lundi 21 août 2017

EL TRIGO Y LA CIZAÑA – NO JUZGUEN- Mt.13, 24-30



(16° tiempo  ord. A  - 2017)

Original francés: http://brunomori39.blogspot.com.uy/2017/08/le-bon-grain-et-livraie-ne-pas-juger.html.

La parábola del trigo y la cizaña es una de las más representativas del pensamiento de Jesús. En ella, el profeta de Nazaret busca hacernos entender que, en el mundo en que vivimos, es imposible separar y conocer con certeza lo bueno y lo malo. Jesús quiere enseñarnos que los hombres no poseemos semejante poder, porque eso requeriría conocimientos que nunca podremos tener. Adán y Eva fueron arrojados del Edén porque quisieron apropiarse de esa prerrogativa propia de Dios: tener el conocimiento del bien y del mal y poder juzgar según ese conocimiento. Incluso Dios, nos dice Jesús, no lo hace, y no juzga ni condena a nadie (Jn 5,22; 8,15).  Asume todo, acepta todo, tolera y soporta todo. Permite cohabitar, vivir, desarrollarse y crecer juntos el bien y el mal, lo bueno y lo malo, lo puro y lo impuro, lo que se ajusta y lo que no, el trigo y la cizaña. Sigue haciendo salir el sol y caer la lluvia sobre buenos y malos, justos e injustos. No se toma a mal si la buena semilla que ha derramado a manos llenas en el campo del mundo no alcanza todos los resultados esperados, porque sabe que es inevitable que caiga a veces entre espinas y piedras que pueden reducir o impedir su crecimiento.

Aquí Jesús quiere poner en guardia a sus discípulos contra la tentación del perfeccionismo, del puritanismo y de la ideología, presentes en todo sistema humano de poder, tanto civil como religioso y que consiste en la pretensión de saber y por tanto seleccionar entre lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso, y por ello, dividir el mundo en categorías y clases distintas y opuestas: nosotros y los demás.

Nosotros, los buenos, los puros, los elegidos, los fieles, los salvados. Nosotros, del  lado de Dios, de la verdad, de la virtud, de la moral, de la justicia, de la Ley, de la verdadera religión y el buen partido político.

Y los otros: los malvados, los malos, los impuros, los pecadores, los infieles, los que no piensan como nosotros, no actúan como nosotros, no tienen nuestra cultura, no son de nuestra raza, de nuestro clan, de nuestra religión y que, en consecuencia, hay que alejarlos, apartarlos, reducirlos al silencio, excluirlos, erradicarlos de nuestro terreno como mala hierba, porque:
  • nos molestan, cuestionan nuestras creencias, nuestra religión, nuestra cultura; invaden nuestro espacio vital; vienen a quitarnos nuestros empleos, consumir nuestros recursos;
  • son una amenaza a nuestra forma de vida, nuestra seguridad y la tranquilidad social, política, religiosa e intelectual;
  • nos obligan a confrontarnos, compararnos, revisar nuestras costumbres, nuestros principios, a relativizar y cuestionar valores y verdades que creíamos absolutas e inalterables;
  • desestabilizan nuestras leyes, nuestras tradiciones, nuestros dogmas y convicciones establecidas…

Por todo ello, tenemos el derecho, en nombre de Dios, la religión, la verdad, la paz, de combatirlos y extirparlos, como una mala hierba que ha echado raíces en el suelo fértil de nuestra existencia.

Este tipo de razonamiento, integrado por distorsión sicológica, miedo, inseguridad, fanatismo y sobre todo ignorancia, es lo que ha justificado, a lo largo de la historia humana, todas las aberraciones de los regímenes totalitarios y todos los horrores y atrocidades perpetradas en nombre de una ideología tanto política como religiosa.

En cada sistema totalitario, las malas hierbas a arrancar son casi siempre identificadas con la "diferencia" de ideas que produce confrontación y oposición, por supuesto, pero que es también manifestación de un impulso y un anhelo de libertad. Pero la ideología soporta mal la libertad, sobre todo la libertad de pensamiento.  La ideología se regula y funciona con el principio de la conformidad y de la uniformidad totales: un solo jefe, un solo poder, una sola idea, una sola fidelidad, un solo Dios, el nuestro. Todo lo que no entre en ese esquema hay que descartarlo.

Aquí Jesús nos enseña que toda ideología, todo gobierno y toda religión que se creen mejores y superiores a las demás, necesariamente se convierten en agresivas y peligrosas, porque son productoras de clases, de diferencias, de desigualdades y por tanto de confrontaciones y hostilidades.

En esta parábola de la cizaña Jesús pretende hacernos entender a sus discípulos que, en el mundo nuevo a construir, nunca debemos tratar de excluir a nadie, como tendían a hacerlo; sino que nuestra tarea consistirá desde ya, en ponernos en las esquinas para recuperar a todo el mundo sin distinción,  y que, incluso la chusma puede encontrar lugar en la sala del banquete  (Mt.22,8-10; Lc.14,13-21).  También nos enseña que el único mal que debemos intentar arrancar de la tierra de nuestra existencia, es esa sed de poder que causa todos los sufrimientos.

Por eso Jesús exhorta a sus discípulos a abstenernos siempre de todo juicio. Según el Nazareno, el juzgar es una función reservada exclusivamente a Dios, que sin embargo nunca ejerce, porque siempre la reemplaza por su misericordia. Para Jesús, el ser humano no tiene ni el derecho, ni el poder, ni la autoridad, ni la capacidad, ni las competencias, ni los conocimientos necesarios para juzgar.

Todo juicio es una apropiación de poder que no tenemos; es una presunción arrogante de conocer las variaciones complejas del error y de la verdad, del bien y del mal en la sociedad humana. Por eso, quien se arroga el poder de juzgar al otro, en realidad sólo proclama y manifiesta la enormidad de su ego, la superficialidad de sus conocimientos y lo extenso de su estupidez. El hombre que juzga sólo es un sicótico que se ilusiona sobre su verdadera identidad. Porque cuando juzga a otro, se define como el metro con el que mide a todos los demás. Cuando juzga todo lo refiere a él: "Tú no eres como yo; tú no tienes mis ideas; no tienes mi fe, no tienes mi religión, no crees en el mismo Dios; no obras como yo, no tienes mis costumbres; tú eres de otro partido, otro país; tú eres diferente, para mí no eres bueno; no me gustas, no te puedo aceptar; no te doy mi conformidad; estás en el error; nunca me pondré de acuerdo contigo, nunca podré ser tu amigo; me das miedo, me perturbas, me desestabilizas, cuestionas mis creencias y todo lo que constituye mi seguridad; tú pones en duda la solidez de la estructura del mundo al que pertenezco, la verdad del escenario sobrenatural, religioso y simbólico que me he construido y que me permite vivir en paz conmigo mismo y con Dios, de quien espera un día mi salvación eterna".

