mardi 16 avril 2019

El Padre pródigo en el amor



(4º dom. Cuaresma, C- 2019  – Lc.15, 1-32 )

Orig. francés: http://brunomori39.blogspot.com/2019/04/le-pere-prodigue-dans-lamour.html.

Una “religión” está integrada, de un lado, por un conjunto de prácticas exteriores, y de otro, por un conjunto de actitudes interiores que sirven para “religar”, de forma positiva, armoniosa y enriquecedora al ser humano con las realidades que lo rodean.

De ahí que los hombres han creado la religión para disponer de un instrumento que pueda ayudarlos a implementar, en su existencia, relaciones buenas consigo mismo, los otros, el mundo y el Misterio Último que anima y sostiene toda la Realidad identificada habitualmente con el nombre de “Dios”. Una religión que no consiga hacer mejores a los hombres, más espirituales y por tanto más humanos, no tiene ningún valor, es inútil, incluso peligrosa, y por lo tanto hay que abandonarla.

Jesús de Nazaret fue el primero en subrayar que las religiones en general, y en particular la suya, a lo largo de su recorrido histórico, se habían equivocado completamente, tanto en la idea que se hacían de Dios, como en la elección del camino que recorrer y los medios que utilizar para hacer capacitar a los humanos a construir relaciones que les permitieran llegar a ser mejores personas, con una calidad de humanidad que poseyera profundidad, atractivo y carisma.

Según el Maestro de Nazaret, las religiones se han extraviado por falsos caminos, porque fundaron la construcción de esas relaciones sobre la obligación, la imposición, el temor, la obediencia ciega, la sumisión servil, la amenaza, el castigo, la intimidación, el miedo, el enfrentamiento, la superioridad, el poder, la negación, el devaluar la realidad presente y los valores mundanos y seculares, en vez de fundar sus relaciones exclusivamente sobre los valores de la libertad, la apertura, la acogida, la confianza y sobre todo el amor.

Sin duda, a causa de la mala calidad de la religión en la que fue criado, Jesús de Nazaret nunca fue una persona particularmente religiosa ni practicante, y siempre mantuvo relaciones muy críticas y conflictivas con la religión (judía) de su tiempo y con sus representantes- Lo que no le impidió ser un Maestro “espiritual” excepcional y extraordinariamente inspirado.

Por lo que el Maestro buscó hacer comprender a sus discípulos el tipo de actitudes, contenidos, espíritu, energía, que deberían infundir en sus relaciones con los demás, el mundo y Dios, para que pudiera realizarse el milagro de la transformación y el perfeccionamiento del hombre y del mundo.

Toda la enseñanza de Jesús se reduce y condensa en una sola y única exhortación: “Empapen todas sus relaciones en la corriente del amor, porque el amor es la Fuerza Última y Original de renovación y realización. El amor es la sola y única Energía que sostiene, hace evolucionar, hace vivir y lleva a su perfección a todo lo que existe. Todo se mantiene gracias al amor. El amor lo es todo y nada subsiste ni dura sin él. El amor es lo que constituye el valor de la persona”.

El evangelista Juan, reflejando el pensamiento de Jesús, llega a decir que el amor es Dios o que Dios es sólo Amor. Dios es el nombre más anodino y banal que los hombres pudiemos inventar para indicar la Realidad más sublime, maravillosa, creadora, fecunda, más universal que existe: la realidad del Amor.

Toda la vida de Jesús ha sido un himno de asombro, éxtasis, acción de gracias, abandono en ese Amor en el que se veía y sentía continuamente inmerso y que deseaba dar a conocer, compartir y comunicar a los que le rodeaban. Hizo de ese deseo el centro y el fin de toda su vida y el contenido de su “Buena Nueva” a los hombres: una feliz noticia que debía abrirnos las puertas de nuestro espíritu y nuestro corazón a ese Dios-Amor, al que llamaba “mi Padre” a fin de que se convirtiera también en “nuestro Padre”.

Precisamente para hacer comprender la naturaleza de ese amor que es Dios, Jesús contó la parábola llamada del hijo pródigo, pero que, en realidad, es la parábola del padre pródigo, derrochador de su amor. Parábola ocasionada por la indignada reacción de escribas y fariseos que se escandalizaban de que Jesús se complaciera relacionándose con frecuencia con la gente sencilla, la gente pobre; de que se sentara a la mesa de la gente poco recomendable, considerada impura y pecadora.

Con esta parábola, Jesús quiere mostrar a los escribas y fariseos, como a otros teólogos, doctores y especialistas de la religión y de la Ley que, a pesar de su instrucción, sus libros sagrados y su ciencia, no conocen ni saben gran cosa de la verdadera naturaleza de Dios; y que el Dios, al que le rinden culto y adoración, es tan solo una mala caricatura del verdadero Dios, un ídolo, pagado de sí mismo, lleno de arrogancia, exigencias y resentimiento, construido a imagen y semejanza de sí mismos.

