mardi 30 octobre 2018

«Dale tu dinero a los pobres…» – Marcos 10,17-30



(28º dom ord. B)

Al leer este texto del Evangelio de Marcos, no puedo sustraerme a la impresión de que es una bofetada en pleno rostro a nuestra sociedad capitalista occidental obsesionada por el delirio de un progreso y un crecimiento económico sin término. Es un mundo dominado y gobernado por el dinero, construido y orientado exclusivamente sobre la acumulación de la riqueza, el aumento del capital, el rendimiento de las inversiones, la multiplicación de las ganancias, y que no obedece a ninguna otra regla ni obligación que las de la eficacia, el rendimiento y el lucro.

En nuestra cultura moderna, el dinero se ha convertido en una especie de fetiche, de ídolo. Representa el valor supremo, el único dios capaz de asegurar el éxito personal y la felicidad del individuo. El culto al dinero ha reemplazado a todos los demás cultos. Es prácticamente el único dios que adora el mundo de hoy y en el que confían nuestros contemporáneos. Es la nueva religión de los tiempos modernos. Un dios, única divinidad ante la que el capitalismo moderno se prosterna y arrastra, como un esclavo ante su señor. El único dios a quien está dispuesto a sacrificarlo todo: tiempo, energías, equilibrio psíquico y psicológico, amigos, familia, casa, el futuro de sus hijos, la salud de su entorno natural y del planeta, así como su dignidad, su razón, sus sentimientos. Algunas manifestaciones exageradas del poder que el dinero otorga al rico rozan a veces lo grotesco e incluyen los síntomas de perturbación psíquica y desorden mental.

Como todo bueno y piadoso creyente, el hombre capitalista también cree que su dios puede salvarlo y hacerlo feliz. Desgraciadamente, en su ceguera y obnubilado como lo está por su avidez, no se da cuenta que su dios es en realidad un demonio que lo posee totalmente, lo tiraniza, lo priva de su libertad y lo roe desde adentro, destruyendo en él poco a poco todos los rasgos de corazón y espíritu que constituyen la calidad de su persona y que traza la verdadera configuración de su humanidad.

De suerte que, si la adhesión al dinero, infla el volumen de la cartera del rico, inevitablemente aminora su talla humana y espiritual. Y si el rico se ve grande, importante y saludable en el plano económico y de futuro, bien a menudo es anoréxico en el plano espiritual del ser.

La sociedad capitalista moderna no se da cuenta que la obsesión y el culto generalizado al dinero deshumanizan; y que, en realidad, la acumulación del dinero en las manos ávidas de una pequeña minoría de magnates o súper-ricos, en vez de mejorar el estado del mundo, sólo lo empeora, creando por todas partes injusticia, desigualdad, miseria y pobreza.

¿Vale la pena dedicarle semejante culto al dios-dinero si, a fin de cuentas, nunca consigue mantener sus promesas de prosperidad, realización personal y verdadera felicidad? El profeta de Nazaret estaba convencido que no.

Jesús afirmaba, que es más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja, que un rico entre en el reino de Dios: es decir que la experiencia de una perfección interior y la felicidad, muestra que su fuente está situada lejos del dinero.

Jesús, hombre inteligente y perspicaz, sabía qué estragos podía causar la adhesión exagerada al dinero, en la calidad humana y espiritual de una persona. Por ello continuamente pone en guardia a sus discípulos contra los resultados de la codicia y de esa forma de adicción y dependencia. De ahí que, impulse constantemente a los suyos en la dirección opuesta, valorando el desapego y la pobreza como una forma de vida y una actitud de fondo que deberían caracterizar la fisonomía del discípulo y por tanto del cristiano que somos nosotros.

Si Jesús elogia el desapego, evidentemente no es para que carezcamos de lo necesario. Al contrario, quiere que se asegure a todos un confort sobrio y decente que posibilite una existencia vivida en alegría y dignidad.

