lundi 23 septembre 2019

Un amor que es ya nuestro paraíso



(21º dom. ord. C, Luc 13, 22-30)

Orig.francés:http://brunomori39.blogspot.com/2019/08/un-amour-qui-est-deja-notre-paradis.html.

Como siempre, los textos del Evangelio que leemos cada domingo, están para sacudirnos y obligarnos a reflexionar. Un hombre pregunta a Jesús cuantos son los salvados. ¿Cuál es la consistencia y la afluencia  de los que llegan a entrar al paraíso? ¿Son muchos? ¿Son pocos? ¿Hay mucha circulación en la ruta al paraíso? ¿Hay embotellamiento? ¿O es como la carretera los domingos a las cuatro de la mañana,  como la puerta de la iglesia a la hora de la misa?

Quizá ese hombre hizo la misma pregunta a los rabinos o a los maestros de la ley de su tiempo sin obtener una respuesta satisfactoria que apacigüe su miedo al más allá. Una pregunta que nos planteamos ahora y antes, frecuentemente y con inquietud. ¿Qué habrá en el más allá? ¿Qué encontraremos después de la muerte? ¿Realmente habrá un paraíso? ¿Realmente un infierno? ¿Otra vida? ¿Me aguarda la felicidad? ¿Hay realmente un Dios que me ama y me espera? ¿O todo eso será tan sólo producto de mis deseos; una proyección o una construcción de mi espíritu y de mi ser que no se quieren resignar a un fin; que rechazan morir y desaparecer en el vacío para siempre? ¿O será simplemente una hermosa fábula inventada por la religión y los sacerdotes para enganchar a los fieles? Y si existe un paraíso, ¿será para todo el mundo o nada más para algunos? ¿Estaré entre los elegidos o entre los rechazados? ¿Podré poseer las condiciones indispensables para realizar la calidad de vida necesaria para merecer la vida eterna?

Debemos reconocer que hoy existe mucha gente que encuentra este tipo de interrogantes e inquietudes ridículas. Por la simple razón que no creen en Dios y por ello tampoco en una vida después de la muerte. Piensan que la vida se reduce a esta existencia temporal y que la muerte marca el fin de todo, la aniquilación de todos nuestros proyectos, nuestras esperas y nuestras esperanzas.

El hombre del evangelio que pregunta a Jesús debía pertenecer a la clase de personas inquietas. Extrañamente, Jesús no responde la pregunta. En vez de alentar su curiosidad y revelarle el número de salvados, Jesús intenta impulsar a ese hombre a hacerse cargo y asumir sus responsabilidades en la sociedad y en el mundo en que vive. Como si Jesús le dijera y nos dijera a cada uno de nosotros: “Tu paraíso y tu felicidad eterna comienzan aquí y ahora. Son un regalo del amor y la gracia de Dios, cierto, pero también una regalo que se te concede desde ahora, como consecuencia y producto del amor con el que serás capaz de amasar, fermentar y sazonar tu vida. Es el amor, la puerta estrecha, el difícil pasaje, el pasaje obligado que para llegar al descubrimiento de una vida nueva y, quizás, vivir la experiencia de tu realización humana y de tu felicidad. Ya ahora, tu vida puede ser un paraíso o un infierno. Tu paraíso o tu infierno estás en proceso de construirlos y vivirlos en este momento. Si tu vida está basada en el amor, estás ya en el paraíso; si está construida sin amor, en el egoísmo, el poder, el enfrentamiento y el odio, estás viviendo ya probablemente en un infierno.

Todos sabemos por experiencia ¡hasta qué punto es difícil el camino estrecho del verdadero amor! Hablo del amor sincero, desinteresado; un amor que perdona, que no tiene rencor, que lo excusa todo, que no juzga; el amor que ayuda, que acoge a todo el mundo, el amor que sonríe incluso a los más antipáticos; el amor que da el primer paso hacia los que nos han ofendido, herido, hecho daño; el amor capaz de inclinarse incluso ante el enemigo para aliviar, ayudar, hacer pensar, darle una oportunidad de rescatarse… (Es el amor-caridad descrito en el capítulo 13 de 1ª Corintios) [1]. ¡Esa es la puerta difícil de atravesar de que habla Jesús!... Y por desgracia, ¡es verdad que no son muy numerosos los que consiguen franquearla!

Es mucho más fácil pasar por la puerta grande abierta del odio, el resentimiento, la venganza, la violencia, el egoísmo, la avidez, la mentira, los celos, los juicios desfavorables, la ofensa, la intolerancia, la maldad… Las gentes se agolpan, ¡incluso hacen cola delante de esta puerta! Quizá también nosotros, que estamos aquí esta mañana, mansos como ovejas para asistir a la misa dominical, formamos parte de este grupo.

El Señor nos lo advierte esta mañana: « ¡Atención, ustedes que se creen mis amigos y que pretenden conocerme porque están aquí en mi presencia! Cuidado ustedes, que piensan que no tienen nada que reprocharse y que son cristianos ejemplares. Estén atentos porque, si Dios no reconoce su imagen en ustedes y la forma de su amor en vuestra vida y vuestro corazón, se lleven un día la sorpresa de que les diga: “Y ustedes, ¿Quién son? ¡Yo no los conozco!”

Entonces, a lo largo de esta Eucaristía, pidamos al Señor que nos libere de la tentación del orgullo, de pretender no necesitar conversión, y que nos ayude a llenar nuestro corazón de ese amor que es ya nuestro paraíso porque contiene el secreto de nuestra realización y nuestra felicidad.

 Bruno Mori  Traduction de Ernesto Baquer

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[1] « "El amor es paciente y muestra comprensión. El amor no tiene celos, no aparenta ni se infla. No actúa con bajeza ni busca su propio interés, no se deja llevar por la ira y olvida lo malo. No se alegra de lo injusto, sino que se goza en verdad. Perdura a pesar de todo, lo cree todo, lo espera todo y lo soporta todo." (1ª Carta a los Corintios, 13) 

vendredi 9 août 2019

Una mujer, no como las demás



(16 dom. ord. C – Lc.10,38-42 )

Este breve pasaje del capítulo 10 del evangelio de Lucas es uno de los textos más cautivadores y, al mismo tiempo, más contestatarios del N.T. El texto, que viene después de la parábola también subversiva del Buen Samaritano, concluye el capítulo como remate de unos fuegos artificiales con los que Lucas quiere sorprender a sus lectores mediante la extraordinaria carga innovadora de la enseñanza del Maestro de Nazaret. En este relato, todo es simbólico, todo ha de ser descifrado e interpretado. Hay que ser capaz de leer entre líneas lo oculto que está sin decir.

