mercredi 29 avril 2020

¿Por qué un Jesús “transfigurado”?


  (Mt 17,1-9)

Original francés en : http://brunomori39.blogspot.com/2020/03/.

Siempre me he preguntado qué sentimientos, qué experiencias espirituales, qué procesos sicológicos e intelectuales, qué tipo de fe y de creencias, pudieron impulsar de tal manera a los primeros cristianos, que los autores de los evangelios y otros escritos del NT, envolvieron progresivamente la figura de Jesús de Nazaret con el ornato de una criatura celeste, hasta metamorfosearlo enteramente en dios. ¿Cómo pudieron llegar hasta ahí?

En esta breve reflexión, busco sacar a luz algunas causas posibles en el origen de este proceso de divinización progresiva del hombre de Nazaret.

En el origen de la experiencia humana y espiritual de los primeros discípulos y admiradores de Jesús de Nazaret, hubo la fascinación, el asombro y la exaltación que experimentaron en la relación con este hombre. Fascinación y asombro suscitados por diversos factores. Ante todo pienso, al percibir la maravillosa calidad de la personalidad del Maestro, la exquisita armonía humana y espiritual que se desprendían de su persona, al tomar conciencia, siempre en forma creciente de la extraordinaria novedad de sus intuiciones, los valores que proponía y el mensaje que anunciaba.

 En efecto, se trataba de un mensaje que les abría a todos la perspectiva de un mundo totalmente distinto del antiguo; un mundo y una sociedad humana animados por otros principios, otras prioridades, otros valores, orientados por otra manera de pensar. Un mundo donde todos podrían convivir, en la igualdad, el respeto mutuo, la justicia, sin miedos y en la paz restablecida definitivamente. Un mundo donde todos encontrarían su lugar y el pleno reconocimiento de su dignidad, así como la posibilidad de vivir otro tipo de existencia.

Se trataba por tanto, de un mensaje que tenía todo el sabor de una buena noticia para todos los pobres, los oprimidos y los perdedores de la tierra. Un mensaje que desvelaba otra manera de ser humano, otro Dios y otra forma de relacionarse con él. En este mundo nuevo, anhelado por Jesús, la energía que hacía funcionar todo era exclusivamente la del amor.

Consecuencia de esta profunda y cautivante experiencia espiritual y personal, los discípulos de Jesús no pudieron no imaginar, ni pensar y, en definitiva, de convencerse, que todo eso era demasiado nuevo, original, hermoso, demasiado “maravilloso”, para venir de un hombre. Y por tanto que en este hombre y por este hombre, el cielo se había abajado hasta tocar la tierra, que Jesús era un hombre de Dios, habitado por Dios y por su espíritu; que Dios hablaba a través de él y que Jesús vivía una relación de intimidad y familiaridad única con su Dios al que llamaba con ternura “papá”.
¿Por qué, frente a Jesús, sus discípulos no reaccionaron como lo haríamos hoy cada uno de nosotros ante un hombre excepcional, que diríamos más bien: «Este hombre es un ser extraordinario: es un genio, un prodigio, ¡¡¡es un fenómeno!!!». Como lo hacemos habitualmente cuando hablamos, por ejemplo, de Miguel Ángel, Shakespeare, Mozart, Beethoven o Einstein, ¿sin tener que conectarlos necesariamente con Dios?

Los discípulos pudieron reaccionar así ante la persona del Maestro porque estaban inmersos en una cultura religiosa formada por un pensamiento y unas creencias que los movían a comprender y percibir la Realidad como totalmente impregnada de la presencia y la proximidad de Dios; a imaginar su universo como un escenario donde se desplegaba una continua interrelación entre el mundo de los dioses y el mundo de los hombres. Pensaban el universo como constituido por dos mundos reales y paralelos, separados sólo por un «cielo» o una bóveda celeste (que constituía el  techo de la casa de los hombres y el suelo de la morada de los dioses) que las criaturas divinas del cielo fácilmente podían penetrar y atravesar para bajar a la tierra, a fin de mostrarse y comunicarse con las criaturas humanas.