Lo que Jesús rechaza para cualquiera es el derecho a amar el dinero más que a todo. Sabe que ser rico o ser pobre, es una cuestión de actitud interior, de elección existencial y de estilo de vida. Uno puede ser rico, siendo pobre; y puede ser pobre, siendo rico. Puedo ser pobre y no soñar más que en el dinero. Y puedo ser rico y estar dispuesto a compartir.

Jesús está convencido que el corazón del hombre está hecho a imagen del corazón de Dios, y por lo tanto hecho para contener valores más sagrados, elevados y preciosos que nuestras codicias materiales, ambiciones económicas o el interés demencial que dedicamos a las cuentas bancarias.

Ser rico o ser pobre, es finalmente una cuestión de corazón. Por eso es importante saber dónde pongo mi corazón; de qué está lleno; por quién y por qué late. ¿Utilizamos nuestros bienes y nuestro dinero para que sea expresión y encarnación benéfica de nuestro amor; un amor que busca derramarse sobre los demás y compartir con los demás? ¿O utilizamos nuestros bienes sólo para satisfacer nuestros apetitos, nuestros caprichos y nuestros egoísmos personales, sofocando las fuerzas amorosas que habitan en nuestro corazón y que son las únicas capaces de darnos una vida que valga la pena ser vivida?

Jesús está convencido que profanamos nuestro corazón, cuando lo llenamos con el amor al dinero, en vez de llenarlo con el amor a Dios y al prójimo. Vivir sólo con el fin de acumular dinero, juntar bienes y llenarse de cosas, ¿no será hundirse en la estupidez? ¿No es arruinar la vida? ¿No es destrozar el fin de nuestra presencia en el mundo? ¿Estamos aquí para acumular y derrochar dinero, o para acumular y derrochar amor? Esto es lo que Jesús nos plantea y a la que cada uno debemos responder.

Bruno Mori -  9 octobre 2018
(Traduction   de Ernesto Baquer )

mercredi 17 octobre 2018

!VAMOS DE CAZA! - Mc. 9,37-47


(26º dom. tiempo ord.  B 2018)

Las lecturas bíblicas de este domingo nos presentan dos casos de intolerancia, de inmediato desautorizada como insensata y estúpida. En la primera lectura, Josué, futuro sucesor de Moisés, no soporta que dos miembros del grupo de los 70 ancianos impulsados por el Espíritu de Dios, tomen la iniciativa de profetizar.

En el evangelio, Juan, el hijo del Zebedeo, la toma con un individuo, que no siendo parte del grupo de los doce, expulsaba espíritus malignos en nombre de Jesús. “No tenía el derecho de hacerlo y nosotros se lo hemos impedido. No era de los nuestros. No pertenecía a nuestra comunidad, nuestra congregación, nuestra iglesia, nuestra religión… Sólo nosotros tenemos el derecho y el poder de hacerlo… nosotros que hemos sido elegidos por ti, que somos tus discípulos, que comemos en tu mesa, que hemos sido agraciados con tu enseñanza, tu verdad, tu espíritu y tus poderes. Sólo nosotros sabemos lo que es el bien y lo bueno para los demás. El bien hecho por los que no son de los nuestros, no es tan bueno como el bien hecho por nosotros…”

La respuesta de Jesús a la intolerancia obtusa y exaltada de Juan, no se hace esperar: “¡No se lo impidan!. ¡Nunca impidan a nadie hacer el bien y luchar contra el mal y el sufrimiento!”
Para Jesús, lo que importa no es el pertenecer a su familia, a su círculo de amigos, que compartan sus ideas y su estilo de vida; lo que importa es el bien que cada uno sea capaz de realizar y el amor que sea capaz de difundir.

