dimanche 25 juin 2017

ELOGIO DE LA IMPERFECCIÓN



Los físicos afirman que habitamos en un Universo que está continuamente auto-creándose, auto-desarrollándose y auto-organizándose, a través de un proceso de transformación sin fin que está en el origen de la fantástica variedad, complejidad y novedad de las formas físicas emergentes que son y valen más que la suma de los elementos que las componen. Un ejemplo excelente de ello es el agua, cuya forma física y extraordinarias propiedades nunca habrían podido deducirse de los dos elementos simples que la componen. La formación del agua es sólo uno de los innumerables ejemplos de la aparición, en todos los niveles del Universo, de lo que los científicos llaman las “propiedades emergentes”.

Por tanto, somos parte de un Universo extremadamente creativo. La creatividad humana, que nos asombra con frecuencia, es sólo expresión de una dinámica presente desde siempre en las entrañas del Cosmos. Nuestra evolución como especie, nuestro desarrollo fetal, las etapas de nuestra maduración individual psicofísica, son sólo la expresión de esa tendencia a transformar la realidad, propia del Universo desde sus orígenes.

Durante milenios los humanos hemos creído que el mundo natural era inmutable y que las criaturas de este mundo habían salido de las manos del Creador en forma perfecta y definitiva. Durante milenios los hombres hemos creído también que el mundo era estático, regido por leyes eternas e invariables que aseguraban tanto su buen funcionamiento, como la perfección de su naturaleza, en el ordenamiento global de la creación.

Así podríamos pensar e imaginar un estado de perfección aplicable a cada criatura y válido para cada una de ellas, incluida el hombre. La Biblia, en el relato mítico de la creación, presenta un mundo ideal, un Edén, donde el hombre y la mujer viven en estado de perfección original. Por su parte, la doctrina cristiana, construida fundamentalmente sobre el pensamiento mítico, consiguió convencer a los cristianos de la existencia de un mundo divino perfecto, sobrenatural, más allá y por sobre la imperfección del mundo material, mundo divino sede de toda perfección y accesible tan sólo a los que aspiran a la perfección desde aquí abajo.

En la religión cristiana, el resultado de este pensamiento mítico ha actuado de forma que buscar la perfección fue, desde siempre, el sueño, la aspiración y, con frecuencia, la obsesión de todo buen cristiano, así como la finalidad de todas las almas piadosas y “generosas” convencidas de que sólo podían conseguir su salvación buscando alcanzar el ideal de una vida perfecta.

En el universo estático, inmutable del pensamiento mítico, era normal proponer modelos fijos y estables de perfección, a los que todos debíamos aspirar. No son fáciles de borrar s milenios de pensamiento mítico. Todavía hoy, en nuestro mundo moderno, un poco por todas partes, en artes, espectáculos, moda, medios, publicidad, en las exigencias y disposiciones de la sociedad tanto civil como religiosa, todavía estamos bajo la influencia de esos modelos de una perfección estandarizada y fija. Prototipos de perfección que tienden siempre a imponerse con la fuerza de la obligación y la necesidad a la admiración e imitación de la gente sencilla, ordinaria, que transcurre la mayor parte de su existencia en la rutina de la mediocridad, la banalidad y la insignificancia. Son generalmente, modelos de una perfección quimérica, falsa, engañosa, irreal, prácticamente imposible de alcanzar. Son modelos destinados a dejar tras de sí vidas rotas en un insensato e ilusorio esfuerzo por conquistar una imposible perfección.

Todavía hoy, a pesar de los logros de las ciencias modernas que nos informan sobre la imposibilidad en la naturaleza de elementos y estructuras fijas e inmutables y por tanto perfectas, a pesar de todo, seguimos hablando y proponiendo modelos de perfección. Así en el lenguaje y la literatura usual, se habla con frecuencia de alumno modelo, profesor modelo, empleado modelo, gerente modelo, esposa modelo, familia modelo, modelos de belleza…

Sin embargo, en el Universo que nos ha producido y que nos recibe, no existe la perfección. En el Universo nada es perfecto, todo es perfectible. En la realidad de nuestro mundo, nada permanece igual a sí mismo largo tiempo. Sino que, todo, absolutamente todo, a través del juego regulado y al mismo tiempo caótico del azar, el ensayo, el fracaso, el logro la composición y la descomposición, todo está sometido a un continuo proceso de transformación y evolución hacia un fin que nunca es preciso o previsible, sino siempre aventurado, rico en realizaciones de toda clase y siempre extraordinariamente fecundo y sorprendente.

