dimanche 23 décembre 2018

Una realeza que no es como las otras -Jn 18,33-37



( Fiesta de Cristo Rey,   34º dom ord B )

Original francés: http://brunomori39.blogspot.com/2018/11/une-royaute-pas-comme-les-autres.html.

La fiesta católica de Cristo Rey me hace sentir cierta incomodidad porque el término “rey” para nosotros, evoca connotaciones y consonancias que difícilmente concuerdan con lo que Jesús fue y enseñó a lo largo de su vida.

Ese título de rey, en efecto, comporta necesariamente la idea de superioridad, de poder, de autoridad suprema, de honores, fasto, riquezas… conceptos y actitudes que difícilmente podamos atribuir a Jesús de Nazaret y que él siempre reprobó y rehusó para sí.

Queriendo guardar totalmente el simbolismo de la realeza que esta fiesta litúrgica nos propone, prefiero interpretarla en el sentido de una “realeza” personal que Jesús vivió intensa y plenamente a lo largo de su existencia entre nosotros.

Entiendo por “realeza personal”  el hecho de que Jesús fue siempre el dueño y único soberano de su existencia. Jamás se sometió a nadie, a no ser Dios. No reconoció ni aceptó en su vida ninguna otra voluntad, autoridad ni poder. No se dejó dominar ni por las instancias civiles ni por las religiosas. Fue el hombre de la libertad y la independencia más total. Se sintió siempre libre frente a imposiciones, obligaciones, coacciones que vinieran de leyes, normas, preceptos, prohibiciones de la religión de su tiempo. Tuvo la audacia de declararse públicamente señor del sábado y de descalificar abiertamente todo uso de autoridad y poder que no tuvieran la forma del servicio gratuito y la disponibilidad amorosa.

Esa independencia interior, ese dominio personal de su vida y esa actitud de libertad real de Jesús brillan con toda claridad en el diálogo de Jesús con Pilatos que el evangelio de Juan nos propone este domingo. Jesús está ante el procurador romano como el acusado, el delincuente, el culpable, que, aparentemente, no tiene ningún poder, ni valor, ni dignidad, ni libertad. Pilatos, al contrario, parece ser la encarnación del poder, la autoridad, la realeza y la libertad. Representa a la autoridad imperial de Roma, se lo puede permitir todo; puede hacer todo lo que quiera; tiene el derecho de vida y muerte de sus súbditos. Y no se privará de ejercerlo.

En realidad, Pilatos es un pobre diablo. Es un oportunista que sólo busca su éxito, que maniobra para sobrevivir en un medio político repleto de luchas, rivalidades y competencias; un funcionario que hace de todo para quedar bien parado, para mantener su puesto; para defender y reforzar, por todos los medios, su prestigio y su buena reputación ante Roma y las autoridades religiosas judías. Es un hombre fundamentalmente inseguro, inestable, lunático, temeroso y totalmente dependiente de la opinión pública y la razón política.

De suerte que su miedo y su inseguridad lo impulsan a actuar y gobernar como un tirano, mediante el recurso a una crueldad tal que Toma debió intervenir para obligar a controlar sus rasgos psicópatas y a limitar sus masacres y el número de sus ejecuciones.

Frente a la calidad humana de Jesús, la deficiente calidad humana de Pilatos es nada. En esta escena de Jesús en el tribunal de Pilatos, el que posee el control de la situación y el verdadero poder sobre su propia vida, no es Pilatos, sino Jesús. Quien tiene un comportamiento real de verdad, no es Pilatos, sino Jesús. No es Pilatos quien trata de salvar a Jesús, es Jesús el que busca salvar a Pilatos. Es Jesus el que pretende abrirle los ojos a Pilatos sobre la sombría verdad de su vida; hacerle comprender que su poder y su libertad son un asco, mientras no sea capaz de asumir el control de su vida, de liberarse de sus ansiedades; mientras no deje de vivir en función de su carrera, en función de los otros, y deje de ser esclavo de satisfacer sus ambiciones y sus sueños de gloria y poder.

“Mírate –parece decirle Jesús- mis adversarios me han entregado a ti para que me juzgues y me condenes. Al hacerlo, te dictan de antemano qué hacer. Significa que se burlan de tu autoridad; que te llevan del hocico y que, a sus ojos, sólo eres una marioneta que hacen bailar a su antojo. Y tú te comportas conmigo exactamente como ellos han previsto que tú hagas. Sabes que soy inocente, pero eres demasiado débil para hacerme justicia y para contrariar a las autoridades judías que quieren mi muerte. En realidad no tienes ningún poder y no actúas como señor de su autoridad y de la situación”.

“Eres esclavo de los equilibrios de poder, de tus miedos, tus cálculos políticos, tus intereses personales y tus ambiciones. Eres incapaz de juzgar mi causa con la independencia y la verdadera autoridad de un magistrado libre e imparcial. No eres capaz de tomar el control de mi caso como no eres capaz de tomar el control de tu vida. Y entonces te lavas las manos, renuncias, abdicas de tus responsabilidades y condenas un inocente, y muestras así que eres incapaz de actuar en justicia y de hacer la verdad en tu vida y en la de los demás”.

“Tú no tienes ningún poder ni sobre tu vida, ni sobre la mía. Mi vida me pertenece totalmente. Al contrario que tú, mi vida yo la posee plenamente, la controlo, la oriento y la configuro como quiero. Ni tú, ni nadie, pueden quitármela. Mi vida, la vivo como quiero y la doy cuando quiero. Yo soy el único rey y señor de mi existencia. Sí, querido Pilatos, yo soy rey, pero no a tu manera, no en tu mundo, no utilizando tus medios.”

El discurso que Jesús dirige a Pilatos, lo hace también a cada uno de nosotros: “Eres tú el señor y rey de tu vida? ¿Qué autoridades, qué principios, qué valores orientan tus opciones? ¿Quién dirige tu existencia?¿Quién manda tu casa? ¿Eres tú quien rige los contenidos de sus deseos, tus aspiraciones, tus sueños, tus adhesiones, tus amores? ¿O son esos contenidos los que controlan y dirigen el desarrollo de tu existencia? ¿En qué sueñas? ¿Sueñas en poseer en grande o en ser grande? ¿Poseer muchos bienes o hacer mucho bien? ¿Quiénes ser rey, señor y dueño de tu corazón, tu alma y tu espíritu…? ¿Eres un hombre libre o un esclavo: ¿esclavo de los bienes y las cosas que tú posees, esclavo de la droga, del alcohol, del cigarro, de la pornografía, de la TV, de Internet, de los juegos en línea, del teléfono inteligente…? ¿Eres tú un hombre libre o un individuo dependiente de su codicia, sus impulsos instintivos, sus prejuicios, su intolerancia, su agresividad, la moda del momento, la publicidad, la opinión y el gusto de los demás, las compras compulsivas, el consumo a ultranza…?
Esta fecha es una buena ocasión para reflexionar sobre nuestras esclavitudes y nuestras dependencias, a fin de hacer nacer en nosotros el deseo de ser personas libres como Jesús y llegar a ser, como él, los reyes y los verdaderos dueños de nuestra existencia.


Bruno Mori – 19 noviembre 2018


Dos moneditas… y un gran amor - Mc 12, 38-44



(32 dom. ord. B )

Orig francés: http://brunomori39.blogspot.com/2018/11/deux-petits-sous-et-un-grand-amour.html.

