Autor: Mario de Oliveira (Oporto-Portugal)
(Texto original en portugués y español en la revista Relat,223,
ver : http://www.servicioskoinonia.org/relat/)
Este texto es un extracto del libro del mismo título que fue
publicado en Portugal en abril de 1999 por la Editora Campo das letras
(campo.letras@mail.telepac.pt) y consiguió 8 ediciones en 12 meses. Sus
argumentaciones se comprenden mejor desde la lectura completa de la obra. El
libro puede ser solicitado a: Jornal Fraternizar (fraternizar@mail.telepac.pt)
I. Dioses contra Dios
En Fátima, como en cualquier otro Santuario o templo, no basta con
invocar a Dios, para concluir que estamos frente a una manifestación de fe. Por
lo menos de fe cristiana. Cuando mucho, estamos ante una manifestación
religiosa, lo que no es lo mismo. De hecho, el cristianismo, en sus inicios, ni
siquiera quiso aparecer como una religión. Los textos fundantes del Nuevo
Testamento, no nos hablan de una nueva religión, sino de una vía o de un
camino. Vía o camino que nos ha de llevar, más que a Dios, al encuentro del
otro, de los otros, al encuentro de aquellos que no son de nuestra misma
"carne y sangre", y hasta al encuentro de aquellos a los cuales
tenemos como enemigos. Para que, entre nosotros y ellos, entre todos y entre
todas, se establezca progresivamente, una relación de fraternidad. Pues
solamente cuando esta relación de fraternidad es efectiva, es cuando Dios es
honrado y venerado, y la fe cristiana se convierte en un acontecimiento
verdadero. "No todo el que me diga 'Señor, Señor' entrará en el Reino de
los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial" (Mt,
7,21). El Evangelio es así. No admite fugas, que quizás se presenten como muy
religiosas, pero que también son muy alienantes, muy deshumanizadoras y muy
poco fraternas.
En Fátima, como en cualquier otro santuario o templo, es necesario
interrogarnos con humildad, pero sin descanso, si es Dios
el que está siendo invocado y venerado. Cuál Dios es el que atrae y convoca a
las personas allí reunidas. Porque, al contrario de lo que realmente se piensa,
no hay un único Dios. Siempre hubo a través de los tiempos, muchos dioses. Y la
dificultad en poder discernir, entre tantos dioses, cuál es el verdadero, cuál
es aquel que progresivamente nos humaniza y nos fraterniza (aquel que es buena
noticia para los seres humanos), siempre fue muy grande. Hoy parece que esta
dificultad es aún mayor que en el pasado. Porque los dioses son muchos, y cada
vez se presentan más atrayentes y seductores.
Sabemos que Caín, por ejemplo, en los albores de la humanidad -la
primera carta de Juan lo recuerda en los albores del cristianismo- según reza
el mito bíblico del Génesis 4, 1-16, también invocaba a Dios, cumplía con todos
los ritos religiosos, practicaba regularmente la liturgia de su época. Pero,
sin embargo, todo esto no le impidió, con la mayor de las calmas y con la más
tranquila conciencia, matar a su hermano Abel. El dios al cual él invocaba y
veneraba y al que ofrecía generosamente las primicias de su cosecha, no era
incompatible con el acto fratricida. Por el contrario, él mismo se lo habría
sugerido e inspirado, en algún momento del culto.
Está narración no fue escrita con el fin de entretenernos, sino
para edificarnos. Para que estemos alertas, para ayudarnos a discernir. Para
que revelarnos que no alcanza con admitir la existencia de Dios, ser deísta,
ser religioso, frecuentar actos de culto a determinadas horas y en locales
considerados sagrados, para que seamos automáticamente varones y mujeres humanos,
humanizados, fraternos, en una palabra: cristianos. Podemos hacer todo eso y
mucho más, como, por ejemplo: contribuir con holgadas ofrendas para la
construcción de templos y de santuarios, hacer difíciles y dolorosas promesas,
y cumplirlas escrupulosamente, tener hasta una buena relación con los
sacerdotes de las múltiples religiones que entre nosotros existen y, al mismo
tiempo, alimentar sentimientos de odio y de venganza, de celos y de muerte
contra el otro, y contra los otros. Y lo que es aún peor, podemos hasta pasar
de los sentimientos a los hechos, y matar al otro, a “los enemigos”, a los que
no piensan como nosotros, los que no son de nuestra religión, los que no
aceptan “jugar nuestro juego”... Y todo esto, sin la necesidad de inquietar
nuestra conciencia; al contrario, con todo el sentimiento del deber cumplido,
con la calma de quien piensa que es así como se es verdaderamente una persona
religiosa.
