su fascinación: “¡Señor, enséñanos a orar, como tú!... ¡Señor, estamos tan bien contigo!... ¡No queremos marchar de aquí!... ¡Hagamos tres tiendas!...”
Jesús no solo aparece transfigurado en la montaña del Tabor. Jesús es el hombre que ha vivido toda su vida como ser transfigurado. El episodio de la Transfiguración relatado por los evangelios es sólo la consagración oficial o la celebración solemne de su estado de ser humano transparente a la presencia del espíritu que ha forjado en él la calidad de su humanidad y la ha llevado a su perfecta realización. De suerte que podemos afirmar que el Hombre de Nazaret es uno de los mejores logros del movimiento evolutivo de lo humano, y que en él el proceso de “humanización” de la especie “homo sapiens” en marcha en nuestro planeta desde hace cientos de miles de años, alcanzó una de sus mejores realizaciones.
El fin de la evolución humana en nuestro planeta es, en efecto, el de conducir al humano a controlar progresivamente su dependencia física, psicológica e instintiva de su “materialidad animal”, y a desarrollar su inteligencia, su racionalidad y sobre todo su sensibilidad, con el fin de dar más lugar a esas facultades típicamente amorosas y humanas en el diseño de su vida. Con el fin de “espiritualizarlo” siempre más. Porque, finalmente la “espiritualización” o la “espiritualidad” de lo humano, que es tener conciencia del “espíritu” que lo habita, es quien mide el estado evolutivo de su naturaleza y quien le da resplandor, belleza, atractivo, pero sobre todo calidad y “profundidad” a su humanidad. Es esta profundidad la que hace de lo humano una “persona espiritual” por estar armoniosamente construida en la totalidad de su ser en las armónicas del amor recibido y dado.
Es un hecho que, desde al menos trescientos mil años, en la especie “homo sapiens” u “hombre moderno”, la evolución morfológica-bio-somática y la evolución psico-intelectual-espiritual no ha tenido ni los mismos ritmos ni las mismas etapas. Mientras la evolución bio-somática se ha cumplido más o menos igual en todos los individuos de la especie, la evolución psico-intelectual-espiritual, al contrario, no ha tenido ni la misma uniformidad ni el mismo resultado.
Su consecuencia es que los humanos, en el ascenso de su recorrido evolutivo, todavía hoy, están en diferentes niveles de humanización. Lo que obliga a reconocer y afirmar, aunque algunos se ofendan, que hay humanos que son más humanos que otros y viceversa.
La prueba indudable nos la proporciona el hecho de que estamos rodeados de una multitud de personas magníficas, plenas de sabiduría, gracia, sensibilidad, bondad, amor y humanidad; pero que vivimos también en un mundo  repleto de individuos lúgubres e innobles, que no parecen poseer ninguna humanidad (inhumanos). Con frecuencia, cada uno nos vemos enfrentados a acontecimientos y situaciones que rebosan barbarie, brutalidad, violencia, crueldad, maldad e injusticia tan indignantes y arbitrarias; enfrentados a actitudes y comportamientos tan demenciales e irresponsables (atentados, recursos de locura para los armamentos y la producción de bombas atómicas, aprobados por hombres poderosos y responsables políticos, saqueo y polución del planeta, construcción de muros y barreras para encerrarse, separar y dividir a los pueblos, etc.), que podemos preguntarnos sobre la salud mental o el éxito evolutivo de sus autores. Entonces, la única forma racional que tenemos de explicar la posibilidad y la existencia de tales horrores y tal locura, es suponer que los responsables son homínidos que, por misteriosas razones, permanecen bloqueados en estadios muy primitivos, bestiales, irresponsables e irracionales en su movimiento evolutivo hacia la humanización.
Contamos con la sabiduría humana adquirida a lo largo del proceso evolutivo de nuestra especie para que nos enseñe que los “homo sapiens” sólo podemos humanizarnos de verdad si nos convertimos en individuo “spiritual”, es decir sensible y abierto a los valores y las obras del Espíritu que nos hacen evolucionar “transfigurándonos”. A su vez, contamos con la sabiduría que nos viene del contacto frecuente con el Evangelio, para revelarnos que el Espíritu es exclusivamente un Soplo “divino” y una Energía “amorosa” que nos llega de las profundidades del Misterio de Dios.
En los evangelios el término “transfiguración” está utilizado para ilustrar ese movimiento que debe “espiritualizarnos”, dando calidad, profundidad a nuestra humanidad. Porque es nuestra “espiritualidad” la que transfigura nuestra persona a los ojos de los que nos rodean, ya que les manifiesta las riquezas de nuestro espíritu, les refleja la belleza de nuestra alma y la bondad de nuestro corazón.
Entonces podemos considerar la “transfiguración” como el final y el logro del camino evolutivo de lo humano que, en un estado avanzado de su evolución, se muestra a los ojos de los que la miran, en todo el esplendor el atractivo y la belleza de su transformación, engalanada de una humanidad magníficamente congregada bajo los impulsos y las fuerzas del Amor.
De tal manera que la calidad del ser humano, así como la atención, el encanto y el atractivo que suscita en los demás, no están producidos principalmente por su inteligencia, saber, competencias, poder, eficacia (porque hoy robots y ordenadores pueden hacer otro tanto y mejor), sino por su capacidad de amar, cuidar, generar esperanza y confianza y distribuir alegría y felicidad a su alrededor. Esta capacidad sitúa a la persona en la perfección de su humanidad y la “transfigura” a los ojos de los que la rodean.
La “transfiguración” es pues ante todo un fenómeno psicológico e interior que sucede principalmente en los ojos del corazón del observador, quien tocado, emocionado, maravillado e interiormente requerido y afinado por la extraordinaria calidad de la persona que tiene ante él, es capaz de ver “más allá” (“trans”) de su “figura” humana, las maravillas realizadas en ella por el trabajo del Espíritu. Es lo que les sucedió a los tres discípulos en el monte “Tabor”. Y lo que nos sucede a cada uno cuando se entusiasma con una persona que supo conquistar nuestro corazón y fascinar nuestro espíritu.
Es que, el término “transfiguración” indica en los evangelios, la manera como los discípulos percibieron al Hombre de Nazaret y el género de visiones que abrió a los ojos de su espíritu, así como el torbellino de sentimientos, sensaciones, reacciones y actitudes suscitadas a los ojos del corazón y la fascinación de su amor.
En ese hombre, ellos vieron la realización de lo que habrían querido siempre ser, y la imagen del hombre renovado y “transfigurado” en que podrían convertirse, siguiendo los pasos de su Maestro: humanos repletos del espíritu de Dios, humanos que hablan con Dios, humanos completamente realizados y transformados por estar en consonancia con el Espíritu de amor que los habita. Como Jesús.
El logro evolutivo del hombre de Nazaret que produjo la extraordinaria calidad humana de su persona y que hizo de él el hombre luminoso y “transfigurado” tal como apareció a los ojos de sus contemporáneos, es y sigue siendo, al menos para los cristianos, baremo y modelo de todo éxito evolutivo y de toda verdadera humanización.
Nosotros, los cristianos, creemos que comprometernos en el seguimiento de Jesús de Nazaret, puede ser una de las mejores formas de alcanzar más rápidamente una calidad de humanización que nos transfigure a los ojos sorprendidos y maravillados de nuestros contemporáneos.