Jesús está en camino, atraviesa el pueblo de Betania, acompañado de sus discípulos, pero sólo a él lo invitan a entrar en casa de Marta y María, que, sabemos por otro lado (del evangelio de Juan) son las hermanas de Lázaro, a quien Jesús hizo salir vivo de la tumba.

El hecho de que los discípulos estén excluidos de este encuentro es ya un indicio de que lo que va a pasar dentro de la casa esté quizás por sobre su capacidad de aceptación y comprensión y que, por tanto, es mejor para ellos, de momento, ser excluidos. En la sociedad judía de su tiempo, el hecho de que Jesús entre solo en una casa ocupada por dos mujeres solas, ya es un comportamiento incompatible, atrevido y, para muchos, escandaloso. Y eso ya es un mensaje y una enseñanza.

Antes de hablar de Jesús y las dos mujeres, digamos algo sobre la sociedad patriarcal del Medio Oriente en tiempos de Jesús.
En esa sociedad, sólo los hombres tenían derechos y poder. Las mujeres nada. El estado de dependencia, sumisión e inferioridad de las mujeres era una estrategia defensiva generada por el miedo de los hombres de sentirse inferiores a las mujeres; una estrategia que les permitía asegurar su supremacía, y afirmar su poder, su importancia y su pretendida superioridad. En las sociedades patriarcales de entonces y de ahora, por un fenómeno de mimetismo general inconsciente, los machos adoptan la actitud típica del enorme cretino, débil, que aplasta al más pequeño para sentirse más grande; que golpea al más débil para sentirse más fuerte; que humilla o ridiculiza al menos dotado para sentirse más inteligente.

Los hombres pudieron dominar y oprimir a las mujeres durante largo tiempo sobre todo porque consiguieron mantenerlas en un estado permanente de inferioridad intelectual, prohibiéndoles el acceso a la educación, la instrucción, el saber y los conocimientos; y eso reprimiendo sus aptitudes humanas, sus capacidades intelectuales; impidiéndoles su desarrollo personal, prohibiéndoles cultivar sus talentos, y realizarse de acuerdo con sus deseos y aspiraciones más profundas.

El texto evangélico de este domingo nos presenta a dos mujeres, opuestas la una a la otra. Marta y María, en este relato, son evidentemente dos figuras emblemáticas (simbólicas). Representan dos tipos de religiones, de comportamientos, dos tipos de realizaciones humanas y personales, dos tipos de sociedad y dos mundos.

En el texto evangélico, un tipo se rechaza y se condena, el otro Jesús lo acepta, anima y proclama como el que ha de caracterizar la manera de pensar y vivir de sus discípulos. Veámoslo un poco más de cerca.

Marta es la mujer que acepta sin cuestionar las reglas de la sociedad patriarcal de su época y las acepta de buen grado.

Marta es el espécimen perfecto de la mujer sumisa y servidora tal como la quiere y proclama la religión y el sistema patriarcal de su tiempo. Es la mujer plenamente integrada al sistema. Acepta su condición y su situación de “servidora”, de mujer en la casa, de la mujer hecha sólo para estar encerrada en su casa, para ocuparse sólo de las labores del hogar, la cocina, el marido y los niños. Todo lo que está fuera de su casa, no la requiere, no es su problema, sino asunto de hombres. La casa es su jaula, su prisión, toda su vida. Para cumplir con su tarea no necesita ser una persona cultivada e instruida. Le basta ser un ama de casa robusta y fornida y, por tanto, finalmente, parecerse más a un hombre que a una mujer.

Pero Marta es la mujer que ni siquiera está resignada a su suerte. No la sufre. La acepta. La abraza, porque está convencida que su suerte de mujer sumisa, servidora e ignorante es la única forma de vivir su vida de mujer, la única clase de vida que le conviene en cuanto mujer.

Marta representa la mujer totalmente integrada en el molde de la religión, la cultura, la mentalidad, las leyes, las tradiciones y los prejuicios de la sociedad patriarcal de su tiempo. Es el ejemplo de una programación y un adoctrinamiento plenamente conseguidos por parte del sistema machista. Tan conformada y adoctrinada, que ni siquiera consigue imaginarse que una vida de mujer pueda desarrollarse de otra manera y que una mujer pueda ser otra cosa que una esclava y una sirvienta a disposición del hombre.

Claramente podemos apreciar en Marta esta interiorización de su estatuto de mujer-servidora en el reproche indirecto a su hermana cuando dice a Jesús: “Señor, parece que no te importa que mi hermana quiera ser diferente a mí; que no quiera servir sino sólo escuchar… ¿Serías su cómplice? ¿Es que animarías su independencia, sus ideas peculiares, sus caprichos, su pereza? ¿Quién se cree que es? ¡Dile que se integre a su lugar y su función de servidora…!”

María es lo contrario de su hermana. María es la mujer contestataria que se opone con todas sus fuerzas a los prejuicios y actitudes débiles del sistema machista de su tiempo, a los que detesta. Hoy diríamos que María representa la mujer “moderna”, emancipada, disconforme, que quiere ser ella misma, que rechaza dejarse programar y organizar, que se considera responsable del desarrollo de su vida y que quiere realizarla y orientarla a su agrado. Rechaza su estatuto de mujer sumisa, encarcelada, vigilada, desconsiderada, despreciada, humillada, maltratada. Cuestiona la etiqueta de persona tontita, estúpida, irresponsable, infantil e ignorante con la que los machos quieren calificarla. Para mostrarlo, en este relato, la vemos pegada a su maestro, como un mejillón a su roca, desoyendo obstinadamente la llamada insistente de su hermana a retomar su rol de mujer sirvienta.

María quiere tener una vida personal, intelectual, una vida amorosa de su elección. Quiere ser una mujer libre. Rechaza ser la mujer que se calla, soporta, sirve al macho, ser el objeto que se desecha y se olvida después de usarlo, la marioneta a merced de los caprichos y los vicios de hombres despóticos, violentos y egoístas.