Escribir y decir estas cosas, puede ser eventualmente impactante
para muchas personas, sean éstas creyentes en dios, o ateas. Pero no debería
serlo, por lo menos, para los cristianos y las cristianas y sus respectivas
iglesias. El cristianismo, que en sus inicios, nunca quiso ser una religión
más, entre las múltiples existentes en el imperio romano, sino un camino hacia
al encuentro del otro, de los otros, incluso de aquellos que una cierta educación
cívica y religiosa los define como enemigos nuestros, para que con todos y con
todas hagamos juntos el descubrimiento y la experiencia de la fraternidad y de
la comunión cada vez mayor, el cristianismo nació, como se sabe, de la
revelación definitiva y más radicalmente liberadora de la humanidad, y también
de la revelación más humanizante y fraternizadora.
Jesús de Nazaret, reconocido y proclamado por los primeros
adherentes y seguidores como el Cristo, lo fue por fuerza de la resurrección
que inesperadamente para ellos sucedió. El había sido, hasta la resurrección,
el más odiado de los hombres; condenado a muerte como blasfemo y subversivo y
ejecutado en la cruz. Ahora bien, quien está por detrás del crimen mayor de la
historia de la humanidad, quienes conducen el proceso hasta su consumación, son
hombres religiosos, profundamente creyentes en Dios, puestos al frente de la
institución religiosa más sagrada. Y cuando los príncipes de los sacerdotes y
el sanedrín procedieron, junto a los teólogos del templo, lo hicieron con la
convicción de que, de esa manera daban gloria a Dios, al Dios que rendían culto
y adoraban en el grandioso templo de Jerusalén. Tal es así, que después de
cometer tan horrendo crimen, continuaron, con sus conciencias tranquilas, frecuentando
el templo y promoviendo el culto en honor a su Dios, en los días y a las horas
exactas.
¿Pero qué pasó con Jesús de Nazaret, llamado el Cristo? Se
convirtió, por lo menos para los cristianos y las cristianas, y para sus
respectivas iglesias, en el acontecimiento más revelador de la Historia, la Luz
que ilumina a todo ser humano que nace en este mundo. Es el nuevo y definitivo
Big-Bang de la creación de la humanidad y del mundo nuevo. Lo nuevo y
definitivo comenzó. En Él y con Él la Humanidad nació de nuevo, nació
definitivamente fraterna y solidaria.
Sabemos por esto, y de manera definitiva a partir de Jesús
crucificado a quien el Padre resucitó que, de hecho, Dios nunca fue una
realidad unívoca. Hay muchos dioses. Está Dios y están los dioses. Y hay una
lucha de los dioses contra Dios. Hay dioses altamente peligrosos, asesinos y
opresores, que no se sienten bien sin víctimas inocentes, cuya sangre reclaman
insaciablemente. Dioses sádicos que devoran a sus adoradores esclavizándolos y
degradándolos. En una palabra, dioses que hacen que las personas se
deshumanicen y que lleguen incluso a matar. Así es como ellos son, y como hacen
que sean sus adoradores, que suelen ser muy religiosos, como Caín, pero también
asesinos como él. Suelen ser a imagen y semejanza de los dioses que invocan y
rinden culto.
Y está el Dios de las víctimas, él mismo víctima de los dioses
todo poderosos y asesinos, El que resucitó a Jesús de entre los muertos; éste
es el Dios de Jesús y el Dios de los hombres y de las mujeres que prosiguen su
Causa (cristianos, cristianas, y todas las personas de buena voluntad), el Dios
vivo que vive y que hace vivir. El Dios que no quiere otro culto que no sea la
promoción de la vida, y la vida en abundancia para todos, El Dios que no sólo
no quiere víctimas ni genera víctimas, sino que además trabaja siempre para
bajarlas de la cruz. El Dios que se manifiesta en el mirar y en el cuerpo de
las víctimas de la historia, a partir de las cuales lanza la pregunta más
perturbadora y desafiante, también la pregunta que potencialmente genera más
fraternidad, dirigida a todos los que lo invocan como lo hizo Caín, pero que al
mismo tiempo matan a sus hermanos: ¿Dónde está tu hermano?, ¿qué hiciste con tu
hermano?, o esta actualización de la misma pregunta: ¿Por qué me persigues?