 Bruno Mori – 15 marzo 2019
Traducción de Ernesto  Baquer


lundi 25 mars 2019

CIEGOS AL TIMON DEL BARCO



(8º dom. ord. C - Lc 6,39-45)

Original francés: http://brunomori39.blogspot.com/2019/03/des-aveugles-la-barre-du-bateau.html
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Jesús tenía el hábito de decir que no hay peor ciego que el que no quiere ver, porque está encerrado en sus convicciones y enceguecido en sus prejuicios. En el Evangelio, la ceguera, más que ser una discapacidad física, es la imagen de una actitud psicológica y espiritual. Y Jesús utiliza la imagen del ciego sobre todo cuando habla de las autoridades religiosas de su tiempo, personas atadas a doctrinas y prácticas religiosas, como los escribas y fariseos, de los que decía sin reparos que eran ciegos y guías de ciegos, que no quieren ver y que impiden a los demás abrir los ojos y ver por sí mismos.
De ahí que Jesús quisiera estigmatizar y condenar su cerrazón, su fanatismo religioso que los tenía aprisionados en su certeza de estar del lado de los elegidos, del bien y la virtud; de ser los únicos poseedores de la benevolencia de Dios, de la verdad y de los medios de la felicidad espiritual y la salvación eterna.

Esas certezas los tenían encerrados en una feliz satisfacción de sí mismos, de su estado, y en la convicción de no necesitar a nada ni a nadie. En su mundo y en su religión, habían encontrado todo lo que les colmaba y satisfacía. Para personas así, no hay nada de bueno o válido fuera de su mundo. ¡Ningún planteo de abrirse a lo nuevo! Nada de ser curioso y deseoso de saber lo que haya fuera de su “parroquia”. ¡Nada de saber leer e interpretar los signos de los tiempos, como deseaba Jesús¡ Detestan los nuevos tiempos, las generaciones nuevas, con su manía de correr detrás de todo lo nuevo, de los artefactos electrónicos o la informática. Esos ciegos prefieren su tranquilidad, el statu quo, sus cosas antiguas, sus buenas y viejas iglesias, su antigua y buena fe con sus devociones, procesiones, ritos, buenas y viejas prácticas. Esos ciegos no quieren nuevas ideas que vengan a complicarles la existencia ¡cambiar su religión y rectificar su fe! Detestan los cambios, transformaciones, actualizaciones cuestionamientos que vengan a trastocar y destrozar costumbres y rutina ¡con las que se sienten tan cómodos!

Esos ciegos (entre los que forman parte muchos de nuestros buenos católicos) encerrados en la prisión dorada de su complaciente suficiencia, no están interesados por lo nuevo: no tienen ninguna gana de escuchar y aceptar una palabra original y poco común, una enseñanza diferente, una comprensión renovada, repensada, más abierta de su fe, un mensaje nuevo, sobre todo si se trata de una buena nueva, innovadora, abierta a nuevos horizontes, sobre una concepción diferente de Dios, del hombre y del mundo; que aporte un espíritu nuevo, una escala nueva de valores, una nueva mentalidad; que proponga un nuevo estilo de vida, más humano, más fraternal, más justo, más cariñoso.

Consecuencia: encerrados en su mundo, esa gente, ciegos por su opción, miran con sospecha, miedo y hostilidad a los que están afuera, que no pertenecen a su país, clan, tribu, cultura ni a su religión. Miran y tratan con desconfianza a los que no piensan como ellos; que viven según otras normas, otros principios, otros paradigmas. Consideran a los que no crecieron a la sombra de su campanario, que vienen de afuera, que están “afuera”… como cuerpos extraños a extraer, extirpar, eliminar. En efecto, esos “extranjeros”, molestan, trastornan, perturban su vida tranquila, trastocan sus tradiciones y costumbres, ponen en crisis sus ideas; objetan sus prejuicios, ponen en peligro las estructuras y reglas que sostienen su modo de vida.

Y entonces surgen inevitablemente crítica, juicio, negatividad, condena, hostilidad, prejuicios. Encerrados en su suficiencia y ciegos por su narcisismo y su mirarse el ombligo, esos ciegos “ven” y descubren en los que están “afuera”, en los que son diferentes, toda clase de defectos y vicios; hasta considerarlos como personas inferiores, de segundo orden, mientras ellos, los ciegos son seres superiores, que guardan para sí la benevolencia y la luz de Dios.