María quiere instruirse; desea aprender, conocer, saber. Busca un pedagogo, un maestro. Por ello se instala a los pies de ”su” Maestro preferido, en la actitud abandonada y confiada de la admiradora, el alumno, el discípulo que quiere beber con avidez de la fuente de su palabra, su enseñanza y su sabiduría.

Personalmente, siempre me encantó esta escena de Marta acurrucada a los pies de Jesús, que no acepta su destino de mujer ignorante. Me gusta imaginar a María como una mujer ambiciosa y al mismo tiempo, como una mujer llena de ternura y amor hacia Jesús. Me gusta imaginarla mirando con los ojos rebosantes de emoción y admiración hacia ese maestro, que fue el único hombre en tratarla con respeto, igualdad y gentileza; en apreciar su sed de conocimientos y su belleza interior; en reconocer el valor que tiene en cuanto persona, más allá de todo juicio o prejuicio machista o de género.

Si Marta era la mujer de la observancia, la conformidad, la práctica exterior, material y psíquica, de las reglas y normas dictadas por la religión y las costumbres sociales de su medio, María es la mujer de la interioridad, la profundidad, la autenticidad, la verdad, la transparencia, la coherencia en sus convicciones, su fe, sus creencias y sus sentimientos.

Y precisamente son la persona y las actitudes de María lo que Jesús dejará a todas las mujeres como modelo y deber de realización y verdad personales. Y hace saber a Marta, con insistencia (“¡Marta, Marta!”) que no es ella quien posee las mejores disposiciones y la mejor manera de vivir su vida de mujer, sino María. Le dirá abiertamente que es María quien eligió lo mejor para ella, la mejor actitud, la que le dará valor, grandeza humana, encanto y belleza interior que nadie podrá quitarle.
Me encanta esta María. Hermana de Marta, en el evangelio de Lucas. Por diferentes razones, pero sobre todo porque fue la primera mujer de la historia en detectar la perversidad del sistema patriarcal y que buscó contrastarlo y combatirlo. Para mí, podemos considerarla como precursora y fundadora de los movimientos de liberación femenina que  caracterizan hoy todas nuestras sociedades modernas en Occidente.

Queridas señoras y señoritas aquí presentes. Sepan que si hoy ustedes tienen derecho al voto; si pueden trabajar fuera de casa, exigir un salario igual al de los hombres por realizar el mismo trabajo; si pueden ir a la escuela, obtener diplomas universitarios, llegar a ser astronautas, abogadas, médicas; relajarse con un buen capuchino en la terraza de un bar sin que las atosiguen; conducir un coche e ir en bici en short por las sendas para bicicletas; exigir modales, miradas y respeto a los machos que encuentren en la ruta de la vida, bien, sépanlo que llegaron a todo eso, en gran parte, gracias a la enseñanza del rabí de Nazaret, ciertamente, pero también al comportamiento de María de Betania.

 Bruno Mori  -10 Julio 2019
Traduction de Ernesto Baquer

Original francés en : http://brunomori39.blogspot.com/2019/07/une-femme-pas-comme-toutes-les-autres.html.

dimanche 16 juin 2019

TOMÁS, EL DISCÍPULO QUE CONFIÓ EN JESÙS



Algunas reflexiones provocadas por la lectura del evangelio del 2º domingo de Pascua 
(Jn 20,19-31)



Desde tiempos inmemoriales o, al menos, desde el neolítico hasta la edad media, las religiones fueron las únicas “fábricas” de cultura, de ciencia y de conocimientos. Se presentaron como las únicas instituciones o instancias “académicas” capaces de proporcionar explicaciones y respuestas a las grandes preguntas que los humanos nos planteamos sobre nuestro origen, el del Universo, la naturaleza de los fenómenos naturales que observábamos, la presencia del sufrimiento y del mal, el sentido de la vida, de la muerte y de la vida después de la muerte, etc.

Para responder a estas preguntas, las religiones, que no tenían más conocimientos que los demás humanos, recurrieron a la ficción, elaborando relatos e historias que seducían la imaginación y proporcionaban escenarios en los que la gente sencilla e ignorante encontraba respuestas que los tranquilizaban y permitían atravesar las vicisitudes de su existencia sin angustiarse demasiado.
Con el tiempo, las religiones para afirmar y asegurar su poder y autoridad, exigieron de sus fieles considerar estos cuentos y relatos, no como historias inventadas, sino como verdaderas historias, como hechos reales, que se habían producido realmente en un momento dado de la historia del mundo.

Existen tantos relatos y cuentos (llamados también “mitos”) cuantas son la  religiones y sectas sobre los cinco continentes del Planeta. Cada una inventó sus mitos y cada una promete la verdad de las historias que cuenta.

La religión judeo-cristiana produjo también su lote de relatos ficticios que se encuentran por todos lados, tanto en la Biblia como en las doctrinas y los dogmas de la religión cristiana.
La cuestión es que la religión pide a sus adeptos creer en la verdad objetiva de estos relatos. Entonces la fe de los fieles consiste en la adhesión de su inteligencia a esos cuentos. Una fe que se ha convertido en la condición básica de su pertenencia a la religión, su ortodoxia y su salvación eterna. Para la Iglesia, es esencialmente esta actitud cerebral e intelectual la que cuenta, la importante y la que salva, más que la conducta honesta, virtuosa, inspirada por la bondad, la compasión y el amor. Giordano Bruno y  Gerónimo Savonarola fueron quemados como herejes por la Inquisición romana no porque tuvieran mala conducta, sino porque se atrevieron a cuestionar determinados puntos de la doctrina y la fe católica.

Pero hay más: para la religión, esta aceptación intelectual de los relatos que inventó y que propone, solo es “fe” auténtica, solo si uno adhiere a ellos «ciegamente», es decir, sin dudar, sin discutir, sin plantearse preguntas, sin reflexionar y, todavía mejor, sin comprender. Es una fe que se dirige a la inteligencia de la persona, pero que, al fin, no necesita la aprobación de la inteligencia, sino sólo la de la voluntad del individuo: yo quiero creer, acepto creer, aunque no comprenda, aunque me parezca inverosímil y absurdo. A tal punto que algunos teólogos de la Iglesia llegaron a afirmar que cuanto más difícil es la fe, más “meritoria” es a los ojos de Dios. Lo que quiere decir que creer en las absurdidades planteadas por la religión, constituye el summum de la virtud y la santidad cristianas.

