jeudi 2 décembre 2021

 UNA ESPERANZA MÁS FUERTE QUE LA MUERTE

(33º dom. ord. B – Marc 13,24-32)

 La segunda mitad del siglo primero, cuando el evangelista Marcos escribía su evangelio, fue en Occidente, un periodo histórico particularmente difícil y probado. En el año 70, la nación judía había sido aniquilada con la destrucción de la ciudad emblemática y santa de Jerusalén. En el 79, el sur de Italia fue conmocionado por la apocalíptica erupción volcánica del Vesubio, que sepultó literalmente, bajo una lluvia de fuego y cenizas, las ciudades de Pompeyo y Herculano, con la casi totalidad de sus habitantes. En el Norte de Europa, el Imperio Romano debía enfrentar los ataques e invasiones constantes de los pueblos “bárbaros”, atraídos por las tierras fértiles y los climas más suaves de los países del Mediterráneo. Por su parte, los cristianos sufrían las persecuciones feroces de Nerón y Domiciano, y vivían expuestos a la inseguridad, la amenaza, el odio de los paganos, con sus vidas en peligro. Por todo ello tenían la impresión de asistir ya a los preludios del fin inminente del mundo anunciado por Jesús.

 De ahí que la fe y la confianza de los cristianos de aquella época estaban expuestas a una dura prueba. Ellos se preguntaban, por qué eran tan detestados, perseguidos, abandonados de Dios, cuando Jesús les había dicho que eran la sal de la tierra, la luz del mundo; que les había prometido que no los dejaría huérfanos y que estaría con ellos hasta el fin de los tiempos; que la providencia, la ternura y el amor de Dios, su padre y nuestro padre nos seguiría vigilando, protegiendo y salvando y que ni un cabello de la cabeza caería sin el permiso de Dios.

 Este discurso confuso, inconexo y nebuloso sobre el fin del mundo que Marcos atribuye a Jesús, querría responder estas cuestiones. Querría exhortar a los cristianos de su tiempo a no tener miedo. Querría alentarlos a no perder la confianza y guardar la fe y la esperanza. Sin embargo, al mismo tiempo, mediante esas imágenes apocalípticas y esas descripciones de un universo que se derrumba y que acaba, Marcos quiere que tomen conciencia de que en la vida, siempre serán confrontados con fines y comienzos; con cataclismos reales o aparentes, con la lucha del mal contra el bien y del bien contra el mal. Lucha y contradicciones que serán por todas partes: en su propia carne, en el seno de sus familias, en la sociedad, en las situaciones y acontecimientos. Y tendrán la impresión de que hay más mal que bien, que la maldad prima sobre la bondad, el odio sobre el amor, las tinieblas sobre la luz y que vivimos en un mundo abandonado por Dios y sometido al poder del mal.

 Sin embargo, este texto de Marcos nos asegura que no es así. A pesar de lo que podamos pensar o creer, Dios es el más fuerte. A pesar de todas las apariencias contrarias, las fuerzas del amor, de la bondad, superan en mucho las del odio, el egoísmo y la maldad. Marcos nos asegura que estas son  las energías benéficas y creadoras que sostienen nuestro Universo y que, si son cultivadas, continuarán haciendo vivir y progresar nuestra humanidad.

 El Evangelio quiere también hacernos comprender que en nuestra existencia, fines y comienzos se alternan regularmente. Nada en nuestra vida es estable, fijo, definitivo. Al contrario, sólo vivimos porque cambiamos. Nos realizamos porque nos transformamos. Es el cambio lo que nos permite a nosotros y a la realidad de nuestro Universo continuar existiendo en un movimiento de evolución continua. Siempre el fin de algo se convierte en el comienzo de algo nuevo.

 Por tanto, el Evangelio, que es ante todo una escuela de vida, nos enseña que para llegar a ser hombres y mujeres de valía, debemos aceptar morir continuamente a algo. ¡Cuántas pérdidas debemos aceptar y soportar a lo largo de nuestra existencia!. Perdemos inevitablemente juventud, belleza, elasticidad, fuerza, salud, vivacidad, ánimo, memoria; frecuentemente perdemos inocencia, paz interior, promesas, afectos, amores, la presencia de los seres queridos…  y final e inexorablemente perdemos nuestra vida.

 ¿Habrá que angustiarse, desesperar, andar de capa caída? ¡Nunca jamás!, nos dice el evangelio de hoy. Todo eso, al contrario, forma parte del misterio del ser en este mundo, así como del plan y del Misterio de Dios.

 Misterio de Dios que a pesar de todo, creemos ser un misterio de amor que busca siempre realizarnos. Y eso a través de nuestra fragilidad innata, de las vicisitudes de una existencia inexorablemente empujada por la corriente del tiempo hacia puertos desconocidos pero que esperamos sean para nosotros refugios de paz y felicidad.

 Esa, al menos, es la esperanza que este discurso de Jesús parece sembrar en nuestro espíritu y en nuestro corazón.

 Bruno Mori 

 Montreal, 21  noviembre 2021

 

vendredi 12 novembre 2021

 

El maestro que se volvió alumno

(31 dom. ord. B - 2021 – Mc 12,28-34)

A los escribas judíos del tempo de Jesús los llamaban doctores de la Ley, rabinos o maestros, porque eran los especialistas de las sagradas escrituras /el Torah o la Biblia): por ello gozaban de un prestigio incuestionado en la sociedad judía de la época. La causa de este ascenso social de los escribas se debía al declinar de la monarquía, el exilio, la destrucción del templo de Jerusalén por Nabucodonosor II (en el 586 aC) y la consiguiente decadencia del sacerdocio. Elementos todos que acabaron concentrando la religiosidad judía en el conocimiento y la práctica de la Torah o de la Ley de Dios contenido en las Sagradas Escrituras (sobre todo en el Pentateuco). Entonces la Torah se convirtió en la única guía espiritual del pueblo judío, y los que eran capaces de leerla, interpretarla y aplicarla adquirieron un gran poder.