Ese es el porqué Jesús condena con una severidad implacable este tipo de ciego, cerrado sobre sí e incapaz de ver y comprender lo que pasa fuera de su mundo. Jesús los califica de fanáticos estúpidos, intolerantes, hipócritas. Los tratará de “víboras” y “sepulcros blanqueados”. Los llamará “ciegos y  guías de ciegos”; expertos en “ver” la paja en el ojo ajeno, e incapaces de advertir el tronco en sus propios ojos. Tienen ojos de halcón para descubrir los defectos ajenos; y ojos de topo para ver los suyos.

Para Jesús, ese tipo de personas son peores que todos los demás. De hecho, adoptan la táctica de la crítica, el juicio, la calumnia, para rebajar a los otros, elevarse y glorificarse a sí mismos y justificar más fácilmente sus defectos y sus malas acciones. Jesús ilustró admirablemente ese comportamiento arrogante, engreído e hipócrita de esos ciegos en la parábola del fariseo y el publicano: “Yo no soy como ése… Yo soy un campeón de la honradez y la religiosidad… Sólo hago buenas obras, buenas acciones… No tengo nada que reprocharme… Dios puede estar contento conmigo…”

En el evangelio de hoy, Jesús deja entender que ese tipo de individuos, jamás debería ocupar puestos de dirección y de responsabilidad, porque son incapaces de ejercer autoridad y de ser buenos guías y maestros en el seno de la sociedad. En efecto, si no saben permanecer de pie, ver con claridad y caminar con rectitud ellos mismos, ¿cómo podrán conducir y hacer caminar rectamente a los demás? Para ello, han de salir de la oscuridad de su prisión interior, curar sus discapacidades psicológicas; abrir su espíritu y su corazón a aceptar la modernidad de la buena nueva de un mundo renovado y diferente; acoger con tolerancia, benevolencia e indulgencia las debilidades y límites de los que viven a su alrededor. Deberían, en fin, aprender a caminar y orientarse confiando en su sentido común y en los tesoros de verdadera sabiduría humana que descubran en las profundidades de su corazón y dejando de sostenerse sin cesar por las muletas de sus tradiciones, sus creencias, sus prejuicios y su religión.

Para Jesús no hay peor ciego que el deslumbrado y fanatizado por su religión. No hay peor ciego que el que utiliza su fe en Dios como pretexto para saciar su sed de poder y de gloria que sólo produce los malos frutos del fanatismo, el extremismo, el fundamentalismo y la intolerancia, que son los males que todavía hoy, hacen sufrir más a nuestra humanidad.

 El Evangelio llama “hijos de la luz” a los que han salido de la oscura prisión de su “ego” y han tenido el coraje de aventurarse en los caminos del mundo nuevo que Jesús nos hace entrever. Se reconocen esos hijos de la luz, discípulos de Aquel que es luz para nuestro mundo, en sus frutos de luz. Ya no son, como los escribas y fariseos del Evangelio, individuos sombríos, ciegos y agriados por su fanatismo e indignados contra todos los que no están con ellos, sino personas que “ven” a Dios y la presencia de Dios en todo ser humano, pertenezcan a la raza, religión, o cultura que sea. A todos esos hermanos humanos, los hijos de la luz llevan los buenos frutos de su adhesión al evangelio de Jesús, frutos de bondad, fraternidad, tolerancia, benevolencia, comprensión, aceptación, escucha, empatía, compasión, justicia… frutos de amor…

En esta Eucaristía, pedimos al Señor ser o llegar a ser, nosotros también, ese tipo de persona iluminada por la sabiduría del evangelio y capaces de sacar del tesoro de nuestro corazón, los buenos frutos de un amor entregado a todos sin límites y sin trabas.

Bruno Mori  -  28 Ferrero  2019
Traduction de Ernesto Baquer

El hombre que nos sabe acompañar



(8º dom .ord. C. -  Lc 6,39.45)

Orig. francés en: http://brunomori39.blogspot.com/2019/03/lhomme-qui-sait-nous-accompagner.html.

La originalidad de Jesús de Nazaret no es tanto las consignas o las directivas de orden ético que nos dejó y que podemos encontrar en otros maestros y sabios en casi todas las culturas y religiones del mundo, al ser directivas y normas que forman parte de la sabiduría humana universal. Pensemos por ejemplo en la Regla de Oro del comportamiento humano, básica de toda vida social que se quiera ordenada y pacífica.

La originalidad de Jesús está en el plano de su percepción de Dios y la calidad de sus relaciones con El y con nuestros semejantes. La originalidad de Jesús fue haber concebido a Dios como Energía Primordial, Virtualidad creadora que no es exterior y trascendente, fuera de nuestro mundo, sino interior e inmanente a nuestro Universo y sobre todo inmanente y especialmente activa en la persona humana.

Pero eso no es todo. La originalidad más extraordinaria de Jesús de Nazaret fue tomar conciencia de que esta Fuerza Originaria, que suspira y vibra en las profundidades más secretas de la realidad cósmica y de nuestra humanidad, es esencialmente una Energía “Amorosa” que busca extenderse, comunicarse, atraer, unir y transformar todo a su imagen, es decir según los parámetros del amor. En la historia de la evolución humana, Jesús de Nazaret es uno de los primeros espíritus en tomar conciencia de que la Energía de fondo que sostiene la Creación está hecha de amor. Sobre esta convicción fundó y desplegó los contenidos de su existencia. Intuición que constituye la novedad y originalidad de su predicación.

En la historia del pensamiento religioso, la originalidad de la figura de Jesús se ve en algunas intuiciones fundamentales que tuvo y que nos dejó.