Igualmente necesitamos tener presente que en el curso de los tres primeros siglos, el pensamiento cristiano se extendió y desarrolló casi exclusivamente en los países del Mediterráneo, de cultura mediterránea, y por tanto familiarizados con los relatos de la mitología pagana sobre los triunfos de los dioses del Olimpo que con frecuencia descendían a la tierra, bajo apariencia humana, para interactuar con los mortales.

Esta cosmología primitiva y la influencia de ese pensamiento mítico, combinadas con la percepción de Jesús como hombre de Dios sobre quien descansa su Espíritu, fueron el soporte cultural que hicieron posibles los primeros pasos hacia un proceso de divinización gradual pero constante de la persona de Jesús realizada por la reflexión, el entusiasmo y la fe de las primeras comunidades cristianas. Este proceso de exaltación y divinización del hombre de Nazaret, iniciada en el primero siglo, encontró su apoteosis y conclusión definitiva en las declaraciones dogmáticas de los concilios ecuménicos de los siglos IV y V.

Lo que vemos en acción en los cuatro evangelios es ese proceso de divinización progresiva de la persona humana de Jesús de Nazaret. Proceso acentuado y radicalizado en las cartas de San Pablo ([i]) y, por su influencia, en otros escritos del NT.

Así, en el evangelio de Marcos (Mc 1,9-13), el más antiguo de los evangelios, redactado a fines de los años 60, Jesús, después de su bautismo en el Jordán, todavía es presentado, sencillamente, como el hombre elegido por Dios sobre quien derrama su espíritu; un espíritu que viene de lo alto, a través de un pasaje abierto en la bóveda celeste. En Marcos, Jesús es presentado como el hombre elegido, guiado e inspirado por un espíritu que viene de otro lugar. Se trata de un espíritu diferente al espíritu humano y que explica la extraordinaria originalidad y novedad de su pensamiento y su predicación.
En los evangelios de Mateo y Lucas, escritos entre los años 80-90, Jesús ya no es sólo el hombre que posee el espíritu y que está guiado por el espíritu de Dios, sino que ahora es el lugar de la presencia humana de Dios en este mundo. Ya no es un ser totalmente humano, puesto que no posee un padre biológico humano y que viene al mundo por medio de una mujer fecundada por el santo espíritu de Dios. En adelante es un ser que pertenece a la clase de los dioses inmortales; sobre los que no tiene poder la muerte humana, de quien escapará vencedor; y que volviendo a atravesar, en sentido inverso, los espacios celestes de que descendió, vuelve a Dios, como triunfador que cumplió la misión que le había sido confiada.

En el evangelio de Juan, escrito entre fines del siglo I y principios del II, la persona de Jesús ha perdido su consistencia humana, para adquirir una configuración fundamentalmente divina. Es el Verbo de Dios que existe desde toda la eternidad junto a Dios. Es la Luz de Dios que ilumina a todo hombre. Es la Palabra de Dios que se hace carne y que viene a habitar entre los hombres. Es la forma humana que el Dios celestial asume aquí en la tierra. Es un solo ser con Dios; de suerte que quien ve a Jesús, ve al mismo Dios. Es la resurrección y la vida. Hace pasar de la muerte a la vida a los que creen en él. Da la vida eterna a todos los que lo acogen y escuchan su palabra. Es evidente que para el autor de este Evangelio, decir todo eso de Jesús es afirmar y proclamar abiertamente que es Dios e igual a Dios.

Este proceso progresivo de transfiguración y glorificación de la persona del Maestro, logrado por la veneración, la admiración, el amor y la fe entusiasta de las primeras generaciones cristianas, servirá, más tarde, de base y referencia bíblica para los dogmas de la divinidad de Jesús, la Encarnación y la Trinidad.

Tomar conciencia de ese proceso que se concluye en la divinización de la persona humana del Nazareno, nos sirve también hoy para comprender mejor el fondo, el porqué y el sentido de ciertas afirmaciones, a veces sorprendentes, irreales y excéntricas, en relación con la función, la actividad y la naturaleza de la persona de Jesús en los evangelios y los demás escritos del NT, como, sucede justamente, en el relato de la “transfiguración” de Jesús. Notemos que, sin esta toma de conciencia, gran parte del contenido de los evangelios y otros escritos del NT corre el riesgo de parecernos inaceptable e insignificante.