     Era inevitable que el espíritu libre, abierto, innovador, crítico y contestatario de Jesús, combinado con la percepción totalmente diferente que tenía de Dios, de la función de la Ley, de la salvación y de la felicidad humana, se manifestaran con una oposición abierta a la mentalidad y las convicciones anticuadas de los doctores de la Ley. Unánimemente los evangelistas atribuyen a Jesús un comportamiento desconfiado, crítico e incluso agresivo hacia los escribas y los fariseos a los que Jesús encontraba exageradamente integristas, fundamentalistas, cerrados y, con frecuencia hipócritas y vanidosos.

     Entonces se comprenderán las críticas que, por su parte, los escribas dirigieran a ese falso “maestro”, improvisado y sin estudios, que, frente a la Ley, se permitiera tomar y desechar, y se atrevía a interpretarla a su manera y según parámetros no muy ortodoxos y totalmente diferentes a los suyos.

     Sorprendentemente en este pasaje evangélico el encuentro del escriba con Jesús se desarrolla en una atmósfera de simpatía, admiración mutua, deseo de aprender del otro, de esperanza, por parte del escriba, de percibir mejor el misterio de Jesús que lo intriga, y que ya, admira inconscientemente. Es que, si este escriba se acerca a interrogar a Jesús, es porque había sido tocado por la pertinencia y la agudeza de sus argumentos y respuestas que Jesús había tenido antes con los saduceos en torno a la resurrección de los muertos. Este doctor en ciencias bíblicas quiere saber de dónde este campesino, sin estudios ni diplomas, sacó sus conocimientos bíblicos y su asombrosa sabiduría.

Así pues, se acerca a Jesús como un profesor a un alumno, con la intención de hacerle una especie de examen, para probar la calidad de sus conocimientos. Está determinado a percibir a cualquier precio el misterio de este hombre, incluso recurriendo a la astucia o a la estratagema, si es necesario, para conseguir la información que busca. En efecto, plantea a su alumno una sola y única cuestión: pero se trata de una cuestión que trae cola, una cuestión trampa, una especie de enigma al que hasta entonces nadie había sido capaz de responder, pero de cuya respuesta acertada dependía, para el escriba, todo el sentido de su propia existencia. Al mismo tiempo, la respuesta debería revelar, más allá de toda duda, la autenticidad y la calidad del saber de Jesús y le habría permitido entrever la Fuente de la que ese predicador ambulante extraía el éxito de su predicación y su sorprendente sabiduría.

 Esta es la cuestión que el escriba, sin ningún preámbulo, le dirige a Jesús: ”Cual es el primero de todos los mandamientos?”. En época de Jesús, no había acuerdo entre los especialistas de la Biblia sobre el asunto, de suerte que nadie sabía o podía afirmar con certeza cuál era el primero y más importante mandamiento dado por Dios a los hombres, ni cuantos mandamientos divinos contenía la Biblia, porque en realidad, había una infinidad (leyes, órdenes, directivas, prescripciones, normas rituales, prohibiciones, vetos, etc.) de forma que ningún especialista de la Torah había conseguido nunca hacer una lista exhaustiva y completa. Además, estos mandamientos, al venir todos de Dios, y siendo por ello igualmente importantes, metían a los biblistas en un grave dilema al intentar establecer entre ellos un orden jerárquico de primacía e importancia.

 Dicho esto, podemos comprender fácilmente la conmoción interior y el incontrolable sentimiento de admiración y veneración que surge del corazón de ese escriba, cuando Jesús, sin ninguna duda y con la seguridad y simplicidad del que sabe y siempre ha sabido, no sólo le revela cual es el primer mandamiento, sino le señala también que el primer mandamiento posee otra faz gemela e idéntica sin la que no puede existir. El escriba, ante la rapidez, la visión y la justeza de la respuesta de Jesús, debe reconocer que el verdadero Maestro, aquí, no es el, sino ese bohemio extraordinario lleno del espíritu y la sabiduría de Dios. Entonces, queriendo cumplimentar a Jesús por lo apropiado de su respuesta, vemos al doctor de la Ley descender de su altura y abandonar toda suficiencia y dirigirse a Jesús como su maestro: “¡Muy bien, ¡Maestro, has hablado bien, has dicho la verdad, tienes razón!”. Frente a Jesús, el escriba asume el lugar del alumno y del discípulo subyugado y deslumbrado por la luz de ese Maestro.

     Y Jesús, con su autoridad de Maestro, cumplimenta a su vez al escriba por la fineza de sus sentimientos y la buena calidad de sus disposiciones. Le anunciará que, en su escuela, aprenderá como realizar plenamente su vida y como implicarse en la llegada de un mundo nuevo”. Porque, le dice, tú posees todas las calificaciones y las actitudes necesarias para ello, tú eres un buen elemento, de suerte ¡que no estás lejos del reino de Dios!”

    Y aquí el Maestro se pronunció. El alumno ha sido evaluado. Ha aprobado el examen. El Alumno ha sido aceptado. Sin embargo, ¡los roles sean invertido!

 Bruno Mori - 26 octubre 2021

 Traducción de Ernesto Baquer

 

 

EL HOMBRE QUE LE TENÍA MIEDO A La oscuridad.

 

 (30 dom. ord. B – Mc 10, 45-52)

En casi todas las grandes religiones del mundo, el despertar del ser humano a la plena conciencia de sí, a percibir su profundidad y sentido, a la finalidad que dar a su existencia con el fin de llegar a una satisfactoria realización de sí mismo y a una serena aceptación de su presencia en este mundo, siempre se califica como iluminación. Un término que quiere indicar el pasaje del espíritu de la persona desde un estado de oscuridad, ignorancia, confusión caótica en la propia percepción de sí mismo y de la Realidad que lo rodea. a un estado de fulgor luminoso que lo ilumina todo.

En la Biblia, el relato mítico  de la creación del mundo narra que el  primero gesto creador de Dios  es  sacar al mundo de las tinieblas y del caos original para hacer un cosmos maravilloso y ordenado.