(Hch 9,4).
II. Del Dios de Fátima, líbranos, Señor
Dos niños que mueren y una tercera que sobrevive, pero es separada
de su tierra e impedida para siempre de llevar una vida como las de otras
personas (primero, la internaron, secretamente, en el Asilo de Vilar, en Oporto
y, después, la mandaron a España y la convirtieron en una monja enclaustrada
para el resto de su vida, situación que, luego de 76 años de los
acontecimientos de 1917, ¡aún continúa!), he ahí el principal balance de las
llamadas "apariciones de Fátima". Probablemente, nunca nadie en la
Iglesia Católica se atrevió a mirar las apariciones desde este ángulo.
Que no piense nadie que escribimos esto para unirnos a los
llamados “enemigos” de Fátima. Lo que nos mueve es la fidelidad al Evangelio y
al Dios de Jesús, a quien María de Nazaret, cantó mejor que nadie como
libertador y salvador de la humanidad, particularmente, de los pobres y
excluidos. La lectura que hicimos del libro más importante sobre
Fátima, Memorias de la hermana Lucía [1],
nos obliga a ello. Porque el Dios que allí se anuncia y revela no tiene nada
que ver con el Dios revelado en Jesús de Nazaret. Se relaciona más bien con un
Dios sanguinario, que se complace en el sufrimiento de inocentes, un Dios
creador de infiernos para castigar a quienes dejan de ir a misa los domingos, o
dicen palabras desagradables, un Dios incluso peor que algunas de sus
criaturas.
A los lectores y lectoras les pedimos que, en vez de
escandalizarse, traten de leer también el libro de la Hermana Lucía, disponible
también en internet [2].
Porque, si lo hacen, a la luz del Evangelio de Jesús, acabarán, probablemente,
orando junto con nosotros: “Del Dios de Fátima, ¡líbranos, Señor!”.
Ambiente de terror
El libro de Lucía nos hace retroceder en el tiempo y sumergirnos
en el ambiente religioso y eclesiástico en que tuvieron que vivir los niños de
Fátima, alrededor de 1917. Eran los tiempos de la Primera Guerra Mundial. Pero
el terror que se respiraba, sobre todo en los medios populares y rurales, no
venía de ahí. La catequesis familiar y parroquial, así como las predicaciones
dominicales y otras, entonces muy recurrentes, constituían un género de terror
no menos intenso y, también, no menos nefasto y criminal. Porque incidía sobre
la conciencia de las personas, especialmente de los niños, pequeños seres
indefensos y cargados de sensibilidad, dispuestos a creer en todo lo que les
dicen los adultos, padres y madres, y también obispos y párrocos, cuya palabra
era, míticamente, escuchada y atendida, como si fuese la voluntad de Dios
presente en medio del pueblo. (El libro de Lucía muestra hasta la saciedad, que
ella misma, incluso hoy, tantos años después, se mantiene en esta visión mítica
de la realidad, también de la realidad eclesial, aunque tal visión sea
totalmente ajena al mensaje liberador del Evangelio).
Jacinta y Francisco, además de Lucía, respiraron un ambiente así.
El libro no deja dudas, para quien sepa leer entre líneas, críticamente, sin
dejarse envolver por el misticismo religioso, casi patológico, en que está
escrito.
Se percibe muy bien que el terror es una constante en las vidas de
estos tres niños. Vivían atribulados por el pecado, con el infierno y con los
pecadores que se van, por montones, al infierno. Todo era pecado para ellos. Hasta
darle un beso a otro niño en el juego de las prendas. Dar un beso, para
Jacinta, por ejemplo, sólo es posible a Nuestro Señor, en la imagen del
Crucificado. Como si otro niño o niña, compañero de juegos, no fuese mucho más
imagen de él, sino sólo ocasión de pecado. (¿Quién instigó una visión tan
moralista en la pequeña y angelical Jacinta? ¿Qué satánica catequesis le
distorsionó tan gravemente la mirada? ¿Quién le arrebató, tan tempranamente, la
naturalidad?).
En ese contexto, todo puede llevar al infierno. Dios, a los ojos
de estos niños, está tan cansado de los pecados de sus criaturas humanas, que
su ira está a punto de rebasar los límites, lo cual no sucederá si ellas
aceptan sufrir-sufrir-sufrir, hacer toda clase de sacrificios por amor a Él y por
la conversión de los pecadores y, al mismo tiempo, rezar muchos rosarios.
