Orig. francés:
http://brunomori39.blogspot.com/2019/04/le-pere-prodigue-dans-lamour.html.
Una “religión” está integrada,
de un lado, por un conjunto de prácticas exteriores, y de otro, por un conjunto
de actitudes interiores que sirven para “religar”, de forma positiva, armoniosa
y enriquecedora al ser humano con las realidades que lo rodean.
De ahí que los hombres han
creado la religión para disponer de un instrumento que pueda ayudarlos a
implementar, en su existencia, relaciones buenas consigo mismo, los otros, el
mundo y el Misterio Último que anima y sostiene toda la Realidad identificada
habitualmente con el nombre de “Dios”. Una religión que no consiga hacer
mejores a los hombres, más espirituales y por tanto más humanos, no tiene
ningún valor, es inútil, incluso peligrosa, y por lo tanto hay que abandonarla.
Jesús de Nazaret fue el primero
en subrayar que las religiones en general, y en particular la suya, a lo largo
de su recorrido histórico, se habían equivocado completamente, tanto en la idea
que se hacían de Dios, como en la elección del camino que recorrer y los medios
que utilizar para hacer capacitar a los humanos a construir relaciones que les
permitieran llegar a ser mejores personas, con una calidad de humanidad que
poseyera profundidad, atractivo y carisma.
Según el Maestro de Nazaret,
las religiones se han extraviado por falsos caminos, porque fundaron la
construcción de esas relaciones sobre la obligación, la imposición, el temor,
la obediencia ciega, la sumisión servil, la amenaza, el castigo, la
intimidación, el miedo, el enfrentamiento, la superioridad, el poder, la
negación, el devaluar la realidad presente y los valores mundanos y seculares,
en vez de fundar sus relaciones exclusivamente sobre los valores de la
libertad, la apertura, la acogida, la confianza y sobre todo el amor.
Sin duda, a causa de la mala
calidad de la religión en la que fue criado, Jesús de Nazaret nunca fue una
persona particularmente religiosa ni practicante, y siempre mantuvo relaciones
muy críticas y conflictivas con la religión (judía) de su tiempo y con sus
representantes- Lo que no le impidió ser un Maestro “espiritual” excepcional y
extraordinariamente inspirado.
Por lo que el Maestro buscó
hacer comprender a sus discípulos el tipo de actitudes, contenidos, espíritu,
energía, que deberían infundir en sus relaciones con los demás, el mundo y
Dios, para que pudiera realizarse el milagro de la transformación y el
perfeccionamiento del hombre y del mundo.
Toda la enseñanza de Jesús se
reduce y condensa en una sola y única exhortación: “Empapen todas sus
relaciones en la corriente del amor, porque el amor es la Fuerza Última y
Original de renovación y realización. El amor es la sola y única Energía que
sostiene, hace evolucionar, hace vivir y lleva a su perfección a todo lo que
existe. Todo se mantiene gracias al amor. El amor lo es todo y nada subsiste ni
dura sin él. El amor es lo que constituye el valor de la persona”.
El evangelista Juan, reflejando
el pensamiento de Jesús, llega a decir que el amor es Dios o que Dios es sólo
Amor. Dios es el nombre más anodino y banal que los hombres pudiemos inventar
para indicar la Realidad más sublime, maravillosa, creadora, fecunda, más
universal que existe: la realidad del Amor.
Toda la vida de Jesús ha sido
un himno de asombro, éxtasis, acción de gracias, abandono en ese Amor en el que
se veía y sentía continuamente inmerso y que deseaba dar a conocer, compartir y
comunicar a los que le rodeaban. Hizo de ese deseo el centro y el fin de toda
su vida y el contenido de su “Buena Nueva” a los hombres: una feliz noticia que
debía abrirnos las puertas de nuestro espíritu y nuestro corazón a ese
Dios-Amor, al que llamaba “mi Padre” a fin de que se convirtiera también en
“nuestro Padre”.
Precisamente para hacer
comprender la naturaleza de ese amor que es Dios, Jesús contó la parábola
llamada del hijo pródigo, pero que, en realidad, es la parábola del padre
pródigo, derrochador de su amor. Parábola ocasionada por la indignada reacción
de escribas y fariseos que se escandalizaban de que Jesús se complaciera
relacionándose con frecuencia con la gente sencilla, la gente pobre; de que se
sentara a la mesa de la gente poco recomendable, considerada impura y pecadora.
Con esta parábola, Jesús quiere
mostrar a los escribas y fariseos, como a otros teólogos, doctores y
especialistas de la religión y de la Ley que, a pesar de su instrucción, sus
libros sagrados y su ciencia, no conocen ni saben gran cosa de la verdadera naturaleza
de Dios; y que el Dios, al que le rinden culto y adoración, es tan solo una
mala caricatura del verdadero Dios, un ídolo, pagado de sí mismo, lleno de
arrogancia, exigencias y resentimiento, construido a imagen y semejanza de sí
mismos.