Este texto de Marcos es una especie de díptico en dos partes: la primera muestra  cómo un cristiano nunca debería ser. La segunda como un cristiano debería siempre comportarse.

La primera parte dice que los discípulos nunca deberían parecerse a los escribas, esos teólogos y especialistas de la Torah judía, a quienes Jesús reprocha tres defectos.

El primero, la vanidad: “Les gusta pasearse en las calles a la vista de todo el mundo, pavonearse con sus grandes ropajes; recibir homenajes y saludos de la gente; ocupar los primeros asientos en la sinagoga y en los banquetes”…

El segundo reproche que Jesús dirige a los escribas es su avidez: “devoran los bienes de las viudas”. Es decir, explotan su ingenuidad, su confianza, su vulnerabilidad, su soledad, su hospitalidad y su generosidad. Debemos saber que en tiempo de Jesús, las viudas formaban parte de la clase social más pobre, la más frágil y desvalida, junto con el extranjero y el huérfano. La voracidad de los escribas, entonces, es más innoble a los ojos de Dios, dado que sacan provecho de su estatus y su autoridad para explotar, en provecho propio, a los más débiles e indefensos.

La tercera acusación es la hipocresía: “Hacen creer a la gente que son muy religiosos y piadosos y que rezan largo y tendido”. Según Jesús, esos maestros respetados y venerados, han introducido en su vida una doble mentira: primera, separar la religión de la justicia, porque no se puede dar culto a Dios si, al mismo tiempo, se roba al pobre. La segunda mentira, aún más innoble y detestable, que consiste en ilusionarse con que se ama a Dios y al prójimo, cuando no se ama más que su ego, su lustre y sus mezquinos intereses personales.

Nos equivocaríamos si pensáramos que todos los escribas y fariseos eran de los que aquí Jesús fustiga. Entre ellos había individuos, ejemplares desde todo punto de vista, y muy sensibles y abiertos a las enseñanzas de Jesús: pensemos por ej, en Nicodemo, o en el que veíamos en el evangelio del domingo pasado, cuya sabiduría admira Jesús y a quien le dice: “No estás lejos del Reino de Dios”…
La segunda parte de este evangelio es el relato de la limosna de la viuda en el templo. La escena se desarrolla en la sala o en el corredor reservado a las mujeres donde había colocados doce grandes recipientes para las ofrendas. Los fieles que daban la ofrenda debían declarar al sacerdote supervisor el monto de su donación. De forma que se convertía en un gesto público que se prestaba al exhibicionismo, la ostentación y la competencia. Había gente rica, cuya ofrenda, anunciada por el sacerdote, suscitaba la admiración de los presentes y probablemente también de los discípulos de Jesús.

Y una pobre viuda se acerca y arroja discretamente en el cesto unas moneditas que eran todo lo que poseía. Sólo Jesús se da cuenta de su gesto. Y aprovecha para dar una lección a sus discípulos que estaban todavía allí, de boca abierta, por la sorpresa ante las generosas ofrendas de los ricos.
El Maestro elige este hecho para sacudir a sus discípulos; para sacarlos de su ingenua ceguera y su estúpido asombro, para conducirlos a ver y a juzgar a las personas, no según “cuánto” dan, sino en “cómo” dan. “Jesús, dice el texto de Marcos, observaba “cómo”  la gente echaba monedas en el tesoro del templo”.

Para Jesús, el “cómo” cuenta más que el “cuánto”. La actitud interior vale más que la acción exterior. Es el cómo, más que el cuánto, lo que confiere el verdadero valor de tu gesto. ¿Das con ostentación, para hacer que te vean, que te valoren; para suscitar admiración, para mostrarles a todos  tu importancia, tu poder y tu generosidad; para darte gloria y prestigio, para buscar el reconocimiento y la dependencia de los demás…?”

¿O das discreta, secretamente, sin segundas intenciones egoístas o interesadas;  sin esperar nada a cambio, sólo por hacer el bien; sólo por ayudar, aliviar; por pura bondad, misericordia, compasión, amor…? “Miren esta viuda –parece decir Jesús a sus discípulos- su “cuánto” es casi nada; pero  su “cómo” es admirable y de extraordinario valor, porque lo dio todo de sí; todo lo que necesitaba para vivir y, en consecuencia, toda su vida”.

El Maestro tiene razón: el metro para juzgar la calidad de una persona no es la cantidad, sino la integridad de su corazón. La viuda de la primera lectura no estaba en situación de acoger, pero acoge.  La viuda del evangelio no está en condición de dar, pero da. Las dos viudas no dan algo supérfluo, como hacen los ricos; dan todo lo que necesitan para vivir. Dan su vida. Es el gesto más absoluto y total. En su nada ¡lo dan todo! No retroceden porque no tienen casi nada; sino que avanzan para dar lo poco que poseen, porque han comprendido que su vida no tendría sentido y sería realmente inútil si no pudieran dar nada. Porque la existencia de una persona sólo se enriquece de verdad por el gesto del dar.

Frecuentemente decimos que amar significa dar, ¡y es verdad! Pero en realidad, ¿qué es lo que damos? ¿No es verdad que cuando damos dinero, damos sólo lo que nos sobra, lo supérfluo? Cuándo damos nuestro tiempo, ¿no es siempre tiempo sobrante? Cuando damos nuestros talentos, competencias, ¿no es siempre después de haberlos utilizado para nuestros intereses, nuestras necesidades personales, o de nuestra familia, o de nuestro grupo?

A veces hay momentos en nuestra vida en que estamos en la situación de la pobre viuda del evangelio; momentos en los que nos encontramos en un estado de miseria interior, de desamparo espiritual o psicológico o de vacío total: la pérdida de una persona muy amada; la pérdida de una amistad, un amor, un trabajo; la pérdida de salud; dificultades y pruebas de todo tipo: incomprensiones, crisis, separaciones, depresiones, fracasos…

Son experiencias que introducen la muerte en el alma; que desalientan; que nos quitan las ganas de vivir, con la tentación de bajar la guardia, de abandonar la lucha; de creer que la vida no nos guarda nada bueno ni válido que nos de felicidad; que no servimos ni valemos para nada… y que no tenemos nada que dar…

¡No! Nos dice este texto evangélico. Siempre hay algo para dar, ¡aunque no sea más que un poco de harina y dos monedas! Tu vida termina cuando no tienes nada que dar, por insignificante que pueda ser a los ojos de los demás: una sonrisa, una mirada tierna, una caricia, un gesto de compasión, un guiño de complicidad amical, un buen día, un gracias, un apretón de manos, una puerta retenida, un paso cedido, un vaso de agua dado, un relato doloroso escuchado con empatía, un anciano acompañado, una persona sola visitada… “Den como regalo lo que tengan en vuestro interior y entonces todo será bueno para ustedes –nos dice Jesús- y recibirán el ciento por uno y encontrarán la felicidad así como el camino a vuestra realización humana y vuestra salvación”. (Lc 11,41)
Pidamos al Señor que nos admita en la escuela de esta pobre viuda que Jesús, antes de dejarnos, nos pone como maestra para que nos enseñe el evangelio, es decir una maestra de humildad, gratuidad y amor capaz de darlo todo y arriesgarlo todo por la causa de Dios y de nuestro prójimo.