Igualmente, cuando en el NT, el evangelista Juan, al comienzo de su evangelio, quiere describir el origen del movimiento cristiano y explicar la naturaleza y el sentido de la presencia de Jesús en nuestro mundo y en la vida de sus discípulos, lo presentará como la venida y el ofrecimiento de una luz que viene a expulsar las tinieblas del mal que se habían instalado y colonizado desde siempre, el corazón del hombre. Al mismo tiempo Juan presentará la llegada de esta luz como un drama, ya que muchos no la acogieron y prefirieron sus tinieblas a su luz.

Sin embargo los humanos son fundamentalmente seres que, como habitantes de la noche, se sienten irresistiblemente atraídos por la luz del sentido y del conocimiento. Alcanzar la iluminación, ha sido siempre el sueño y el fin de toda búsqueda humana de realización y felicidad, así como la promesa de las religiones a sus fieles.

Y el cristianismo no es una excepción. Los autores cristianos de la segunda mitad del primer siglo que redactaron los evangelios, presentan a Jesús como un ser de luz venido a este mundo para iluminarlo con sus valores y su sabiduría. Así, Jesús se muestra con frecuencia a los suyos como un hombre luminoso y transfigurado por el resplandor que emana de su alma y de la calidad fascinante de su persona y de su espíritu, apasionado por Dios y por la felicidad de sus hermanos.

En los Evangelios también se define a los discípulos de Jesús como hijos de la luz, y se considera el bautismo, que hace oficial su adhesión al movimiento de Jesús, como un rito de iluminación que los hace pasar definitivamente del pecado a la gracia, del egoísmo al amor desinteresado, de las tinieblas a la luz, en un mundo donde deben resplandecer como lámparas siempre encendidas.

Si este pasaje de las tinieblas a la luz es importante para todos los humanos, se hace esencial para cada cristiano que se compromete, siguiendo la petición y el ejemplo de su Maestro, a ser, a su vez en el mundo, una fuente de luz para todos.

De suerte que, en el relato del evangelio de hoy, se comprende el frenesí, el entusiasmo y, al mismo tiempo, el sentimiento de urgencia y el grito de ayuda con que el ciego, inmóvil al borde del camino, busca y pide ser liberado de la ceguera y la oscuridad que siempre hicieron miserable y angustiosa su existencia. Este ciego aquí es la imagen y el prototipo de todos los cristianos y todos los que la ceguera interior les impide marchar sobre el camino de su realización humana, religiosa y espiritual, condenándolos a una vida banal e insignificante.

Los gestos exasperados, exagerados, casi violentos del comportamiento del ciego Bartimeo (no se levanta, sino que salta en el aire; no toma su manto, lo lanza lejos; no habla, grita; no camina hacia Jesús, corre) manifiestan su exaltación ante la presencia de la fuente (Jesús) de su posible iluminación, pero también su ansiedad, su miedo a arruinar su posibilidad de ver y la intensidad de su deseo de salir, de una buena vez, de ese infierno de tinieblas y sin sentido en que había precipitado y extraviado su existencia.

El ciego, frenado e inmovilizado en la ruta de su existencia por la imposibilidad de ver su verdadero camino, reconoce en Jesús el hombre-milagro capaz de iluminarlo y de abrirle los ojos. Por su parte, Jesús detiene expresamente su viaje para acoger y atender a ese hombre sediento de luz. Jesús lo hará para permitirle comprender y realizar como puede ser diferente, más bella, más exitosa, más fecunda, más luminosa y más feliz su vida si, en adelante, con los ojos repletos de lágrimas y de luz, está dispuesto a seguirlo en su “Camino”. Bartimeo lo hará. Y seguro que nunca se arrepintió.

¿Y qué hay de nosotros, los ciegos y enceguecidos del siglo XXI? ¿Seremos capaces, como Bartimeo, de gritarle a Jesús nuestra desgracia, causada por todas nuestras cegueras y capaces de correr hacia él para que ilumine nuestra triste y sombría existencia con la luz de su espíritu y para que la caliente con el calor de su amor?

 

 Bruno Mori,                                                                          octubre 2021   

Traduciòn de Ernesto Baquer 

 

EL PODER DE LA AUTORIDAD

 (29 dom. ord. B  -  Mc 10,35-45)

 

 Jesús desde siempre condenó categóricamente el poder, pero nunca la autoridad que el mismo poseía en grado extraordinario, al punto que los que veían la seguridad con que hablaba y enseñaba se preguntaban, maravillados, de dónde le venía semejante autoridad.

 Mientras el poder se manifiesta como la capacidad de imponer desde el exterior su voluntad a otros individuos recurriendo a la coacción moral, psicológica o física, la autoridad se manifiesta como la capacidad de imponerse a los otros desde el interior, no utilizando la presión, sino la persuasión y la convicción.

 Y así, utiliza su poder el padre, para que su hijo le obedezca, con la amenaza, la violencia verbal, el castigo corporal; el macho estúpido  que recurre a la violación y a los golpes para mostrar su superioridad sobre la mujer; el joven lujurioso que, para acostarse rápido con su amiguita, amenaza con abandonarla; el abusador, en la escuela, que aterroriza y reclama un pago a sus compañeros más débiles para conseguir dinero o algún objeto; las autoridades religiosas cuando buscan imponer la aceptación de sus dogmas y doctrinas con la inquisición, torturas, verdugos, excomuniones, la amenaza de la condenación eterna en las llamas del infierno; o las naciones que buscan dominar a otros países mediante el despliegue de su poder y la sofisticación de su arsenal militar.

 Ese tipo de poder es por supuesto la forma más fácil de dominar y resolver los problemas. Pero es también la forma más primitiva y estúpida, y la menos humana y civilizada que existe de gobernar. Cualquier tonto, con una metralleta en las manos, es capaz de sentirse poderoso y de creer que tiene el poder. Por ello, los hombres que tienen sólo ese poder y que buscan imponerse por la fuerza bruta del poder, acaban inevitablemente para convertirse en innobles y funestas figuras de criminales que deshonran la historia de la humanidad.