En el Universo, la carencia, el límite, la pérdida, la destrucción, la muerte siguen siendo condiciones indispensables para el nacimiento de la novedad, la diversidad, la complejidad, la calidad, la belleza y la vida. Por tanto, en un Universo “emergente”, la misma idea de perfección o de modelo de perfección no tienen mucho sentido, puesto que esa idea comporta necesariamente estabilidad, inmovilidad, inalterabilidad, dado que nada se puede cambiar, ni añadir, ni sustraer a lo que ya es perfecto. La idea de perfección es pues incompatible con la idea de cambio, transformación y evolución.

Por tanto, imponer modelos de perfección, equivale a querer hundir a los individuos en los moldes que los fijan en la inmovilidad de una vida estandarizada y homologada, y que les impide desarrollarse y evolucionar según la originalidad, potencialidades y rasgos únicos, con frecuencia inclasificables y a veces salvajes de su personalidad. Hoy, no queremos ir al arrastre de los demás. Queremos ser personas libres, emancipadas, independientes. Queremos ser los señores y los artesanos de nuestro destino. Queremos sentirnos responsables tanto de nuestros fracasos como de nuestros éxitos. Queremos construir nuestra vida de una forma única y original. No queremos ser copias, sino originales. Lo que otros han sido o realizado, interesará quizá a nuestra curiosidad intelectual, pero no afecta ni nuestras elecciones existenciales, ni nuestros comportamientos. En efecto, comprendemos que los caminos recorridos por otros para realizar su vida no son ni serán nunca semejantes a los nuestros; cada uno tiene su propio destino que alcanzar y cada uno quiere escoger el itinerario que lo conducirá a su realización. Hoy detestamos cada vez más, tanto los planes de ruta impuestos, como los viajes organizados.

La historia antigua y reciente nos enseña que los modelos de perfección, los grandes ideales, los grandes proyectos de renovación universal, de "nueva evangelización", los grandes movimientos ideológicos que buscan erradicar el "mal", e instaurar sociedades perfectas, caen casi inevitablemente en el fundamentalismo, la esquizofrenia, la demencia,   la crueldad, tal vez  en los horrores y aberraciones del crimen institucionalizado. Como muy bien ilustra el adagio popular que dice que el que busca hacer de ángel, se hace un demonio.

Hoy, la observación del Cosmos nos enseña que la naturaleza le tiene horror, no al vacío, como se creía en otro tiempo, sino a la perfección. Por lo que podemos afirmar que la naturaleza ama la imperfección y necesita la imperfección para poner en marcha su proceso de creación de formas de ser siempre nuevas, diferentes y más completas. La perfección mata tanto la vida como la creatividad.
La gente de la modernidad comienza a darse cuenta de los daños e inconvenientes que pueda causar en la vida de una persona la búsqueda y la obsesión por la perfección moral y espiritual exigida por la religión; o por el culto de los modelos clásicos de perfección física, social, económica, política, propuestos por los clichés de cierta cultura y mentalidad burguesa y tradicional.

Por ello, asistimos hoy a una tendencia generalizada a echar por la borda gran número de actitudes, comportamientos, valores heredados del pasado. Queremos crear algo nuevo, inédito en todos los campos de la vida y la actividad humana: artes, danza, música, sexualidad, relaciones de pareja y familia; la manera de vestirse, peinarse, comunicar, tratar a las mujeres, consumir, trabajar, etc.
No queremos ser perfectos; ya no; incluso no pensamos ya en ser perfectos; nos gusta ser imperfectos, porque deseamos que nos traten como humanos. Porque querríamos que nuestras faltas, defectos y debilidades humanas se vean con la amabilidad, indulgencia, comprensión y compasión del adulto que corre con ternura y solicitud hacia el niño inexperto que cayó de su bicicleta.