1) Determinó el lugar privilegiado de la presencia, la acción y la manifestación de Dios en el interior del corazón del hombre. Su Dios es el fondo de su ser. Decía: “Dios está en mí y yo estoy en Dios. Dios y yo no hacemos más que uno”. Eso significa por tanto que, desde Jesús, su verdadero ser, como el verdadero ser de toda persona, consiste en esta identificación total con Dios. El Dios de Jesús no es una realidad existente en alguna parte sin él. Dios es íntimo al hombre. Dios vive en él y él vive en Dios. Dios está en su vida y su vida verdadera está en Dios. Entonces lo que es verdad para Jesús, es también verdad para toda persona y por tanto para cada uno de nosotros.

2) Nos enseñó que algunas propiedades típicas de este Amor “divino” (como la ternura, la hondad la gratuidad, el darse, la acogida incondicional, la misericordia, el perdón, la ausencia de apropiarse, de control, de dominación, de violencia, etc.) pueden activarse y hacerse visibles en nuestro mundo sólo a través de las diferentes facetas y modalidades de la expresión amorosa de los humanos.

3) Según el Maestro de Nazaret, la tarea de los humanos no es sólo humanizar el amor de Dios, sino también divinizar el amor de los hombres, otorgándoles las características y las particularidades del amor de Dios. Según el Nazareno, el ser humano sería en nuestro mundo tanto la presencia como la repetición de la forma divina de amar. Sólo a través del hombre, la extraordinaria riqueza de los armónicos del Amor Originario pueden resonar en el Cosmos para el deleite y la felicidad de todos.
4) Jesús de Nazaret enseñó también que los humanos sólo podemos entablar o realizar una relación verdadera con Dios a través de una relación “amorosa” (nosotros lo diluimos y decimos “fraternal”) con otros humanos. De suerte que hace, de la buena relación del hombre con Dios, el parámetro, la medida y el criterio de la buena relación del hombre con Dios y el signo (sacramento) de la presencia y manifestación de Dios en nuestro mundo.

Jesús de Nazaret, por lo tanto, es para nosotros los cristianos, un modelo de humanidad porque fue capaz de forjar su existencia exclusivamente en realizar una relación de amor con Dios y sus hermanos humanos y de anteponer el éxito de esta relación al éxito de su propia vida personal. Su opción por pobres y excluidos fue el corazón de su mensaje.

El Nazareno, pues, integró su vida en el movimiento de esta Fuerza de Amor que llamaba “Abba-Padre” y que lo impulsó a descentrarse totalmente de sí mismo, para exclusivamente centrarse en los otros, en un movimiento de don total. Jesús estaba convencido que, en su relación de amor con los otros, no sólo realizaba su ser profundo, sino que por el propio hecho se sentía en unión profunda con el ser y el espíritu de Dios, y lograba, por así decirlo, hacer a Dios presente, tangible y “encarnado” en nuestro mundo.

Para Jesús, el amor hacia los demás fue más importante que el interés por su propia vida. Prefirió que lo mataran, antes que ir contra su verdadera identidad espiritual. Eligió morir antes que ser infiel a la verdad de su ser. Y así la muerte física, aceptada para continuar amando hasta el fin, fue para Jesús el camino que lo condujo a una plenitud de ser y de vida que, en Dios, perdura incluso más allá de la muerte. Por eso sin duda, sus discípulos lo consideraron como el que está siempre “Viviente” en Dios.

Jesús nos ha hecho comprender que nuestra verdadera realización humana no está en la satisfacción de nuestros impulsos, ni en las exigencias y reivindicaciones de nuestro “ego”, ni en la realización de nuestros deseos de poder y de gloria, sino sólo en la conquista de la plenitud del amor que nos identifica con el Espíritu y la “naturaleza” de Dios. Nos hizo comprender que cuando los hombres amamos como Dios ama, perfeccionamos nuestro ser verdadero y catapultamos al máximo nuestras posibilidades. La vida y la muerte de Jesús están para decirnos que podemos estar muertos, aunque estemos en vida, y que podemos estar en Vida aunque hayamos muerto.

Bruno Mori  2019
Traduction de Ernesto Baquer

¿UN AMOR IMPOSIBLE?



(7º dom. ord. C – Lc. 6,27-38)

Orig. francés: http://brunomori39.blogspot.com/2019/03/un-amour-impossible.html.

Un texto difícil de tratar, se nos queda atravesado en la garganta. Expresa una conducta ideal que no es para el común de los mortales y que ni el mismo Jesús fue capaz de ponerlo en práctica totalmente. Sin embargo, el texto de Lucas dice claramente que Jesús se dirigía a una “inmensa muchedumbre” (6,17), al “pueblo” (7,1), y no sólo al grupito de discípulos, a una elite. Esas duras palabras son para todos y todas. Para nosotros, por tanto.

Y si son para todos, es que rebosan sabiduría humana, independientemente de cualquier aspecto religioso o cristiano: “Lo que ustedes quieran que los demás hagan por ustedes, háganlo ustedes por los demás”. Es la Regla de Oro del comportamiento humano que encontramos formulada en todas las formas, en todas las culturas, religiones y civilizaciones del mundo: “Lo que no quieras para ti… ¡no lo hagas a los demás!”. Nos damos cuenta que Lucas formula esta consigna en positivo en boca de Jesús: “Lo que ustedes quieran que los demás hagan por ustedes, háganlo ustedes por los demás”. Cambio de perspectiva. No se trata de los peligros y riesgos que evitar, como si todas las relaciones humanas consistieran en protegerse y evitar enfrentamientos con los demás. Con el Evangelio estamos en lo positivo, en la relación fraternal. Una fraternidad de base, inicial, a priori, en la que el otro no es en principio el enemigo del que protegernos, sino un compañero, un amigo, alguien con el que relacionarse. Se trata de hacer algo por el otro y no de evitar hacer.