 Ya en 1887, el católico Lord Acton, en una carta a su Arzobispo, le informaba que el poder tiende siempre a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente. Los grandes hombres son casi siempre hombres personas malvadas [i]. Cuatro siglos antes de Cristo, el gran dramaturgo Sófocles afirmaba que sólo podemos conocer la verdadera naturaleza y el verdadero carácter de un individuo observando cómo gestiona el poder.

 Con razón, en el evangelio de hoy, Jesús pone en guardia a sus discípulos sobre la tentación y las trampas del poder. Sin embargo, si bien prohíbe a sus discípulos la utilización de este tipo de poder, les desea vivamente adquirir la autoridad. Jesús había comprendido que el poder, con sus componentes de violencia y brutalidad, es siempre el resultado de la ignorancia, el fanatismo y la idiotez del hombre. Había comprendido también que los individuos y las instituciones que recurren al poder totalmente exterior de la coacción o la fuerza físicas, habitualmente son aquellos y aquellas que hacen retroceder la humanización de nuestro mundo.

 Jesús busca, entonces, hacernos comprender que el único verdadero poder que pone a la gente a nuestros pies, no por obligación o miedo, sino impulsados por la admiración, la alegría, la confianza y el amor, es el poder interior nacido de la autoridad, es decir, de la calidad de la persona. Así el enfermo estará feliz de someterse y confiar su vida a un buen médico o un buen cirujano. Estos especialistas de la salud no necesitan recurrir a la fuerza o la imposición para tener poder sobre sus pacientes. La autoridad que tienen por sus cualidades humanas, sus conocimientos y sus competencias profesionales es ampliamente suficientes para que los pacientes los sigan con alegría, disposición y gratitud sus directivas y órdenes.

 En el evangelio de hoy, Jesús tiene razón al ponernos en guardia contra los peligros del poder. Ha comprendido que el poder que viene de la imposición forzosa, es el producto nefasto de una insatisfacción, un vacío y un mal interior de la persona que busca, por este fácil medio, valorarse. Mientras que el poder que viene de la autoridad está constituido siempre por una corriente benéfica y saludable en la que las personas se sumergen con alegría y voluntariamente se dejan guiar.

 Por eso, no es de extrañar que Jesús se preocupe de indicar a sus discípulos con que actitudes encontrarán eficacia y verdadera grandeza. “El que quiera ser grande, que se haga servidor. El que quiera ser primero que sea el esclavo de todos”.

             Vean amigos, los parámetros de conducta con los que, en cuanto cristianos, deberíamos construir todas nuestras relaciones humanas. Pidámosle hoy al Señor que nos ayude a ello.

 

 

 Bruno Mori  -  Octubre 2021

 

 

 

[I] "Power tends to corrupt and absolute power corrupts absolutely. great men are almost always bad men, even when they exercise influence and not authority:…. there is no worse heresy than that the office sanctifies the holder of it…",

(Lord Acton, John Emerich Edward Dalberg,  letter to archbishop Mandell Creighton, april. 5, 1887)

 

mardi 14 septembre 2021

Mujeres, ya en el cielo de Dios.

 

    ¿Cómo hablar de la Asunción de María cuando ninguna página de la Escritura nos dice en qué consiste la vida después de la muerte, ni la de María, ni la de Jesús “resucitado” de la Muerte?

 

    Sólo comprenderemos este misterio, no escrutando el cielo, sino mirando a María en su caminar

humano y siguiéndola humildemente en su marcha. Si María está en la gloria, es porque creyó en la Palabra de Dios y porque cada día de su vida, respondió a esa Palabra. Desde su niñez, María estaba acostumbrada a decir si a Dios. Mejor que nadie, ¡jamás le negó nada a Dios! Es lo que los cristianos queremos decir cuando siguiendo el pensamiento mítico de la Iglesia Católica, decimos que María es sin pecado, que es inmaculada, que esa toda pura y  siempre virgen.

    A través del mito de su Asunción al cielo, la tradición espiritual cristiana nos quiere recordar que la consumación de nuestra vida no depende de nosotros. Sólo Dios puede satisfacer el infinito amor al que aspiramos. Sólo podemos acoger el don gratuito que Dios nos hace de sí mismo a través del amor que ha derramado en nuestros corazones. Pero acoger, vivir y responder al amor, es precisamente, como María, decir Si al misterio de Dios que nos interpela.

    Hoy, unidos a la humilde mujer de Galilea, son todas las mujeres del mundo las que  dirigen a Dios su “magníficat”  y su acción de gracias, por su belleza y su grandeza interior, por su dignidad, su abnegación, el don de sí mismas, por toda la compasión, la ternura y el amor de que son capaces y que llenan su corazón.

    La fiesta de hoy es también la asunción al cielo y la exaltación de todas las mujeres tiranizadas y explotadas. Hoy rendimos homenaje a las mujeres-esclavas (por todo el mundo,  sobre todo en África, y en el Medio y Extremo Oriente); mujeres que no pueden jamás salir de su prisión, de su casa, de su estado de dependencia; que no serán jamás personas libres, autónomas e independientes, que nunca será dueñas de sus decisiones y su vida. Esas mujeres que jamás serán personas, sino objetos de placer, de trabajo, de reproducción. Mártires arrebatadas, vendidas como animales o mercancía, que son víctimas de la violencia de los hombres, del fanatismo religioso, de los prejuicios culturales, de costumbres bárbaras. Mujeres que todavía hoy, en nuestras sociedades modernas evolucionadas, democráticas y de derechos, son víctimas de injusticias, discriminaciones, acoso, exclusión.

    Sí, la fiesta de hoy quiere recordarnos la grandeza y los sufrimientos de las mujeres en este mundo todavía y siempre gestionado y dominado por el poder y la falsa, pero persistente convicción de la superioridad masculina. Esta fiesta quiere enseñar a nuestras sociedades patriarcales que, si hay una criatura que, con la totalidad de su ser y toda la consistencia humana de su persona, merece estar con Dios y ser considerada como la criatura más cercana y más semejante a Dios, es ciertamente la mujer…

    En efecto, es ella quien mejor encarna el misterio de la presencia del amor de Dios en nuestro mundo. Un amor que se declina y se manifiesta a través del maravilloso abanico de sus variaciones, del que, sobre todo las mujeres poseen su capacidad y secreto: un amor que se hace  don, cuidado, atención, abnegación, dedicación, sonrisas y lágrimas, abrazos, caricias y vida.

