El Dios-Fuente-Original-del
Ser y Energía Fontal que todo hace vivir - Día de
los fieles difuntos
La Iglesia
católica pretende ser capaz de informar a sus fieles lo que pasa después de la
muerta. Su doctrina sobre el tema, sin embargo, sólo consigue ser una amalgama
de afirmaciones extravagantes y fantasiosas, en gran parte extraídas de la
mitología griega antigua, las creencias religiosas judías del tiempo de Jesús,
y los enunciados de la filosofía helenística (estoicismo y neoplatonismo) de
los tres primeros siglos de nuestra era.
Durante
siglos la enseñanza de la Iglesia sobre la suerte de los fallecidos nunca
suscitó ni discusiones ni oposiciones notables entre los fieles. Hoy, el cambio
cultural causado por la evolución de las mentalidades, la generalizada
escolarización, el desarrollo y crecimiento de los conocimientos, el progreso
de las ciencias, un espíritu más esclarecido y crítico, todo ello ha provocado
que los antiguos conceptos e imágenes con los que la doctrina católica buscaba
ilustrar y explicar la existencia después de la muerte, son, no sólo
incomprensibles, sino totalmente caducos e inadmisibles.
Nuestra
sociedad occidental ha roto definitivamente con la visión mítica de la realidad
que ha sido, al menos hasta el siglo XVIII, la base de la mayoría de los dogmas
y creencias en el seno de la Iglesia católica. La gente de la modernidad abandonó desde
hace tiempo la antigua cosmología de dos mundos o realidades superpuestas: un
mundo habitado por Dios y un mundo habitado por los humanos, dependiendo este
último, en todo, del mundo de Dios y buscando asumirlo y apropiárselo. La gente
hoy está influenciada por esquemas cognitivos que están años luz de las
preocupaciones y disquisiciones trascendentales de las filosofías y corrientes
religiosas de los tres primeros siglos que marcaron la formación de las
doctrinas y dogmas del cristianismo.
Ya no creen
en un alma inmortal que, en el momento de la muerte, se libera del cuerpo en el
que estaba prisionera, para volver a la Fuente divina que la había creado
directamente. Para los modernos, la función del alma ha sido reemplazada por la
actividad del cerebro. Por así decirlo, el cerebro es el alma de la persona. La
gente de nuestro tiempo sabe que nuestra identidad personal, así como nuestra
conciencia, son esencialmente dependientes de los procesos bioquímicos en
marcha en el interior de nuestro córtex cerebral; y que la muerte, poniendo fin
a esos procesos, destruye definitivamente nuestra identidad personal y por
tanto torna totalmente imposible toda vida consciente.
Para la
gente de nuestro tiempo, una supervivencia individual después de la muerte
física, así como un paraíso, un purgatorio, un infierno, percibidos como
"lugares" o situaciones existenciales donde se abocaría nuestra alma,
donde se conservaría nuestra singularidad y donde se sentiría de manera consciente
no sólo amor, alegría felicidad, paz, sino también dolor y odio, sólo pueden
ser construcciones de nuestra imaginación creadas por nuestra necesidad de
seguridad y protección; o una proyección de nuestro deseo de vivir para siempre
en un estado de felicidad que nos gratificaría totalmente.
Ciertamente,
para los cristianos modernos el trabajo de eliminación, decantación,
transformación y puesta al día de nuestras creencias religiosas no es una tarea
fácil. Un trabajo que no se realiza sin traumatismos y trastornos interiores.
En efecto, estamos obligados a abandonar una visión del más allá, que nos era
familiar, profundamente anclada en nuestro inconsciente colectivo y que,
después de todo, era bastante clara, tranquilizante y satisfactoria: "Dios
allá arriba, en su paraíso fuera de nuestro mundo, creó nuestra alma inmortal.
A la hora de la muerte, el alma se presenta ante Dios que nos recompensa o nos
castiga después de un minucioso examen de nuestras acciones. En la segunda
venida de su Hijo Jesucristo sobre las nubes del cielo, cuando los ángeles
toquen las trompetas del juicio final, Dios resucitará a todo el mundo; unirá
las almas con su cuerpo y habrá un mundo nuevo y una tierra nueva donde los
justos serán felices en el paraíso con Dios y los malos arderán por siempre en
el infierno con los demonios". Claro, neto, preciso y justo…, pero
absolutamente indigesto e inadmisible. Nadie hoy es capaz de ingerir y tomar en
serio planteo semejante. Y eso porque la visión del mundo y la idea de Dios que
suponen estas antiguas creencias son incompatibles con la nueva percepción del
mundo forma parte del bagaje cultural de la gente de hoy.