Es este tipo de fe lo que la Iglesia sigue pidiendo a sus fieles. No eres católico, no estás con la sana ortodoxia y por tanto, no estás en estado de gracia y de salvación, si no tienes y compartes entera y totalmente la fe de la Iglesia: es decir, si no consideras como auténtica, histórica verdad todo lo que la Iglesia te propone creer.

Ahora bien, esta fe cerebral exigida por la religión, es una actitud interior fundamentalmente estéril, porque casi nunca consigue aportar una contribución positiva a la calidad de vida del “creyente” y a cambiar a mejor su persona.

En efecto, la vida concreta y real de una persona no afectada y cambiada cuando le proponen a su inteligencia verdades abstractas en las que creer, sino más bien cuando se confronta a una relación afectiva o a un sentimiento que toca y hace vibrar las cuerdas más sensibles de su corazón. Dicho de otra manera: el comportamiento y la vida de una persona son más transformadas por los gestos y las palabras que se dirigen a su sensibilidad y su corazón, que por los datos e informaciones abstractas que una religión u otra organización puedan acumular en su cerebro.

Por eso, en los evangelios, Jesús, que no amaba demasiado la religión y todavía menos los métodos utilizados por ella, no se dirige nunca a la inteligencia sino siempre a los sentimientos de las personas; jamás al cerebro, sino siempre al corazón. Nunca propone verdades a creer, sino únicamente actitudes que tener. Nunca está obsesionado, como la religión, por la verdad, sino por la caridad. No se preocupa de saber si la gente que lo rodea creen o no en la verdad de lo escrito en la Torah o en lo que predican los rabinos. Lo que le interesa es saber si las gentes a las que se dirige están dispuestas a cambiar su vida, a ser mejores personas, a dejarse guiar por los impulsos del servicio, la compasión, la fraternidad y el amor, en vez de los del egoísmo, el poder, y de la competición.

Jesús nunca pide a sus discípulos creer en la verdad de los relatos bíblicos o en el contenido de las doctrinas enseñadas por la religión de su tiempo, pero siempre pide creer en él, confiar en él, en su palabra, su enseñanza, sus intuiciones, sus proyectos, su forma de concebir a Dios. Nunca pide la fe abstracta, intelectual, estéril y fría de la religión, sino siempre y únicamente la confianza. Una confianza que surge de la calidad calurosa y amorosa del encuentro entre el discípulo y su Maestro. Encuentro capaz de encender en el discípulo el deseo de abandonarse en las manos de su Maestro y de confiarle la suerte y la orientación definitiva de su existencia.

Jesús nos pide que confiemos en él cuando anuncia que sólo el amor es la fuerza capaz de transformar el mundo, transformar nuestras relaciones y transformar nuestras vidas. Pide que confiemos en él cuando nos dice que el Amor es el Misterio último y la Energía profunda que sostiene y penetra toda la realidad, y que nadamos y vivimos en este Amor; y que en adelante es el amor quien ha de dirigir, orientar y colorear todas nuestras acciones y todas las formas de relación que entablemos con las criaturas que nos rodean.

De hecho, nuestra condición cristiana y nuestro estado de discípulos de Jesús de Nazaret no nos pide ninguna fe “religiosa”, sino solo una actitud de confianza en el cómo nuestro Maestro y nuestro Señor. Y eso, porque, por la confianza que le tenemos en él, estamos convencidos que también es nuestro camino más fiable y seguro para llegar a una hermosa realización de nuestra humanidad y al encuentro amoroso con el Misterio de Dios.

Por tanto, la vida cristiana, o mejor la vida de un cristiano, no se basa en la fe-creencia, sino en la fe-confianza. El cristiano no vive de fe, sino de confianza. Lo que nos hace discípulos es la confianza que hemos puesto en Jesús. En la confianza, el corazón del discípulo se siente completamente seguro, sosegado y a gusto cerca del corazón de su Maestro. En la confianza, el discípulo sabe y siente que se le permite reclinar su cabeza sobre  el corazón de su Maestro y, como el discípulo que Jesús amaba en la última cena. En el amor-confianza, en discípulo sabe y siente que puede atreverse a prometer à su Maestro, que jamás lo traicionará, que siempre se alimentará del pan de su palabra y que beberá en la copa de su espíritu; que jamás se alejará de él y que, pase lo que pase, él, su Maestro, estará siempre presente y vivo en su alma y en su corazón para que dirija y culmine su existencia.

En el episodio de Tomás, los apóstoles, que aquí representan la religión institucional, se dirigen a la razón de Tomás y le piden que se una a ellos para admitir la realidad física de la resurrección de Jesús. Sin embargo, Tomás, fiándose de su sola inteligencia, no consigue aceptar la verdad de ese hecho. Su razón le impide admitir la posibilidad de que una persona ejecutada en una cruz y sepultada durante tres días, pueda salir de nuevo viviente de su tumba, con un cuerpo intacto y en plena salud. Tomás no se avergüenza en admitir, delante de sus compañeros crédulos, que él no es capaz tener su tipo de fe. Para creer como ellos, necesitaría poder meter su mano en las heridas abiertas en la carne del crucificado vuelto a la vida. Cosa claramente impensable.

No fue por tanto ese tipo de fe religiosa que exige creer en lo increíble y lo absurdo, la que viene en ayuda de Tomás y lo lleva a convencerse de que su amado Señor y su Maestro está siempre vivo. No fue la fe, sino la confianza, lo que permitió a Tomás “ver” al Señor, comprender y convencerse que estaba verdaderamente vivo.

Desde hacía tiempo Tomás puso su vida en las manos de Jesús de Nazaret, un poco como Jesus l que, antes de morir, abandonó la suya en las manos de Dios. Jesús llenó de sí mismo la vida de Tomás, y la había transformado completamente. De forma que Tomás, en contacto con Jesús, se había convertido en otra persona. A veces Tomás tenía la impresión de haberse convertido en el reflejo, la copia, el doble de su Maestro. Incluso llegó a pensar que el sobrenombre de “dídimo” (el “gemelo”) que le pusieran à Tomás desde su infancia, le calzaba perfectamente y que era quizá una especie de presagio o profecía de su destino futuro.