Este relato, que no tiene nada de histórico, es simplemente un ejemplo más de ese proceso de exaltación, glorificación y divinización iniciado por el deseo de las primeras comunidades cristianas, de honrar la memoria de su Señor, y de cantar, de esta manera, la grandeza de ese hombre enamorado de Dios, enamorado de los hombres, maestro de espiritualidad y de humanidad, que consiguió cambiar de arriba abajo el sentido de su vida y  la orientación de la historia del mundo.

Bruno Mori , marzo 2020

Traduction  de Ernesto Baquer




[i] Para san Pablo, Jesucristo es anterior a todo y todo subsiste en él (Col 1,17)¸en èl habita realmente la plenitud de la divinidad (Col 1,19); nacido del pueblo de Israel según la carne, es, Dios bendito eternamente (Rom 9,4); él, que era de condición divina, no juzgó bueno reivindicar su derecho de ser tratado igual a Dios; sino al contrario, se despojó de sí mismo, tomando la condición de servidor (Fil 2,6-7).

lundi 20 janvier 2020

Reflexión para la fiesta del Bautismo del Señor

(Mt 3, 13-17)



            «Este es mi hijo bien amado en el que tengo puesta mi alegría». Así en el evangelio del Bautismo de Jesús hace hablar a Dios en la teofanía que revela la misión y la verdadera identidad de Jesús. Jesús es por tanto el «bien amado», en el que Dios se complace. Como Jesús, nos dice San Pablo, también nosotros somos hijos de Dios, y por tanto cada uno de nosotros es igualmente su “bien amado” y, en cada uno de nosotros, el Dios de Jesús derrama igualmente su amor.

Los relatos de Navidad, de los Magos y del bautismo de Jesús en el Jordán, son las tres manifestaciones más importantes de Dios a los hombres relatadas en los Evangelios. Pensábamos en un Dios en los cielos, y aquí lo vemos en un pesebre. Esperábamos un Dios abstracto, sobrenatural, puro espíritu, y aquí está en carne y huesos, en un hombre. Aguardábamos un Dios a quien pedir, y aquí tenemos un Dios que pide. Esperábamos un Dios acogido triunfalmente por la autoridad establecida, por los sabios y grandes de este mundo, pero los que lo reconocen y acogen son más bien los humildes, los pobres, los marginados de la vida. Aguardábamos un Dios grande, sorprendente, todopoderoso, en una entrada triunfal en nuestro mundo, con tambores y fanfarria, pero aquí, al contrario, tenemos un bebe casi invisible, asustado y frágil, a quien hay que buscar largo tiempo antes de poder encontrarlo, como tuvieron que hacer los Magos venidos del Oriente. Esperábamos un Dios ante quien probar que somos justos, buenos y virtuosos, y en su lugar descubrimos un Dios que nos ama gratuitamente, sin condiciones, simplemente porque existimos. Y ante quien no tenemos nada que probar, nada que hacer para atraer su atención y ganar su amor.

Hemos sido educados en merecer ser amados, en hacer cosas que nos hagan amables y dignos del afecto de los demás. Desde nuestra infancia, somos formados para ser buenos hijos, buenos alumnos, buenos muchachos y muchachas, buenos cónyuges, buenos padres, buenos trabajadores, buenos empleados, buenos patrones… porque el mundo recompensa a los que tienen éxito, a los que son capaces. Dentro de nosotros se insinúa la idea de que Dios nos ama, claro, pero con ciertas condiciones. Toda nuestra vida, en consecuencia, se convierte en una búsqueda de aprobación de legitimación, de reconocimiento. Pasamos la vida buscando saber lo que los demás piensan de mí, a fin de estar a la altura de sus expectativas.

En lugar de tratar de realizar mis proyectos, los míos, mis esperanzas, las mías, los deseos y las aspiraciones de mi corazón o de mi espíritu, y de hacer lo que realmente me realice, paso mi vida complaciendo a los demás, justificándome, haciéndome perdonar, aceptar, disculpar mi existencia.