    La fiesta de hoy, al presentarnos la historia de una mujer que vive ya en el cielo con toda la plenitud de lo que es en su alma y en su cuerpo, busca hacer comprender a todos los grandes y los potentes de este mundo, a  todos estos machos  que tienen en sus manos la suerte de la humanidad, que podrán impedir que la sociedad humana y el Planeta se conviertan en un infierno, sólo si son capaces de hacer reinar en él los principios y los valores que son el corazón del alma femenina.

Bruno Mori   

15 agosto 2021  - En la  fiesta católica de l’Asunción de Maria, la madre de Jésus, en el cielo de Dios.  

 

Traducción de  Ernesto Baquer

 

La irresponsabilidad que nos perderá

 

(22° domingo ordinario B - Mc 7,1-23)

 

Recuerdo la religión de mi niñez: una religión de prácticas rituales, observancias y obligaciones, para la cual el hacer era más importante que el ser. Teníamos que hacer cierto número de cosas para estar en regla con la Iglesia, con Dios y con nuestra conciencia. Era una religión fundamentalmente formalista y ritualista, semejante a la de los fariseos  que Jesús critica y condena.

Es un hecho que en el pasado (¡y todavía hoy!) no se oía mucho a los curas hablar de justicia social, de igualdad de género, de derechos de la persona o de las minorías homosexuales y demás; del respeto y cuidado de la tierra y de la naturaleza. En nuestras iglesias, todavía son muy raros los eclesiásticos que tengan el coraje  de levantar la voz para protestar contra la explotación del Tercer Mundo, para condenar la lógica capitalista nefasta de  la economía del crecimiento y del  consumo continuo y ilimitado, causas principales de la depredación insensata de los recursos naturales del planeta, de la destrucción sistemática de los ecosistemas indispensables para la conservación de la diversidad de las especies y de la vida, cuyas consecuencias mortíferas y catastróficas apenas estamos comenzando a  percibir .

Actitudes irresponsables, ayer como hoy, que no parecen inquietar ni a nuestros ministros u otras autoridades políticas, ni a nuestros responsables religiosos, ni a la conciencia de gran número de seres humanos, cristianos o no.

Hoy admiramos la franqueza y el coraje de Jesús que no tiene miedo de enfrentarse a las autoridades cívico-religiosas de su tiempo; a su hipocresía, a su formalismo, a su vanidad y a su ambición, a sus falsas convicciones de ser modelos de justicia y de religiosidad.

Ya no existen los sumos sacerdotes y los fariseos de antaño; sin embargo las palabras de Jesús continúan dirigiéndose a todos los que hoy los reemplazan. Están dirigidas a mí, a nosotros, a nuestros gobernantes, a nuestros políticos, a todos los que tienen poder y tienen en sus manos los destinos de nuestras sociedades y nuestro mundo. Para todos nosotros es lo de “¡hipócritas!”. Y eso nos abofetea, nos hace mal. Nos humilla. Y está bien que sea así, porque esas palabras tienen que hacernos reflexiona y enfrentarnos a nuestra mala voluntad, a nuestra feroz adhesión al confort y al bienestar material a los que no queremos renunciar. Estas palabras de Jesús nos enfrentan también a nuestra dejadez, nuestra falta de voluntad de salir del molde de la homogeneidad, de la conformidad y de lo  “cosí fan tutti”. Estas palabras de Jesús, finalmente, nos enfrentan a nuestra miopía y nuestra estupidez.

Si en nuestra cultura cristiana del Occidente capitalista e individualista, todos hemos  más o menos  adoptado estilos de vida y actitudes egocéntricas, egoístas y predadoras que anteponen el interés y el bienestar personal al bien común y al bien del Planeta, es en gran parte porque a lo largo de los siglos, las autoridades religiosas, como los fariseos del tiempo de Jesús,  en su predicación y en la formación de la conciencia de los fieles, han insistido más en la adhesión a los dogmas, las doctrinas, las normas, las prácticas, en la sumisión y la obediencia a la autoridad del Papa,  en las prácticas exteriores de la religión… que en la rectitud de  pensamientos, en la pureza de los sentimientos  y de las intenciones, en la bondad del  corazón, en la importancia del compromiso al servicio de los más débiles, los más abandonados, a fin de impulsarlos  a comprometerse en favor de la justicia, la igualdad, una buena política social y ecológica que crea la solidaridad, el respeto y el cuidado de las personas y  del mundo natural.

Desgraciadamente tenemos que admitir que, a lo largo de la historia, los hombres de Iglesia han avivado la hipocresía en sus fieles, haciéndoles creer que Dios ama a los que toman en serio los intereses de la religión más que los de la justicia, los pobres y los oprimidos.

La pregunta que nos plantea hoy el Evangelio es la siguiente: “¿Eres de verdad, de los discípulos de Jesús, la persona recta, de corazón puro y bueno, que concuerda sus actos, palabras, convicciones, principios que las exigencias de la verdad, la transparencia, la coherencia y sobre todo el amor hacia tu semejante y hacia toda la creación a tu alrededor?”

 

Bruno Mori  - Agosto 2121

Traducción de  Ernesto Baquer

samedi 17 juillet 2021

Un Dios ausente en las tempestades de la vida

 

(Mc. 4,35-41)

 

Hay que tener presente siempre que, en los evangelios, los milagros no son en general reportajes de hechos reales, sino más bien un género literario que utiliza la simbología de un cuento o un relato imaginario para transmitir o hacer comprender un mensaje, un mensaje, una enseñanza importante de Jesús o sobre Jesús.

Este relato de Marcos sobre la tempestad calmada es uno de ellos.