Tomás tenía la sensación de que Jesús formaba parte de él, que vivía en él y que él vivía de Jesús, como de todos los valores y riquezas de sabiduría, espiritualidad y humanidad que el Maestro le había transmitido.
Acontecimientos trágicos habían puesto fin a la presencia física y corporal de Jesús en este mundo, pero Tomás no estaba apegado primordialmente a esta forma de presencia de Jesús. Tomás sabía y sentía poseer la mejor parte de Jesús, esa parte que ningún drama, ninguna catástrofe, ninguna muerte jamás podrían quitarle. Poseía el espíritu, el corazón, los valores de Jesús.

Caer en la cuenta de todo ello, hizo comprender a Tomás que, para creer, no necesitaba poner sus dedos en las llagas abiertas del Crucificado. Tomás tuvo la inquebrantable certeza de que su Maestro estaba siempre con él, que vivía en él, y que mientras él viviera, incluso Jesús viviría y seguiría vivo y activo en su vida, en el mundo y en la comunidad de los hermanos.

Por ello, sumergido en la profundidad, la intensidad y la autenticidad de esa experiencia interior de comunión y simbiosis con Jesús, echa posible por la relación de confianza y amor que existía entre él y su querido Maestro, Tomás acabó por tocar con sus manos, por ver con los ojos de su corazón y por captar con las antenas de su espíritu, la realidad y la verdad de la presencia del Crucificado muerto, pero siempre vivo.

Finalmente, este relato sobre la incredulidad aparente de Tomás, fue escrito para que los cristianos de todos los tiempos realicemos que el Señor Jesús está realmente vivo y resucitado, pero tan sólo para aquellos y aquellas que confíen en él como para amarlo, seguirlo y abandonar en sus manos la suerte de su existencia.

Bruno Mori

Montreal 24 abril 2019 

Traducción de Ernesto Baquer

mardi 28 mai 2019

Domingo de Pascua



(Juan, 20,1-8)

Orig francés_ http://brunomori39.blogspot.com/2019/05/dimanche-de-paques.html.

Se habrán dado cuenta con qué frecuencia la palabra “tumba” se repite en estos tres parágrafos del evangelio de Juan. En 8 versos la palabra sale 7 veces. Cinco para decir que los discípulos llegan a la tumba.

Dos para decir que la tumba está vacía. Podría decirse que el evangelio está más interesado en la actitud de los discípulos que buscan, que están angustiados, que quieren encontrar respuesta a sus preguntas, que en proporcionar una explicación clara y precisa que pueda definitivamente reconfortarlos y tranquilizarlos.

Es un hecho que los discípulos experimentan una pérdida, viven una prueba, están totalmente derrotados por los trágicos sucesos que han vuelto cabeza abajo sus vidas. Y como todo el que está en tinieblas porque no consigue comprender el sentido de lo que le pasa, se enloquecen buscando una explicación, un rayo de esperanza en la oscuridad que les rodea. Sienten una pérdida y un vacío terribles.

El Evangelio se toma el trabajo de anotar que estaba oscuro cuando los discípulos se ponen en marcha hacia la tumba. Cuando Jesús estaba con ellos ¡todo era tan luminoso! Con él vivieron momentos inolvidables. Ese hombre había transformado su existencia. ¡Habían descubierto tantas cosas a su lado! Habían aprendido a confiar en sí mismos, a confiar en los otros, pero sobre todo a confiar en Dios. Jesús hablaba de Dios como nadie lo había hecho antes. Tenían la impresión de que Jesús tenía una familiaridad, una confianza, un conocimiento de Dios, únicos.

También habían aprendido en contacto con Jesús a amar a Dios como su Padre y a tratarlo como sus hijos. Al lado de Jesús habían comprendido que Dios es ternura y amor Que Dios ama siempre primero; que ama sin condiciones; que ama sin mirar los méritos ni las cualidades de las personas; que ama aun cuando seamos malos y detestables. Jesús les había hecho comprender que todas las mujeres y todos los hombres, sin distinción, tienen un gran valor a los ojos de Dios; que para Dios cada uno es único y que es amado, apreciado y deseado en su especificidad y a causa de su singularidad. Habían aprendido que ante Dios lo mejor para un individuo es que sea él mismo en todo; y que lo que cuenta verdaderamente para un hombre y una mujer es la autenticidad de su ser y no su parecer.

Los discípulos, estando con Jesús, habían aprendido a no tener miedo de Dios, ni a los castigos de Dios. Porque Jesús les había enseñado que Dios no es alguien que castiga, sino un ser que perdona y que perdona siempre, que perdona sin cesar y que quiere nuestra realización, nuestra alegría, nuestra felicidad, ya aquí en la tierra, sobre todo aquí en la tierra y no sólo en el más allá. Todo ello les dio un nuevo sentido, una nueva orientación y un nuevo impulso a su existencia. Ahora se sentían personas transformadas, renovadas. Ahora vivían en la alegría, la confianza, la esperanza; ya no replegadas sobre sí mismas, encerradas en sus miedos, disminuidas por la conciencia de sus límites y debilidades, sino abiertos, confiados, disponibles, entregados a los demás, convertidos ahora en sus hermanos.

Gracias a la enseñanza del Maestro de Nazaret, saben que, pase lo que pase de triste, doloroso u horrible, nunca podrá ser una catástrofe irreparable o un mal sin solución, porque su vida será siempre sostenida e impulsada por el amor y la presencia de Dios. Durante su vida Jesús había realmente encendido en ellos la llama de la confianza, del optimismo, de la esperanza. Sus acciones, palabras, testimonio, su manera de pensar, en una palabra, el espíritu que animaba a Jesús, cuando recorría los caminos de Palestina, llegaron a ser una herencia y un tesoro que sus discípulos guardaron tiérnamente, preciosamente, fielmente en su memoria y en su corazón. Porque es esa herencia la que guía, inspira y da sentido a su vida.