MB - Noviembre 2018

vendredi 9 novembre 2018

El ciego de Jericó – Mc. 10, 46-52



(30º dom ord. B)

Esta anécdota en la vida de Jesús tiene un evidente valor simbólico. El evangelista Marcos la cuenta para los cristianos de su tiempo, con un fin eminentemente catequético.

En el evangelio el cielo es nombrado como “Bar-Timeo”, el hijo de Timeo. En griego, el verbo “timao”, tiene tanto el sentido de “honrar”, como el de “tener miedo”.

Entonces, ese hombre sería el hijo de los honores, es decir el que quiere ser honrado, reconocido, que busca notoriedad, gloria, éxito. En el mismo evangelio de Marcos, algunos párrafos antes, los discípulos le habían pedido a Jesús que les guardara un lugar de honor a su derecha y a su izquierda cuando inaugurara su Reino. El texto que acabamos de leer parecería enseñar a los discípulos que querer vivir en función de los honores, el primer lugar, la celebridad, la aceptación, la aprobación de los demás, corre el riesgo de cegarnos, de hacernos vivir sin saber verdaderamente qué somos. El evangelio nos dice aquí, que nuestro valor, lo llevamos con nosotros, que está constituido por lo que somos, y que no se nos da por lo que los demás piensen de nosotros o por los honores o adulaciones que nos otorguen.

Pero también Bar-Timeo significa “el hijo del miedo”. Si nos dejamos dominar por el miedo, entonces no vivimos; es el final de todo. Si tememos que el grupo nos rechace, nos aislamos, nos separamos, nos encerramos. Si tememos lamentar una decisión, equivocarnos, fracasar, no emprenderemos nada. Si tenemos miedo de no complacer, buscaremos complacer a todos; pero entonces nunca haremos lo que nos gusta; nunca seremos nosotros mismos; nunca seguiremos nuestro camino; nunca realizaremos nuestras verdaderas aspiraciones. No viviremos según la verdad de nuestro ser. Aparecemos siempre como la persona que no somos. Si uno tiene miedo de cambiar, de intentar, de lanzarse, de correr riesgos, de ir contra corriente, de que lo critiquen… nunca nos moveremos, nos quedaremos siempre sentados y bloqueados al borde del camino, siempre los mismos, siempre insatisfechos, descontentos, frustrados, gruñones, porque no conseguiremos realizar nuestros sueños, nuestros proyectos, las aspiraciones de nuestro corazón.

Será necesario que este ciego se encuentre con Jesús, para que le revele el secreto de su total libertad. Que Jesús enseñe a ese ciego la única actitud interior que le permita ver con claridad en la maraña de sus dependencias y descubrir su valor fundamental y la verdad de su ser: la confianza. Confiar en Dios y confiar en sí mismo. “Confía, ¡levántate!...” le dice Jesús, “la confianza te mantendrá en pie, te hará independiente, te devolverá tu identidad”.

Ese hombre sólo encontrará la vista y la verdadera inteligencia de su valor cuando abandone su preocupación enfermiza por quedar bien y dar buena imagen, simbolizada aquí por su manto, y cuando comience a creer en sus posibilidades, y a confiar en sí mismo y en el tesoro de posibilidades que Dios ha puesto en él. Entonces, olvidando la opinión y los reproches de los demás (para que entre en sus filas y vuelva a su lugar de sometido que tuvo siempre al borde del camino), deshaciéndose de su manto, se alzará de un salto y se lanzará, por fin libre e independiente, hacia Jesús que lo llamó e invitó a ponerse de pie.

Podríamos escarbar en las palabras de Jesús y explicitar más su profundo sentido, algo así como: “Ante todo, confía en Dios que te ama el primero, sin condiciones; que te quiere y te acepta, porque tú eres como eres, tal cual eres, sin manto, sin apariencias, sin necesidad de angustiarte para quedar bien. Sé tú mismo; tú eres único, diferente, así estás bien. No dejes que nadie te diga qué pensar, qué hacer; no dejes que nadie dicte tu camino, te imponga sus ideas, sus verdades, sus opciones, sus gustos. Tienes derecho a cuestionar, criticar, oponerte. Tienes derecho a ser diferente. A llevar tu vida como lo entiendas, porque, al entrar en el mundo, Dios te asignó un destino único; te confió una tarea exclusiva, que sólo tú puedes realizar.”

“Entonces, levanta la cabeza, marcha derecha, orgulloso de ti, de lo que eres, de tu existencia, de tu condición. Acéptate con tus sombras y luces, cualidades y defectos, miserias y grandeza. Dios sabe que tú eres un ser humano, y por tanto débil, frágil, limitado, defectuoso; sabe que te puedes equivocar, hacer el mal, sufrir y hacer sufrir… ¡qué importa! Así eres tú. Así Dios te ha querido. Así Dios te acepta. ¡Así te ama Dios! Entonces, nada de sentirte por el suelo; nada de arrastrarte nunca ante los demás: nunca aceptes que los demás te rebajen o te aplasten. ¡Tú tienes grandeza; tienes dignidad; eres amado por Dios; eres su hijo! Confía en el tesoro de recursos que el amor de Dios ha depositado en las profundidades de su ser…”

Este relato evangélico quiere hacernos entender que hay esperanza para todos los mendigos, los ciegos, los desanimados, los apaleados por la vida, en la medida que no se resignen a su desgracia y estén dispuestos a asumir el costo ligado al ejercicio de su libertad. Este relato quiere decirnos a cada uno, que tanto cuanto no seamos capaces de abandonar nuestra vida en manos de Dios en un acto de total confianza, jamás podremos vivir una vida que nos permita marchar en la serenidad, el gozo y la paz hacia la culminación de nuestro destino.

Bruno Mori

(Traducción de Ernesto Baquer )



mardi 30 octobre 2018

«Dale tu dinero a los pobres…» – Marcos 10,17-30



(28º dom ord. B)

Al leer este texto del Evangelio de Marcos, no puedo sustraerme a la impresión de que es una bofetada en pleno rostro a nuestra sociedad capitalista occidental obsesionada por el delirio de un progreso y un crecimiento económico sin término. Es un mundo dominado y gobernado por el dinero, construido y orientado exclusivamente sobre la acumulación de la riqueza, el aumento del capital, el rendimiento de las inversiones, la multiplicación de las ganancias, y que no obedece a ninguna otra regla ni obligación que las de la eficacia, el rendimiento y el lucro.

En nuestra cultura moderna, el dinero se ha convertido en una especie de fetiche, de ídolo. Representa el valor supremo, el único dios capaz de asegurar el éxito personal y la felicidad del individuo. El culto al dinero ha reemplazado a todos los demás cultos. Es prácticamente el único dios que adora el mundo de hoy y en el que confían nuestros contemporáneos. Es la nueva religión de los tiempos modernos. Un dios, única divinidad ante la que el capitalismo moderno se prosterna y arrastra, como un esclavo ante su señor. El único dios a quien está dispuesto a sacrificarlo todo: tiempo, energías, equilibrio psíquico y psicológico, amigos, familia, casa, el futuro de sus hijos, la salud de su entorno natural y del planeta, así como su dignidad, su razón, sus sentimientos. Algunas manifestaciones exageradas del poder que el dinero otorga al rico rozan a veces lo grotesco e incluyen los síntomas de perturbación psíquica y desorden mental.