Los demás no siempre me aman ”bien”, deseando y queriendo lo que es realmente “bien” para mí. Para Dios, al contrario, yo soy siempre su “bien” amado. Lo que significa que Dios ama y quiere siempre lo que es “bien” y “bueno” para mí. Y al hacerlo me ayuda a ser alguien “bien” y “bueno” tanto para El como para mí y, en definitiva, para los demás. Porque si yo soy “bien” en mi piel, si estoy feliz y satisfecho conmigo mismo, mi felicidad se derramará automáticamente sobre los demás y hará también la felicidad de los otros.

Dios no me ama porque yo sea gentil, bueno, valiente; sino amándome como lo hace, me vuelve bueno, valiente, gentil, y por ello alguien que es “bien” para todos. Su forma de amar, la cualidad “antecedente” de su amor, el hecho de ser su “bien amado”, me realiza como persona.

Lo que Dios ha sido para Jesús, lo es también para cada uno de nosotros. Como Jesús nosotros también, el día de nuestro bautismo, hemos sido depositados en las manos de ese mismo Dios de amor y nos hemos convertido en sus hijos “bien amados”. Ese día, la semilla de la presencia de Dios y de su Espíritu, ha sido depositada en nuestro corazón. Pero se trata de una semilla a cultivar, a mantener, porque se seca y muere si la descuidamos. Todo lo que haga vivir (arte, música, silencio, naturaleza, amistad, amor) me acerca a Dios, todo lo que me hace salir de mí (caos, apariencia, ruido, superficialidad) me aleja y me vacía de los mejor que tengo. Con el bautismo, cada uno de nosotros asume el compromiso de adoptar el estilo de vida de Jesús, su comportamiento, su manera de pensar, de creer y de amar. Como Jesús, soy llamado a vivir no sólo para mí, sino para los demás, y, como él, a dar mi vida por mis hermanos y hermanas.

Pasamos gran parte de nuestra vida, intentando triunfar, queriendo ser alguien, grande, importante, célebre… pero nunca podemos ser mas que hijos “bien-amados” de Dios y eso ya lo somos.
Esta fiesta de hoy es la fiesta de lo que hay escondido en nosotros, y que ha de ser redescubierto.

Entonces, como decía San Irineo de Lyon: “Cristiano, ¡conviértete en lo que eres!”, un ser repleto de amor, en quien el Dios de Jesús “tiene puesta su alegría”

BM – Enero 2020

(Traducción de Ernesto Baquer )


La familia de Nazaret



Algunas reflexiones de actualidad


Cada año, esta fiesta me deja un poco perplejo. Es que proponer la familia de Nazaret como modelo para nuestras familias de hoy, en estos tiempos de fragmentación de antiguas costumbres, de pérdida de parámetros tradicionales y de caos social, me parece algo ¡realmente utópico!. Como me decía una mamá: “Está muy bien que nos propongan como ejemplo a la Sagrada Familia, pero María tenía como hijo ¡al Hijo de Dios!”.

Aceptando esta primera dificultad nada nos impide que podamos descubrir en esta fiesta cristiana de la “Sagrada Familia de Nazaret” algunas orientaciones útiles para nuestros hogares de hoy, incluso si vivimos en un contexto social y cultural muy diferente y mucho más difícil y complicado que el de esa familia que vivió dos mil años antes que nosotros.

Primera característica de la familia de Nazaret que podría inspirar a nuestras familias: es una familia que tuvo el coraje de insertar a Dios en medio de ella. Debería ser lo mismo en nuestras familias de personas creyentes. Incluso si no podemos pensar en un Dios retozando por la casa, podemos tenerlo presente en nuestras decisiones, trabajos, elecciones, pensamientos, en los impulsos de nuestro corazón, en nuestras conversaciones, oraciones, preocupaciones… Nosotros, que vivimos hoy en una sociedad que parece haberlo excluido y barrido de sus intereses y preocupaciones.