Estas reflexiones nos ayudarán a responder a la pregunta planteada por el evangelio de Pascua que acabamos de leer: Después de su muerte, ¿dónde se encuentra Jesús? ¿Dónde tienen que buscarlo sus discípulos para poder encontrarlo? ¿Todavía pueden encontrarlo, sentirlo, tocarlo, a ese Jesús ejecutado en una cruz y desaparecido definitivamente del mundo de los vivos? ¿Cómo podemos afirma que está todavía vivo entre nosotros, como lo declara nuestra fe católica? El relato evangélico, con su insistencia puesta en la tumba, quiere hacernos comprender que todos los que corren a una tumba o que se empeñan en llorar un muerto o que quieren hacer de la muerte algo más importante y pleno que la vida, no encontrarán en realidad, al fin de su búsqueda, más que vacío y decepción. En una tumba sólo puede haber vacío, porque necesariamente la vida está en otra parte. La tumba está inexorablemente vacía. Está vacía de toda forma de vida. No es en una tumba donde los discípulos podrán encontrar ahora la presencia de su Maestro. Para los discípulos que buscan la presencia de Jesús, la tumba está vacía, nos repiten los textos evangélicos: “No busquen entre los muertos al que está vivo… lo encontrarán entre vuestros hermanos”, dicen los ángeles.

¡Desvelado por fin el misterio de Pascua! Tras su muerte Jesús está vivo, cierto, pero vivo en medio de sus hermanos y  discípulos, aseguran los textos de los Evangelios. Ahora podemos encontrarlo entre ellos. Son sus hermanos  y discípulos quienes continúan haciéndolo vivir, quienes lo continúan a mantenerlo vivo. ¿De qué manera? Guardando despierto el recuerdo de su memoria; manteniendo vivo en su corazón la llama de la confianza y el amor hacia su persona, plasmando su comportamiento sobre su ejemplo y su palabra y dejándose conducir por su Espíritu. Ahora somos nosotros los cristianos, el lugar de la presencia viva de Jesús de Nazaret en nuestro mundo. En nosotros y gracias a nosotros que lo amamos y creemos en él  y en el valor extraordinario de su enseñanza, de su evangelio, es como el profeta de Galilea está siempre vivo y actuando en la historia de los hombres.

Pienso que hay otra cosa que este texto del Evangelio quiere hacernos comprender. Para mí este relato se presenta también como una parábola de nuestra vida, de nuestra condición aquí en la tierra. María de Magdala, Pedro y el otro discípulo que corren hacia la tumba son figuras y símbolos de la condición humana: todos, tal como somos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, todos corremos inevitablemente hacia la tumba. Allí se detendrá un día nuestra carrera.

Al cabo de nuestro viaje, puede que tengamos la impresión de encontrar sólo ausencia, vacío, silencio. Y quizá ese sentimiento o esa perspectiva nos llene de angustia de tal modo que miremos hacia la tumba con inquietud y aprensión. Sin embargo, los que estamos con Jesús, los que él volvió sensibles a mirar más allá de las apariencias y a leer en nuestra vida los signos de la acción amorosa de Dios, seremos capaces de descifrar, más allá del drama del fin, más allá del desorden de la muerte y del vacío de la tumba, los signos de un orden, una culminación, una plenitud y una presencia.

Para aquellos que, como el discípulo joven, sepamos mirar con los ojos de la fe y de la confianza que Jesús nos inspira, la muerte y la tumba no serán sucesos traumáticos donde terminan y se hunden inevitablemente las aspiraciones y sueños de nuestro corazón, sino el comienzo de un nuevo viaje con un equipaje terrestre que la tierna mano de Dios preparó y arregló cuidadosamente para que podamos tomar sin tropiezos la ruta de la eternidad.

Bruno Mori

ALLI DONDE DOMINA EL PODER, EL AMOR MUERE



(Algunas reflexiones en el Jueves Santo  2019)

Original francés en: http://brunomori39.blogspot.com/2019/05/la-ou-le-pouvoir-domine-lamour-est-mort.html.

Paleontólogos, etnólogos, antropólogos, historiadores coinciden en afirmar que, según la documentación y las fuentes de información que poseen, la historia de la humanidad, al menos a partir del neolítico (unos 9000 años antes de nuestra era), es fundamentalmente una historia de calamidades, guerras y violencia.

Al asentarse las poblaciones en el neolítico, la revolución agraria, criar y domesticar animales, sobre todo al caballo, la creación de excedentes alimentarios que conducen a acumular los bienes, a la propiedad privada y, por tanto, a crear riquezas, la humanidad entra en la fase más atormentada y desgraciada de su historia. En efecto la riqueza encendió el fuego de la codicia humana que inflamará el mundo con su panoplia de desgracias y calamidades: razias, saqueos, agresiones, invasiones, exterminios, guerras de conquista, colonizaciones, nacimiento de los grandes imperios, etc.

Desde esta época remota y hasta nuestros días, la historia de la humanidad se caracteriza por estructuras e instituciones de poder y por el uso sistemático de la violencia. Los humanos no nacen libres, llegan a un mundo de dominación, explotación y brutalidad. Una pequeña minoría de ávidos y poderosos plutócratas oprime, esclaviza, humilla y se enriquece sobre la espalda del resto pobre e indefenso de la humanidad.

Y así, el poder opresor y explotador se convirtió en la fuerza principal que decide el destino de la casi totalidad de los pueblos de la tierra y determina el desarrollo de los acontecimientos que construyen desde entonces la triste historia de nuestra humanidad, tanto en el pasado como en nuestro presente, con su lote trágico de violencias, desigualdades e injusticias.

Por ello, podemos afirmar, sin miedo a equivocarnos que la búsqueda del poder, con el uso sistemático de la opresión y de la violencia, causada principalmente por la sed de poder y de grandeza y por la codicia humana, ejercida tanto por individuos como por grupos e instituciones, constituye desde siempre el verdadero “pecado del mundo”, el gran mal y la gran lacra  de la humanidad, su verdadero pecado “original”. Un pecado que concierne a todos los hombres, en el que todos estamos implicados y del cual, todos somos en cierta manera responsables.

Jesús de Nazaret lo comprendió así. Y por ello crítica y condena de entrada el poder que oprime y que se erige sobre los demás. Por eso, nunca aceptó someterse a cualquier poder humano, y  nunca reconoció ninguna autoridad, ni civil ni religiosa, sobre él. Fue un hombre libre que supo permanecer libre de este pecado, incluso cuando el pecado lo aplastó y acabó por matarlo.