Como todo bueno y piadoso creyente, el hombre capitalista también cree que su dios puede salvarlo y hacerlo feliz. Desgraciadamente, en su ceguera y obnubilado como lo está por su avidez, no se da cuenta que su dios es en realidad un demonio que lo posee totalmente, lo tiraniza, lo priva de su libertad y lo roe desde adentro, destruyendo en él poco a poco todos los rasgos de corazón y espíritu que constituyen la calidad de su persona y que traza la verdadera configuración de su humanidad.

De suerte que, si la adhesión al dinero, infla el volumen de la cartera del rico, inevitablemente aminora su talla humana y espiritual. Y si el rico se ve grande, importante y saludable en el plano económico y de futuro, bien a menudo es anoréxico en el plano espiritual del ser.

La sociedad capitalista moderna no se da cuenta que la obsesión y el culto generalizado al dinero deshumanizan; y que, en realidad, la acumulación del dinero en las manos ávidas de una pequeña minoría de magnates o súper-ricos, en vez de mejorar el estado del mundo, sólo lo empeora, creando por todas partes injusticia, desigualdad, miseria y pobreza.

¿Vale la pena dedicarle semejante culto al dios-dinero si, a fin de cuentas, nunca consigue mantener sus promesas de prosperidad, realización personal y verdadera felicidad? El profeta de Nazaret estaba convencido que no.

Jesús afirmaba, que es más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja, que un rico entre en el reino de Dios: es decir que la experiencia de una perfección interior y la felicidad, muestra que su fuente está situada lejos del dinero.

Jesús, hombre inteligente y perspicaz, sabía qué estragos podía causar la adhesión exagerada al dinero, en la calidad humana y espiritual de una persona. Por ello continuamente pone en guardia a sus discípulos contra los resultados de la codicia y de esa forma de adicción y dependencia. De ahí que, impulse constantemente a los suyos en la dirección opuesta, valorando el desapego y la pobreza como una forma de vida y una actitud de fondo que deberían caracterizar la fisonomía del discípulo y por tanto del cristiano que somos nosotros.

Si Jesús elogia el desapego, evidentemente no es para que carezcamos de lo necesario. Al contrario, quiere que se asegure a todos un confort sobrio y decente que posibilite una existencia vivida en alegría y dignidad.

Lo que Jesús rechaza para cualquiera es el derecho a amar el dinero más que a todo. Sabe que ser rico o ser pobre, es una cuestión de actitud interior, de elección existencial y de estilo de vida. Uno puede ser rico, siendo pobre; y puede ser pobre, siendo rico. Puedo ser pobre y no soñar más que en el dinero. Y puedo ser rico y estar dispuesto a compartir.

Jesús está convencido que el corazón del hombre está hecho a imagen del corazón de Dios, y por lo tanto hecho para contener valores más sagrados, elevados y preciosos que nuestras codicias materiales, ambiciones económicas o el interés demencial que dedicamos a las cuentas bancarias.

Ser rico o ser pobre, es finalmente una cuestión de corazón. Por eso es importante saber dónde pongo mi corazón; de qué está lleno; por quién y por qué late. ¿Utilizamos nuestros bienes y nuestro dinero para que sea expresión y encarnación benéfica de nuestro amor; un amor que busca derramarse sobre los demás y compartir con los demás? ¿O utilizamos nuestros bienes sólo para satisfacer nuestros apetitos, nuestros caprichos y nuestros egoísmos personales, sofocando las fuerzas amorosas que habitan en nuestro corazón y que son las únicas capaces de darnos una vida que valga la pena ser vivida?

Jesús está convencido que profanamos nuestro corazón, cuando lo llenamos con el amor al dinero, en vez de llenarlo con el amor a Dios y al prójimo. Vivir sólo con el fin de acumular dinero, juntar bienes y llenarse de cosas, ¿no será hundirse en la estupidez? ¿No es arruinar la vida? ¿No es destrozar el fin de nuestra presencia en el mundo? ¿Estamos aquí para acumular y derrochar dinero, o para acumular y derrochar amor? Esto es lo que Jesús nos plantea y a la que cada uno debemos responder.

Bruno Mori -  9 octobre 2018
(Traduction   de Ernesto Baquer )

mercredi 17 octobre 2018

!VAMOS DE CAZA! - Mc. 9,37-47


(26º dom. tiempo ord.  B 2018)

Las lecturas bíblicas de este domingo nos presentan dos casos de intolerancia, de inmediato desautorizada como insensata y estúpida. En la primera lectura, Josué, futuro sucesor de Moisés, no soporta que dos miembros del grupo de los 70 ancianos impulsados por el Espíritu de Dios, tomen la iniciativa de profetizar.

En el evangelio, Juan, el hijo del Zebedeo, la toma con un individuo, que no siendo parte del grupo de los doce, expulsaba espíritus malignos en nombre de Jesús. “No tenía el derecho de hacerlo y nosotros se lo hemos impedido. No era de los nuestros. No pertenecía a nuestra comunidad, nuestra congregación, nuestra iglesia, nuestra religión… Sólo nosotros tenemos el derecho y el poder de hacerlo… nosotros que hemos sido elegidos por ti, que somos tus discípulos, que comemos en tu mesa, que hemos sido agraciados con tu enseñanza, tu verdad, tu espíritu y tus poderes. Sólo nosotros sabemos lo que es el bien y lo bueno para los demás. El bien hecho por los que no son de los nuestros, no es tan bueno como el bien hecho por nosotros…”

La respuesta de Jesús a la intolerancia obtusa y exaltada de Juan, no se hace esperar: “¡No se lo impidan!. ¡Nunca impidan a nadie hacer el bien y luchar contra el mal y el sufrimiento!”
Para Jesús, lo que importa no es el pertenecer a su familia, a su círculo de amigos, que compartan sus ideas y su estilo de vida; lo que importa es el bien que cada uno sea capaz de realizar y el amor que sea capaz de difundir.

Aquí Jesús quiere hacer comprender a los suyos que la tarea de hacer el bien y ayudar a sus semejantes a liberarse de sus demonios, nunca está reservada a algunos elegidos: nunca es el monopolio de un grupo, un partido o una institución. Todo ser humano es depositario de un amor, una bondad, una benevolencia, un don de gracia y de sabiduría, que está llamado a sembrar y derramar a su alrededor, a fin de contribuir a la construcción de un mundo mejor y una mejor sociedad.

Al contrario de lo que Jesús nos enseña aquí, un gran número de nosotros, a causa de una configuración interior defectuosa, frecuentemente tiene una visión monocroma de la realidad. Significa que muchos estamos impulsados a ver el mundo sólo en dos colores: blanco y negro. Dividen, dividimos el mundo en dos partes.

De un lado, los que son como nosotros, con nosotros, para nosotros; porque son de nuestro clan, nuestra cultura, nuestra nacionalidad, nuestra religión, nuestro partido. Por principio, son los buenos, en los que podemos confiar, los puros, los que van por el camino recto; los que están en la verdad, los que tienen razón, los verdaderos creyentes que pertenecen al eje del bien, a la Santa Iglesia Católica Romana, al pueblo mesiánico del Occidente cristiano; a la grande y todopoderosa nación americana, guardiana y promotora de los valores democráticos, los derechos del hombre, de la libertad y la justicia; y la única en poder proclamar que Dios está de su lado, ya que ella pone su confianza en Dios (In God we trust). Una confianza que no duda en imprimir, con un descaro y una seguridad que nos asombran, sobre el dinero que gasta, por billones, en sus guerras dirigidas contra los países del eje del mal, y acusados de complotarse contra ella.
También los nazis de Hitler escribían sobre sus uniformes y sus banderas que Dios estaba con ellos (“Got mit uns”).