Aquí Jesús quiere hacer comprender a los suyos que la tarea de hacer el bien y ayudar a sus semejantes a liberarse de sus demonios, nunca está reservada a algunos elegidos: nunca es el monopolio de un grupo, un partido o una institución. Todo ser humano es depositario de un amor, una bondad, una benevolencia, un don de gracia y de sabiduría, que está llamado a sembrar y derramar a su alrededor, a fin de contribuir a la construcción de un mundo mejor y una mejor sociedad.

Al contrario de lo que Jesús nos enseña aquí, un gran número de nosotros, a causa de una configuración interior defectuosa, frecuentemente tiene una visión monocroma de la realidad. Significa que muchos estamos impulsados a ver el mundo sólo en dos colores: blanco y negro. Dividen, dividimos el mundo en dos partes.

De un lado, los que son como nosotros, con nosotros, para nosotros; porque son de nuestro clan, nuestra cultura, nuestra nacionalidad, nuestra religión, nuestro partido. Por principio, son los buenos, en los que podemos confiar, los puros, los que van por el camino recto; los que están en la verdad, los que tienen razón, los verdaderos creyentes que pertenecen al eje del bien, a la Santa Iglesia Católica Romana, al pueblo mesiánico del Occidente cristiano; a la grande y todopoderosa nación americana, guardiana y promotora de los valores democráticos, los derechos del hombre, de la libertad y la justicia; y la única en poder proclamar que Dios está de su lado, ya que ella pone su confianza en Dios (In God we trust). Una confianza que no duda en imprimir, con un descaro y una seguridad que nos asombran, sobre el dinero que gasta, por billones, en sus guerras dirigidas contra los países del eje del mal, y acusados de complotarse contra ella.
También los nazis de Hitler escribían sobre sus uniformes y sus banderas que Dios estaba con ellos (“Got mit uns”).

Del otro, están los que no son como nosotros, que son diferentes, que no son de nuestra raza, nuestro país, nuestra cultura, nuestra religión, de quienes tenemos derecho a desconfiar, que no son de buena calidad como nosotros, y que, con frecuencia están contra nosotros. Son los inmigrantes que vienen a robarnos los puestos de trabajo; disminuir nuestro bienestar; perturbar nuestro orden y nuestra tranquilidad; cuestionar nuestras convicciones; confundir nuestras certezas y creencias. Son los otros; los agresores contra los que nos debemos proteger; a quienes debemos impedir que vengan a nuestra casa y nos perjudiquen: satanizándolos, controlando sus desplazamientos, privándoles de la visa, de los permisos de residencia y poniéndoles barreras y alambrados, erigiendo muros a lo largo de las fronteras, haciéndoles la guerra.

En la historia de Occidente, la intolerancia y la presunción de superioridad, son actitudes de vieja data. Constituyen un pecado capital, también en la santa Iglesia católica y romana (representante sin embargo de un movimiento espiritual basado en la fraternidad, la igualdad, la tolerancia, la acogida, la apertura y el amor entre todos los humanos). Basta con pensar en las Cruzadas, el fanatismo mortal y salvaje de las guerras de religión (la noche de San Bartolomé); las torturas de la Inquisición; las hogueras para los herejes y disidentes; la caza de brujas…

Actitud de intolerancia y presunción de superioridad, unicidad y exclusividad de la fe cristiana y católica, que inspira y orienta todavía hoy la teología oficial de nuestra Iglesia, que continúa creyendo y enseñando que es, por voluntad divina, el único lugar de la verdad y el sólo y único instrumento de salvación eterna para todos los humanos.

Para la Iglesia católica romana todas las demás religiones son fundamentalmente falsas o, en el mejor caso, sólo poseen briznas de verdad. Por tanto, son incapaces de asegurar la salvación de sus fieles. Sólo en el seno de la santa Iglesia católica, es que el ser humano se convierte en justo, bueno, santo, agradable a Dios, quien entonces le concede su benevolencia, así como participar en su felicidad eterna. De ahí el eslogan “Extra ecclesiam, nulla salus” que, durante siglos, ha resonado como grito de conquista y de convocatoria, que suscitó en los países del Occidente cristiano un ejército de misioneros y “conquistadores”, prestos a todos los sacrificios, para partir a salvar las almas de los “pobres salvajes” de las llamas del infierno y que a cambio les despojaban de su cultura, su tierra, su vida, sus bienes.
¿Todo esto no está en total contradicción con lo que Jesús nos enseña en este evangelio?