Hemos comprendido que la perfección ya no existe en nuestro mundo. Hemos desarrollado una repulsión y un rechazo instintivos hacia todo modelo y toda propuesta de perfección que nos venga de afuera. En estas propuestas de perfección, olemos el engaño, la estafa y el aprovecharse de la ingenuidad y la ignorancia, por parte de instancias (seculares y religiosas) ávidas y sin escrúpulos.

Ya no creemos en formas de perfección que nos vendrían de arriba y se nos presentan como acordes con un estado de perfección válido para nosotros, pero que otros han establecido en lugar nuestro. Queremos tener el derecho y la posibilidad de encontrar nosotros mismos las mejores formas de nuestra realización personal, como las mejores fórmulas de nuestra belleza y nuestra felicidad.

Queremos tener derecho a la imperfección. Queremos tener la posibilidad de alejarnos de las reglas establecidas o impuestas por otros. Queremos tener la libertad de quebrantar los tabús, de violar las prohibiciones, de salir de las normas, de usar nuestra cabeza, de elegir nuestra imagen, de resaltar los rasgos típicos de nuestra personalidad, independientemente de la aprobación y del juicio de los demás.

Preferimos ser lobos más que ovejas. Preferimos ser transgresores más que seguidores. Queremos ser aceptados con nuestros defectos, nuestros límites, debilidades, enfermedades, discapacidades, como una parte normal, necesaria y constitutiva de nuestro ser, de nuestra naturaleza e incluso como formando parte de la “perfección” de nuestra humanidad, y rehusamos ser confrontados con modelos o normas de perfección impuestas con autoridad. Con exclusión de los daños o el mal que hemos infligidos a otros, hoy no aceptamos ya ser juzgados por nuestras convicciones, elecciones, orientaciones sexuales, faltas de conducta, por nuestros defectos o por nuestras faltas personales. Ya no soportamos ser condenados por nuestros “pecados”.

Ahora somos mucho más indulgentes con nosotros mismos, porque comprendemos que no seríamos verdaderamente humanos, si no tuviéramos taras ni defectos. Hemos aprendido, de la naturaleza en que vivimos, que, a través de la continuidad de nuestros éxitos y fracasos, derrotas y victorias, pérdidas y adquisiciones, rupturas y reparaciones, fuerzas y debilidades, sombras y luces, así es como conseguimos finalmente construir de la mejor forma nuestra existencia.

Con esta actitud, nos insertamos instintivamente en la corriente de la realidad cósmica de la que reproducimos su dinámica en el despliegue de nuestra existencia. Evidentemente, para poder asumir esta actitud hacia la naturaleza de nuestra humanidad, actitud hecha tanto de humildad como de indulgencia y orgullo, estamos llamados a desembarazarnos de nuestros esquemas de pensamiento, prejuicios culturales y siglos de adoctrinamiento religioso sistemático.

Desgraciadamente, en Occidente, desde hace más de dos milenios, la doctrina cristiana nos ha orientado totalmente en otra dirección. Ciertamente, si de un lado, la Iglesia no ha cesado de rebajarnos, deprimirnos, culpabilizarnos, insistiendo hasta el hartazgo sobre el estado fundamentalmente pervertido, chapucero y corrompido de nuestra naturaleza humana; por otro, nos ha seducido con la ilusión y la esperanza de una restauración y perfección posibles e incluso definitivas, accesibles a todos los que se le entregan y se dejan conducir por ella.

Por esta razón el mundo occidental, bañado durante siglos en la atmósfera cristiana, tiene hoy tanta dificultad en traspasar a la conducta de su vida y la estructuración de su pensamiento, las conclusiones, evidentes, de la cosmología moderna. A pesar del aumento general del nivel cultural y de conocimientos, sólo una ínfima minoría de individuos ha tomado conciencia de que los humanos somos solo una expresión pasajera y provisoria de los ritmos evolutivos del Universo. La mayoría de la gente piensa todavía que somos el producto acabado, la última medida deslumbrante y el punto culminante, el «point d’orgue» final, con los que el Creador ha coronado la sinfonía perfecta de la creación. Una creación sometida al hombre, que nos pertenece, de la que nos consideramos reyes y dueños, con derecho a explotarla como nos parezca bien.