Evidentemente es más fácil para nosotros juzgar al otro, acusarlo de peligroso, malo, infiel, hereje, fuera de toda norma, que cuestionar nuestros valores y convicciones; que profundizar nuestros conocimientos y creencias; que reconsiderar nuestra postura religiosa y espiritual y rever nuestras relaciones con la autoridad religiosa, así como nuestra visión del mundo y de Dios.

Para los que juzgan, es más tranquilizador y menos fatigoso obedecer ciegamente los imperativos de la autoridad establecida y las obligaciones que imponen sus dogmas, que correr el riesgo de una fe personal, adulta, crítica y esclarecida; que asumir la penosa elección de la libertad de pensamiento. Es mucho más tranquilizador, para nuestra moral y nuestra tranquilidad, creer sin pensar, que pensar a riesgo de no creer (como antes).

El juicio, con mucha frecuencia, es cómplice de nuestra laxitud y nuestra pereza. Porque una vez que hemos proferido un juicio y aceptado al otro como equivocado y culpable, quienes juzguemos podemos seguir viviendo en paz, sin reprocharnos nada y sin cambiar nada en nuestra vida. Es que, una vez ubicado al otro en la falta y el error, el juez se puede glorificar de su justicia y continuar alimentándose de sus propias convicciones. Y así el juicio se convierte en una estrategia de protección y justificación del grano estéril y podrido en que se ha convertido el juez. Así, detrás del juicio se esconde tanto la presunción de una omnipotencia espantosa, como la manifestación de una suprema estupidez.

Si hay algo que entristece hoy a los católicos de buena voluntad, es constatar que la Iglesia se atribuya todavía el derecho de juzgar, considerándolo un poder y una prerrogativa que le vienen directamente de su estatuto se Institución de origen divino. El Derecho Canónico afirma, como si fuese lo más normal del mundo, que la Iglesia tiene el derecho de juzgar y "el derecho innato y propio de castigar con sanciones penales a los fieles que cometen delitos" (canon 1311).

Se nos hace difícil a los cristianos de nuestra época olvidar que, durante siglos, nuestra Iglesia incluso se dotó de un organismo interno, no solo de juicio, sino de inquisición y búsqueda explícita y violenta de los desvíos, disidencias, faltas y errores, con el fin de encadenarlos y quemarlos literalmente, como malas hierbas, en el fuego de la hoguera.

Todavía hoy siguen esas viejas actitudes inquisitoriales, aunque de manera menos bárbara y sañuda, causando numerosas víctimas en la Iglesia. Pensamos en todos esos pensadores influyentes, esos grandes teólogos que a lo largo de los dos últimos siglos han sido destituidos por el Santo Oficio (el nuevo nombre de la Inquisición) de sus Facultades y privados del derecho a enseñar. Pensamos en todos los sacerdotes echados de su orden, degradados, a quienes se les ha prohibido la predicación, la celebración de los sacramentos, el ministerio, por el solo hecho de enamorarse de una mujer y haberse casado con ella. Pensamos en los divorciados vueltos a casar; en las personas homosexuales que viven juntos. En las parejas cristianas no casadas; en las mujeres que abortaron; en las jóvenes que utilizan regularmente la píldora u otros medios anticonceptivos y que se les etiqueta de inmorales, viciosas, promiscuas…

A todo ese vasto mundo, la Iglesia católica lo considera, por desgracia, culpable, transgresor, malo; los juzga como pecadores públicos, cristianos de rango inferior; los declara en estado de pecado mortal y por tanto en peligro de condenación eterna, y busca alejarlos de los demás fieles, excluirlos de los sacramentos; apenas los tolera; hacia quienes autoriza, todo lo más, a tener piedad y algo de misericordia. Pero a los que no se les concede el derecho de integrarse totalmente en una asamblea eucarística; de sentirse en plena comunión con sus hermanos cristianos y de permitirles manifestar esa comunión con el gesto sacramental de comulgar con el Cuerpo del Señor.

Para la Iglesia, esas categorías de personas todavía son la cizaña que hay que erradicar para no contaminar el trigo bueno y preservar la pureza de la estructura.

Pienso que todo el tiempo que esta Iglesia continúe considerando como normal y sagrada su estructura imperial, basada en un sistema de poder totalitario, concentrado en las manos de un monarca absoluto [i], no sólo estará en oposición al espíritu del Evangelio y será infiel a la voluntad de Aquel de quien presume  ser su presencia visible en este mundo, sino que permanecerá esclava de las expresiones típicas de ese tipo de régimen que hoy se muestran como totalmente anacrónicas, por incompatibles con los logros liberadores de las ciencias humanas modernas.

En el mundo del siglo XXI, donde el comportamiento del individuo y las relaciones entre personas, son desde ahora regidas, inspiradas y protegidas, por innumerables leyes, declaraciones y estatutos, que garantizan la inviolabilidad absoluta de la persona, así como toda clase de derechos, libertades, e inmunidades, una Institución que pretende todavía controlar el pensamiento de los individuos, que busca determinar e imponer los contenidos de sus creencias, las condiciones de moralidad de sus acciones, que se arroga el derecho de juzgar, en nombre de Dios, los contenidos del bien y del mal, de la verdad y del error, una Institución así sólo puede derivar inevitablemente hacia la descalificación y la insignificancia.

Bruno Mori
(Traducción de Ernesto Baquer )  
[i] El romano Pontífice, en expresión del Código de Derecho Canónico "posee en la Iglesia el poder ordinario, supremo, pleno, inmediato y universal que puede siempre ejercer libremente (can 331 y 332) y contra cuyas sentencias o decretos no caben apelación ni recurso posibles ( can 333, &3 ).





REFLEXIONES EN LA FIESTA DE LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR



(Mt 17,1-9)

Original francés: http://brunomori39.blogspot.com.uy/2017/08/reflexions-occasion-de-la-fete-de-la.html.

Jesús de Nazaret obró una verdadera revolución en el pensamiento religioso de la humanidad: hizo "profana" toda religión, para hacer "sagrada" toda persona.

Etimológicamente la palabra "sagrado" indica todo lo que se sustrae del uso común, que se ha "separado" del mundo profano, excluido del mundo de los hombres, para colocarlo del lado del mundo de los dioses.  Por tanto, lo sagrado concierne principalmente a las religiones que tienen que ver con Dios. Habitualmente las religiones han puesto el concepto de "sagrado" en los instrumentos que utilizan para relacionarse con la divinidad. Así consideran sagrados templos, catedrales, iglesias, campanas; objetos de culto, como vestimentas, altar, cáliz, tabernáculo, libros santos (la Biblia), imágenes santas, el crucifijo, estatuas, reliquias, algunas categorías de personas consagradas (sacerdotes, obispos, papas, monjes, religiosos y religiosas). En otras palabras, la religión ha sacralizado cosas, gestos y funciones en las que cree detectar la capacidad de hacer presente el poder y la acción de Dios en nuestro mundo y  por tanto los considera intermediarios válidos para ayudar a los simples mortales a ponerse en relación con la divinidad.