Comienza con la orden de Jesús a sus discípulos para pasar a la otra orilla habitada por poblaciones paganas. Alude a la universalidad del mensaje de Jesús que deberá ser anunciado a todos, más allá del ambiente judío que se opone a la apertura. La primera “tormenta” que se desencadenó en el seno de la comunidad cristiana fue provocada precisamente por el intento de abrirse a los paganos.

Tratándose de una tempestad, el texto alude igualmente a la figura bíblica de Jonás, también dormido sobre el puente del barco en el momento de la tempestad, y amonestado por el capitán del barco por dormir mientras todos los demás estaban muertos de miedo.

También para nosotros, los cristianos de hoy, el texto es una invitación a “pasar a la otra orilla”, Quiere decirnos que nuestra fe debe estar siempre en movimiento. Nunca puede ser sinónimo de sedentarismo, de sentarse sobre sí mismo, de inmovilismo, de adhesión intransigente y obstinada a un depósito de verdades y dogmas intocables. Nunca puede ser búsqueda de seguridades, posesión de certezas. Por ello, Jesús siempre invitará a partir, a ir. Les prohibirá instalarse, fijarse, echar raíces.

Ya los primeros cristianos lo habían comprendido así, y por ello denominaron a su espiritual aventura siguiendo a Jesús como la Vía o el Camino”, porque debía conducirlos al descubrimiento de un mundo nuevo (“El Reino de Dios”), de nuevos paisajes interiores, de un nuevo género de espiritualidad, un nuevo estilo de vida, una nueva forma de humanidad.

Este relato nos invita a embarcarnos con Jesús, a darle un rinconcito en nuestra barca y, con él a bordo, a tomar confiadamente el viento de largada, hacia la otra orilla. Aquí la barca donde Jesús duerme es la imagen de nuestra existencia y de todo lo que llevamos con nosotros: nuestras sombras y nuestras luces, nuestro bien y nuestro mal, cualidades y defectos, victorias y derrotas, realizaciones y fracasos, amores y odios, Jesús y nuestra fe en él… a través de un mar imprevisible y peligroso.

¡El mar! En la Biblia, el mar, con sus tempestades súbitas e irreprimibles, sus olas mortíferas, sus profundidades negras e insondables, y todos los monstruos horribles que pueblan sus abismos, es el símbolo por excelencia de los peligros que nos acechan y nos amenazan en el curso de nuestra travesía a la otra orilla de nuestra existencia.

Sin embargo, el evangelio especifica que debemos embarcar con nosotros a Jesús “tal cual es” es decir con su verdadera personalidad, sus reclamos exigentes y difíciles, sus sueños y proyectos locos. El Jesús tal cual es que transportamos no debe ser el Jesús azucarado y empalagoso de cierta devoción popular tardía, ni el Jesús reinterpretado, transformado, modificado, reajustado según los gustos, necesidades y políticas de la religión que le sucederá y que acapararía su persona y su mensaje.

Pero el relato nos informa que, en la barca, ese extraordinario pasajero está como invisible, como si no existiese: duerme, no interviene para resolver nuestros problemas, ni para ayudarnos en las dificultades de la navegación, para alejar los peligros que nos amenazan, para sostenernos en el sufrimiento, para aliviar nuestro dolor, para impedir o reparar los desastres causados por nuestra estupidez, nuestra maldad o nuestra irresponsabilidad.

Este relato sobre el sueño de Jesús en la barca agitada por las tempestades de la vida, parece querer decirnos la inmensa confianza que Dios ha depositado en los humanos. Quiere hacernos comprender que si, en nuestra existencia, nos parece que casi siempre Dios no existe, que está ausente o dormido, se debe a que no quiere tomar nuestro lugar y que quiere que asumamos nuestras responsabilidades.

Dios se eclipsa voluntariamente, porque quiere que tomemos conciencia que, como somos casi siempre la única y la principal causa de los males, los desastres y las desgracias que nos llegan, somos también los únicos seres que él ha dotado de medios y capacidades necesarias para encontrar solitos las soluciones y remedios a nuestros errores y males, y llevarlos a cabo.

Y nuestras intervenciones, en vías de reparar las consecuencias de nuestros destrozos, errores y calamidades que suceden, serán tanto más adecuadas y eficaces, si pensamos que ahora estamos equipados y enriquecidos con los valores, visiones, sabiduría, el espíritu, así como la fuerza, la determinación y el amor de ese Jesús que viaja con nosotros en la frágil barca de nuestra existencia.

 

BM 15 junio 2021

Traducción de Ernesto Baquer


 

Una comida, una comunión, una presencia

 

En la fiesta del ”Corpus Domini”

 

Comenzamos por una pregunta. ¿por qué el gesto de la comida fraternal en común llamada agapé o eucaristía, después de 20 siglos y hasta hoy, ha sido respetada fielmente por los cristianos de todo tiempo y lugar, hasta convertirse en el rito más típico e importante de su práctica religiosa?

La respuesta es que los discípulos, siguiendo el ejemplo de su Maestro, han comprendido que una comida juntos, en torno a una mesa fraternal, tiene una carga simbólica excepcional y que este gesto ordinario se presta, más y mejor que ningún otro, para expresar, de manera simple pero sugestiva, los valores y el contenido más fundamentales de su mensaje.

De hecho, una mesa preparada es sinónimo de familia, afecto, fraternidad, amistad, comunión, complicidad. Una buena comida festiva constituye una oportunidad única para comunicar, dialogar y compartir. El hecho de sentarse en la misma mesa con otros convidados nos obliga a salir de nuestro aislamiento y nuestra soledad. La gozosa presencia de otros invitados al lado nuestro, nos obliga a buscar lo mejor que hay en nosotros, a activar nuestra capacidad de escucha, a mostrar atención, interés, a mirar al otro en los ojos, y también, si nos abre la puerta, a entrar, aunque sea por unos instantes, en los secretos de su vida.