Seamos sinceros, también nosotros cristianos, colocamos generalmente a Dios fuera de nuestra familia; no estamos muy dispuestos a mezclarlo en nuestros asuntos… ¡y eso se nota! Entonces, ¡porqué no echar una mirada hacia la familia de Nazaret! Porque no pensar que ¡Dios pudo tener la satisfacción de vivir en nuestra casa y entre nosotros… y que quizá pueda desear también tener una lugar en nuestra mesa, en nuestra sala y en nuestro corazón! Entonces ¿por qué no invitarlo con más frecuencia? ¿Por qué simplemente, no tratar de insertarlo cada vez más en nuestras elecciones, nuestro papel educativo, nuestras relaciones, nuestro trabajo?

En segundo lugar, mirando esa familia y leyendo las escasas informaciones que sobre ella nos proporcionan los Evangelios, nos llama la atención el clima de Misterio que rodea a sus miembros. Se nos dice que María y José guardaban los acontecimientos que les sucedían en su corazón y que reflexionaban sobre el sentido que podían tener en su vida; y que el joven Jesús, gracias a sus padres, “crecía en estatura, en sabiduría y en el favor de Dios y de los hombres” (Lc 2,52).

Me los imagino intercambiando miradas inquisitivas hacia este niño tan igual a los otros y sin embargo, tan diferente, y buscando captar algo de su insondable misterio. Sin embargo, este misterio propio de Jesús, finalmente es también el que acompaña y rodea a cada uno de nosotros y que debería transformase en respeto y admiración por la singularidad y profundidad de cada individuo que tenemos cerca.

¡Desgraciadamente, en nuestras familias, con frecuencia hay muy poco respeto y atención para el misterio que cada uno lleva consigo y que es lo que le da encanto a interés! Con frecuencia hay tan poca sensibilidad y atención a las riquezas que cada uno posee y que suelen pasar desapercibidas y casi nunca reconocidas y apreciadas.

En nuestras familias con frecuencia faltan la gentileza y la ternura que deberían acompañar siempre nuestras acciones. Nuestras relaciones y gestos suelen tomar el color de la indiferencia y la rudeza que reservamos a un bien adquirido y asegurado que no necesita ningún cuidado ni consideración.

En nuestras familias, falta casi siempre el estupor y la fascinación con que deberíamos mirarnos unos a otros. Y eso porque, a pesar de los cromosomas y lazos de sangre que nos unen, cada uno es un individuo único, incomparable, asombrosamente diferente y no necesariamente destinado a caminar por la misma senda que los demás. Necesitamos ser capaces de recuperar el sentido del Misterio que cada uno lleva consigo.

En nuestras familias, precisamos encontrar el coraje y las ganas de hablarse más. Pero no para emitir sonidos o para romper el silencio, sino para comunicarnos, para transmitir nuestros sentimientos, para compartir nuestros pensamientos, convicciones profundas y estados de ánimo. En nuestras familias raramente conseguimos comunicarnos en verdad y profundidad los unos con los otros.

Se puede decir que cuánto más cerca se está biológicamente, más sentimos el pudor y la reticencia a desvelar nuestra intimidad espiritual. Con frecuencia eso es una reacción normal de legítima defensa para el misterio que nos habita y que deseamos proteger. Pero también hay que reconocer que frecuentemente hacemos todo lo posible para suprimir las oportunidades de conversación y dialogo que se presentan.

En otros tiempos, la comida reunía habitualmente a toda la familia y era la ocasión favorable y privilegiada para compartir, intercambiar y reforzar los lazos de convivencia, afecto y amistad. Hoy, por desgracia, la hora del desayuno o la comida, con frecuencia se transforman en una soberbia sesión colectiva ante la TV, la tableta o el móvil, para entablar una comunicación inteligente, no con los que están cerca, sino con los que están lejos. Estos aparatos se han convertido en el sustituto moderno del diálogo y una buena excusa para evitar encontrarse en profundidad. ¡Y se producen situaciones absurdas e increíbles! Sucede que en una familia ya no se miran, no se dan cuenta, no se hablan, no se conocen y se convierten en completos extraños los unos para con los otros.