Pero cuando leemos los evangelios y reflexionamos sobre la manera de pensar y actuar de Jesús de Nazaret, nos sorprende constatar que, no sólo esa "sacralización" tan cara a las religiones no tiene sentido para él, sino que la combatió con todas sus fuerzas, descalificándola siempre que tuvo ocasión. Y así nunca Jesús tuvo ni adhesión ni veneración especial para el Templo de Jerusalén y el culto y los sacrificios que en él se realizaban. El Templo, considerado hasta entonces como el único lugar de la presencia de Dios en medio de su pueblo, Jesús lo consideró como guarida de ladrones, sin valor alguno y algo superfluo para entablar una verdadera relación con Dios (Jn 4,21-25). El esplendor, la majestad, la grandeza de esa construcción, sólo son para Jesús el signo sin porvenir del orgullo y la megalomanía humanas. Por tanto, provocador e inútil. Un día será destruido y reducido a un montón de ruinas (Mc.13,1-3).

Por si fuera poco, constatamos en los evangelios que los representantes oficiales de la religión y lo sagrado, escribas, fariseos, sacerdotes, sumos sacerdotes, etc., son presentados siempre como clases hostiles a Jesús, como sus acusadores y responsables de su condena y su muerte. De tal suerte que es verdad decir que Jesús fue matado porque descalificó y negó la importancia y la "sacralidad" del Templo y de la religión como medios de santificación, justicia y salvación.

En otras palabras, Jesús fue eliminado por sostener que el encuentro con Dios ya no se realiza a través de arquitecturas fastuosas, de instituciones religiosas, de sus ritos, sacrificios, leyes, normas, sacerdotes consagrados y ordenados. Jesús dio y perdió su vida por creer y enseñar que Dios está presente, no en las cosas y las funciones, sino en las personas; por anunciar que el único templo donde Dios habita, con toda su gloria y esplendor, es el corazón del hombre[i]. Esta convicción del Nazareno no sólo está en el centro de toda su predicación, sino que constituye la novedad más revolucionaria de su mensaje, que trastoca de arriba abajo tanto nuestra idea de Dios como nuestra idea del hombre.

La revolución que Jesús logró consiste en el hecho de haber sacado a Dios de la religión, de lo sagrado y lo maravilloso, para colocarlo en el ser humano y el mundo  que habitamos. Según Jesús, es el ser humano lo sagrado, la maravilla y el lugar privilegiado de la presencia y la acción del espíritu de Dios en el mundo. Así Jesús nos reveló que el único lugar donde podemos verdaderamente encontrar a su Dios y establecer una relación con El, es en el ser humano, sobre todo en el que más necesita nuestra atención y nuestro amor.  Al punto de que todo lo que le hagamos a un ser humano, se lo hacemos al mismo Dios. Siempre y sin excepción. Incluso en el delincuente, encerrado en la prisión, Dios está presente: "Yo estaba preso y ustedes vinieron a verme…"

Fue la increíble novedad de esta revelación lo que impresionó a los primeros discípulos de Jesús y el origen de gran éxito del movimiento cristiano entre los sencillos, pobres y oprimidos, a lo largo de los tres primeros siglos.

En los evangelios, encontramos las huellas y los ecos de esta gran impresión que el paso y el mensaje de Jesús suscitaron entre los que lo escucharon y siguieron. Los discípulos de Jesús, que nos han dejado los cuatro relatos evangélicos, nos comparten las conclusiones a que llegaron después de haber reflexionado sobre la vida y la enseñanza de su Maestro. Unánimemente nos dicen que, si todo ser humano de buena voluntad es un "hijo de Dios", Jesús lo fue más que nadie. Si es verdad que, según la enseñanza del Maestro, Dios está presente en cada ser humano, Dios debió estar presente muy especialmente en ese "hijo del hombre", en la vida, la actividad y el espíritu de quien ellos habían podido constatar los extraordinarios frutos de humanidad, bondad y amor producidos por esa divina presencia.

Por esa razón, los evangelios presentan a Jesús como un hombre impregnado de Dios, habitado por Dios, unido a Dios, una sola cosa con Dios, que es como el hijo querido de un Padre que pone en ese hijo "todo su amor y su complacencia". A través de ese hombre, Dios se manifiesta, habla, hace entender sus actitudes y sentimientos, transmite su voluntad. Los evangelios, al contarnos la vida y poner de relieve la extraordinaria calidad humana de ese "hijo de Dios", plenamente "hijo del hombre", nos indican qué clase de humanos debemos ser por nuestra parte, y qué calidad de humanidad debemos realizar en nuestra vida, para ser, como Jesús, portadores ejemplares y lugar privilegiado de la presencia de Dios en nuestro mundo.

Los evangelios, que son obras catequéticas, para explicar e ilustrar a los cristianos de su época, que Jesús es una obra maestra de humanidad, un hombre lleno de Dios, un espejo particularmente perfeccionado para irradiar su amor y reflejar su presencia y su acción en nuestro mundo, crearon el escenario especialmente maravilloso e impresionante de la "transfiguración", con  una escenificación compuesta de elementos sacados de las teofanías del A.T. y en la que Jesús ( como un nuevo Moisés)  se muestra como totalmente iluminado y transformado en su humanidad por el Dios que habita en él.

Asistimos  aquí al mismo procedimiento literario que encontramos en los relatos del nacimiento y la infancia de Jesús, desbordantes de elementos sobrenaturales, milagrosos y fantásticos,  que no tienen otro fin que hacer comprender e ilustrar el hecho de que, si en el Universo, lo "divino" (Dios) se derrama y actúa en todas partes, es sobre todo en lo que hay de más  "humano" en el mundo donde este “divino” se manifiesta con más evidencia: un bebé, un niño, es decir un ser en condiciones de fragilidad, vulnerabilidad, pobreza y dependencia totales.

De todo lo cual debemos deducir que nosotros, los cristianos, no debemos buscar en los evangelios como divinizarnos (todos somos ya de antemano portadores de la presencia divina en este mundo), sino como humanizarnos. Debemos comprender que el cristianismo no es una religión que busca principalmente conectar el hombre con Dios, sino un movimiento espiritual que busca conectar el hombre con el hombre, para humanizarlo y transfigurarlo siempre más, por medio del amor, ayudándolo a liberarse de sus impulsos deshumanizadores y destructores de su verdadera identidad.