Los
extraordinarios progresos realizados por las ciencias físicas y los
descubrimientos astronómicos de los últimos cincuenta años han transformado
completamente nuestra percepción de la realidad y nuestra idea de Dios. Se
percibe el Universo como un Todo que surge de un Vacío inmensamente energético
que se desarrolla en una red admirable de atracciones, interrelaciones,
conexiones, intercambios entre todas sus partes y según dinámicas internas
inspiradas por una misteriosa y admirable lógica que se muestra
extraordinariamente "amable». Una lógica que busca la evolución del
Universo hacia una complejidad siempre mayor y a manifestarse como energía
creadora de unidad, armonía y belleza según los armónicos que al parecer poseen
las características y las resonancias del amor. Esta "Lógica
amorosa", esta "Fuente y Fundamento Último" de todo ser, este
"Misterio y Milagro Original", esta "Energía benévola" son
tantos apelativos con los que, en adelante, las gentes de la modernidad buscan
nombrar a Dios.
Este Dios,
ya no es percibido como Entidad fuera de este mundo, como afirmaba el mito
antiguo, sino como interioridad profunda y abisal de todo lo que existe. Es el
"adentro" de la realidad. Es el corazón, el soplo, el dinamismo, la
energía, la inspiración, el espíritu que provocan que el Universo, expresión de
su presencia, sea un "cosmos" y no un "caos"; y ello
gracias al despliegue de virtualidades espirituales y amorosas que lo penetran
desde todas partes, , lo alumbran, lo estructuran, lo organizan, lo armonizan y
lo vuelven fecundo en belleza y vida.
En este
Universo, brotado de la Fuente Original del Amor, el ser humano aparece como
una realización evolutiva de excepcional importancia. Gracias al éxito de este
logro evolutivo, la Energía Original ha sabido manifestarse y encarnarse en el
mundo como "amor personal", con el fin de, finalmente, poder amar de
forma consciente e inteligente. Entonces, el ser humano puede considerarse como
una chispa de la forma como Dios se manifiesta y ama en el mundo. También
podemos decir que, en el cosmos, la finalidad de la presencia de la humanidad,
y su función primordial, consisten en encarnar y difundir, de forma consciente,
el Amor cuya fuente Original la hizo capaz. Por ello, el ser humano está aquí
para amar. Podemos decir que es el corazón de Dios en la tierra. En el universo
es el instrumento más sofisticado del amor de Dios. Es por medio del humano,
capaz de amor consciente, gratuito y desinteresado, como Dios mejora, transforma
y hace evolucionar su creación hacia más altas realizaciones.
De esta
visión de la realidad y la finalidad del hombre, podemos extraer varias
consecuencias. Aquí algunas de ellas:
Dios
pertenece a la definición del ser humano; éste debe mirarse a partir de Dios.
Si el hombre
falla a la tarea de amar, reniega la verdad profunda de su ser y pierde la
razón de su presencia en el mundo. El amor en nosotros es la impronta de la
presencia de Dios en las profundidades de nuestra persona.
Cuando
amamos, nos convertimos en seres divinos, porque es Dios quien ama a través
nuestro, a fin de perfeccionar su creación.
La única
verdadera felicidad que podemos tener en cuanto humanos es permitir que todo
nuestro ser biológico sea confiscado y acaparado por el amor.
Si nos dejamos
acaparar por el amor, somos acaparados por Dios y vivimos de Dios y en Dios.
Participamos de su naturaleza y por tanto de su eternidad.
Si le
permitimos a Dios amar a través nuestro, seremos introducidos, desde ahora, en
una forma humana de experiencia de Dios que se manifestará en el vivir de
nuestra existencia como sensación de alegría, paz, exaltación, confianza,
abandono, crecimiento y plenitud.
Sensaciones
que son ya anuncio y preludio de una felicidad real y posible que espera
probablemente a aquellos y aquellas que dejan el mundo con el corazón repleto
de amor.
Esta visión
de las cosas puede alumbrar con nueva luz el misterio de nuestra muerte. Si
vivimos en el amor, vivimos en Dios; y cuando más hagamos crecer nuestra
capacidad de amar, más aumentará también nuestra unión con el Dios-Amor, y
nuestra inmersión en su ser y en su eternidad.
Y eso a pesar de nuestra muerte biológica. Nada de lo que nos sucede
puede separarnos de Dios o impedir el crecimiento del amor en nosotros. Ni
siquiera la muerte. Si morimos en el amor, morimos en Dios y en Dios
permaneceremos. Porque nada ni nada nos puede separarnos del Todo de Dios.
Claro que
podremos haber sido tan sólo una pequeñísima gota de lluvia evaporada del
océano inmenso del amor de Dios. Pero me gusta creer que nuestra muerte será
como el retorno de la gota al océano que la generó y con el que se fusionará en
un abandono total y con la satisfacción de reencontrarse por fin en su
elemento. Quizá pierda su identidad, pero en adelante será parte del Gran
Océano.
Es lo único que podríamos afirmar sobre después de
nuestra muerte. Todos los discursos de las religiones son sólo fantasías y
especulaciones sin fundamento.
Bruno Mori - Traducción: Ernesto Baquer