Sin embargo, con la “Regla de Oro” aun no estamos en el centro del evangelio. En efecto, hay algo que podría considerarse egoísmo en eso de “Hagan al otro lo que quieran que les hagan a ustedes”. Como si interesara ser bueno y amable con los demás, para que ellos, a su vez, lo hagan por nosotros. Una especie de “favor con favor se paga”. Cuando presto un servicio a los demás, me sirve a mí también; allí encuentro mi pago. Aunque sólo sea aumentando mi autoestima.

Pero Jesús va más allá. Tan lejos que apenas logramos entenderlo y seguirlo. “Sean misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso… Entonces serán los hijos del Dios Altísimo”. ¡Lo menos que podemos decir es que pone muy alto el listón! Parece un ideal inaccesible: ¿cómo podemos perdonar al nivel de Dios, tener un corazón misericordioso y bueno como él?

Y sin embargo, al mismo tiempo, sentimos también en nosotros algo de infinito, algo como una llamada a ir siempre más lejos, a sobrepasarnos, a atrevernos a lo inusual, a ir contra corriente, algo como un anhelo de aire nuevo, donde pasa ya el Soplo del Espíritu del Dios misericordioso. Entonces, de golpe, la llamada de Jesús a ser como nuestro Padre no nos parece algo tan insensato. Al contrario, es un camino que se nos abre y se nos invita a explorar, una invitación a seguir las huellas de Dios en nosotros que quiere funcionemos con la energía de su amor, dado que estamos hechos a su imagen. Esta palabra de Jesús es una palabra que lanzamos ante nosotros para que ella nos lance adelante y fuera de nosotros.

En esta luz, que se nos da como horizonte a nuestra vida, es que podemos oír y quizá aceptar las duras palabras de Jesús: “Amen a vuestros enemigos, deseen el bien a quien los maldice, no reclamen al que los roba”, etc. Y en primer lugar, ¿tenemos enemigos? Gente que busque quitarnos la vida, seguramente no. Pero gente que nos haga daño o mal, que nos haga llorar, que nos enoje, que no nos considere, que hable a espaldas nuestras, que sean antipáticos, seguro que sí. Hay que reconocerlo. A veces tenemos ganas de agarrarlos del cuello, y que desaparezcan de nuestra vida.

La primera etapa para caminar en el sentido del evangelio, es aceptar quizás ser como somos, aceptar nuestras ganas de venganza y violencia para arreglar las cuentas con nuestros enemigos. De momento. Seguidamente podrá abrírsenos un camino al que se debe llamar camino de conversión.
Amar a nuestro enemigo, nunca lo conseguiremos. Podríamos contentarnos, al menos como cristianos, respetarlo. Lo que puede significar enfrentarse a él, resistirlo, no dejarse atropellar. Pero también no entrar en el círculo vicioso y sin fin de la violencia, física u oral. Querer destruir y humillar al enemigo nunca es la mejor solución: primero porque nos rebaja y nos envilece como personas; y segundo, porque sólo consigue encerrar a nuestro enemigo en su odio y su violencia, que un día resurgirán inevitablemente contra nosotros.

Amar a nuestro enemigo, es trabajar en cambiar nuestra mirada sobre él. No ver en él un enemigo que combatir. Quizá es mentiroso, ladrón, violento y muchas cosas más todavía. Pero no es sólo eso. Ni para nosotros: no es sólo maldad, no se confunde con el mal que hace. Contra viento y marea, debemos mantener la convicción de que el enemigo puede cambiar y crecer hacia lo mejor de sí mismo. Evidentemente, estamos más allá del sentimiento y de lo emotivo. Estamos en el mundo de la razón que decide y de la convicción que se afirma contra viento y marea. Estamos cerca de la fe donde arraiga esta convicción.

Amar a nuestro enemigo es confiarlo a Dios. Rezar por él, para que cambie y deje el mundo del odio. Este pasaje del evangelio de Lucas no nos da consignas precisas, ninguna receta para arreglar los problemas con nuestros enemigos, grandes o pequeños. Pero nos muestra una dirección, nos ofrece una luz en la noche de la violencia y del odio. Busca hacernos entender que cambiar mal por mal nunca es rentable para nadie y que el sentido común y la sabiduría que nos vienen de frecuentar la lectura cristiana del evangelio, deben impulsarnos a rever y modificar, quizá, las instintivas reacciones frente a nuestros enemigos. ¡Es la gracia que les deseo, que nos deseamos, en esta Eucaristía¡

Bruno Mori 2019
Traduction de Ernesto Baquer

mardi 19 mars 2019

LAS BIENAVENTURANZAS


(6o dom. ord. C – Lc 6,20-26)



Sin duda las Bienaventuranzas son el texto evangélico más comentado, pero también el más difícil de captar, porque es completamente lo opuesto a nuestra escala de valores. ¿Cómo pueden ser felices los pobres, los que lloran, los que tienen hambre, los que son oprimidos, perseguidos? Pienso que la comprensión de este texto corresponde más al campo de la sensibilidad y la conquista personales, que al de la exegesis bíblica, la teología o la homilética.

La primera dificultad es el hecho de que el mensaje de las bienaventuranzas sobrepasa lo que nos lleva a pensar el instinto y nos aconseja el sentido común. Diríamos que se dirigen a seres que pertenecen a un mundo superior y no a pobres y frágiles criaturas humanas. Todas las explicaciones que puedan darse para tratar de comprenderlas no consiguen convencer a nadie, porque su sentido va mas allá de lo que sentimos y lo que hacemos. Esa es la razón por la cual los predicadores le tienen miedo, se sienten mal con él, porque saben que aquí se ataca un hueso duro de roer y que fácilmente pueden romperse los dientes, digan lo que digan.