Del otro, están los que no son como nosotros, que son diferentes, que no son de nuestra raza, nuestro país, nuestra cultura, nuestra religión, de quienes tenemos derecho a desconfiar, que no son de buena calidad como nosotros, y que, con frecuencia están contra nosotros. Son los inmigrantes que vienen a robarnos los puestos de trabajo; disminuir nuestro bienestar; perturbar nuestro orden y nuestra tranquilidad; cuestionar nuestras convicciones; confundir nuestras certezas y creencias. Son los otros; los agresores contra los que nos debemos proteger; a quienes debemos impedir que vengan a nuestra casa y nos perjudiquen: satanizándolos, controlando sus desplazamientos, privándoles de la visa, de los permisos de residencia y poniéndoles barreras y alambrados, erigiendo muros a lo largo de las fronteras, haciéndoles la guerra.

En la historia de Occidente, la intolerancia y la presunción de superioridad, son actitudes de vieja data. Constituyen un pecado capital, también en la santa Iglesia católica y romana (representante sin embargo de un movimiento espiritual basado en la fraternidad, la igualdad, la tolerancia, la acogida, la apertura y el amor entre todos los humanos). Basta con pensar en las Cruzadas, el fanatismo mortal y salvaje de las guerras de religión (la noche de San Bartolomé); las torturas de la Inquisición; las hogueras para los herejes y disidentes; la caza de brujas…

Actitud de intolerancia y presunción de superioridad, unicidad y exclusividad de la fe cristiana y católica, que inspira y orienta todavía hoy la teología oficial de nuestra Iglesia, que continúa creyendo y enseñando que es, por voluntad divina, el único lugar de la verdad y el sólo y único instrumento de salvación eterna para todos los humanos.

Para la Iglesia católica romana todas las demás religiones son fundamentalmente falsas o, en el mejor caso, sólo poseen briznas de verdad. Por tanto, son incapaces de asegurar la salvación de sus fieles. Sólo en el seno de la santa Iglesia católica, es que el ser humano se convierte en justo, bueno, santo, agradable a Dios, quien entonces le concede su benevolencia, así como participar en su felicidad eterna. De ahí el eslogan “Extra ecclesiam, nulla salus” que, durante siglos, ha resonado como grito de conquista y de convocatoria, que suscitó en los países del Occidente cristiano un ejército de misioneros y “conquistadores”, prestos a todos los sacrificios, para partir a salvar las almas de los “pobres salvajes” de las llamas del infierno y que a cambio les despojaban de su cultura, su tierra, su vida, sus bienes.
¿Todo esto no está en total contradicción con lo que Jesús nos enseña en este evangelio?

En este texto evangélico, Jesús quiere hacer comprender a sus discípulos, que el espíritu de Dios es un espíritu de amor y de bondad, dado a todos los humanos. Quiere que sus discípulos realicen que, en adelante, la buena calidad de un individuo no está determinada por su pertenencia a un pueblo o una religión, o a cualquier otra organización humana, sino únicamente por la bondad de su vida, por el bien que es capaz de realizar y por el amor que consiga dar y recibir a lo largo de su existencia. El menor gesto de bondad, de atención, de darse, son importantes: “Hasta un vaso de agua entregado con amor al que tiene sed, tiene valor en la construcción de su humanidad”.

Por tanto, aquí Jesús nos enseña que “echar los demonios” que se instauran en el corazón del hombre, es una tarea de cada uno, pertenezca a la religión, cultura, grupo, o nacionalidad que sea. Para ello, ninguna necesidad de ser cristiano, católico, de haber recibido ordenación sacerdotal, de poseer poderes extraordinarios y sagrados.

Para Jesús, echamos los demonios cada vez que contribuimos a liberar a alguien de sus miedos, desconfianzas, prejuicios, de todos esos malos espíritus que llevamos con nosotros y que nos impulsan a ser egoístas, violentos, insensibles con los demás, replegados sobre nosotros mismos; a creernos superiores y mejores que los demás; a echar raíces estúpidamente en ideas preconcebidas, en la convicción de siempre tener razón, poseer la verdad, estar del lado de Dios.

Arrojar los demonios en alguien, es conducirlo a no juzgar, no criticar las diferencias; a no desconfiar del vecino, sobre todo si es extranjero, de otra religión, si es inmigrante; si es árabe, negro, mejicano; a no ver tantos potenciales agresores o predadores contra los que pelear o protegerse.

Echar los demonios, entonces, es enseñar a los demás a ser acogedores, abiertos, positivos, tolerantes, benévolos, amistosos y amables con todos. Es ayudarles a abandonar el espíritu de «ghetto»; a abrirse a las diferencias, aprender de ellas y maravillarnos con sus riquezas.

Para Jesús, echamos los malos espíritus cada vez que  ayudamos a una persona golpeada por la prueba, la enfermedad, la depresión, el desaliento, la pena, el duelo… a salir de su encierro  y de  su desesperanza, sus malas actitudes, a fin de conducirla a tomarse a cargo, a ponerse de pie, a recobrar su buen espíritu y la confianza en sí misma, en la vida, en los otros.

Para Jesús cazamos y echamos los demonios cada vez que enjugamos lágrimas, que reavivamos sonrisas, que hacemos estallar risas, y que devolvemos la alegría y la esperanza a la existencia de alguien.

Nos convertimos en cazadores de malos espíritus cada vez que ayudamos a otros a vivir, lo más plenamente posible, su doble dignidad de hombres y de hijos de Dios.

Cazamos demonios cada vez que ayudamos a alguien a abrir los ojos sobre la belleza de la creación; a darse cuenta de la bondad fundamental de toda criatura, a creer en la presencia infinitamente más abundante y activa del bien sobre el mal, de la belleza sobre la fealdad, de la generosidad y la abnegación sobre el egoísmo, de la indulgencia sobre la crueldad, de la dulzura sobre la violencia, del amor sobre el odio en el corazón de los humanos que viven a nuestro alrededor.

Entonces, amigos, ¿para cuándo la próxima salida a cazar?

Bruno Mori, septiembre  2018.

(Traducción de Ernesto Baquer) 

dimanche 30 septembre 2018

EL LOCO DE LA FAMILIA – Mc 3,20-35



(10º dom. ord. B )

Los evangelios son textos catequéticos escritos para instrucción de las primeras comunidades cristianas. Cuando Marcos, en los años 60-70 redacta su evangelio, había todavía cristianos que se consideraban descendientes de la familia biológica de Jesús (quizá hijos, nietos, sobrinos y sobrinas de la segunda generación de hermanos y hermanas de Jesús). Los evangelios nos han dejado los nombres de, al menos, cuatro hermanos de Jesús (Santiago, José, Judas y Simón), pero no especifican en ningún lado, ni los nombres ni el número de las hermanas.

Aparentemente, los descendientes naturales de la familia de Jesús reclamaban un trato de favor en el seno de la comunidad cristiana en la que participaban. Marcos aprovecha esta circunstancia histórica para poner los puntos sobre las « íes » y para dar una lección a los cristianos de su tiempo. Les dice que, en la comunidad de los discípulos de Jesús, fundada en sus valores, sus principios y animada por su espíritu, lo que cuenta no son los lazos de sangre, sino los lazos de corazón. Les dice que, en adelante, el único título de importancia, de valor y de grandeza en la vida del discípulo, no es la pertenencia biológica a su familia, sino la capacidad que cada uno tiene de entablar lazos amicales y afectivos con Jesús, con el otro, sea quien sea, y con Dios.