Alrededor de una mesa de fiesta, no sólo comemos alimentos, también estamos invitados a gustar de la parte mejor y más secreta de la persona sentada a nuestro lado.  La comida es el lugar propicio no sólo para cotilleos, sino también para confidencias, confesiones, excusas, reproches, arrepentimientos. Acercamientos, reconciliaciones. Una buena mesa es el lugar donde se tejen relaciones, se forman amistades, nacen amores.

Un banquete festivo frecuentemente se organiza y prepara para conmemorar un acontecimiento, festejar a una persona querida. Así, durante la comida, conmemoramos, recordamos, hablamos de ella y de los acontecimientos que le conciernen. Para expresar hasta qué punto esa persona ha sido importante para nosotros y nos ha tocado, influido y transformado nuestra vida.

Pensemos, por ejemplo, en un banquete de aniversario de bodas de oro. ¡Qué placer para sus hijos, ahora ya adultos, recordar las grandes etapas de la vida de sus padres, los rasgos típicos de su carácter, anécdotas divertidas, actitudes o comportamientos del papá o la mamá que les impactaron y marcaron!

Una comida de fiesta con frecuencia es un tiempo especial durante el cual recordamos con afecto y ternura a personas que han sido importantes para nosotros y donde revivimos acontecimientos que nos marcaron y nos ayudaron a afrontar mejor nuestra existencia.

Por ello, Jesús, antes de morir, recomendó a sus discípulos el gesto de la comida fraterna como la manera más fácil y apta para recordarlo, volver a sumergirse en su Espíritu y expresar y vivir juntos los contenidos más fundamentales y típicos de su enseñanza.

Por eso cada domingo nos reunimos como una sola gran familia, alrededor de la mesa (altar) eucarístico. Lo hacemos porque queremos vivir juntos un momento de fraternidad, convivencia y comunión; porque queremos, con ese gesto, expresar y manifestar todo el amor que nos anima y que deseamos esparcir a nuestro alrededor para que aporte más felicidad a nuestros hermanos.

Pero nos reunimos también para recordar a nuestro Maestro y Señor Jesús, para recordar los acontecimientos más impactantes y las etapas más importantes de su vida; pera reflexionar juntos (ayudados por el jefe de familia) sobre sus palabras, los contenidos de su enseñanza, para, seguidamente, traspasarlos a lo concreto de nuestra vida cotidiana que así se transforme en imagen de la suya.

En fin, nos reunimos para comer, es decir satisfacer nuestra hambre y nuestra sed, para alimentarnos con las palabras y la enseñanza de nuestro Maestro Jesús, en cuyo Espíritu queremos construir la calidad de nuestra vida.

Precisamente hambre y sed de él que expresamos en el momento de la comunión, cuando, en la mesa eucarística recibimos y comemos el Pan Santo, la Hostia “consagrada”, signo sacramental de la presencia continua del Señor Jesús en medio nuestro y en nuestra vida.

Fiesta hermosa la de hoy, que nos recuerda la necesidad que tenemos, en cuanto cristianos, de alimentarnos continuamente del Señor Jesús, siempre vivo y presente en la comunidad de sus discípulos, a través de su Palabra y su Espíritu.

 

Bruno Mori – Junio 2021

 

 

 

SIN EL OTRO Y SIN AMOR, NO SOMOS NADA

 

Reflexiones para el Jueves Santo 2021

 

El evangelio de Juan sitúa los acontecimientos del relato durante la última cena pascual de Jesús con sus amigos.  Si durante esa cena lo más importante, solemne y cargado de recuerdos sería el ritual judío, al tomar Jesús la iniciativa de lavar los pies a sus discípulos, es que quiso reemplazar los símbolos antiguos (liberador y triunfal) de esta cena con el simbolismo del gesto de humildad y humillación. Y ello con el fin de grabar para siempre en el espíritu y el corazón de sus discípulos, un principio de vida y de conducta humana que particularmente querido en su corazón, porque constituía el centro y lo esencial de su mensaje: la necesidad de encarnar en su vida, las dinámicas amorosas del comportamiento de Dios, por las que, cada uno, se torna capaz de descentrarse de sí mismo y de vivir en una disposición constante de darse y de servir.

 

De ahí que Jesús, en tierra, lavando los pies a sus amigos, se convierte en el prototipo del comportamiento de cada discípulo. Con este gesto, el primero se hace último, el grande pequeño, el que manda como el que sirve. Sí, a los ojos del mundo, es un comportamiento loco, insensato, anormal. Pero a los ojos de Jesús, en adelante, será (o debería ser) la actitud normal de sus discípulos: «Les he dado el ejemplo, -les dijo- yo, a quien llaman Maestro y Señor, para que ustedes hagan lo mismo».

 

Con este gesto, Jesús señala a los suyos un nuevo programa de vida: no una existencia centrada y replegada sobre uno mismo, en la búsqueda obsesiva, exclusiva y egoísta de su bienestar personal, sus intereses, sus deseos, sus apetitos, sino en una vida entregada al servicio de los otros (sobre todo si están desvalidos, abandonados, oprimidos, si sufren) y a poner más amor, a crear más fraternidad y a producir más felicidad en nuestra sociedad y en nuestro mundo.

 

Con este gesto de humillación, la víspera de su muerte, Jesús quiere transmitirnos su herencia más preciosa: hacernos entender que sólo el amor al otro colmará nuestra vida y salvará al mundo. Quiere que tomemos conciencia de la importancia del otro en nuestra existencia. Porque el otro es el único que hace posible el amor en nuestra vida y por lo mismo, el despliegue y la realización de nuestra humanidad, nuestra felicidad, así como el sentido de nuestra existencia. Sin el otro y sin el amor, no somos nada, decía Pablo a los de Corinto. Este salir de nosotros mismos para encontrar al otro con la finalidad de amarlo por lo que es, para amarlo sin condiciones, califica no sólo el comportamiento cristiano, si no que es la base de un comportamiento auténticamente humano.  Sin el amor, ya no somos humanos, nos deshumanizamos.