Bruno Mori
(Traducción de Ernesto Baquer )  



[i] Cfr. también 1Cor. 3,16-17; 1Cor. 6,19.




samedi 5 août 2017

FIESTA DE LA TRINIDAD, UN AMOR QUE SÓLO ES TERNURA



Original francés en: http://brunomori39.blogspot.com.uy/2017/06/fete-dela-trinite-un-amour-qui-nest-que.html.

La teología católica describe a Dios como una Trinidad de personas iguales y distintas en perpetua relación. Esta manera de presentar a Dios, difícil de captar, apenas interesa a los cristianos de nuestro tiempo, que prefieren volver a los Evangelios y recuperar más bien la descripción de Dios que nos dejó Jesús, utilizando la imagen del Padre, resumida por Juan el evangelista en la afirmación de que Dios es Amor. En efecto, en los evangelios Jesús habla de Dios como de un Amor que se entrega a todos en total y absoluta gratuidad.

Hoy, elegí, en esta fiesta de la Trinidad, hablar con ustedes de Dios, pero desarrollando el tema de su amor que se manifiesta siempre con relaciones impregnadas de ternura. Evidentemente hay diferentes formas de ternura (la de los padres, la de hermanos y hermanas, la de los amigos, la de la pareja que se ama, etc.) Puesto que la mayoría de las personas aquí presentes son parejas casadas, puede interesarnos aprovechar esta fiesta para reflexionar juntos sobre esa cualidad del amor y ver hasta qué punto nuestras relaciones de pareja son a imagen de la ternura que hay en Dios.

Leonardo Boff acertadamente observa que el amor es la fuerza que hace rodar el mundo, hace vivir a los seres y es para todos fuente de felicidad y realización. Con ocasión de los encuentros, se manifiestan atracciones, afinidades, nacen sentimientos, apegos, pasiones, amores que, con frecuencia, conducen al matrimonio o a otros tipos de uniones estables.

Pero como se trata de dos libertades que se encuentran, nota Boff, dichas uniones siempre están sometidas a lo imponderable de los acontecimientos, el devenir y las debilidades de las personas. Ningún amor está asegurado para siempre, porque ninguna realidad está instaurada y fijada de una sola vez. Cada uno de nosotros vive en una interrelación constante con el mundo, y ese intercambio continuo necesariamente nos afecta y nos transforma sin saberlo. Nuestras relaciones amorosas sufren también los contragolpes de nuestros cambios.

En el matrimonio, al cabo de cierto tiempo, la llama de la pasión se reduce y se agota, la vida cotidiana se instala, con su rutina gris y monótona. La atención de los primeros tiempos con palabras dulces, gestos tiernos y delicadezas recíprocas desciende; baja el romanticismo, nos volvemos "ordinarios"; aparecen las primeras divergencias, los desacuerdos; surgen animosidades, altercados, resentimientos, frustraciones, insatisfacciones, cuestionamientos. Sucede también que, en la relación de pareja, se infiltran pasiones volcánicas, suscitadas por la atracción hacia otra persona. La vida de amor entre dos es compleja, laboriosa, llena de peripecias. Se asemeja a una obra en construcción, que se edifica, concreta proyectos, se disfruta, se instala confortablemente; pero que también se puede renovar, modificar, cambiar y demoler lo que antes se construyó.

Eso significa que el amor es un sentimiento tremendamente fuerte, pero también extremadamente frágil. ¿Qué es lo que le puede dar la fuerza de sobrevivir a las vicisitudes de la vida y a la usura del tiempo? Únicamente su capacidad de vibrar con los armónicos de la ternura. Si el amor es la flor que perfuma y embellece el jardín de nuestra existencia, la ternura es el suelo y el agua que le dan vida y vigor. Sin el agua de la ternura, la flor del amor se marchita y muere.

Para acercarse, comprenderse, comunicarse, dar y recibir amor y calor, la ternura no tiene igual. Los que se aman han de ser conscientes que si la sensualidad y la sexualidad permiten expresarse a la ternura, no garantizan sin embargo necesariamente la presencia de la ternura en una relación de pareja.

En la relación de pareja, no hay que confundir ternura con emoción o sobreexcitación del sentimiento hacia el otro. Este tipo de sensación es sólo la celebración sicológica del placer egoísta que el individuo siente en presencia de la persona que lo atrae físicamente. Con esta sensación, el individuo se queda encerrado en sí mismo y buscando su propia satisfacción. Está muy lejos de una actitud de ternura.

Finalmente ¿qué es la ternura?
La ternura es esa cualidad "divina" del amor de carácter gratuito. Es la actitud interior que impulsa al que ama a buscar solamente la felicidad del otro, y que nunca se transforma en un instrumento para dominar o explotar y satisfacer las propias necesidades. La ternura, es cuando aceptamos al otro en su alteridad. Cuando uno se deja tocar por la historia de su vida y la quiere acoger totalmente en la nuestra. Es amar al otro tal cual es. Es encontrarlo perfecto como es y desear que permanezca como tal por siempre, porque incluso sus defectos y debilidades nos enternecen.

La ternura nos remite a las primeras horas de nuestro nacimiento, cuando la mirada materna se posó sobre nosotros. Así la ternura es el sentimiento amoroso que guarda fundamentalmente las características y el recuerdo de esa mirada maternal originaria. De suerte tal que, sólo hay ternura cuando el amor que siento por el otro es capaz de descentrarme de mí mismo, para centrar mi vida en el otro y para transformarla en don para la felicidad del otro.

La ternura es cuando el otro se convierte para mí en un tesoro casi sagrado, al que me acerco tan sólo con respeto y asombro, tocado y conquistado por las riquezas que contiene.

La ternura es cuando la sola presencia del otro me llena de felicidad y me extasío en la mera contemplación de los rasgos de su rostro, que apenas me atrevo a acariciar, por miedo a disolver el encanto en que me ha sumergido.

La ternura es el amor que siento y ofrezco a la persona amada, para descubrir lo que ella es en sí misma; para descubrir el amor que me tiene y que yo quiero trasformar en fuente de plenitud y de felicidad para ella, más que para mí.

En la ternura yo vivo más a través de la vida del otro, que a través de la mía. Así sus pruebas, miedos, sufrimientos, éxitos, deseos, sueños, se convierten en mis pruebas, mis sufrimientos, mis éxitos, mis sueños.

De ahí por qué en la pareja que se ama, la cualidad, autenticidad y duración de su amor se verifican y garantizan con la presencia de la ternura. En la pareja, el amor sólo puede resistir la usura del tiempo si se transforma en ternura. La ternura se convierte entonces en el logro de un sueño de amor. O, como decía Jacques Salomé: "La ternura, es cuando la realidad consigue sobrepasar el sueño". "La ternura es un gesto que se hace caricia antes incluso de haberla recibido".