Sin embargo, hay también otras cosas que nos llaman la atención cuando leemos atentamente este texto de Marcos y nos dejamos tocar por el espíritu que lo anima: impresiona la libertad interior extraordinaria de Jesús. Al contactar y frecuentar el Jesús de los evangelios, nosotros comprendemos que lo realmente precioso que Jesús nos aporta no es tanto la salvación eterna, sino la libertad que nos transmite. Nos ha posibilitado un éxodo interior sin precedentes que nos permite pasar, de un Egipto interior de esclavitud, a una libertad de tierra prometida; de una experiencia de oscuridad, a una experiencia de luz; de una situación de miedo constante y congénito, a una situación de confianza duradera y sin límites; de una condición de ignorancia, a una nueva sabiduría cimentada en una nueva interpretación y comprensión del mundo de los hombres y del mundo de Dios.

En este texto, Marcos presenta a Jesús como un hombre que ha vivido siempre fuera de las normas establecidas y que marchó constantemente fuera de los senderos transitados. Es el hombre que posee la libertad del viento, que no se sabe adónde viene ni adónde va. Es el hombre de “afuera”, el hombre del movimiento, de la ruta larga, de los grandes espacios, del desierto silencioso y salvaje, de las cimas solitarias y orantes, de las noches profundas y las mañanas radiantes al borde del lago. Es el hombre que no se deja frenar, encerrar, apresar, amordazar por nadie y menos por las reglas, los modelos de comportamiento, las obligaciones, las imposiciones y las prohibiciones de la religión. Vive en una independencia total de toda autoridad, tanto civil como religiosa. No reconoce ninguna autoridad que se imponga por la fuerza del temor y del poder; sino sólo por la que se despliega con la fuerza del servicio y el ardor del amor.

Él quiere ser libre de seguir siempre su camino, incluso si marcha sobre las asperezas de las zarzas, espinas, guijarros y los peligros de las aguas profundas. Nunca tiene miedo de tropezar, caer y hundirse. Tiene el coraje del aventurero y la intrepidez del explotador. Posee la fuerza, la determinación y la confianza que le vienen de la certeza de que siempre está llevado y sostenido por la mano de su Dios.

Toda la vida de Jesús transcurre bajo la enseña de “fuera”. Nacido fuera de su tierra, fuera de su casa, fuera del círculo de su familia y su parentela. Echado fuera de su pueblo. Incluso su éxito de taumaturgo y predicador itinerante se vuelve contra él, obligándolo a quedarse fuera de los pueblos y las ciudades y lejos de las muchedumbres. Sus detractores y los miembros de su familia dicen que “está fuera de sí”. Muere fuera de la ciudad. Cuando sus discípulos van a visitarlo a la tumba “donde lo dejaron” (Jn 20,15), ya está fuera y afuera.

Uno tiene la impresión de que su suprema libertad lo convierte en un hombre que jamás se deja captar, manipular, explotar, utilizar al capricho de los deseos, los planes y las intenciones de los demás. Puesto que es el hombre entregado a todos, no pertenece a nadie. Rara vez está allí donde pensaríamos encontrarlo; con frecuencia está presente donde nunca nos imaginaríamos encontrarlo.
Jesús es también el hombre del “fuera” porque construye toda su vida en una actitud constante de no centrarse en él, de darse, para ir “fuera” de sí y hacia el otro, los otros, hacia el mundo de los hombres y el mundo de Dios. De suerte que, en el evangelio de Marcos, Jesús se presenta como el hombre totalmente salido de sí mismo y enteramente consagrado, no a construir su propia felicidad, sino únicamente la felicidad de los otros.

justamente porque Jesús vive toda su vida como hombre libre e independiente, sin dejarse encerrar en los marcos fijos y establecidos de leyes, costumbres y tradiciones;
porque es indomable, imprevisible, original, único, reaccionario, nuevo e innovador en todo lo que es, lo que hace, todo lo que dice y pide;
porque vive y se comporta “fuera” de las reglas que dictan los comportamientos del buen hijo atado a su familia biológica y del buen creyente apegado a su religión;
porque hace estallar todas las convenciones, normas y paradigmas tradicionales…

Por eso suscita las inquietudes de su familia natural y de las autoridades, afectadas y preocupadas por las consecuencias de sus acciones y su predicación. Los miembros de su familia pensaban que se había desquiciado, se había vuelto loco, que había perdido la cabeza, y querían repatriarlo a la fuerza a su país natal, para evitar la vergüenza y el deshonor al clan familiar. Los miembros de la religión oficial piensan que ese hombre, hacedor de desórdenes, turbulencias, confusión y divisiones en el pueblo, era un “diabolos”, es decir uno que “divide”, que actúa bajo el impulso y la inspiración de un espíritu demoníaco.

Ninguno de los dos grupos, se dan cuenta realmente del verdadero ser del Maestro. Todo lo que les interesa, es sacarlo de circulación y desembarazarse de un individuo inquietante y fuente de problemas y de líos para ellos y para el sistema establecido.

Las actitudes agresivas y malévolas tanto de sus parientes como de las autoridades religiosas, sólo tienen el efecto de reforzar más la determinación y la independencia interiores de Jesús, que no retrocede ni un paso, no revisa sus posiciones, continúa imperturbable el camino emprendido y permanece fiel hasta el fin a la misión que cree ser suya, convencido de haberla recibido de Dios.

A su familia, su madre, sus hermanos y hermanas que lo “buscan” y que quieren “captarlo”, pero “quedándose fuera” (Mc 3,21,31), sin tratar de penetrar en el misterio profundo de su persona, Jesús responde que ellos también han de recorrer un camino de conversión, de cambio y de fe.  Ellos también han de entrar adentro, al interior de la casa donde está, sentarse en torno a él y “permanecer con él” (Mc 3,14); asumir humildemente la actitud del discípulo que escucha las palabras de su Maestro, se impregna de su espíritu, para ser capaz, como él, de calcar su vida de la voluntad de Dios (Mc 3,35).
A los escribas, que le reprochan estar poseído por un demonio, Jesús les responde que más bien son ellos los conducidos por un espíritu demoníaco, puesto que quieren impedirle hacer el bien, derramar a su alrededor amor y bondad, curar, aliviar a la gente de sus males y sufrimientos, devolver a todos esperanza, confianza, coraje y alegría de vivir.

Finalmente, este texto nos estimula, a nosotros, los discípulos de Jesús de Nazaret, a parecernos a él. Nos impulsa a ser, nosotros también, gente de convicciones y carácter, que saben permanecer de pie ante las contrariedades, las dificultades y las pruebas de la vida, sostenidos como nuestro Maestro, por la certeza de que todos somos, en este mundo, los instrumentos de un Misterio de Amor que busca comunicarse y continuarse y que nos tiene siempre en su mano.

