Los físicos afirman que habitamos en un Universo que está
continuamente auto-creándose, auto-desarrollándose y auto-organizándose, a
través de un proceso de transformación sin fin que está en el origen de la
fantástica variedad, complejidad y novedad de las formas físicas emergentes que
son y valen más que la suma de los elementos que las componen. Un ejemplo
excelente de ello es el agua, cuya forma física y extraordinarias propiedades
nunca habrían podido deducirse de los dos elementos simples que la componen. La
formación del agua es sólo uno de los innumerables ejemplos de la aparición, en
todos los niveles del Universo, de lo que los científicos llaman las
“propiedades emergentes”.
Por tanto, somos parte de un Universo extremadamente
creativo. La creatividad humana, que nos asombra con frecuencia, es sólo
expresión de una dinámica presente desde siempre en las entrañas del Cosmos.
Nuestra evolución como especie, nuestro desarrollo fetal, las etapas de nuestra
maduración individual psicofísica, son sólo la expresión de esa tendencia a
transformar la realidad, propia del Universo desde sus orígenes.
Durante milenios los humanos hemos creído que el mundo
natural era inmutable y que las criaturas de este mundo habían salido de las
manos del Creador en forma perfecta y definitiva. Durante milenios los hombres
hemos creído también que el mundo era estático, regido por leyes eternas e
invariables que aseguraban tanto su buen funcionamiento, como la perfección de
su naturaleza, en el ordenamiento global de la creación.
Así podríamos pensar e imaginar un estado de perfección
aplicable a cada criatura y válido para cada una de ellas, incluida el hombre.
La Biblia, en el relato mítico de la creación, presenta un mundo ideal, un Edén,
donde el hombre y la mujer viven en estado de perfección original. Por su
parte, la doctrina cristiana, construida fundamentalmente sobre el pensamiento
mítico, consiguió convencer a los cristianos de la existencia de un mundo
divino perfecto, sobrenatural, más allá y por sobre la imperfección del mundo
material, mundo divino sede de toda perfección y accesible tan sólo a los que
aspiran a la perfección desde aquí abajo.
En la religión cristiana, el resultado de este
pensamiento mítico ha actuado de forma que buscar la perfección fue, desde
siempre, el sueño, la aspiración y, con frecuencia, la obsesión de todo buen
cristiano, así como la finalidad de todas las almas piadosas y “generosas”
convencidas de que sólo podían conseguir su salvación buscando alcanzar el
ideal de una vida perfecta.
En el universo estático, inmutable del pensamiento
mítico, era normal proponer modelos fijos y estables de perfección, a los que
todos debíamos aspirar. No son fáciles de borrar s milenios de pensamiento
mítico. Todavía hoy, en nuestro mundo moderno, un poco por todas partes, en
artes, espectáculos, moda, medios, publicidad, en las exigencias y
disposiciones de la sociedad tanto civil como religiosa, todavía estamos bajo
la influencia de esos modelos de una perfección estandarizada y fija.
Prototipos de perfección que tienden siempre a imponerse con la fuerza de la
obligación y la necesidad a la admiración e imitación de la gente sencilla,
ordinaria, que transcurre la mayor parte de su existencia en la rutina de la
mediocridad, la banalidad y la insignificancia. Son generalmente, modelos de
una perfección quimérica, falsa, engañosa, irreal, prácticamente imposible de
alcanzar. Son modelos destinados a dejar tras de sí vidas rotas en un insensato
e ilusorio esfuerzo por conquistar una imposible perfección.
Todavía hoy, a pesar de los logros de las ciencias
modernas que nos informan sobre la imposibilidad en la naturaleza de elementos
y estructuras fijas e inmutables y por tanto perfectas, a pesar de todo,
seguimos hablando y proponiendo modelos de perfección. Así en el lenguaje y la
literatura usual, se habla con frecuencia de alumno modelo, profesor modelo,
empleado modelo, gerente modelo, esposa modelo, familia modelo, modelos de
belleza…
Sin embargo, en el Universo que nos ha producido y que
nos recibe, no existe la perfección. En el Universo nada es perfecto, todo es
perfectible. En la realidad de nuestro mundo, nada permanece igual a sí mismo
largo tiempo. Sino que, todo, absolutamente todo, a través del juego regulado y
al mismo tiempo caótico del azar, el ensayo, el fracaso, el logro la
composición y la descomposición, todo está sometido a un continuo proceso de
transformación y evolución hacia un fin que nunca es preciso o previsible, sino
siempre aventurado, rico en realizaciones de toda clase y siempre
extraordinariamente fecundo y sorprendente.