Por ello también, Jesús que soñaba con crear un mundo nuevo, más justo, más humano, más fraternal, en sus ansias y sus esfuerzos por cambiar la orientación fundamental del actuar humano, hizo de la lucha contra la codicia, la riqueza y el poder que esclaviza y explota a los demás, su caballo de batalla y el centro de toda su espiritualidad y su mensaje. Con la esperanza de reformar y transformar las mentalidades y de conseguir hacer comprender que la verdadera grandeza del hombre no consiste en imponer su superioridad y su voluntad a los demás, para hacernos esclavos y servidores, sino en ser servidor de los demás, en una actitud de disponibilidad, respeto, compasión y amor que busca el bienestar y la felicidad de los demás por encima del propio.

La historia conocida de la humanidad comenzó por la revolución y la victoria del egoísmo, la codicia, la agresividad y la violencia. Por su parte, Jesús habría querido desencadenar una nueva fase de esta historia, caracterizada por la revolución y la victoria del amor. Un amor universal que habría transformado la tierra en un verdadero paraíso que llamaba el “Reino de Dios”, en el que las relaciones entre los humanos habrían sido a imagen del amor que está en Dios.

De ahí por qué Jesús, que vino a liberarnos del pecado, como la doctrina católica lo proclama continuamente, descalifica y condena continua y abiertamente la codicia, la riqueza, la superioridad de los poderosos y del poder opresor, y exige de sus discípulos que hagan otro tanto. De ahí por qué les pide realizar un servicio humilde, sincero y amoroso hacia los otros humanos, signo distintico de su nueva identidad y de su nueva pertenencia.

            Jesus dijo:
“… En esto reconocerán que ustedes son mis discípulos, en el amor que tengan los unos por los otros… Felices los pobres, felices los pacíficos… Desgraciados los ricos porque nunca podrán entrar en el Reino de Dios. En el mundo, los poderosos mandan como dueños, exigen, oprimen… pero entre ustedes no debe de ser así. Que el primero entre ustedes se haga el último… Y el que manda sea como el que sirve… Entre ustedes yo he sido siempre el que ha servido, el que lo ha dado todo de sí… Yo les he lavado los pies… ¡Yo les he dado el ejemplo… Hagan ustedes lo mismo!”

Eso es lo que el Maestro deja a sus discípulos en este jueves santo. Es el testamento espiritual que nos confía antes de morir. Eso es lo que debemos ser y lo que debemos hacer en “su memoria”: para los discípulos de Jesús no hay otra Eucaristía que la que da gracias a Dios por ser, en el mundo, los servidores de nuestros hermanos, los instrumentos y portadores de un amor siempre desinteresado, siempre tierno, siempre misericordioso y siempre ofrecido a todos…. Sin medida, sin distinciones.

Donde hay amor, no hay ninguna búsqueda de poder.

Bruno Mori – 13 abril 2019 

Traducción de Ernesto Baquer

mardi 16 avril 2019

El Padre pródigo en el amor



(4º dom. Cuaresma, C- 2019  – Lc.15, 1-32 )

Orig. francés: http://brunomori39.blogspot.com/2019/04/le-pere-prodigue-dans-lamour.html.

Una “religión” está integrada, de un lado, por un conjunto de prácticas exteriores, y de otro, por un conjunto de actitudes interiores que sirven para “religar”, de forma positiva, armoniosa y enriquecedora al ser humano con las realidades que lo rodean.

De ahí que los hombres han creado la religión para disponer de un instrumento que pueda ayudarlos a implementar, en su existencia, relaciones buenas consigo mismo, los otros, el mundo y el Misterio Último que anima y sostiene toda la Realidad identificada habitualmente con el nombre de “Dios”. Una religión que no consiga hacer mejores a los hombres, más espirituales y por tanto más humanos, no tiene ningún valor, es inútil, incluso peligrosa, y por lo tanto hay que abandonarla.

Jesús de Nazaret fue el primero en subrayar que las religiones en general, y en particular la suya, a lo largo de su recorrido histórico, se habían equivocado completamente, tanto en la idea que se hacían de Dios, como en la elección del camino que recorrer y los medios que utilizar para hacer capacitar a los humanos a construir relaciones que les permitieran llegar a ser mejores personas, con una calidad de humanidad que poseyera profundidad, atractivo y carisma.

Según el Maestro de Nazaret, las religiones se han extraviado por falsos caminos, porque fundaron la construcción de esas relaciones sobre la obligación, la imposición, el temor, la obediencia ciega, la sumisión servil, la amenaza, el castigo, la intimidación, el miedo, el enfrentamiento, la superioridad, el poder, la negación, el devaluar la realidad presente y los valores mundanos y seculares, en vez de fundar sus relaciones exclusivamente sobre los valores de la libertad, la apertura, la acogida, la confianza y sobre todo el amor.

Sin duda, a causa de la mala calidad de la religión en la que fue criado, Jesús de Nazaret nunca fue una persona particularmente religiosa ni practicante, y siempre mantuvo relaciones muy críticas y conflictivas con la religión (judía) de su tiempo y con sus representantes- Lo que no le impidió ser un Maestro “espiritual” excepcional y extraordinariamente inspirado.

Por lo que el Maestro buscó hacer comprender a sus discípulos el tipo de actitudes, contenidos, espíritu, energía, que deberían infundir en sus relaciones con los demás, el mundo y Dios, para que pudiera realizarse el milagro de la transformación y el perfeccionamiento del hombre y del mundo.

Toda la enseñanza de Jesús se reduce y condensa en una sola y única exhortación: “Empapen todas sus relaciones en la corriente del amor, porque el amor es la Fuerza Última y Original de renovación y realización. El amor es la sola y única Energía que sostiene, hace evolucionar, hace vivir y lleva a su perfección a todo lo que existe. Todo se mantiene gracias al amor. El amor lo es todo y nada subsiste ni dura sin él. El amor es lo que constituye el valor de la persona”.

El evangelista Juan, reflejando el pensamiento de Jesús, llega a decir que el amor es Dios o que Dios es sólo Amor. Dios es el nombre más anodino y banal que los hombres pudiemos inventar para indicar la Realidad más sublime, maravillosa, creadora, fecunda, más universal que existe: la realidad del Amor.

Toda la vida de Jesús ha sido un himno de asombro, éxtasis, acción de gracias, abandono en ese Amor en el que se veía y sentía continuamente inmerso y que deseaba dar a conocer, compartir y comunicar a los que le rodeaban. Hizo de ese deseo el centro y el fin de toda su vida y el contenido de su “Buena Nueva” a los hombres: una feliz noticia que debía abrirnos las puertas de nuestro espíritu y nuestro corazón a ese Dios-Amor, al que llamaba “mi Padre” a fin de que se convirtiera también en “nuestro Padre”.