Claro que también hay mucho ruido en la casa: el sistema de sonido marchando, se habla sobre el tiempo que hace o que hará, se discute del partido favorito; se charla por teléfono con los amigos, cuando no hay peleas o gritos…

Pero desapareció el diálogo auténtico que une a las personas y les ayuda a crecer y desarrollarse espiritual y humanamente. Las palabras que expresan amor, gentileza, ternura, preocupación por los otros, perdón, etc. también han desaparecido.

Entonces, quizá no sea inútil que hoy, aprovechemos esta fiesta para reflexionar sobre la calidad humana y espiritual de nuestra familia y de hablar con Dios para que todos los que la componen sean o aprendan a ser, en la escuela de la familia de Nazaret, elementos eficaces de crecimiento espiritual y auténtica humanidad.

Bruno Mori - 29 diciembre 2019   - (Traducción de  Ernesto Baquer)

Navidad, más allá de la religión


Ensayo de interpretación no religiosa del cuento de Navidad.



En Occidente vivimos en una sociedad donde la religión y el Dios que nos presenta, han sido prácticamente eliminados de las preocupaciones y la vida de las personas. De tal manera que, sin exagerar, podemos afirmar que hoy, la mayoría de los occidentales consideran la religión como un fenómeno del pasado que ya no tiene importancia en el presente y viven como si Dios hubiera desaparecido definitivamente del horizonte de su existencia.

El mundo occidental moderno, caracterizado por las libertades individuales, el progreso técnico, la ciencia y el conocimiento, al eliminar de sus intereses a Dios y las creencias religiosas, todavía no ha sido capaz de llenar adecuadamente el vacío dejado por esa pérdida en la vida de muchas personas y que se traduce en una insatisfacción existencial, un déficit de sentido y de “espiritualidad”.

Privados de las referencias estables y seguras proporcionadas en otros tiempos por la Institución religiosa, la gente experimenta hoy una forma, más o menos consciente, pero real, de desconcierto psicológico, ético y espiritual que busca curarse a través del espejo de una felicidad basada en el súper consumo y la acumulación de bienes.

La gente de la modernidad, asqueada del agua estancada y corrompida que les ofrecía la religión, en su frustración, renunciando definitivamente a la búsqueda de “otra fuente” capaz de aplacar su sed de sentido y felicidad, banalizan ahora su existencia en la superficie de un cotidiano insignificante, sin inquietarse por conferirle calidad y profundidad.

Pienso que la gran tarea que nos espera a nosotros, los humanos que vivimos en esta época de la muerte de Dios y del divorcio de la religión, es la de buscar y descubrir, más allá, fuera de la religión, una nueva Fuente de sentido capaz de responder a las exigencias, con frecuencia atormentadas, de nuestro corazón y nuestro espíritu.

Porque si el Dios mítico de las religiones ya no consigue darnos respuesta, seguimos necesitando que nazcan en nosotros sueños, esperanzas, anhelos, deseos, visiones, sentimientos que nos sostengan a lo largo del viaje de nuestra vida. Necesitamos convencernos que no estamos solos y perdidos en un Universo frío y vacío de sentido. Necesitamos sentirnos parte de un Todo que nos incluya, englobe y acompañe y parte del amor del que vivimos y un día morimos.

Necesitamos que nazca en nosotros la certeza de la presencia de un Misterio, que nos supere, pero en el que nos encontremos y que nos desee y nos ame a pesar de todo y a pesar de nosotros. Y si por fortuna o por una especie de milagro este nacimiento llega a producirse en nuestra vida, entonces, en ese momento, habremos descubierto la “Fuente” y nos habremos encontrado con “nuestro” verdadero Dios.

Pero no será el Dios de las religiones, sino más probablemente el Dios de Jesús de Nazaret. En ese momento, la venida de Dios será un evento  real y perturbador de nuestra existencia, tal como parece anunciarse e ilustrarse poéticamente en el cuento cristiano de Navidad.

Si a lo largo de los siglos, la transmisión de la historia de Navidad ha conseguido tocar la imaginación y los sentimientos de innumerables generaciones de creyentes y colmar los corazones de esperanza, alegría y paz, eso significa que ha conseguido comunicarnos algo muy “bueno” para nuestra vida.