Sorprende constatar que, todavía hoy, en pleno siglo XXI, el mundo de las religiones en general y el de la religión cristiana en particular, no experimenta ninguna dificultad en hacer juegos malabares con el concepto de “perfección” y proponerlo a sus fieles como mercancía muy cara y difícil de obtener, y sin embargo siempre ampliamente disponible en el mercado, para los que tengan medios suficientes para pagar su precio. Incluso la Iglesia católica ha puesto en pie una vasta y compleja red de organismos (Institutos de vida consagrada-IVC) especializados en producir perfección (concebida nada menos que como reproducción y participación en el alma humana de la perfección de Dios).

Aunque la Iglesia reconozca que la búsqueda de la perfección no es para todos y que la mayoría de sus fieles se contenta con vivir una vida prosaica y ordinaria, ella admite, sin embargo, que existe una elite de elegidos, tocados por la gracia de Dios o por el fuego sagrado de la ambición o la hazaña espirituales, que se lanzan con determinación a la penosa y ardua empresa de conquistar la perfección.

Sin embargo, dado que, evidentemente, sólo puede tratarse de una perfección espiritual e interior y por tanto no controlable ni verificable con las técnicas del análisis empírico, nunca podremos saber con certeza si esta búsqueda de la perfección propuesta por la Iglesia, obtiene resultados reales y si consigue dar lo que ofrece y realizar lo que promete. Desde siempre, la Iglesia ha edificado su seguridad doctrinal y la solidez de su estructura «divina» sobre la imposibilidad de las verificaciones y, por lo tanto, sobre la impotencia por parte de quien sea, de negar, desmentir y cuestionar tanto los contenidos de sus dogmas, como la realidad de los beneficios y realizaciones espirituales que esta Institución promete a sus fieles.

Hay que decir también que la Iglesia no está especialmente preocupada, ni interesada en los resultados efectivos, obtenidos o no, de su acción en la vida de sus miembros. Lo único que le preocupa es tan sólo la sumisión y la fe de sus feligreses en la eficacia de sus procedimientos y de  sus medios de perfeccionamiento espiritual. Lo que las autoridades religiosas quieren sobre todo es asegurar una buena clientela en el mercado de la oferta y la demanda de la perfección espiritual o de la santidad. dentro de la institución.

A lo largo de mi vida, con frecuencia he tenido la ocasión de encontrarme con personas  de Iglesia que se consideran gente “bien”. Y no sólo en el sentido de estar convencidos que no tienen nada que reprocharse, y que nunca han hecho mal a nadie; sino sobre todo porque se creen asentados en un estado de excelencia interior que los satisface plenamente. Se sienten “bien” como son y tal cual son. Esta clase de personas no sienten ninguna necesidad de cambiar.

Esas personas, quizá no piensan que son perfectas, pero creen que el estado en que se encuentran, la orden que han recibido, los votos pronunciados, los principios que las orientan, los valores que las inspiran, el estilo de vida que llevan, la institución de que forman parte, la religión que profesan… les son prenda y garantía de perfección. Son personas que fallan en su visión interior. No ven el mundo en la variedad extraordinaria de sus colores. No perciben la realidad que les rodea más que en blanco y negro. Tienen una concepción dualista de la realidad que los impulsa a dividir a los humanos en dos categorías opuestas: ellos y los demás, buenos y malos, salvados y perdidos; ellos de la religión única y verdadera y los demás de las religiones falsas; ellos que están en la verdad y los demás que están en el error; los creyentes de la Iglesia católica destinados al paraíso y todos los demás infieles condenados al infierno.

Evidentemente esas personas se consideran mejores que todos los demás, superiores a los demás, más cerca de Dios que los demás, preferidos de Dios, en gracia del Todo-Poderoso y por tanto autorizados a mirar al mundo desde lo alto de su estado de perfección y a juzgarlo. Pertenecen a la clase de los elegidos. Si bien alardean no haber hecho nunca mal a nadie, rara vez se comprometen y se dedican a buscar el bien de las mayorías. Si llegan a ser conscientes de sus fallos y defectos, sólo es para justificarlos y decir que, total, sus pecadillos, son nada en comparación con la maldad y los crímenes del resto de la humanidad.