En el Universo, la carencia, el límite, la pérdida, la
destrucción, la muerte siguen siendo condiciones indispensables para el
nacimiento de la novedad, la diversidad, la complejidad, la calidad, la belleza
y la vida. Por tanto, en un Universo “emergente”, la misma idea de perfección o
de modelo de perfección no tienen mucho sentido, puesto que esa idea comporta
necesariamente estabilidad, inmovilidad, inalterabilidad, dado que nada se puede
cambiar, ni añadir, ni sustraer a lo que ya es perfecto. La idea de perfección
es pues incompatible con la idea de cambio, transformación y evolución.
Por tanto, imponer modelos de perfección, equivale a
querer hundir a los individuos en los moldes que los fijan en la inmovilidad de
una vida estandarizada y homologada, y que les impide desarrollarse y
evolucionar según la originalidad, potencialidades y rasgos únicos, con
frecuencia inclasificables y a veces salvajes de su personalidad. Hoy, no
queremos ir al arrastre de los demás. Queremos ser personas libres,
emancipadas, independientes. Queremos ser los señores y los artesanos de
nuestro destino. Queremos sentirnos responsables tanto de nuestros fracasos
como de nuestros éxitos. Queremos construir nuestra vida de una forma única y
original. No queremos ser copias, sino originales. Lo que otros han sido o
realizado, interesará quizá a nuestra curiosidad intelectual, pero no afecta ni
nuestras elecciones existenciales, ni nuestros comportamientos. En efecto,
comprendemos que los caminos recorridos por otros para realizar su vida no son
ni serán nunca semejantes a los nuestros; cada uno tiene su propio destino que
alcanzar y cada uno quiere escoger el itinerario que lo conducirá a su
realización. Hoy detestamos cada vez más, tanto los planes de ruta impuestos,
como los viajes organizados.
La historia antigua y reciente nos enseña que los modelos
de perfección, los grandes ideales, los grandes proyectos de renovación
universal, de "nueva evangelización", los grandes movimientos
ideológicos que buscan erradicar el "mal", e instaurar sociedades
perfectas, caen casi inevitablemente en el fundamentalismo, la esquizofrenia,
la demencia, la crueldad, tal vez en los horrores y aberraciones del crimen
institucionalizado. Como muy bien ilustra el adagio popular que dice que el que
busca hacer de ángel, se hace un demonio.
Hoy, la observación del Cosmos nos enseña que la
naturaleza le tiene horror, no al vacío, como se creía en otro tiempo, sino a
la perfección. Por lo que podemos afirmar que la naturaleza ama la imperfección
y necesita la imperfección para poner en marcha su proceso de creación de
formas de ser siempre nuevas, diferentes y más completas. La perfección mata
tanto la vida como la creatividad.
La gente de la modernidad comienza a darse cuenta de los
daños e inconvenientes que pueda causar en la vida de una persona la búsqueda y
la obsesión por la perfección moral y espiritual exigida por la religión; o por
el culto de los modelos clásicos de perfección física, social, económica,
política, propuestos por los clichés de cierta cultura y mentalidad burguesa y
tradicional.
Por ello, asistimos hoy a una tendencia generalizada a
echar por la borda gran número de actitudes, comportamientos, valores heredados
del pasado. Queremos crear algo nuevo, inédito en todos los campos de la vida y
la actividad humana: artes, danza, música, sexualidad, relaciones de pareja y
familia; la manera de vestirse, peinarse, comunicar, tratar a las mujeres,
consumir, trabajar, etc.
No queremos ser perfectos; ya no; incluso no pensamos ya
en ser perfectos; nos gusta ser imperfectos, porque deseamos que nos traten
como humanos. Porque querríamos que nuestras faltas, defectos y debilidades
humanas se vean con la amabilidad, indulgencia, comprensión y compasión del
adulto que corre con ternura y solicitud hacia el niño inexperto que cayó de su
bicicleta.