La segunda dificultad reside en la misma formulación del texto, que surge de una comprensión o una visión de Dios, del hombre y del mundo, perimida, superada e inaceptable para nuestra mentalidad moderna. En efecto, supone la existencia de una divinidad situada fuera de nuestro mundo, desde donde busca meterse continuamente en los asuntos humanos, sobre todo de su vida privada y que interviene en la historia para corregir, regular, castigar los males, los errores  y los perjuicios de que son responsables sus fracasadas criaturas. Podemos percibir esta mentalidad en la expresión “Felices los que ahora tienen hambre, porque serán saciados”. Lo que equivaldría a decir: ”Ahora, ustedes tienen hambre y no es una broma. Pero vendrá el día en que comerán hasta saciarse; y los malos egoístas que ahora les niegan el alimento, lo pasarán muy mal”.

El problema con esta forma de pensar es constatar que en el mundo real nunca sucede así. Al contrario, con el tiempo los pobres son siempre más pobres y tienen siempre más hambre, y los ricos más satisfechos e impunes.  Y si a veces, en alguna parte, hay cualquier mejora de la situación, no es ciertamente porque Dios haya intervenido para imponer su justicia.

Por otra parte, si para aportar esperanza y valor a los pobres y hambrientos, el evangelio debe consolarlos con la promesa de su felicidad futura en el paraíso y del castigo futuro infligido por Dios a los malos ricos, ¿no es admitir indirectamente que es totalmente normal ser miserables, hambrientos, explotados por los ricos a lo largo de nuestra vida en la tierra y dar por sentada esta situación de injusticia?

Lo importante cuando uno se acerca a las bienaventuranzas  es guardar siempre a la vez el aspecto interior y el exterior o la puesta en práctica de su contenido. Se refieren siempre a la actitud interior de cada uno y a las repercusiones o consecuencias que esta actitud interior debe tener sobre las relaciones humanas y la estructura de la vida social en la realidad del mundo.

Las Bienaventuranzas buscan hacernos comprender que, incluso en las peores circunstancias que podamos imaginar (miseria, hambre, dolor, lágrimas, opresión, persecución…), nada ni nadie podrá arrebatarnos la posibilidad de construir la calidad humana de nuestro “ser” o de nuestra personalidad, o impedirnos crecer en humanidad y reflejar a nuestro alrededor el resplandor y la belleza del misterio divino que nos habita.

Lo verdaderamente importante, lo que da sentido a una vida humana, estará siempre al alcance de los que son capaces de profundidad, de interioridad, de mirar más allá de la inmediatez material y banal de su existencia.

Si creemos que la felicidad viene del consumir y del tener, no hemos descubierto la alegría de ser. Sólo en el “ser” está la fuente de la verdadera alegría, sólo el ser puede hacernos felices. Si ponemos nuestra confianza en el tener, el poseer, en las cosas, las riquezas, la seguridad exterior, erramos el camino, no encontraremos nunca el lugar de nuestra verdadera felicidad, sólo encontraremos decepción y desgracia.

Las bienaventuranzas nos dicen que los valores y los tesoros más preciosos están en nosotros y no fuera de nosotros. Enriquecen nuestro “ser”, colman las profundas bóvedas de nuestro espíritu y nuestro corazón y nada ni nadie nos las podrá arrebatar. Lo que hace  la calidad de nuestra humanidad y  encanto atrayente de nuestra persona, son los tesoros constituidos por nuestros conocimientos, sabiduría, sensibilidad, bondad, amabilidad, disponibilidad, capacidad de escucha, de empatía, de compasión, generosidad, nuestra preocupación por los demás, etc.

Pero si no tenemos nada en nuestro interior que dé valor, consistencia y solidez a nuestra vida, porque sólo nos apoyamos en las cosas que poseemos a nuestro exterior ¿qué sucederá con nosotros, que quedará de nosotros, si un día, por un revés de la vida, perdemos nuestras cosas y nos quedamos sólo con nosotros? Quedaremos reducidos a nada, a un saco vacío, a un despojo humano que no le interese a nadie.

El texto de las bienaventuranzas no nos pide ser héroes que realicen proezas, sino tomar conciencia. Las bienaventuranzas son la prueba de fuego del cristiano. Un cristianismo como escudo protector exterior que busque seguridades espirituales, por encima de garantías materiales, y que no busque, a través del don desinteresado de sí mismo y del amor dado, a cambiarse a uno mismo y al mundo, no tiene nada que ver con Jesús

Las bienaventuranzas suponen una actitud interior de desapego y una experiencia espiritual de Dios, como fundamento último de mi ser y de todos los seres. En Dios, somos una realidad sola con todo el Universo y con nuestros hermanos. A remarcar que son los pobres, en el texto de las bienaventuranzas los que están con Dios y del lado de Dios, porque han elegido adherirse a él más que al dinero (y no la pobreza) los que son declarados felices, “porque a ellos les pertenece el Reino de Dios”.

Bruno Mori
Traducción de Ernesto Baquer 


UN HOMBRE COMPLETO


(4º dom. ordinario C – Lc 4, 21-30)



El evangelio de hoy es la continuación del  último domingo que hablaba de la entrada de Jesús un sábado en la sinagoga de Nazaret, su pueblo natal, para leer parte del libro de Isaías.

En su pueblo, donde lo había precedido su fama de taumaturgo, sus compatriotas deseaban un Jesús diferente. Hubieran preferido alguien calcado en sus parámetros, sus ideas, sus creencias, y cuando se dan cuenta que no responde a sus expectativas, lo rechazan. Rechazan a quien podría hacerles salir de su encerramiento y abrirlos a una nueva concepción del mundo, una nueva percepción de Dios, de la religión, a un nuevo estilo de relaciones… y su vida habría podido transformarse y mejorarse.