Pienso que la peor calamidad que le puede suceder a un individuo a lo largo de su existencia, es someterse a un adoctrinamiento y una violencia psicológica tales, que llegue a la convicción de pertenecer a la categoría de los “elegidos” y los “perfectos”. Las consecuencias de semejante actitud son catastróficas para la calidad humana de la persona. Porque esas personas con frecuencia se transforman en individuos altivos, hipócritas, arrogantes, intolerantes, odiosos y violentos. Al no conseguir dominar “perfectamente” el empuje de sus impulsos bien humanos para concordarlos con sus aspiraciones y expectativas de perfección, derivan hacia la neurosis; se convierten en seres fundamentalmente insatisfechos, psicológicamente desbalanceados, sentimentalmente atormentados, eternamente frustrados, que descargan sobre los demás su amargura inconsciente, su morosidad acumulada, sus decepciones inconfesadas y sus represiones más llevadas.

He visto a católicos «perfectos» marchar en las calles, tras banderas desplegadas y a tambor batiente, manifestarse contra el aborto, insultar a los que pasan, romper los vidrios de las clínicas y proferir amenazas de muerte contra los médicos que lo practican.

Me he encontrado con padres perfectos, que van a misa todos los domingos, que han echado de su casa al hijo homosexual y que, quince años después, siguen sin dirigirles la palabra.

A la orden del día tenemos noticias de musulmanes «perfectos» que, en nombre y con el grito de Allah el Grande y Misericordioso, se complacen en eliminar o masacrar el mayor número posible de infieles.

En los evangelios veamos a Jesús desconfiar de los "justos", los "perfectos", y estar lejos de los que se vanaglorian de su estado de perfección que buscan mostrar a la admiración de todos. Jesús sabe que esa clase de personas son inconvertibles por insensibles a otro espíritu, impermeables a su predicación, refractarios a toda propuesta de conversión, de cambio, de evolución y de nueva vida.

Jesús frecuentaba más bien y casi exclusivamente los considerados "pecadores" y entonces les "imperfectos", pero que en realidad para Jesús eran los y las en quienes entreveía lo bueno, lo fértil, la tierra rica  que podía laborar y trabajar, para sembrar en ella y hacer crecer la planta del amor desinteresado hacia todos y de una nueva forma de humanidad.

En conclusión, hay que decir que la noción de “perfección” es por tanto un concepto ficticio y mítico, que no corresponde a nada en la realidad, tanto del mundo físico, como del mundo del espíritu, propio de ser humano. En el ser humano, la calidad de sus conocimientos, su cultura, prioridades, actitudes, actuaciones, sus relaciones, intereses, amores… jamás será perfecta, sino siempre perfectibles… hasta el final de los tiempos.

Sin embargo, si en el lenguaje habitual seguimos hablando de “perfección” y de “perfecto”, es evidente que dichos términos hay que comprenderlos e interpretarlos como un artificio, una figura literaria o una especie de metáfora, utilizadas sólo para expresar la “excelencia” de algo. Darles un contenido ontológico, sería caer en lo insensato y el absurdo.

Pero hay que admitir que la perfección sigue siendo un impulso positivo de nuestro corazón que nos impulsa a mejorarnos, siempre que dicho empuje esté acompañado de humildad y de confianza en nuestra valía, y que la perfección sea un sueño hacia el cual tendemos sin cesar, pero que sabemos nunca se realizará totalmente.

Entonces, ¡estemos en paz con nosotros mismos! ¡Estamos muy bien así: humanos, imperfectos y frágiles ¡ ! Así Dios nos quiere ¡ Así complaceremos más a Dios, a los hombres … y a menudo a las mujeres !

Bruno Mori    
(Traducción de Ernesto Baquer)


Montreal,  19 Mayo  2017

vendredi 9 juin 2017

CAMBIAR NUESTRA MIRADA


Reflexiones para la fiesta de la Ascensión

(Act.1,1-11 – Mt. 28,16-20) 


El relato de la Ascensión de Jesús al cielo es una construcción de los evangelistas que, así como rodearon su nacimiento de acontecimientos celestes extraordinarios, quisieron también ofrecer una conclusión gloriosa a la vida del gran personaje que fue para ellos el Profeta de Nazaret, describiendo una apoteosis final, mediante el recurso al mito de la ascensión al cielo, una fórmula de glorificación y exaltación bastante frecuente en la literatura antigua.