En este texto evangélico, Jesús quiere hacer comprender a sus discípulos, que el espíritu de Dios es un espíritu de amor y de bondad, dado a todos los humanos. Quiere que sus discípulos realicen que, en adelante, la buena calidad de un individuo no está determinada por su pertenencia a un pueblo o una religión, o a cualquier otra organización humana, sino únicamente por la bondad de su vida, por el bien que es capaz de realizar y por el amor que consiga dar y recibir a lo largo de su existencia. El menor gesto de bondad, de atención, de darse, son importantes: “Hasta un vaso de agua entregado con amor al que tiene sed, tiene valor en la construcción de su humanidad”.

Por tanto, aquí Jesús nos enseña que “echar los demonios” que se instauran en el corazón del hombre, es una tarea de cada uno, pertenezca a la religión, cultura, grupo, o nacionalidad que sea. Para ello, ninguna necesidad de ser cristiano, católico, de haber recibido ordenación sacerdotal, de poseer poderes extraordinarios y sagrados.

Para Jesús, echamos los demonios cada vez que contribuimos a liberar a alguien de sus miedos, desconfianzas, prejuicios, de todos esos malos espíritus que llevamos con nosotros y que nos impulsan a ser egoístas, violentos, insensibles con los demás, replegados sobre nosotros mismos; a creernos superiores y mejores que los demás; a echar raíces estúpidamente en ideas preconcebidas, en la convicción de siempre tener razón, poseer la verdad, estar del lado de Dios.

Arrojar los demonios en alguien, es conducirlo a no juzgar, no criticar las diferencias; a no desconfiar del vecino, sobre todo si es extranjero, de otra religión, si es inmigrante; si es árabe, negro, mejicano; a no ver tantos potenciales agresores o predadores contra los que pelear o protegerse.

Echar los demonios, entonces, es enseñar a los demás a ser acogedores, abiertos, positivos, tolerantes, benévolos, amistosos y amables con todos. Es ayudarles a abandonar el espíritu de «ghetto»; a abrirse a las diferencias, aprender de ellas y maravillarnos con sus riquezas.

Para Jesús, echamos los malos espíritus cada vez que  ayudamos a una persona golpeada por la prueba, la enfermedad, la depresión, el desaliento, la pena, el duelo… a salir de su encierro  y de  su desesperanza, sus malas actitudes, a fin de conducirla a tomarse a cargo, a ponerse de pie, a recobrar su buen espíritu y la confianza en sí misma, en la vida, en los otros.

Para Jesús cazamos y echamos los demonios cada vez que enjugamos lágrimas, que reavivamos sonrisas, que hacemos estallar risas, y que devolvemos la alegría y la esperanza a la existencia de alguien.

Nos convertimos en cazadores de malos espíritus cada vez que ayudamos a otros a vivir, lo más plenamente posible, su doble dignidad de hombres y de hijos de Dios.

Cazamos demonios cada vez que ayudamos a alguien a abrir los ojos sobre la belleza de la creación; a darse cuenta de la bondad fundamental de toda criatura, a creer en la presencia infinitamente más abundante y activa del bien sobre el mal, de la belleza sobre la fealdad, de la generosidad y la abnegación sobre el egoísmo, de la indulgencia sobre la crueldad, de la dulzura sobre la violencia, del amor sobre el odio en el corazón de los humanos que viven a nuestro alrededor.

Entonces, amigos, ¿para cuándo la próxima salida a cazar?

Bruno Mori, septiembre  2018.

(Traducción de Ernesto Baquer)