Precisamente para hacer comprender la naturaleza de ese amor que es Dios, Jesús contó la parábola llamada del hijo pródigo, pero que, en realidad, es la parábola del padre pródigo, derrochador de su amor. Parábola ocasionada por la indignada reacción de escribas y fariseos que se escandalizaban de que Jesús se complaciera relacionándose con frecuencia con la gente sencilla, la gente pobre; de que se sentara a la mesa de la gente poco recomendable, considerada impura y pecadora.

Con esta parábola, Jesús quiere mostrar a los escribas y fariseos, como a otros teólogos, doctores y especialistas de la religión y de la Ley que, a pesar de su instrucción, sus libros sagrados y su ciencia, no conocen ni saben gran cosa de la verdadera naturaleza de Dios; y que el Dios, al que le rinden culto y adoración, es tan solo una mala caricatura del verdadero Dios, un ídolo, pagado de sí mismo, lleno de arrogancia, exigencias y resentimiento, construido a imagen y semejanza de sí mismos.

Con su parábola, Jesús quiere decirles: “Ustedes tienen su Dios, yo ¡tengo el mío! El mío, ¿a quién se parece? ¡Escuchen y juzguen ustedes mismos”. Y les cuenta la parábola del padre pródigo: un Padre tenía dos hijos… dos hijos que no lo quieren…

Un hijo más joven que huye de la vida familiar; ahogado en la casa paterna, donde se siente oprimido, controlado, encerrado, que quiere su libertad; quiere ser dueño de su vida, sin nadie que le diga qué puede hacer y que no. Quiere toda su libertad. Y para ello, busca poner la mayor distancia posible entre él y su padre. No ama a su padre, sino sólo a su dinero.

El Padre sabe que es inútil retener a ese hijo que ansía aire, aventuras, libertad, vivir su vida. Lo deja partir, sin decirle nada, sin pedirle razones, explicaciones, sin hacerle reproches, sin oponer ninguna resistencia, y… con el dinero que le pidió, aunque no tenga ningún derecho…

El tiempo pasa: fiestas, francachelas, regocijo, la gran vida todo el tiempo que le dura el dinero. Cuando el dinero se agota, el aventurero se encuentra en la calle sin un céntimo. Entonces decide volver a casa, no porque se arrepienta de lo que hizo, sino porque muere de hambre. Es y sigue siendo un sinvergüenza y un aprovechado. El fracaso de su aventura no consigue hacerle entender que no tiene futuro lejos del amor del padre.

¿Qué amor? Un amor increíble de ese padre increíble que sólo parece vivir para su hijo, aunque sea un crápula. El amor de ese padre que, a pesar de las locuras de su hijo, sigue amándolo con un amor desbordante, exagerado, casi loco. El amor de ese padre que, con el corazón roto por la ausencia de ese sinvergüenza, espera continuamente su vuelta. El amor de ese padre que escudriña el horizonte cada mañana, que acecha desde la ventana cada tarde con la esperanza, quien sabe, de verlo aparecer.
El amor de ese padre (que tiene más bien el corazón y el comportamiento de una madre) que un buen día percibe a lo lejos a su hijo acercarse a la casa, la cabeza baja, agobiado por la culpabilidad; arrastrando el paso de hambre y agotamiento, y que se estremece, se emociona, llora de alegría, de felicidad, de ternura…

El amor de ese padre, que, olvidando su edad y toda moderación, corre, corre al encuentro del hijo perdido y recuperado; le salta a su cuello, lo estruja en sus brazos, lo cubre de besos; aprieta con fuerza el rostro del hijo contra su corazón de padre, para sostenerlo, para hacerle escuchar las palpitaciones de su amor; para impedir que se desmorone, que se caiga de rodillas, que se humille y se aplaste más (¡es su hijo! ¡No está hecho para arrastrarse, Dios mío!); para impedirle hablar, para cortar en seco las palabras de excusa y arrepentimiento falso que ese filibustero había inventado de antemano para el montaje de su regreso.

El amor loco de ese padre, a quien no le importan las excusas de su hijo. Ni le importa lo que es y lo que ha hecho, ni su estupidez, sus errores, sus bobadas, su hipocresía, la herencia dilapidada… Sabe todo eso, ¡pero igual lo ama! Tiene de nuevo a su hijo, y para él, ¡eso es lo que cuenta! Rechaza analizar y verificar sus intenciones y sentimientos. Todo lo que le interesa y le hace feliz, es que su hijo querido esté sano y salvo, que de nuevo sea feliz, esté cerca suyo y encuentre de nuevo y en seguida su lugar en la casa y su dignidad y grandeza de hijo y heredero.

El amor de ese padre, en quien no hay ningún reproche, ninguna amargura ni resentimiento, ninguna demanda de explicación o de rendir cuentas, ninguna petición de arrepentimiento, ninguna exigencia de conversión. Sólo alegría, júbilo, encanto ante ese hijo que, por fin, de nuevo, es la luz de sus ojos y la felicidad de su corazón.

Ese padre que no tiene ninguna necesidad de perdonar para reinsertarlo de nuevo en la esfera de su amor, porque ese bandido nunca estuvo fuera de su corazón de padre. Todo lo que el padre le pide a modo de compensación, es que no rechace los signos y manifestaciones de un amor que ya no podía esperar.

Con esta parábola, Jesús quiere finalmente decir a los escribas y fariseos que le reprochan amar y buscar la compañía de la chusma: “¡Este es mi Dios, para mí!” Así actúa, así lo amo. Porque es así, es para mí mi Dios y mi amor. Porque es así, es adorable y quiero hacer como él, amar como él, y bañar y empapar mi vida y mis relaciones en el espíritu de su amor.

Con esta parábola, Jesús quiere entonces hacer comprender que sólo si una religión es capaz de conducir y ayudar a los humanos a construir en su vida relaciones animadas e inspiradas por el mismo tipo de sentimientos, actitudes y amor que vive el padre de la parábola, entonces cumple su función, es útil, merece existir y ser seguida.

Bruno Mori - 27 marzo 2019
Traducción de Ernesto Baquer