Hemos comprendido que la perfección ya no existe en
nuestro mundo. Hemos desarrollado una repulsión y un rechazo instintivos hacia
todo modelo y toda propuesta de perfección que nos venga de afuera. En estas
propuestas de perfección, olemos el engaño, la estafa y el aprovecharse de la
ingenuidad y la ignorancia, por parte de instancias (seculares y religiosas)
ávidas y sin escrúpulos.
Ya no creemos en formas de perfección que nos vendrían de
arriba y se nos presentan como acordes con un estado de perfección válido para
nosotros, pero que otros han establecido en lugar nuestro. Queremos tener el
derecho y la posibilidad de encontrar nosotros mismos las mejores formas de
nuestra realización personal, como las mejores fórmulas de nuestra belleza y
nuestra felicidad.
Queremos tener derecho a la imperfección. Queremos tener
la posibilidad de alejarnos de las reglas establecidas o impuestas por otros.
Queremos tener la libertad de quebrantar los tabús, de violar las
prohibiciones, de salir de las normas, de usar nuestra cabeza, de elegir
nuestra imagen, de resaltar los rasgos típicos de nuestra personalidad,
independientemente de la aprobación y del juicio de los demás.
Preferimos ser lobos más que ovejas. Preferimos ser
transgresores más que seguidores. Queremos ser aceptados con nuestros defectos,
nuestros límites, debilidades, enfermedades, discapacidades, como una parte
normal, necesaria y constitutiva de nuestro ser, de nuestra naturaleza e
incluso como formando parte de la “perfección” de nuestra humanidad, y
rehusamos ser confrontados con modelos o normas de perfección impuestas con
autoridad. Con exclusión de los daños o el mal que hemos infligidos a otros,
hoy no aceptamos ya ser juzgados por nuestras convicciones, elecciones,
orientaciones sexuales, faltas de conducta, por nuestros defectos o por
nuestras faltas personales. Ya no soportamos ser condenados por nuestros
“pecados”.
Ahora somos mucho más indulgentes con nosotros mismos,
porque comprendemos que no seríamos verdaderamente humanos, si no tuviéramos
taras ni defectos. Hemos aprendido, de la naturaleza en que vivimos, que, a
través de la continuidad de nuestros éxitos y fracasos, derrotas y victorias,
pérdidas y adquisiciones, rupturas y reparaciones, fuerzas y debilidades,
sombras y luces, así es como conseguimos finalmente construir de la mejor forma
nuestra existencia.
Con esta actitud, nos insertamos instintivamente en la
corriente de la realidad cósmica de la que reproducimos su dinámica en el
despliegue de nuestra existencia. Evidentemente, para poder asumir esta actitud
hacia la naturaleza de nuestra humanidad, actitud hecha tanto de humildad como
de indulgencia y orgullo, estamos llamados a desembarazarnos de nuestros
esquemas de pensamiento, prejuicios culturales y siglos de adoctrinamiento religioso
sistemático.
Desgraciadamente, en Occidente, desde hace más de dos
milenios, la doctrina cristiana nos ha orientado totalmente en otra dirección.
Ciertamente, si de un lado, la Iglesia no ha cesado de rebajarnos, deprimirnos,
culpabilizarnos, insistiendo hasta el hartazgo sobre el estado fundamentalmente
pervertido, chapucero y corrompido de nuestra naturaleza humana; por otro, nos
ha seducido con la ilusión y la esperanza de una restauración y perfección
posibles e incluso definitivas, accesibles a todos los que se le entregan y se
dejan conducir por ella.
Por esta razón el mundo occidental, bañado durante siglos
en la atmósfera cristiana, tiene hoy tanta dificultad en traspasar a la
conducta de su vida y la estructuración de su pensamiento, las conclusiones,
evidentes, de la cosmología moderna. A pesar del aumento general del nivel
cultural y de conocimientos, sólo una ínfima minoría de individuos ha tomado
conciencia de que los humanos somos solo una expresión pasajera y provisoria de
los ritmos evolutivos del Universo. La mayoría de la gente piensa todavía que
somos el producto acabado, la última medida deslumbrante y el punto culminante,
el «point d’orgue» final, con los que
el Creador ha coronado la sinfonía perfecta de la creación. Una creación
sometida al hombre, que nos pertenece, de la que nos consideramos reyes y
dueños, con derecho a explotarla como nos parezca bien.