Los relatos de apariciones del Resucitado buscan también describir las experiencias espirituales de algunos discípulos después de la muerte del Maestro. Relatos, por tanto, que tienen un carácter catequético. Quieren instruir a los cristianos sobre la permanencia del Espíritu de Jesús en la vida de los discípulos, sobre la continuación de su obra y, por tanto, sobre la prolongación de la realidad espiritual de su presencia, más allá de los límites de su muerte física. Buscan presentar a los cristianos un Jesús siempre vivo que se convirtió en el inspirador, el soplo, el alma, la luz, el guía, el camino de los y las que se adhirieron a él. Jesús continúa viviendo no sólo en Dios, sino en cada discípulo a través del Espíritu que les dejó y que desde entonces inspira y anima toda su existencia.

El relato de la Ascensión del Señor se sitúa en la línea de esta catequesis. Por ello no debemos detenernos en los detalles curiosos y fantásticos del relato, sino descubrir el mensaje que el texto quiere comunicarnos.

¿Cuál es el mensaje? El del ángel a los discípulos testigos de la ascensión del Señor: « ¿Qué hacen ahí mirando al cielo »… ¡No hay nada que mirar arriba que les pueda interesar! Vayan, muévanse, salgan, comprométanse, anuncien, enseñen, testimonien, bauticen. Porque el único lugar donde se juega el destino del hombre no es el cielo, sino la tierra. El único lugar donde podemos encontrar a Dios, no es allá arriba, sino aquí abajo en el corazón de cada persona. El lugar privilegiado de la presencia de Dios en nuestro mundo es el hombre y no el cielo. Quien debe ser, en adelante, el destino de vuestros compromisos, el objeto de vuestras preocupaciones humanas y el centro de vuestro amor, ya no es Dios, sino el hombre. Ahora, para encontrar a Dios, hay que encontrar al hombre. En adelante, necesitan revertir la dirección de vuestras miradas: sólo se ve a Dios mirando al hombre. Sólo se alcanza a Dios, alcanzando al hombre. Sólo se palpa el misterio de Dios, palpando el misterio del hombre, es decir ayudándole a descubrir y vivir el misterio de su identificación con el Dios que habita en él. Hay que mirar el mundo de forma diferente. Hay que verlo con la mirada de Jesús, es decir con una mirada llena de amor.

Es ese revertir nuestra mirada y nuestras preocupaciones lo que constituye el mensaje fundamental de la Ascensión. El Maestro partió, pero nos dejó su mirada y su espíritu. Una mirada que nos ayuda a dar sentido a la realidad que nos rodea y nos impide hundirnos en la angustia existencial, el descorazonamiento y la desesperanza que caracterizan con frecuencia la vida y sobre todo el pensamiento de los que no tienen fe, cuando confrontan los dramas, los reveses y las desdichas de la existencia. Hoy todos somos empujados a dirigir una mirada desilusionada, pesimista, con frecuencia derrotista sobre nuestro mundo, escaldados como estamos por la complejidad, la gravedad y la aparente falta de remedio de los problemas que sufre nuestra sociedad.

No sé si ustedes se han dado cuenta, pero hoy, cada vez hay más gente convencida que estamos entrando en una era recesiva y particularmente oscura e inquietante de nuestra historia; que todas las perspectivas de felicidad y los sueños de progreso y bienestar universal esperados después de la guerra fría (1987), de la caída del comunismo (1991), de la llegada de las libertades democráticas y del capitalismo liberal, están colapsando. Cada vez caemos más en cuenta que la avidez y la estupidez humanas están no sólo deteniendo la marcha evolutiva de la humanidad, sino instaurando las condiciones letales y explosivas que pueden hacer saltar nuestro planeta y conducir a la raza humana a su extinción.