Al parecer, los habitantes de Nazaret tenían ya una idea de lo que el Mesías debía ser y hacer. Sabían ya todo sobre él. Ya le habían trazado de antemano el camino a seguir. El Mesías de Israel no elegiría una ciudad pagana como Cafarnaúm como su lugar oficial de residencia; y sobre todo no elegiría una ciudad pagana como lugar preferente de sus milagros. El Mesías era judío, enviado por Dios a los judíos, a Israel, su pueblo elegido. No podía ser el Mesías si se relacionaba con paganos, si era amigo de todo el mundo sin preocuparse de saber si eran buenas personas o no.

La desconfianza y hostilidad de los habitantes de Nazaret son el resultado de sus múltiples prejuicios: “¿No eres el hijo de José? Conocemos a tu familia. ¡No es ni mejor ni distinta a las demás! ¡Tú tampoco! Con todos los demás chicos del lugar, tú también robaste los higos de la higuera del huerto del rabino. ¿Quién te crees que eres? Bájate los humos”. Es la etiqueta que le cuelgan a Jesús. Le colgarán otras: “Es amigo de publicanos y pecadores. ¡Se deja tocar y acariciar por las mujeres de la calle! ¡Pasa el tiempo con la chusma! ¡Es un glotón y un vividor que le gusta comer y beber! ¡Es un incrédulo y un impío que se mofa de las normas del sábado y de otras prescripciones rituales de la religión…!”

Rebajar a las personas es una actitud típica del celoso, del imbécil, es decir de las personas que, siendo incapaces de elevarse por encima de los demás o de distinguirse de los otros por su inteligencia y sus cualidades, encuentran un placer maligno en menospreciarlos, esperando que hundiendo a los otros con el martillo de su resentimiento y su amargura, podrán ellos mismos elevarse un poco.

Cuántas veces querríamos que las personas fueran diferentes de lo que son; que estuvieran hechas a nuestra medida y a imagen nuestra. Como padres, ¡cuántas veces tenemos dificultades para aceptar que nuestros hijos sean originales, sorprendentes, insólitos, distintos a nosotros! Cuántas veces hemos deseado que crezcan y se formen sobre el modelo de nuestras aspiraciones, deseos, convicciones.  Nos gustaría que, a nuestro alrededor, la gente viviera respetando nuestras necesidades y en función de nuestras exigencias.

La gente de Nazaret no consigue admitir que el Jesús que conocieron de niño y que, con los otros chicos del pueblo, robaba los higos del rabino, haya podido cambiar y convertirse en otra persona. Se comportan como las mamás para quienes sus muchachos de 40 años, son siempre “mi pequeño”. Permanecen bloqueados en el pasado, en “el Hijo del carpintero”.

Hay individuos que tienen dificultades para darse cuenta que viven en un mundo sometido a las leyes del tiempo. Me sucede con frecuencia, cuando voy a Italia, entender las reacciones asombradas de amigos que nos volvemos a ver después de varios años: “¡Bruno, no te había reconocido! ¡Dios mío, cómo has cambiado!” Los más bobos no pueden dejar de añadir un puntito picante: “Todos estamos más viejos, ¿no?”

¡Ciertamente, estoy más viejo! ¡Seguro que he cambiado! ¡Felizmente, he cambiado! ¡Pero tú, también estás más viejo y has cambiado! Todos cambiamos. Todos debemos cambiar, evolucionar, transformarnos para rece. Cambiamos porque estamos vivos. Estar vivos, es cambiar, transformarse. Si no cambiamos ya estamos muertos. Sólo los muertos no cambian más. Algunos cambian a mejor y otros cambian a peor. Pero el cambio es inevitable. Jesús vino para ayudarnos a cambiar a mejor.

Jesús no fue asesinado ni por los ateos ni por los incrédulos, sino por los creyentes más creyentes, pero tan creyentes, piadosos y fervorosos que, en su vida, no había lugar para ninguna novedad. Jesús anunciador de la Buena Noticia, no fue asesinado porque la Noticia era buena, sino porque era nueva. Tuvo la desgracia de ofrecerla también a la gente muy religiosa pero que detestaba el cambio y la novedad… y eso le costó la vida.

Jesús no se preocupaba realmente de lo que sus adversarios decían sobre él. Jamás se preocupó de salvar su cara, de conformarse, de aceptar compromisos, de plegarse o de rever su posición para evitar enfrentamientos, o para complacer, o para ser admirado, aceptado, querido. Era un hombre libre e independiente, Jesús había comprendido que sólo el que se siente libre del juicio de los demás, que se niega a dejarse llevar por los demás, viviendo a la sombra de los demás, ese vive de verdad y puede ser totalmente él mismo. Jesús tenía el coraje de sus convicciones y tenía convicciones que sostenía con coraje y determinación. Ha sido el hombre de la verdad y la autenticidad. Porque si uno no vive su vida, acaba por vivir la de los demás.

Este pasaje del evangelio termina con este destaque: “Jesús, pasando entre medio de ellos, se fue a su camino”. Jesús debió sentirse herido por todos esos chismes malévolos sobre su persona. La agresividad y la incomprensión de sus compatriotas, debieron decepcionarlo y entristecerle mucho. Lucas destaca que Jesús ha pasado, con la frente alta, en medio de todos ellos; y que toda su hostilidad no lo detuvo ni apartó de su camino. Siguió siendo el mismo; mantuvo su rumbo, fiel a su misión.

¡Qué hombre, amigos!

Bruno Mori
Traducción de Ernesto Baquer 



UN AMOR QUE QUIERE SABERLO TODO


(3o dom. ord. C – Lc 1,1-4)



Hemos leído el comienzo del evangelio de Lucas. El evangelio que nos acompañará durante este año litúrgico. Lucas nos dice qué método siguió para escribir su evangelio. Esencialmente dice: “Queridos amigos, no estoy aquí para entretenernos con cuentos de hadas, o para contarles anécdotas edificantes sobre la vida de este gran personaje que fue Jesús. Circulan muchas historias por cuenta de quien las dice, pero cuya autenticidad nadie se ha tomado el trabajo de verificar. Bueno, yo ¡sí lo hice! Busqué, elegí mis fuentes, interrogué a testigos oculares de fiar, seleccioné mis informaciones. No me quedé con cualquier cosa, sino sólo con lo que juzgué fiable y verídico”.