Pero la ternura necesita tiempo. Tiempo de encontrarse, mirarse, apreciarse, decirse, escuchar, atender, interesarse en el otro. Tiempo de dar y no siempre de pedir. Tener tiempo de estar el uno para el otro, de concederle atención. La ternura está en la entonación de la voz, la dulzura de las palabras, la nota de amor que le dejo sobre el mostrador de la cocina antes de salir a trabajar; en la rosa que le llevo, aunque no sea su aniversario; en la mirada chispeante con que la envuelvo; en las caricias espontáneas y a veces furtivas con las que revelo al otro que su presencia en este mundo es indispensable a mi felicidad y que el valor de su vida prevalece sobre la mía.

En una sociedad donde hay tanto egoísmo y violencia, la ternura humaniza nuestro mundo y lo vuelve soportable. Alguien decía que el futuro del mundo está en la ternura.

Por eso, el amor con el que Dios nos ama, al ser por principio un amor perfecto, sólo puede ser un amor de ternura. Por eso, en la vida de Jesús, ese amor se manifestó siempre como acogida incondicional, don total de sí mismo, incluso hasta la muerte; como respeto, valoración del otro, gratuidad, disponibilidad, servicio, compartir, compasión, perdón, etc., que han sido las diferentes maneras como el Maestro bajó para los demás la ternura de Dios.

Cuando nosotros amamos con un amor que ha sido capaz de transformarse en ternuras, entonces encarnamos verdaderamente el amor de Dios y nos convertimos en la manifestación más completa de su divina presencia en nuestro mundo.

 Bruno  Mori

(Traducción de Ernesto Baquer)


(Cfr. Leonardo Boff, La ternura: la savia del amor, en La Columna semanal de L Boff, 620, Koinonia)

REINVENTAR LA EUCARISTIA


(Reflexiones en el Jueves Santo 2017)


El jueves antes de la fiesta de Pascua, los cristianos celebramos el recuerdo de la última cena que Jesús tuvo con sus discípulos antes de ser ejecutado en una cruz. Última cena considerada e interpretada como rito o gesto sagrado, a través de cuyo simbolismo Jesús nos transmitió los valores de unidad, comunión, fraternidad  y servicio, que están en el centro de su mensaje.

En efecto, cuando comemos y bebemos alrededor de una mesa amistosa, nos transformamos en seres de relación, que manifiestan, con toda la fuerza de sus ansias más profundas, que estamos en total dependencia del mundo que nos rodea, y que, separados y abandonados a nosotros mismos, o encerrados en nuestra soledad, estaríamos instalados en el vacío, la carencia y la pobreza absolutos.
El simbolismo de la cena comporta en sí un significado que va más allá del simple hecho de comer, para convertirse en expresión humana de un fenómeno general y específico de la estructura del Universo en que vivimos. Porque, en nuestro mundo, todo lo que existe necesita constituirse en un estado de relación, conexión, dependencia, unidad, con todo lo demás, para subsistir y evolucionar hacia una complejidad y un perfeccionamiento siempre mayores.

Por eso, cuando llegamos a este mundo, dependemos totalmente de él. Entramos desnudos y con hambre, sometidos a un estado de indigencia y carencia flagrantes y, al mismo tiempo, confrontados a la urgencia de chupar, ingurgitar y avalar todo lo que está a nuestro alcance y que nos puede ofrecer el entorno. Dependencia necesaria para poder vivir, crecer, pasar a través de los periplos y peligros de la existencia, recorrer nuestro camino y realizar nuestro destino. Es una dependencia radical, que nos obliga a tender continuamente la mano para aferrarnos al mundo que nos tiene. Dependencia que nos impulsa a dejar continuamente abierta la puerta del corazón, el espíritu y los sentidos, para que se puedan diseñar y formar en nosotros los planes sobre los cuales construir el proyecto de una auténtica humanidad. Por ello necesitamos continuamente sentarnos a la mesa que el Universo nos prepara, para comulgar con todas sus criaturas.

La comida fraternal entonces, es la puesta en escena más emblemática y expresiva de este estado fundamental de dependencia y comunión con el mundo que nos permite vivir, desarrollarnos y realizarnos. Jesús lo había comprendido. Por esa razón escogió el gesto de la comida fraterna como el ritual que expresaba y encarnaba mejor los principios y valores del “Reino de Dios”, que esperaba realizar en la tierra, así como las actitudes que quería ver progresar en la existencia de sus discípulos.
Jesús soñaba con un mundo diferente del que vivía. Soñaba con un mundo construido sobre los principios de la fraternidad universal, la libertad, la justicia, el compartir, el respeto recíproco y el servicio en el amor. Soñaba un mundo donde fueran abolidos el poder y las jerarquías y donde todos los humanos fueran conscientes de su igualdad, grandeza y dignidad fundamentales. Soñaba con un mundo nuevo, semejante a un gran banquete de bodas al que todos estamos invitados, sin diferencia de raza, clase, sexo, cultura, creencias, estatus social; donde todos podamos sentarnos alrededor de la misma mesa para compartir la misma comida, comer en proporción con nuestra hambre, en un clima de aceptación recíproca, justicia y amistad.

Incluso aunque Jesús no hubiera fundado ninguna religión, podemos decir, en cierta forma, que fundó la “religión de la comida”. Lo que sí es seguro, es que él personalmente rompió con la religión de pueblo y de sus antepasados, porque ésta, al establecer normas de justicia, santidad y pureza, al declarar impuros ciertos alimentos, al imponer ayunos, al crear castas, jerarquías, clases de puros e impuros, volvían difícil, si no imposible, la realización de su sueño, porque excluía sectores enteros de personas del banquete del Reino.

Por su parte, las autoridades religiosas judías acusaban a Jesús de frecuentar y “comer con publicanos y pecadores”. Lo criticaban y denigraban por la importancia que le daba a la atmósfera amigable de las comidas, y al placer que le producía sentarse en una buena mesa cada vez que tenía ocasión o que lo invitaban.

Así pues, la comida, imagen del Reino de Dios y de un mundo nuevo, construido sobre los valores de la comunión con todos los hombres, de la dependencia de los frutos de la Tierra, Madre nutricia que nos dio a luz y nos alimenta; la comida, signo por excelencia del compartir;  signo de la fraternidad, la igualdad, la amistad en la alegría, la alabanza y la acción de gracias… la comida , ése es el gesto que Jesús eligió para ilustrar, por una parte, los valores básicos de su mensaje, y por otra, para transmitirlos concretamente a sus discípulos. Su mensaje es un alimento que nos hace crecer hacia el pleno desarrollo de nuestra humanidad.