Hay una impresión que, globalmente, la calidad humana de nuestras vidas, no avanza, que no vamos hacia un mayor bien-estar, sino hacia un malo-estar. En un libro aparecido recientemente en Quebec (Le retour de l’Histoire, Ed Boreal, 2017), Jennifer Welsh, canadiense, ex consejera especial de las Naciones Unidas, especialista en cuestiones sociales y políticas, analiza la situación actual del mundo. En su obra subraya la reaparición de fenómenos que creíamos desaparecidos hacía tiempo: genocidios, hambrunas impuestas (por conflictos, poblaciones desplazadas), invasiones, migraciones masivas, rivalidades tribales y geopolíticas. Llega a la conclusión que nuestra sociedad moderna está globalmente dando marcha atrás en cuatro frentes principales que identifica así: retorno a la barbarie (en Siria e Irak); retorno a la guerra fría, retorno a las migraciones en masa, retorno a las desigualdades (en lo que se refiere a la riqueza y la desigualdad de ingresos en nuestras democracias liberales). Por ello, no es extraño que hoy las gentes se hundan tan fácilmente, de un lado, en la decepción, el desaliento, la resignación, el fatalismo, y de otro, en la crítica amarga, llena de odio, en la agresividad y la violencia.

Para nosotros, cristianos, el anuncio evangélico nos hace caer en la cuenta que, sin una apertura del corazón y del espíritu a una dimensión más sagrada, más espiritual, más íntima y positiva de la realidad, y sin una comprensión e integración de las Fuerzas divinas y amorosas que la atraviesan, los humanos sólo podemos caminar hacia nuestra deshumanización y nuestra pérdida.

El mensaje del evangelio nos dice que, sin la fe en un Amor Original que nos mueve y que da sentido a nuestra existencia, las relaciones humanas sólo pueden marchar tras la enseña de la agresividad, la explotación, la competición salvaje en un mundo cerrado sobre sí y por tanto sin aliento, sin horizonte, sin perspectivas.
Sólo si tenemos una mirada transfigurada por esta fe que nos viene de nuestra adhesión a Jesús, somos capaces de asumir la realidad, así como de hacerla transparente a la presencia del Espíritu.
Sólo desde la perspectiva con que la mira Jesús, la realidad se hace icono, signo, palabra de una Realidad más grande, manifestación de la presencia divina que la atraviesa desde adentro. Solo desde la perspectiva de Jesús llegamos a comprender que nada es absurdo; que todo tiene sentido, que el silencio posee una Palabra y que la oscuridad está atravesada por una luz. La fe en esta presencia divina del amor en nuestro mundo, es el único medio que tenemos para escapar de la desesperanza y para convencernos que no tenemos derecho a bajar los brazos, sino que, todos juntos, tenemos siempre la posibilidad de contrarrestar las fuerzas del egoísmo y del mal y de construir un mundo más justo, fraternal y humano.

La ascensión nos recuerda, por tanto, a los cristianos, que si Jesús vive desde ya en la vida de Dios es porque nunca la dejó verdaderamente. En efecto, viviendo toda su vida en el amor, vivió siempre en Dios. Los cristianos hemos de saber que si, también nosotros vivimos en el amor, vivimos en Dios y nos convertimos en constructores de relaciones de amor. Entonces son posibles la confianza en las capacidades humanas del amor como fuerza innovadora y transformadora del mundo y de la sociedad. Es una confianza a mantener viva incluso en lo imprevisible, en los momentos y circunstancias más difíciles de la existencia. Esta confianza nos viene de la convicción de que las fuerzas del amor que han creado y sostienen el universo y que sostuvieron y mantuvieron en vida a Jesús, incluso en la catástrofe de su muerte, seguirán siendo más poderosas que las fuerzas destructoras del egoísmo, la avidez, la estupidez y la maldad humanas.

Este relato simbólico de la ascensión que introduce a Jesús, el hombre moldeado por el Espíritu de Amor, en las profundas alturas de nuestro Universo, no es más que una parábola que busca hacernos comprender que la llama del amor brilla siempre en las profundidades de nuestro mundo, incluso en el corazón de nuestras noches más negras y nuestros abismos más profundos. Sólo pide que nos dejemos iluminar por ella.

Bruno Mori

Traducción  de Ernesto Baquer