Con su parábola, Jesús quiere
decirles: “Ustedes tienen su Dios, yo ¡tengo el mío! El mío, ¿a quién se
parece? ¡Escuchen y juzguen ustedes mismos”. Y les cuenta la parábola del padre
pródigo: un Padre tenía dos hijos… dos hijos que no lo quieren…
Un hijo más joven que huye de
la vida familiar; ahogado en la casa paterna, donde se siente oprimido,
controlado, encerrado, que quiere su libertad; quiere ser dueño de su vida, sin
nadie que le diga qué puede hacer y que no. Quiere toda su libertad. Y para
ello, busca poner la mayor distancia posible entre él y su padre. No ama a su
padre, sino sólo a su dinero.
El Padre sabe que es inútil
retener a ese hijo que ansía aire, aventuras, libertad, vivir su vida. Lo deja
partir, sin decirle nada, sin pedirle razones, explicaciones, sin hacerle
reproches, sin oponer ninguna resistencia, y… con el dinero que le pidió,
aunque no tenga ningún derecho…
El tiempo pasa: fiestas,
francachelas, regocijo, la gran vida todo el tiempo que le dura el dinero.
Cuando el dinero se agota, el aventurero se encuentra en la calle sin un
céntimo. Entonces decide volver a casa, no porque se arrepienta de lo que hizo,
sino porque muere de hambre. Es y sigue siendo un sinvergüenza y un
aprovechado. El fracaso de su aventura no consigue hacerle entender que no
tiene futuro lejos del amor del padre.
¿Qué amor? Un amor increíble de
ese padre increíble que sólo parece vivir para su hijo, aunque sea un crápula.
El amor de ese padre que, a pesar de las locuras de su hijo, sigue amándolo con
un amor desbordante, exagerado, casi loco. El amor de ese padre que, con el
corazón roto por la ausencia de ese sinvergüenza, espera continuamente su
vuelta. El amor de ese padre que escudriña el horizonte cada mañana, que acecha
desde la ventana cada tarde con la esperanza, quien sabe, de verlo aparecer.
El amor de ese padre (que tiene
más bien el corazón y el comportamiento de una madre) que un buen día percibe a
lo lejos a su hijo acercarse a la casa, la cabeza baja, agobiado por la
culpabilidad; arrastrando el paso de hambre y agotamiento, y que se estremece,
se emociona, llora de alegría, de felicidad, de ternura…
El amor de ese padre, que,
olvidando su edad y toda moderación, corre, corre al encuentro del hijo perdido
y recuperado; le salta a su cuello, lo estruja en sus brazos, lo cubre de
besos; aprieta con fuerza el rostro del hijo contra su corazón de padre, para
sostenerlo, para hacerle escuchar las palpitaciones de su amor; para impedir
que se desmorone, que se caiga de rodillas, que se humille y se aplaste más
(¡es su hijo! ¡No está hecho para arrastrarse, Dios mío!); para impedirle
hablar, para cortar en seco las palabras de excusa y arrepentimiento falso que
ese filibustero había inventado de antemano para el montaje de su regreso.
El amor loco de ese padre, a
quien no le importan las excusas de su hijo. Ni le importa lo que es y lo que
ha hecho, ni su estupidez, sus errores, sus bobadas, su hipocresía, la herencia
dilapidada… Sabe todo eso, ¡pero igual lo ama! Tiene de nuevo a su hijo, y para
él, ¡eso es lo que cuenta! Rechaza analizar y verificar sus intenciones y
sentimientos. Todo lo que le interesa y le hace feliz, es que su hijo querido
esté sano y salvo, que de nuevo sea feliz, esté cerca suyo y encuentre de nuevo
y en seguida su lugar en la casa y su dignidad y grandeza de hijo y heredero.
El amor de ese padre, en quien
no hay ningún reproche, ninguna amargura ni resentimiento, ninguna demanda de
explicación o de rendir cuentas, ninguna petición de arrepentimiento, ninguna
exigencia de conversión. Sólo alegría, júbilo, encanto ante ese hijo que, por
fin, de nuevo, es la luz de sus ojos y la felicidad de su corazón.
Ese padre que no tiene ninguna
necesidad de perdonar para reinsertarlo de nuevo en la esfera de su amor,
porque ese bandido nunca estuvo fuera de su corazón de padre. Todo lo que el
padre le pide a modo de compensación, es que no rechace los signos y
manifestaciones de un amor que ya no podía esperar.
Con esta parábola, Jesús quiere
finalmente decir a los escribas y fariseos que le reprochan amar y buscar la
compañía de la chusma: “¡Este es mi Dios, para mí!” Así actúa, así lo amo.
Porque es así, es para mí mi Dios y mi amor. Porque es así, es adorable y
quiero hacer como él, amar como él, y bañar y empapar mi vida y mis relaciones
en el espíritu de su amor.
Con esta parábola, Jesús quiere
entonces hacer comprender que sólo si una religión es capaz de conducir y
ayudar a los humanos a construir en su vida relaciones animadas e inspiradas
por el mismo tipo de sentimientos, actitudes y amor que vive el padre de la
parábola, entonces cumple su función, es útil, merece existir y ser seguida.
Bruno Mori - 27 marzo 2019
Traducción de Ernesto Baquer