Bruno Mori -   Montreal, junio 2018 -
Traducción de Ernesto Baquer 

vendredi 28 septembre 2018

"PARA USTEDES, ¿QUIÉN SOY YO?” - Mc. 8,27-35



(24° dom. ord. B )

            Es la pregunta que Jesús planteaba a sus amigos porque, como a cualquiera de nosotros, le interesaba saber qué opinión tenían de él. Quería conocer qué lugar y qué importancia le concedían en sus vidas. Una pregunta más que legítima, porque nadie puede vivir ni comprometerse en la existencia sin sentirse aceptado, valorado, apreciado, reconocido, por la gente de su entorno.

            Para saber si merecemos semejante reconocimiento de parte de nuestro medio y discernir mejor las actitudes y disposiciones para ser recibidos y percibidos por los demás, puede ser útil revertir la pregunta y preguntarnos: "¿Cuándo una persona es realmente importante para nosotros?"

Pienso que una persona es realmente importante para nosotros cuando:
-           nos hace felices. Nos sentimos realizados y que nuestra vida tiene sentido;
-           nos sentimos responsables de ella;
-           buscamos su felicidad más que la nuestra;
-           nos ayuda a sentirnos confiados en nosotros mismos, de manera que, por un lado, nos preocupa mucho menos el juicio de los otros, y por otro, enfrentamos la existencia con mucha más seguridad y desenvoltura;
-           nos permite vivir una relación profunda y armoniosa. Entonces, ya no nos sentimos solos. Superamos la soledad y el sentimiento de separación para entrar en una experiencia de comunión y de compartir;
-           esa persona se ha hecho, yo no diría indispensable (porque nadie es totalmente indispensable) en nuestra existencia, pero no podemos concebir nuestra vida separada o privada de ella;
-           Nos sorprendemos pensando en ella sin darnos cuenta, porque ocupa el fondo de nuestros pensamientos, porque está en el centro de nuestras preocupaciones, de nuestros deseos; y en su ausencia, sentimos un vacío y una carencia.

Si por una persona, nuestro corazón se ensancha de alegría o se achica de pena y fastidio… Entonces ¡esa persona es importante para nosotros!

            ¡Felices de nosotros si, en nuestra vida, hemos tenido la posibilidad de sentir y reaccionar así con una persona; o si hemos tenido la felicidad de suscitar en ella tales sentimientos hacia nosotros ¡ Hemos ganado la carrera de nuestra vida y triunfado en la prueba de nuestra existencia! Sin eso, nuestra vida corre el peligro de ser una colección de baratijas, una sarta de futilidades y un miserable desperdicio.

Cuando en una pareja de enamorados, uno pregunta al otro: "¿Quién soy yo para ti? ¿Qué represento yo para ti?, generalmente la respuesta es: "Tú lo eres todo para mí! ¡Tú eres quien me permite vivir!". Y frecuentemente quien plantea esta pregunta lo hace con la esperanza de oír respuestas semejantes, que no son otra cosa que magníficas declaraciones de amor. ¡Tenemos tal necesidad de escuchar a alguien decirnos que nos ama! ¡De sentir que tenemos asegurado el amor del otro! ¡Que somos importantes para alguien! ¡Necesitamos convencernos que nuestra vida merece vivirse porque es querida, deseada, apreciada por otro! ¡Porque aporta felicidad, alegría, seguridad y sentido a otro o a otros!
            Porque, en definitiva, la desgracia o el fracaso de una vida y de un individuo dependen de sentirse inútil y superfluo en este mundo, de no interesar a nadie, de no ser digno  de amor. Eso significa entonces que la salud de una vida reside en la seguridad de sentirse querido y acogido por otro; en la experiencia de sentirse importante para otro y finalmente, en la fuerza de los lazos de amor con los que nos  ligamos los unos a los otros.

            Me gusta pensar que, en el evangelio de este domingo, Jesús quiso plantear esta pregunta porque necesitaba sentirse rodeado y sostenido por la presencia amorosa y reconocida de sus amigos. Cuando se sentía rechazado y condenado por sus adversarios y veía su vida dirigirse al fracaso y la catástrofe, Jesús necesitaba asegurarse que, en su vida, no todo estaba perdido, porque podía contar con el amor de las personas que le tenían un enorme lugar en su corazón y para las cuales era muy importante, porque constituía la única razón de su vida.

            Recordemos la pregunta que un día planteó Jesús a los suyos: "¿También ustedes quieren dejarme?" Y la respuesta de los apóstoles: "¿A quién iríamos, Señor? Tú solo tienes las palabras que nos hacen bien y nos ayudan a vivir (Jn. 6,66-69).

            Jesús, al plantear esta pregunta de "Para ustedes ¿quién soy yo?", interpela a cada uno de sus discípulos y por tanto a cada uno de nosotros, sobre el lugar que le damos o que le dejamos en nuestro corazón. "Para ustedes ¿quién soy yo?" ¿Un personaje extraño, peculiar, como hay muchos en la historia? ¿Un fenómeno cultural? ¿Un reaccionario, un anárquico que no puede aceptar las costumbres establecidas, las leyes, las tradiciones de sus antepasados? ¿Soy un innovador que les aporta una palabra nueva, una nueva enseñanza que les abre los ojos, que los saca de la ignorancia y la opresión? ¿Qué les ayuda a recuperar confianza, dignidad, libertad? ¿Que propone una concepción totalmente nueva de Dios?

            ¿Ustedes están conmigo por deber, por costumbre, por obligación, por miedo?... ¡O están conmigo porque un día me encontraron, porque me eligieron? ¿Porque fueron conquistados, fascinados por mí; porque sintieron que vuestra vida podía transformarse con mi presencia; porque descubrieron que no soy ni hablo como los demás, y que les aporto algo que los demás hombres, los demás Maestros, no son capaces de darles? ¿Porque han sentido que soy la única persona capaz de responder a vuestras esperanzas de sentido, seguridad y paz interior, de perfeccionamiento, realización humana y felicidad? ¿Por qué han comprendido y sentido que era la única persona a la que podían confiar su existencia, con la certeza de no perderla, sino de cumplirla, realizarla y salvarla? "El que quiera salvar su vida, debe perderla confiándomela… porque el que sea capaz de perder su vida por mí, la salvará".

            Quizá la palabra que el Señor nos dirige hoy quiere cuestionarnos sobre las motivaciones reales de nuestra adhesión a la fe cristiana y sobre la calidad de nuestras relaciones personales con Jesús de Nazaret. La única pregunta que debemos plantearnos con respecto a él es, en definitiva, la siguiente: "¿Estamos nosotros con él porque lo encontramos un día personalmente y nos fascinó? ¿Por qué un día lo elegimos libremente como nuestro Maestro y nuestro guía? Finalmente, ¿estamos con Jesús de Nazaret porque lo amamos y lo admiramos?

            ¿O estamos con él porque nos lo impusieron las circunstancias de la vida y continuamos con él por tradición y por costumbre, como se guarda un mueble viejo que nos legaron nuestros parientes? En otras palabras, ¿somos cristianos por elección? ¿Por convicción personal? ¿Porque fuimos sorprendidos y conquistados por la personalidad y la calidad humana de Jesús de Nazaret, tanto como por los valores de vida que nos comunica? ¿O nuestro cristianismo es sólo cierta coloración cultural que no cambia realmente ni nuestro corazón ni la calidad de nuestra vida?

            Esos son los interrogantes importantes que el Evangelio de este día plantea a nuestra coherencia cristiana y a la verdad de nuestra fe.