Sorprende constatar que, todavía hoy, en pleno siglo XXI,
el mundo de las religiones en general y el de la religión cristiana en
particular, no experimenta ninguna dificultad en hacer juegos malabares con el
concepto de “perfección” y proponerlo a sus fieles como mercancía muy cara y
difícil de obtener, y sin embargo siempre ampliamente disponible en el mercado,
para los que tengan medios suficientes para pagar su precio. Incluso la Iglesia
católica ha puesto en pie una vasta y compleja red de organismos (Institutos de
vida consagrada-IVC) especializados en producir perfección (concebida nada
menos que como reproducción y participación en el alma humana de la perfección
de Dios).
Aunque la Iglesia reconozca que la búsqueda de la
perfección no es para todos y que la mayoría de sus fieles se contenta con
vivir una vida prosaica y ordinaria, ella admite, sin embargo, que existe una
elite de elegidos, tocados por la gracia de Dios o por el fuego sagrado de la
ambición o la hazaña espirituales, que se lanzan con determinación a la penosa
y ardua empresa de conquistar la perfección.
Sin embargo, dado que, evidentemente, sólo puede tratarse
de una perfección espiritual e interior y por tanto no controlable ni
verificable con las técnicas del análisis empírico, nunca podremos saber con
certeza si esta búsqueda de la perfección propuesta por la Iglesia, obtiene
resultados reales y si consigue dar lo que ofrece y realizar lo que promete.
Desde siempre, la Iglesia ha edificado su seguridad doctrinal y la solidez de
su estructura «divina» sobre la imposibilidad de las verificaciones y, por lo
tanto, sobre la impotencia por parte de quien sea, de negar, desmentir y
cuestionar tanto los contenidos de sus dogmas, como la realidad de los beneficios
y realizaciones espirituales que esta Institución promete a sus fieles.
Hay que decir también que la Iglesia no está
especialmente preocupada, ni interesada en los resultados efectivos, obtenidos
o no, de su acción en la vida de sus miembros. Lo único que le preocupa es tan
sólo la sumisión y la fe de sus feligreses en la eficacia de sus procedimientos
y de sus medios de perfeccionamiento espiritual.
Lo que las autoridades religiosas quieren sobre todo es asegurar una buena
clientela en el mercado de la oferta y la demanda de la perfección espiritual o
de la santidad. dentro de la institución.
A lo largo de mi vida, con frecuencia he tenido la
ocasión de encontrarme con personas de
Iglesia que se consideran gente “bien”. Y no sólo en el sentido de estar
convencidos que no tienen nada que reprocharse, y que nunca han hecho mal a
nadie; sino sobre todo porque se creen asentados en un estado de excelencia
interior que los satisface plenamente. Se sienten “bien” como son y tal cual
son. Esta clase de personas no sienten ninguna necesidad de cambiar.
Esas personas, quizá no piensan que son perfectas, pero
creen que el estado en que se encuentran, la orden que han recibido, los votos
pronunciados, los principios que las orientan, los valores que las inspiran, el
estilo de vida que llevan, la institución de que forman parte, la religión que
profesan… les son prenda y garantía de perfección. Son personas que fallan en
su visión interior. No ven el mundo en la variedad extraordinaria de sus
colores. No perciben la realidad que les rodea más que en blanco y negro.
Tienen una concepción dualista de la realidad que los impulsa a dividir a los
humanos en dos categorías opuestas: ellos y los demás, buenos y malos, salvados
y perdidos; ellos de la religión única y verdadera y los demás de las
religiones falsas; ellos que están en la verdad y los demás que están en el
error; los creyentes de la Iglesia católica destinados al paraíso y todos los
demás infieles condenados al infierno.