 

La persona que ama, permite dar sentido a todo lo que vive. Amar al otro, sea un humano o cualquier representante de la familia de los seres vivos, es darle una razón de vivir. Para un ser no hay, en efecto, ninguna razón de existir. La existencia es pura gratuidad. Pero amar al otro, significa querer que el otro exista. Es el amor quien lo hace válido, importante y necesario. Amar a una persona es decirle “tú nunca morirás en mi; tú debes existir; tú cuentas; el mundo sería un lugar triste e inacabado sin tí; el mundo es más bello, mi vida más feliz gracias a tu presencia…”

Cuando alguien o algo se vuelven importantes para otro, sobreviene en éste un brote de energías vitales. Port ello, cuando se ama, uno se rejuvenece y tiene la sensación de comenzar una nueva existencia en un mundo que, súbitamente y por encanto, se vuelve “maravilloso”. El amor es un estallido de vida y una sublime fuente de alegría, encanto y felicidad.

Las nuevas consignas y la nueva orientación de vida que Jesús nos deja en herencia, se convierten entonces en la negación de toda relación que se instaure con los parámetros y la lógica del poder y de la superioridad de unos sobre otros; así como la condena de todos los comportamientos y actitudes egoístas y predadoras que se desarrollan opuestas al camino de la responsabilidad, el cuidado, el respeto, la consideración, la atención amorosa al mundo humano y al mundo natural.

 

El genio y la originalidad de Jesús consiste en haber comprendido que los humanos nos sentimos mucho mejor dotados y felices en un mundo (o una sociedad) guiado por las fuerzas y actitudes del amor, la compasión y el servicio, que por las del poder, la violencia y la opresión. De suerte que, para Jesús, la humanidad realizará un enorme salto evolutivo cuando haya integrado en sus convicciones y prácticas el valor de la disponibilidad, el servicio y el amor gratuito y desinteresado de los unos para con los otros.

 

En este Jueves Santo, los cristianos somos pues invitados a recorrer, ahora nosotros, el camino por el que Jesús marchó, y a asimilar en nuestra vida las actitudes interiores que hicieron de él el buen pan que ha sido para todos. “Yo les he dado el ejemplo, nos dice también esta tarde, para que se amen los unos a los otros como yo los he amado”.

Pienso que la realización de este modelo de amor y de servicio es, para los humanos de hoy, la única manera de realizar y salvar el mundo que habitamos.  

 

Bruno Mori 

 

Traducción de Ernesto Baquer

 


 

Quién, ¿qué conduce nuestra vida?

 

(4º dom. de Pascua, B – Jn.10, 11-18) 

 

La imagen del Buen Pastor aplicada a Jesús es, indudablemente, la más conocida y amada por los cristianos.

En el Evangelio de Juan, la conducta de Jesús, antes de representarla con la imagen del “buen pastor”, la describe como la “puerta”. El pasaje de hoy sólo nos presenta la segunda imagen, la del pastor, pero las dos hemos de considerarlas unidas.

La puerta no se mueve, está inmóvil, siempre en el mismo lugar. Podemos usarla para entrar, para salir y permanecer afuera. Cuando la necesitamos, la puerta nos acoge y nos protege. Podemos cerrarla o dejarla abierta. Está siempre allí para nosotros. Está siempre allí cuando la necesitamos.

Todos necesitamos encontrar “personas-puerta”: personas que estén siempre allí para nosotros. Que estén prontas para acogernos, escucharnos y amarnos, sin juzgarnos ni condenarnos, sea lo que sea que hayamos hecho o estemos haciendo. Jesús es una persona así. También nosotros, en cuanto discípulos, estamos llamados a ser o a convertirnos en este tipo de individuos que vive con el corazón y los brazos, siempre abiertos, siempre dispuestos a escuchar, ayudar, reconfortar, apoyar y levantar a aquellos que querrían tirar la esponja ante las pruebas, dificultades y sufrimientos de la existencia. Y eso para que continúen creyendo en la presencia en su vida de un Misterio de amor que los sostiene y los acompañará siempre.

El Evangelio nos invita a continuación a ser “pastores, es decir gente que “cuida” de los otros y de todas las criaturas que nos rodean. Invitación que nos llega precisamente en este tiempo de Covid, cuando nuestra salud depende de la capacidad de cada uno de nosotros, en prestar atención, cuidar y preocuparse del bienestar y la salud de todos los demás.

Por tanto estamos llamados a ser para todos puertas y pastores. Todos tenemos un rol de responsabilidad, solidaridad, guía, hacernos cargo y cuidado recíprocos. Ya sea que juntos vivamos unidos, preocupados y responsables los unos de los otros,. Ya sea que juntos, perezcamos.

Ha llegado el momento de que nos planteemos: ¿quién es el pastor de nuestra vida? ¿A quién le confiamos ahora nuestra existencia? ¿Cuáles son los valores que la orientan? ¿Qué o cuales los modelos que la inspiran? ¿El éxito, el poder, la celebridad, el dinero, el saqueo, el pillaje, el destrozo del planeta para producir más, poseer más y para consumir con desmesura… y sin reparar en las consecuencias? ¿O más bien es la disponibilidad, el servicio, la abnegación, el altruismo, el respeto, la gratuidad y la generosidad del darse, la atención afectuosa y atenta con nuestros hermanos humanos y con el Planeta?

Según ustedes, ¿cuál de esas dos actitudes vuelve la vida de una persona, mejor y más realizada a los ojos de los hombres y a los ojos de Dios? ¿Cuál será la más apta para asegurar el bienestar y la felicidad personales, así como el futuro de nuestra sociedad y nuestro mundo?

El evangelio del Buen Pastor de este domingo, en el que Jesús dice dos veces: “Yo doy mi vida por mis ovejas”, quiere por tanto confiarnos a cada uno de nosotros un mensaje muy simple pero de capital importancia para la cualidad de nuestra existencia cristiana y humana. Sólo si tú estás dispuesto a vivir tu vida preocupándote de la de los otros, tú podrás salvar y culminar plenamente la tuya…

 Bruno Mori –  21 abril 2021 

 

Traducción de Ernesto Baquer