Con su parábola, Jesús quiere decirles: “Ustedes tienen su Dios, yo ¡tengo el mío! El mío, ¿a quién se parece? ¡Escuchen y juzguen ustedes mismos”. Y les cuenta la parábola del padre pródigo: un Padre tenía dos hijos… dos hijos que no lo quieren…

Un hijo más joven que huye de la vida familiar; ahogado en la casa paterna, donde se siente oprimido, controlado, encerrado, que quiere su libertad; quiere ser dueño de su vida, sin nadie que le diga qué puede hacer y que no. Quiere toda su libertad. Y para ello, busca poner la mayor distancia posible entre él y su padre. No ama a su padre, sino sólo a su dinero.

El Padre sabe que es inútil retener a ese hijo que ansía aire, aventuras, libertad, vivir su vida. Lo deja partir, sin decirle nada, sin pedirle razones, explicaciones, sin hacerle reproches, sin oponer ninguna resistencia, y… con el dinero que le pidió, aunque no tenga ningún derecho…

El tiempo pasa: fiestas, francachelas, regocijo, la gran vida todo el tiempo que le dura el dinero. Cuando el dinero se agota, el aventurero se encuentra en la calle sin un céntimo. Entonces decide volver a casa, no porque se arrepienta de lo que hizo, sino porque muere de hambre. Es y sigue siendo un sinvergüenza y un aprovechado. El fracaso de su aventura no consigue hacerle entender que no tiene futuro lejos del amor del padre.

¿Qué amor? Un amor increíble de ese padre increíble que sólo parece vivir para su hijo, aunque sea un crápula. El amor de ese padre que, a pesar de las locuras de su hijo, sigue amándolo con un amor desbordante, exagerado, casi loco. El amor de ese padre que, con el corazón roto por la ausencia de ese sinvergüenza, espera continuamente su vuelta. El amor de ese padre que escudriña el horizonte cada mañana, que acecha desde la ventana cada tarde con la esperanza, quien sabe, de verlo aparecer.
El amor de ese padre (que tiene más bien el corazón y el comportamiento de una madre) que un buen día percibe a lo lejos a su hijo acercarse a la casa, la cabeza baja, agobiado por la culpabilidad; arrastrando el paso de hambre y agotamiento, y que se estremece, se emociona, llora de alegría, de felicidad, de ternura…

El amor de ese padre, que, olvidando su edad y toda moderación, corre, corre al encuentro del hijo perdido y recuperado; le salta a su cuello, lo estruja en sus brazos, lo cubre de besos; aprieta con fuerza el rostro del hijo contra su corazón de padre, para sostenerlo, para hacerle escuchar las palpitaciones de su amor; para impedir que se desmorone, que se caiga de rodillas, que se humille y se aplaste más (¡es su hijo! ¡No está hecho para arrastrarse, Dios mío!); para impedirle hablar, para cortar en seco las palabras de excusa y arrepentimiento falso que ese filibustero había inventado de antemano para el montaje de su regreso.

El amor loco de ese padre, a quien no le importan las excusas de su hijo. Ni le importa lo que es y lo que ha hecho, ni su estupidez, sus errores, sus bobadas, su hipocresía, la herencia dilapidada… Sabe todo eso, ¡pero igual lo ama! Tiene de nuevo a su hijo, y para él, ¡eso es lo que cuenta! Rechaza analizar y verificar sus intenciones y sentimientos. Todo lo que le interesa y le hace feliz, es que su hijo querido esté sano y salvo, que de nuevo sea feliz, esté cerca suyo y encuentre de nuevo y en seguida su lugar en la casa y su dignidad y grandeza de hijo y heredero.

El amor de ese padre, en quien no hay ningún reproche, ninguna amargura ni resentimiento, ninguna demanda de explicación o de rendir cuentas, ninguna petición de arrepentimiento, ninguna exigencia de conversión. Sólo alegría, júbilo, encanto ante ese hijo que, por fin, de nuevo, es la luz de sus ojos y la felicidad de su corazón.

Ese padre que no tiene ninguna necesidad de perdonar para reinsertarlo de nuevo en la esfera de su amor, porque ese bandido nunca estuvo fuera de su corazón de padre. Todo lo que el padre le pide a modo de compensación, es que no rechace los signos y manifestaciones de un amor que ya no podía esperar.

Con esta parábola, Jesús quiere finalmente decir a los escribas y fariseos que le reprochan amar y buscar la compañía de la chusma: “¡Este es mi Dios, para mí!” Así actúa, así lo amo. Porque es así, es para mí mi Dios y mi amor. Porque es así, es adorable y quiero hacer como él, amar como él, y bañar y empapar mi vida y mis relaciones en el espíritu de su amor.

Con esta parábola, Jesús quiere entonces hacer comprender que sólo si una religión es capaz de conducir y ayudar a los humanos a construir en su vida relaciones animadas e inspiradas por el mismo tipo de sentimientos, actitudes y amor que vive el padre de la parábola, entonces cumple su función, es útil, merece existir y ser seguida.

Bruno Mori - 27 marzo 2019
Traducción de Ernesto Baquer