Jesús, sintiendo cercana su muerte, quiso despedirse de sus discípulos con una comida. Al comer con ellos les pidió continuar haciéndolo en su memoria. “Cada vez que hagan esto –les dijo- cada vez que, como una gran familia, se reúnan ustedes para alimentarse y para alimentar a los que tienen hambre, en la unidad y el amor, olvidando las diferencias, aboliendo clases y divisiones, considerándose todos iguales e hijos del mismo Padre, entonces ustedes harán revivir mi espíritu; implantarán un nuevo estilo de vida; construirán una nueva sociedad, continuarán mi presencia, realizarán mi sueño”.

Fieles a esta consigna del Maestro, en una comida en sus casas, los primeros discípulos se reunían para hablar de Jesús; para rememorar lo que había hecho, para confrontarse a su modo de vida; para dejarse tocar por su ejemplo; para descubrir los valores que había vivido, para maravillarse de la extraordinaria novedad de su mensaje; para meditar sus palabras, para impregnarse de su espíritu… Todo ello para continuar su obra y obrar de tal manera que no hubiera muerto inútilmente.
Esas comidas se llamaban “agapes” (del griego «agapè» -amor gratuito), “fracción del pan”, o sencillamente “la cena del Señor”.

Durante los tres primeros siglos, la Cena del Señor era una comida espontánea en la que los cristianos querían hacer memoria, revivir y dar consistencia esa parte del Crucificado desaparecido que nunca podrá morir: su Espíritu. Durante los tres primeros siglos, no había catedrales, ni iglesias, ni sacerdotes, ni consagración, ni transubstanciación, ni “víctima inmolada sobre el altar del sacrificio eucarístico”. Sólo había discípulos enamorados, que, comiendo juntos, como había hecho Jesús y les había sugerido, buscaban ayudarse a vivir según el espíritu de su Maestro.

A partir del siglo IV las cosas se estropearon. La paz constantiniana y la subsiguiente transformación en religión y sistema de poder del movimiento espiritual surgido de la predicación del Profeta de Nazaret, es en gran parte responsable, tanto de la deformación de su pensamiento sobre la simbología de la comida como de la progresiva desaparición de las formas originales con las que se practicaba y vivía “la Cena del Señor”, en las comunidades cristianas de los tres primeros siglos.
Dieciocho siglos más tarde, nuestras “Misas” no son más que una pobre pantomima de la Cena del Señor. Las casas se transformaron en iglesias, la comida en “sacrificio”, el pan en hostias plastificadas, la mesa en altar; los convidados de antes vivos, ardientes, entusiastas y hambrientos, se transformaron en concentraciones de espectadores indolentes, apáticos, distraídos, apurados, desmotivados, a no ser por la obligación y el miedo del pecado.

Como si no bastara esa deformación, y para añadir una dosis suplementaria de incongruencia, la gestión y actuación de estas “misas-sacrificios” ahora están confiadas a la acción de los “sacerdotes”, una nueva casta cristiana de “sacrificadores” titulados, creada para cumplir, a lo largo de la misa, el acto sacrificial de la muerte de Jesús en cruz y para “consagrar” el pan y el vino que, mediante el efecto mágico de los poderes sacerdotales, transforma sus “substancias”  en la del cuerpo inmolado y la sangre derramada de Cristo, víctima inocente sacrificada en el altar de la Cruz.

Así, la Cena del Señor se transformó definitivamente en “sacrificio de reconciliación para el perdón de los pecados  y la salvación del mundo”[1]. Los convidados felices de otros tiempos, ardientes de fe y reconocimiento por pertenecer a la familia de los discípulos del Nazareno, se han transformado en asambleas de miserables pecadores, aplastados por el peso de la condenación y la culpa, acusados de ser los principales responsables de la muerte del Señor. “¡A causa de vuestras faltas y pecados, Cristo debió sufrir el sacrificio de la Cruz!”. Ese es el esperanzador estribillo que desde hace siglos la Iglesia no cesa de hacer resonar en los oídos de sus fieles.

Ahora bien, no es proclamando a los cuatro vientos que su rebaño está infectado y sus ovejas inexorablemente apestadas, como el pastor se dará la posibilidad de aumentar su rebaño y hacer progresar su tarea. ¿Podemos asombrarnos si nuestras misas hoy sufren deserciones sistemáticas? ¿Quién puede tener ganas de presentarse a unas asambleas litúrgicas si sabe que va a participar en un “sacrificio de reconciliación” para el perdón de los pecados? ¿Quién puede tener ganas de ir a una misa, cuando desde el inicio te hacen sentir que no vales nada, que eres sólo un ser miserable que únicamente puede implorar la piedad de Dios? ¿Dónde te piden golpearte el pecho y confesar ante Dios y tus hermanos que has pecado mucho en pensamiento, palabra, obra y omisión; ¿y eso por simple perfidia de tu parte, sin circunstancia atenuante alguna, sino sólo por tu culpa, por tu culpa, por tu gran culpa?

¿Quién puede tener ganas de ir a una misa dónde te impulsan a reconocer que no eres digno de comer en la mesa del Señor, porque se supone a priori que tú eres una mala persona, fundamentalmente anclada en el mal y el pecado?
¿Dónde en casi todos los textos y oraciones utilizados en el rito de la misa, no hacemos más que pedirle a Dios, con una monotonía patética, que nos perdone, que tenga piedad de nosotros, que nos rescate de la esclavitud del pecado, que nos libere de las tinieblas del mal y de la muerte en las que nos hemos hundido a causa de nuestra maldad?

¿Dónde se nos exhorta sin cesar a convertirnos, hacer penitencia, reconocer nuestra miseria, a luchar contra el espíritu del mal que está en nosotros; y a falta de algo mejor, ¿a abandonarnos a la misericordia de Dios?

Una liturgia impregnada de semejante actitud depresiva; de una percepción tan pesimista, alarmista, hipocondríaca y derrotista de nuestra naturaleza humana, ¿puede todavía atraer a gente a la misa dominical?

Además, ¿quién, podría interesarse hoy, en asistir a Misa, sabiendo (y debería saberlo si fue al catecismo de la Iglesia católica) que esa puesta en escena ritual tiene como principal fin hacer presente la bárbara ejecución de un condenado a la cruz?

¿Podemos concebir una deformación más completa? Nuestras actuales misas no tienen nada que ver con los ágapes fraternales organizados por las comunidades cristianas de los orígenes. Se han convertido en una amalgama de ritos y gestos fijos, fosilizados, anacrónicos, incomprensibles; apoyados en una falsa teología; expresión de una espiritualidad superada, dolorosa, culpabilizante, elitista, exclusivista, que sólo admite a los buenos, los justos, los conformes, los que están en “estado de gracia”.