Evidentemente esas personas se consideran mejores que
todos los demás, superiores a los demás, más cerca de Dios que los demás,
preferidos de Dios, en gracia del Todo-Poderoso y por tanto autorizados a mirar
al mundo desde lo alto de su estado de perfección y a juzgarlo. Pertenecen a la
clase de los elegidos. Si bien alardean no haber hecho nunca mal a nadie, rara
vez se comprometen y se dedican a buscar el bien de las mayorías. Si llegan a
ser conscientes de sus fallos y defectos, sólo es para justificarlos y decir
que, total, sus pecadillos, son nada en comparación con la maldad y los
crímenes del resto de la humanidad.
Pienso que la peor calamidad que le puede suceder a un
individuo a lo largo de su existencia, es someterse a un adoctrinamiento y una
violencia psicológica tales, que llegue a la convicción de pertenecer a la
categoría de los “elegidos” y los “perfectos”. Las consecuencias de semejante
actitud son catastróficas para la calidad humana de la persona. Porque esas
personas con frecuencia se transforman en individuos altivos, hipócritas,
arrogantes, intolerantes, odiosos y violentos. Al no conseguir dominar
“perfectamente” el empuje de sus impulsos bien humanos para concordarlos con
sus aspiraciones y expectativas
de perfección, derivan
hacia la neurosis; se convierten en seres fundamentalmente insatisfechos,
psicológicamente desbalanceados, sentimentalmente atormentados, eternamente
frustrados, que descargan sobre los demás su amargura inconsciente, su
morosidad acumulada, sus decepciones inconfesadas y sus represiones más
llevadas.
He visto a católicos «perfectos» marchar en las calles,
tras banderas desplegadas y a tambor batiente, manifestarse contra el aborto,
insultar a los que pasan, romper los vidrios de las clínicas y proferir
amenazas de muerte contra los médicos que lo practican.
Me he encontrado con padres perfectos, que van a misa
todos los domingos, que han echado de su casa al hijo homosexual y que, quince
años después, siguen sin dirigirles la palabra.
A la orden del día tenemos noticias de musulmanes «perfectos»
que, en nombre y con el grito de Allah el Grande y Misericordioso, se complacen
en eliminar o masacrar el mayor número posible de infieles.
En los evangelios veamos a Jesús desconfiar de los
"justos", los "perfectos", y estar lejos de los que se
vanaglorian de su estado de perfección que buscan mostrar a la admiración de
todos. Jesús sabe que esa clase de personas son inconvertibles por insensibles
a otro espíritu, impermeables a su predicación, refractarios a toda propuesta
de conversión, de cambio, de evolución y de nueva vida.
Jesús frecuentaba más bien y casi exclusivamente los
considerados "pecadores" y entonces les "imperfectos", pero
que en realidad para Jesús eran los y las en quienes entreveía lo bueno, lo
fértil, la tierra rica que podía laborar
y trabajar, para sembrar en ella y hacer crecer la planta del amor
desinteresado hacia todos y de una nueva forma de humanidad.
En conclusión, hay que decir que la noción de
“perfección” es por tanto un concepto ficticio y mítico, que no corresponde a
nada en la realidad, tanto del mundo físico, como del mundo del espíritu,
propio de ser humano. En el ser humano, la calidad de sus conocimientos, su cultura,
prioridades, actitudes, actuaciones, sus relaciones, intereses, amores… jamás
será perfecta, sino siempre perfectibles… hasta el final de los tiempos.
Sin embargo, si en el lenguaje habitual seguimos hablando
de “perfección” y de “perfecto”, es evidente que dichos términos hay que
comprenderlos e interpretarlos como un artificio, una figura literaria o una
especie de metáfora, utilizadas sólo para expresar la “excelencia” de algo.
Darles un contenido ontológico, sería caer en lo insensato y el absurdo.
Pero hay que admitir que la perfección sigue siendo un
impulso positivo de nuestro corazón que nos impulsa a mejorarnos, siempre que
dicho empuje esté acompañado de humildad y de confianza en nuestra valía, y que
la perfección sea un sueño hacia el cual tendemos sin cesar, pero que sabemos
nunca se realizará totalmente.
Entonces, ¡estemos
en paz con nosotros mismos! ¡Estamos muy bien así: humanos, imperfectos y frágiles
¡ ! Así Dios nos quiere ¡ Así complaceremos más a Dios, a los hombres … y a
menudo a las mujeres !
Bruno Mori
(Traducción de Ernesto Baquer)
Montreal, 19 Mayo 2017