Ahora que, la sensación de que es lo « bueno » nunca ha sido una percepción absoluta y universal, sino siempre una percepción relativa, que puede variar considerablemente de una persona a otra y también depende de épocas, razas, culturas, tradiciones y lugares. Así, lo “bueno”, apetitoso, atrayente, válido en la cocina o en la conducta de los humanos del Neolítico o la Edad Media, corre el riesgo de no serlo del todo en la cocina, las acciones y las percepciones de la gente de nuestra época. Lo que es “bueno” normal y aceptable para los pigmeos del Camerún, probablemente no lo es para los habitantes de Noruega.

De igual manera, lo que, en el cuento de Navidad fue “bueno” para los cristianos sencillos e ignorantes de otros tiempos, ya no es sin duda lo “bueno” para mí ahora, a mí, un occidental moderno, configurado por la época de la ciencia y el conocimiento, y en poder por tanto de una cultura y una mentalidad como ninguna otra en el pasado.

Por ello, tengo mi manera, hoy, de ir a buscar en el mito cristiano del nacimiento del Niño Dios en nuestro mundo, lo que me afecta, coincide, me habla, me maravilla, me hace descubrir la “buena nueva” escondida que quiso finalmente anunciar a los humanos, y que me ayudará a situar mejor el lugar del Misterio y la acción de su Amor en mi vida.

Como los antiguos cristianos interpretaron a su manera el cuento de Navidad para que les hicieran bien, también yo, puedo y quiero hoy, interpretar a mi manera, sirviéndome y aprovechando todas las adquisiciones de mi cultura, mi mentalidad, mis sentimientos, para que ese cuento sea “bueno” y me haga “bien”, también a mí,  cristiano del siglo XXI.

Porque finamente, mitos, leyendas, cuentos antiguos, tienen un valor universal y perpetuo que con frecuencia son producto de sensaciones arquetípicas hundidas en las cavernas del inconsciente colectivo de la humanidad y la expresión de una sabiduría y espiritualidad naturales. De suerte que, del pozo de su sabiduría y sus intuiciones ancestrales, los hombres de cada cultura y cada época puedan extraer a la medida de su sed, sus necesidades, la orientación de sus intereses y sus aspiraciones; a la medida de la configuración de su visión del mundo, su cultura y su sensibilidad espiritual.

Por esta razón, yo también, hijo del tercer milenio, pretendo interpretar a mi manera el relato cristiano de Navidad, para poder extraer de él, lo que me parezca “bueno” para mí. Me gusta considerarlo como una hermosa fábula que ilustra, con imágenes extremadamente tiernas y poéticas, la acción de la “Energía Amorosa de Fondo” o del “Misterio Último” (al que las religiones han llamado Dios) en nuestro mundo, presentado como una “revelación”, una “materialización” y una “encarnación” de su presencia en lo que hay más grande y, al mismo tiempo, más pequeño, frágil precioso y bello en la materia de nuestro mundo.

Me encanta, pues, interpretar el cuento de Navidad como un relato poético y simbólico de la encarnación cósmica de la Fuerza o del Espíritu de Dios en las profundidades de esta materia capaz de transformarse en manifestación de Dios y en “hijo” de Dios. Esta “encarnación” cósmica del Misterio Original en la “materia sagrada” como la llamaba Teilhard de Chardin, es para mí un “milagro” mucho más probable, aceptable y creíble que la literalidad ingenua y absurda del relato evangélico de la Natividad.

Después de todo, mi interpretación tiene el soporte de la física cuántica y está por completo en armonía con las suposiciones, intuiciones y conclusiones más recientes de la astrofísica moderna, donde científicos de renombre postulan con mucha seriedad la presencia en ese Cosmos de una “Inspiración” (y por tanto de un “Espíritu” y un “Compositor” genial) necesario para explicar la música y las extraordinarias melodías tocadas por la orquesta sinfónica del Universo.
Entonces, permítanme contemplar a mi manera los personajes principales de esta tierna historia.