Bruno Mori – Septiembre 2018 -

Traducción de Ernesto Baquer


El Hombre que da el pan…- Jn 6,24-35


(18° dom. ord. B )

Hoy sabemos que el proceso evolutivo del cosmos y de las especies vivientes sobre la tierra se realiza a través de una secuencia ininterrumpida de fracasos y éxitos, de cambios apocalípticos y de fabulosas realizaciones. Y así, asistimos a lo largo de la historia de la humanidad, a la continua y regular aparición tanto de desastres como de obras maestras de humanidad; a gentes que son vergüenza y deshonor de la raza humana, como a otros que son nuestra gloria y orgullo. Vemos aparecer personajes lúgubres que desearíamos nunca hubieran existido porque oscurecieron y barbarizaron la historia humana con los horrores de sus crímenes y su maldad.

Pero asistimos también a la aparición de figuras de hombres y mujeres que son como estrellas que surgen al azar de las energías atractivas que modulan la conformación del Universo y que, durante millones de años, alumbran con su luz la inmensidad de los espacios galácticos.

Así, entre los fracasos tan sólo de un pasado reciente, pensemos, por ejemplo, en los tristes personajes de Hitler, Stalin, Pol-Pot; o más cerca de nosotros, en los miembros de los movimientos integristas islámicos del Medio Oriente (talibanes, Isis), en algunos tiranos de países africanos, en ciertos presidentes de las grandes potencias modernas…

Entre los éxitos de la evolución humana, podamos nombrar figuras como Buda, Lao, Platón, Jesús, Teresa de Ávila, Dante Alighieri, Miguel Ángel, Shakespeare, Mozart, Beethoven, Martin Luther King, Kierkegaard, Gandhi, Einstein, Nelson Mandela, Drewermann, Leonardo Boff, etc… Personas que son modelos y fuente de inspiración para todos los Humanos. Son faros que iluminan e indican el camino a recorrer. Son hacedores de esperanza y belleza; profetas que anuncian la posibilidad de un mundo nuevo, diferente y mejor. Son los poseedores de una sabiduría real. Nos comunican intuiciones y visiones singulares sobre la Realidad. Nos revelan sueños y proyectos inéditos, con frecuencia desestabilizadores, cierto, pero con el poder de interpelar, hacer pensar, plantear y proponer desafíos e invitar a la raza humana a caminos nunca recorridos, a fin de hacernos progresar hacia horizontes más vastos y realizaciones y formas más logradas de humanidad.

Jesús de Nazaret forma parte de esa categoría de humanos especialmente inspiradora y lograda. Así fue visto por sus admiradores y presentado por la literatura cristiana del siglo primero. Así los autores cristianos de los evangelios lo describen como el hombre que supo realizar en su persona la síntesis más completa y perfecta de las cualidades humanas, al punto de considerarlo como una maravilla y un milagro de humanidad; como un hombre venido de Dios; como un don del Cielo a los hombres; como el metro y la forma con la que cada uno de nosotros debería, en adelante, medirse y modelarse para lograr la construcción de nuestra propia humanidad. Así, para esos autores antiguos, Jesús es el "Hombre" y el "Maestro" por excelencia, sobre cuya palabra, enseñanza y espíritu, todo humano podría conformarse y modelar su vida.

De ahí por qué, en el texto del evangelio que acabamos de leer, el evangelista Juan, inclinado a las imágenes y los símbolos, como todos los autores antiguos, presenta a Jesús como pan, alimento, fuente de agua viva, luz, que cada uno debe buscar, si pretende satisfacer su hambre y su sed de absoluto, verdad, gratificación, sentido, felicidad: hambre y sed que cada ser humano normal, un día u otro, siente en la profundidad de su corazón.

Juan, con los otros autores cristianos del siglo primero, vio en Jesús un ejemplar de hombre tan completo, que su ejemplo, la reflexión sobre sus principios, convicciones, actitudes, fuerzas y virtualidades que rigieron su vida, pueden en gran manera ayudar e inspirar a los y las que, en actitud de confianza amorosa y admirativa, aceptan adoptarlo como referencia última y fuente de inspiración, con el fin de construir su existencia sobre el modelo y la forma de su humanidad.

El evangelio de este domingo nos asegura que los cristianos que aceptamos seguir a ese Maestro y modelarnos sobre su espíritu, seremos nuevas criaturas, personas de cualidad "superior". Ya no individuos replegados sobre nosotros mismos, exclusivamente ocupados y preocupados en poner en marcha nuestro pequeño bienestar y nuestra pequeña felicidad personal; individuos que acumulan y consumen "cosas", y cuyos intereses se limitan a satisfacer las primarias y biológicas necesidades personales…

El evangelista Juan nos asegura que los humanos que buscamos a Jesús por el pan que nos puede ofrecer, podemos tener la posibilidad de llegar a ser individuos diferentes: abiertos, capaces de tener hambre y sed de valores menos terrenales, más elevados y espirituales. Lo cual significa que la imitación y el seguimiento del Maestro de Nazaret puede hacer de nosotros individuos capaces de espiritualidad, es decir capaces de interesarnos en realidades y contenidos diferentes a los que conciernen únicamente el comer, ganar, poseer, acumular, consumir, disfrutar de buenos momentos y del placer.
Permanecer con el Nazareno puede hacernos tomar conciencia que, en cuanto humanos, tenemos un destino particular en este mundo; que estamos llamados a vivir un nivel superior de conciencia; que hay en nosotros algo que nos hace diferentes de los animales, porque somos capaces de pensar, maravillarnos; capaces de don, altruismo, bondad, ternura y amor. Porque somos portadores de una profundidad y un misterio que nos sobrepasa y que, por ello, podemos interrogarnos sobre las razones y la presencia del sufrimiento, del bien y del mal; sobre el sentido y el fin de nuestra vida y de nuestra muerte; podemos ser lo bastante sensibles espiritualmente como para vibrar en consonancia con la Realidad o el Misterio Último que llamamos "Dios".

Permanecer con el Maestro puede ayudarnos mejor a orientarnos en la vida, a descubrir los comportamientos, proyectos, búsquedas y conquistas que den verdadera consistencia, cualidad y profundidad a nuestra existencia y a construirnos como personas enriquecidas con auténtica sabiduría y una forma atrayente de humanidad: una humanidad que se manifiesta y despliega como benevolencia, tolerancia, bondad, compasión, atención y cuidado, tanto por nuestros hermanos humanos como por el bienestar y la salud de nuestro Planeta. Por eso, Juan hace decir a Jesús que puede darnos una paz capaz de mantenernos en vida para siempre, ahora y por la eternidad.

Este texto quiere finalmente hacernos comprender que el pan que da la vida no es el pan que se recibe y se come, sino el pan que se comparte.  Si estás conquistado por su personalidad; si estás animado por su espíritu; si tú llegas a ser el buen pan que él ha sido, sabrás lo que significa vivir plenamente. Si tú te das, te realizarás y serás feliz. Si retienes todo para ti y no das nada de ti, te perderás; tu vida estará vacía, disminuirás en humanidad y serás un individuo mezquino, triste y solo.

Por ello, esto evangelio nos emplaza hoy en un desafío radical: ¿cuál es mi luz, mi alimento, mi agua? Dicho de otra manera; ¿quién es el Señor de mi vida? ¿Dónde puedo encontrar la fuente verdadera de mi humanidad?


Bruno Mori – 2 agosto 2018  

Traducción de Ernesto Baquer