Nuestras misas se han transformado en lo contrario de lo que deseaba Jesús. ¿No querría que las puertas del banquete del Reino se abrieran a las calles del mundo para que buenos y malos, justos y pecadores, sanos y enfermos, olvidados de la vida, divorciados vueltos a casar, mujeres que abortaron, trans, gays y lesbianas, todos puedan sentirse acogidos e invitados a sentarse y a disfrutar juntos en la mesa del mismo banquete?

De ahí la urgencia, no sólo de abandonar de una vez, la absurda teología sacrificial subyacente a nuestras eucaristías actuales, sino también de cambar de cabo a rabo su estructura ritual y simbólica, para recuperar el sentido original de la Cena del Señor.

Cuando hablo de recuperar la verdadera naturaleza de la cena del Señor, no me refiero sólo a la necesidad de recuperar el significado que le daban los cristianos de los orígenes, que interpretaban y vivían el simbolismo de la comida en el contexto de su cultura y según su visión y comprensión del mundo. En su mentalidad, la comunión a la que, con ese gesto, El Maestro quería orientarlos, era sobre y ante todo realizada mediante la actitud interior de la acogida indiscriminada explicitada en la bienvenida, la amistad, el perdón y el amor que los ponían en relación profunda y por tanto “en unión” con todos los hermanos humanos, sobre todo con los que son más difíciles de amar.

Cuando digo recuperar la verdadera naturaleza de la cena del Señor, quiero especialmente llamar la atención sobre otro tipo de “comunión” mucho más extensa y globalizante, a la que las gentes de la modernidad son muy sensibles. Me explico.

Para nosotros, la gente de la modernidad, que vivimos a más de veinte siglos de distancia de las primeras comunidades cristianas, que tenemos una mentalidad y cosmovisión totalmente diferentes y extremadamente evolucionadas, al estar enriquecidas por conocimientos múltiples aportados por las ciencias y los  descubrimientos modernos, para nosotros, ese deber de comunión con nuestros hermanos humanos, expresado por el simbolismo de la Cena del Señor, si bien es importante, ya no basta para expresar toda la gama de relaciones a emprender, vivir y cultivar en nuestro mundo.

Hoy, sabemos que la sola y única manera que tenemos de relacionarnos con nuestros semejantes y asegurar sus condiciones de vida, su bienestar y su salud, es que entablemos una comunión constante e indispensable con todas las demás estructuras animadas e inanimadas que componen la realidad global de nuestro Universo. Estar en  comunión con el Universo en el que vivimos, comporta  establecer una relación y una conexión esenciales de interdependencia y de unidad con él , en la que el asombro, el respeto, el cuidado, la aceptación amorosa de cada uno de sus componentes, va de la mano con la conciencia de que cada parte del Todo Cósmico sólo puede subsistir, evolucionar y desarrollarse salvaguardando relaciones de interacción, intercambio y, en definitiva, de profunda comunión con todas las demás partes.

Hoy, deberíamos celebrar nuestras eucaristías con ese espíritu y apoyarnos en un simbolismo totalmente renovado e inspirado en esta nueva visión y comprensión de la Realidad, a fin de poder expresar, tanto el deseo como la necesidad, de realizar y experimentar en nuestra vida todas esas formas nuevas de comunión.

Hemos de reconocer que la religión judeo-cristiana ha caminado totalmente en otra dirección. Se ha construido y desarrollado en una total indiferencia e incluso hostilidad con la naturaleza y el mundo material, y por tanto en un total desconocimiento de los lazos esenciales que unen los humanos al conjunto del Cosmos. Para esta religión, el hombre, habiendo salido directamente de las manos de Dios y estando destinado a volver a El, no sólo no debe adherirse al mundo material, esencialmente malo, sino que no le debe absolutamente nada, a no ser el deber de despreciarlo [2],  dominarlo, someterlo, utilizarlo y explotarlo para satisfacer sus deseos y necesidades.

La religión judeo-cristiana se ha ocupado exclusivamente de gestionar, por un lado, las relaciones de los humanos entre sí y, por otro, de organizar y mantener las relaciones de estos últimos con el mundo sobrenatural de Dios. Nunca, nuestra religión, se ha interesado en cultivar la relación del hombre con el mundo material o natural, sino al contrario, la ha considerado siempre indigna del interés y el amor del hombre.

Hoy, los hombres del siglo XXI ya no encuentran en el lenguaje mítico y el bagaje simbólico elaborado por esta religión, a lo largo de tres milenios, los signos y símbolos adecuados para expresar sus nuevas sensibilidades, nuevas preocupaciones, nuevos conocimientos, nueva visión del mundo, así como su nueva manera de concebir a Dios. La gente de la modernidad es incapaz de aceptar la idea tradicional de Dios presentada por la Religión: un Dios antropomórfico, un tipo de rey  supremo, señor de los señores, que habita allá arriba, en el cielo, fuera de este mundo, en una trascendencia absoluta, que lo dirige todo, vigila todo, que exige adoración y total sumisión, bajo pena de castigo y condenación.

La mayoría de la gente de nuestra época sabe y siente que ese Dios, propuesto e impuesto por el cristianismo tradicional, es tanto el producto de una imaginación primitiva, como de las exigencias dominadoras y opresoras de las autoridades religiosas. El Dios de la modernidad no habla ya a través de los oráculos de los profetas; ya no se revela a través de las teofanías o las palabras de las Escrituras Sagradas; ni a través de los milagros de Jesús; ni a través el contenido de los dogmas de fe; ni a través de las encíclicas y bullas de los papas romanos.

Para la gente de la modernidad, sólo el Universo es el lugar de la verdadera y única revelación de Dios. El Dios que se manifiesta en el Universo ha perdido completamente su connotación antropomórfica. Se percibe ahora como el Misterio Último de la realidad; como la dimensión más profunda del Cosmos; como el corazón que lo hace latir; como la Energía Última que lo sostiene; como el Espíritu y el Alma que lo mantienen vivo; como una Atracción a cuyo alrededor todo gravita, que lo atrae todo, lo invade todo, lo conecta todo, a fin de elaborar la inmensa arquitectura cósmica compuesta por centenares de millones de galaxias.

Los astrofísicos están cada vez más inclinados a pensar que el ser humano representa la apoteosis del proceso de nacimiento y evolución del Universo y su recapitulación más completa. Creen que, a través del Hombre, el Universo ha conseguido tomar conciencia de sí mismo y maravillarse ante su sublime armonía y su increíble belleza.