De ahí que en el cuento de Navidad, la « Virgen » María, la Madre-Milagro, fecundada por el Espíritu de Dios y que da nacimiento a la manifestación material, corporal y sobre todo humana de Él, se transforma para mí en un magnífico símbolo de ese Cosmos intacto, de ese Útero Original, de esa Madre Tierra, de esa Naturaleza placenta y cuna de todo ser y de toda vida, bella como una esposa engalanada para su esposo; de esa “Materia Sagrada” animada y removida en sus profundidades por las vibraciones de un Misterio de atracción y de fusión que me sobrepasa.

María se convierte así para mí en la figura más emblemática de esa fecundación cósmica por medio de la cual el Misterio Último se “materializa”, se “encarna” y actúa en nuestro Mundo y por ella, se revela a los ojos fascinados de nuestra sensibilidad espiritual y se ofrece a nuestro asombro, nuestra atención y los arrebatos de nuestro amor.

José, el hombre justo del cuento de Navidad, que asiste sorprendido, incrédulo, alarmado y preocupado al milagro de esta prodigiosa fecundación, y con una atención tierna y amorosa a los que le son confiados a su cuidado, respeto, veneración de semejante Madre, es también para mí la sorprendente imagen de cada ser humano en la tierra y de la actitud que cada uno deberíamos adoptar frente a este Mundo, a este Planeta, a esta Naturaleza, convertidos en lugar no sólo de la acción, la manifestación y la encarnación del Misterio Último, sino también en la camita en la que se acuna a todo hijo de la Tierra para que desarrolle todas las facetas de su amor y toda la profundidad de su humanidad.

Jesús, el hijo nacido del seno de María y confiado, con su fragilidad y su inmenso valor, a la pobreza de un establo, es para mí el icono más expresivo de lo que cada uno de nosotros es, o puede llegar a ser, en este mundo, si es capaz de tomar conciencia e interactuar con las Fuerzas amorosas que lo habitan. Que son, en efecto, las mismas Fuerzas con que el Misterio último ha fecundado el Universo y que se han derramado y “encarnado” de forma particularmente intensa en el corazón del hombre, haciéndolo receptáculo y relevo de la forma “divina” del amor en nuestro mundo.

Finalmente, el cuento de la Navidad cristiana se transforma en una puesta en escena genial, entrañable, llena de intuiciones sorprendentes e increíblemente modernas. Es una fábula exquisita que ilustra la acción potente de las Energías Misteriosas que bullen en el corazón de la Realidad y que parecen manifestarse como un proyecto genial o “divino” de relaciones e interacciones, de comunión y amor que nosotros los humanos debemos aplicar continuamente para que el Universo pueda cumplir y completar más holgadamente la marcha evolutiva hacia su fusión (amorosa) con el Todo.

 Creo que mi Navidad, si no es tan religiosa (en el sentido tradicional del término) es sin embargo muy cristiana. Pero no  cristiana a la manera de la Iglesia, sino a la manera del Jesús de los evangelios.
A lo largo de su vida pública, Jesús de Nazaret, consiguió cumplir dos destacadas hazañas: por una parte, fue capaz de presentarse al mundo como el hombre guiado y animado exclusivamente por el espíritu y las fuerzas del amor que encontraba en Dios; y por otra, presentar a “su” Dios como la presencia de una Energía amorosa de una calidad única en el corazón de cada ser humano.
¿No es todo eso el nacimiento de una nueva manera de concebir la presencia y la encarnación de Dios en nuestro mundo?
Entonces ¿por qué el descubrimiento de las misteriosas Energías portadoras de un Espíritu que nace en el corazón de la materia, “haciéndola “Santa” no habría de ser celebrada universalmente con una gran fiesta llena de luces, alegría y cantos de gozo, ¿como la celebración moderna de una nueva Navidad?
¿Por qué ese nacimiento, no ha de ser, para nosotros los modernos, una forma de dar un nuevo sentido a la Navidad, así como razones más verdaderas y estimulantes de celebrarla que susciten auténticos sentimientos de asombro, exaltación y alegría?
           
Bruno Mori, en la Navidad de 2019.

Traducción de  Ernesto  Baquer