Lucas es médico, un hombre instruido, metódico, un escritor dotado y serio que no quiere arriesgarse a que un día le digan que ha escrito cualquier cosa. Garantiza de entrada a sus lectores que ha efectuado un trabajo histórico preciso, detallado y probado.

Al garantizar la credibilidad de su trabajo, Lucas quiere que sus lectores comprendamos que ha escrito algo muy importante y precioso, porque contiene un regalo, o mejor, un tesoro precioso, ofrecido a los discípulos de Jesús y destinado a enriquecernos. Es que ha escrito para gentes que buscan seguir las enseñanzas del Maestro Jesús, vivir según sus valores, principios y el espíritu que nos dejó. Porque su evangelio es una buena noticia dirigida a personas que han sido fascinadas y conquistadas por la originalidad de su enseñanza, la calidad extraordinaria de su humanidad y que lo aman con todo su corazón y todas sus fuerzas.

Lucas médico es también un poco sicólogo, sabe qué fuerte es en lps que aman, el deseo de conocer los menores detalles de todo lo que se relaciona con la vida del ser amado. Cuando amamos a una persona, queremos conocerla a fondo, buscamos saber siempre más de él. ¿De dónde viene el que amo? ¿De qué familia salió? ¿En qué escuela fue formado? ¿Qué ha hecho en su vida? ¿De dónde sale su encanto, su atractivo, su espíritu, su saber, su carisma, sus conocimientos? ¿Qué personas le rodearon antes de que yo lo encontrara? ¿Cuáles son sus gustos, sus preferencias? ¿Quién es, qué es, lo que ama o lo que detesta? ¿Por qué valores se juega? ¿Cuáles son sus sueños, sus proyectos, sus éxitos, sus realizaciones? ¿Cuáles sus defectos, debilidades, derrotas, fracasos? ¿Qué es lo que lo hace feliz? ¿Qué es lo que lo deja triste o lo hace llorar? ¿Quiénes son sus amigos, sus enemigos? ¿Quién es realmente? ¿Por qué me parece tan especial, tan diferente? ¿Por qué me atrae y me fascina tanto? ¿Por qué razón me ha sacudido y cambiado mi vida? ¿Por qué me siento tan bien en su compañía? ¿Por qué me siento mejor persona cuando modelo mi conducta a ejemplo suyo?...

Sólo si nos planteamos estas preguntas y si buscamos responderlas, podremos medir la autenticidad y la fuerza de nuestro amor por él, y el impacto que provoca en nuestra existencia de discípulos. Precisamente Lucas dice haber escrito su evangelio para que tengamos la posibilidad de encontrar respuesta a todas esas preguntas.

Lucas, un médico de Antioquia, nunca se encontró con Jesús. Lucas conoció a Jesús a través del apóstol Pablo, el que a su vez, no había conocido personalmente a Jesús. El encuentro de Lucas con el pensamiento y la enseñanza del Maestro de Nazaret cambiará para siempre jamás el curso y la calidad de su vida.

Querido Lucas, ¡qué cerca estás de mí! ¡También yo jamás vi a Jesús en carne y hueso! A veces, llego a pensar que, si hubiera tenido la oportunidad de vivir en su tiempo, de encontrarlo en mi caminar, de vivir a su lado, de escucharlo, de ser testigo de sus milagros, de sentir la fascinación y el encanto que se desprendían de su persona… bueno, yo también habría podido convertirme es su mayor amigo, en un admirador entusiasta. Habría hecho lo imposible para secundarlo y ayudarle a realizar sus proyectos humanitarios de compasión, de ayuda a los pobres, de fraternidad y amor universal. Me habría convertido en uno de sus discípulos más fieles y comprometidos. ¡Un cristiano auténtico, cien por cien!

Y Lucas hoy me dice que, tampoco él vio ni conoció nunca al Nazareno, y sin embargo ¡fue conquistado totalmente por él, y que cambió su vida para siempre ¡Y Lucas nos puede asegurar que nuestro amor de discípulos puede ahora encontrar en su evangelio todo lo que hace falta para satisfacer nuestras ganas de proximidad y conocimiento! Tan sólo hay que tomarse el trabajo de leerlo, de apropiárnoslo, de impregnarnos de él, de permitir nuevamente al Espíritu de Jesús, contenido en su evangelio, que nos toque y llegue a las profundidades y la sensibilidad de nuestro corazón.

Nosotros, los cristianos modernos, que vivimos en un mundo que con frecuencia nos aliena y nos dispersa; que sabemos tan poco sobre Jesús, a quien sin embargo admiramos y amamos… ¿Cuándo y dónde nuestro amor por él encontrará la oportunidad de satisfacer nuestro deseo de conocer y saber más sobre él?

Para nosotros que habitamos actualmente en este barrio de NDG  (Notre Dame de Grâce, en Montreal, Quebec) no será aquí, en esta iglesia, donde cada domingo tenemos la posibilidad de encontrar al Maestro de Nazaret, de escuchar, de profundizar y asimilar su palabra y siempre un poco más aprender sobre su persona y el espíritu que lo anima? ¿Ese espíritu que no acaba de estremecer y seducir nuestro corazón de discípulos, de alimentar nuestra adhesión a él y de dar mucho más aire y altura a nuestra existencia?

Queridos amigos, en esta Eucaristía que nos congrega en nombre de Jesús, agradezcamos al evangelista Lucas que nos recuerde todo esto.

Bruno Mori
(Traducción de Ernesto Baquer )