También nosotros, los cristianos modernos, nos inclinamos a creer que el ser humano apareció en nuestro Mundo como el lugar de una presencia especialmente intensa y de una manifestación especialmente sorprendente de las fuerzas y campos originales de atracción que están en el origen de la estructuración, la complejidad y la diversidad de la materia. Nos gusta pensar que, en el hombre, esas fuerzas cósmicas que atraen y unen todos los campos energéticos, se han sublimado en movimientos espirituales de relación y comunión conscientes y libres, responsables del surgir del sentimiento del Amor en nuestro mundo.

Si la ciencia nos impulsa a admitir que, la Realidad Última (que llamamos Dios) expresa todo su poder y su grandeza a través de las peripecias evolutivas de un Universo que se despliega sin límites en el espacio-tiempo, pensamos que ha sido sobre todo en las profundidades del corazón humano donde ha conseguido dar a las fuerzas que sostienen el Universo, el perfume de la ternura y el rostro del Amor.

Si la religión cristiana quiere hoy ofrecer a sus adeptos verdaderas eucaristías de “comunión”, no le queda más remedio que desembarazarse del bagaje simbólico antiguo y de inventarse uno nuevo, conforme a la sensibilidad y la mentalidad moderna. Este nuevo simbolismo debe buscarse allí donde las gentes de la modernidad ven y encuentran los signos de una Presencia benévola y amical que los atrae y los inspira a abrirse a un mundo que sólo puede realizarse y evolucionar correctamente si está sostenido y secundado por las fuerzas espirituales del amor.

Pienso pues, que sólo los gestos que nos pongan en relación tanto con la belleza del Universo, como con la unidad e interdependencia de todo lo que contiene y con el misterio del amor plantado en las profundidades del alma humana, serán capaces de tocar nuestro corazón y nuestro espíritu y  ponernos en un estado de asombro, adoración, pertenencia, fusión y, finalmente, de comunión amorosa con Dios y con todas las criaturas.

En pocas palabras, la persona religiosa de hoy ya no descubre ni encuentra a Dios en las iglesias y sus ritos,  sino, en primero lugar,  en la globalidad de la creación (el Cosmos - La Naturaleza), que ha llegado a ser para los humanos el único “Libro Sagrado” de la revelación de Dios. En segundo lugar, encuentra a Dios en las profundidades de su alma donde reside el secreto de su verdadera identidad y la fuente de todo verdadero amor .

Por tanto, no están equivocados los pensadores que afirman que hoy, en nuestro mundo post-moderno, ya no se encuentra a Dios en la religión, sino sólo en la espiritualidad. Una espiritualidad entendida como postura interior profunda del individuo, por la que éste se vuelve sensible y vulnerable tanto a la belleza como a la fealdad del mundo; tanto a la felicidad como a la desgracia de sus criaturas.

Entonces, tendremos que encontrar un día la valentía de salir de nuestras iglesias, si queremos celebrar verdaderas eucaristías de acción de gracias y de “comunión”. Tendremos que crear a inventar “medios” más cautivantes, lugares más inspiradores, más propicios al silencio, a la reflexión, a la introspección, capaces de ayudarnos a recorrer el camino que conduce al interior de nosotros mismos, allí donde está esculpida la imagen de nuestra verdadera identidad; allí donde la corriente benévola de la evolución cósmica ha hecho nacer en nosotros la fuente del Amor.

Tendremos que encontrar sitios más “naturales”, donde los rasgos de la Realidad Original (que acostumbrábamos a llamar “Dios”) son más evidentes; donde podamos alimentarnos y abrevar en el Misterio de una Energía amorosa que se ofrece a nosotros en todas partes, que nos hace señales por doquier a través de la mágica belleza de un mundo que hizo surgir de la nada y donde El habita.

En estas nuevas eucaristías celebradas, (¡por qué no!)  en la naturaleza, el campo, los jardines, parques, bosques, en la orilla de un río; en una playa; frente a la inmensidad del océano, en un recorrido de alta montaña, al amanecer o al ocaso del sol; en el silencio de una noche estrellada; en un laboratorio de investigación, en una clínica de maternidad… es posible que podamos oír con particular intensidad la voz de esa divina Presencia que habla a nuestro espíritu y nuestro corazón el lenguaje, por supuesto, de la inmensidad, la grandeza, la belleza, la fascinación; pero también el del amor que consiste en atención, cuidado, respeto, responsabilidad, solidaridad y “comunión” con y hacia todas las criaturas  no sólo con nuestros hermanos humanos.

Pienso que ha llegado el tiempo de que los cristianos recuperemos expresiones espontáneas y libres de nuestra adhesión a la persona y el espíritu de Jesús de Nazaret, quien había descubierto, que, tanto los miserables de la calle, como las flores del campo y los pájaros del cielo, estaban a cargo de la Ternura que recorre e impregna todo el Universo.

Por eso creo que nuestras eucaristías deberían convertirse en celebraciones “cósmicas” de profunda comunión con el conjunto de la creación.

Pienso que, en la mesa de esas comidas, los cristianos deberíamos no sólo alimentarnos de pan, sino llenar nuestro corazón y nuestro espíritu de un alimento más completo, hecho de éxtasis, fascinación, asombro, reconocimiento, adoración, para ser participantes de un Universo que se constituye, se despliega y se desarrolla sostenido y guiado por el Misterio de una Presencia Benévola que todo lo envuelve con su fuerza, su belleza y su atracción.

Pienso que nuestras eucaristías deberían convertirse en ocasiones y acontecimientos sagrados de auténtico compartir, de comunión, ayuda y compasión hacia todos los que viven en situaciones de pobreza, desamparo, injusticia, violencia y opresión.

Pienso que nuestras eucaristías deberían destruir en nosotros el conformismo y la indiferencia, construir la audacia y el valor de la lucha contra todas las formas inhumanas de explotación.

Sobre todo, pienso que nuestras eucaristías deberían hacernos conscientes que si ellas no consiguen transformarnos en mejores personas, sensibles a las necesidades del mundo y dispuestos a comprometernos, en la medida de nuestras fuerzas y nuestras posibilidades, al servicio del planeta y de todas las criaturas que lo habitan, no sirven para nada, sólo para nutrir la ilusión de nuestra integridad y nuestra tranquilizadora y vana religiosidad.

Bruno Mori    -      Montreal, 15 mayo   2017

(Traducción de Ernesto Baquer)



[1]             Puede ser interesante descubrir la frecuencia con que la palabra ”sacrificio” es utilizada, por ejemplo, en las oraciones de las misas del tiempo de Cuaresma del ritual católico, indicadora de la liturgia eucarística que se va a realizar.
[2]El famoso contemptus mundi de la espiritualidad monástica y de la Devotio Moderna (Xvs), cuya obra más representativa es la Imitación de Cristo de Thomas de Kempis (+1471) .