Como no podía ser de otro modo, los niños que reciben toda esta
información (sensibles e indefensos como sólo ellos son) sufren, lloran, tienen
dolor por Nuestro Señor. Y comienzan a pensar en ofrecerse como víctimas, hasta
la muerte, para desagraviar a Dios y, de alguna manera, forzarlo a perdonar a
los pecadores. Quedan completamente poseídos por una mística de la muerte, una
mística sacrificial, que habla más bien de un Dios que se alimenta de gente, en
vez de una mística de vida, la única que el Dios de Jesús puede inspirar a sus
hijos e hijas, ya que Él mismo es un Dios que trabaja continuamente para que
todos tengamos vida y vida en abundancia. Verdadera tortura Vivir en un clima
de una religiosidad así se volvió una verdadera tortura. Por lo menos, para
estos niños aterrorizados, que siempre toman todo en serio. Se volvió también
un riesgo terrible. El riesgo de llegar a ser condenados al infierno. Bastaba
con cometer algún pecado. Y el pecado, para ellos era, por ejemplo, decir
palabras feas o hacer pequeñas travesuras. Lo suficiente para ser condenados al
infierno, descrito por ellos mismos con imágenes sumamente terroríficas. Nunca
más, entonces, estos niños pudieron sentir la voluntad y la disposición de
hacer sacrificios por los pecadores. El infierno era, finalmente, la gran
amenaza para todos y lo que con mayor probabilidad podía sucederle a
cualquiera. Y, para los pecadores, más que amenaza era ya una certeza. En un
clima así, de religiosidad verdaderamente despojada de Evangelio, peor aún,
contra el Evangelio, no es de extrañar que el deseo mayor de estos niños fuese
el de ir al cielo porque ésa sería la única manera de no caer en el infierno,
donde quien cae queda, para siempre, ardiendo en el inmenso horno de fuego en
compañía de los animales más asquerosos y horrendos. Por lo que cuenta Lucía,
en este libro, los dos hermanos, Jacinta y Francisco, vivían aterrorizados por
el infierno. Era lo más natural. La madre, en las frecuentes catequesis
familiares que les administraba, exageraba bien los colores del terror. Y los
predicadores de las misiones parroquiales que seguían, con fidelidad, el libro
Misión Abreviada, no se quedaban atrás. Por eso es que, en un ambiente así, de
verdadero terror teológico, lo que más espanta y escandaliza a quien hoy busca
ser discípulo de Jesús y dejarse conducir por los valores de su Evangelio
liberador, es que aquella Señora la que los niños dicen que vieron y escucharon
los días 13 de los meses de mayo octubre de 1917, a pesar de decir que venía
del cielo, es decir, de Dios, no haya aparecido para liberarlos del miedo y
convidarles la alegría de vivir. Por el contrario, comienza por anunciarles, a
los dos más pequeños y también más aterrorizados, que en breve les llevaría al
cielo, una manera eufemística de decirles que iban a morir antes de tiempo.
Catequesis
terrorista
En lugar de la buena noticia liberadora de que Dios quiere que
ellos vivan y vivan en abundancia, les anuncia que pronto van a morir. En el
fondo, se limita a reproducir y legitimar la catequesis terrorista y negadora
del Evangelio que los niños constantemente escuchaban en su casa y en la
parroquia.
Pero lo más chocante todavía estaba por venir: la aparición en la
que, en julio, durante el diálogo que mantiene con ellos, les muestra a los
tres niños el infierno y la impresión que les causa es tal, sobre todo en
Jacinta y Francisco, que bien podría decirse que los dos hermanitos, de tierna
edad y de salud manifiestamente debilitada, nunca se repusieron de esta visión
terrorífica y acabaron por morirse del susto, además de la fragilidad que, por
otra parte, se apoderó irreversiblemente de sus cuerpos, una vez que tanto ella
como él, desde entonces, nunca más consiguieron ser niños como los demás, ni
lograron jugar relajadamente, ni encararon la vida como niños saludables
(Francisco, por ejemplo, hasta dejó de ir a la escuela, y en vez de eso,
prefería esconderse en la iglesia ¡a rezar por los pecadores!) y nunca más se
alimentaron bien.
En todos los momentos, a partir de aquel día, la visión del
infierno persiguió a los dos niños, aterrorizándolos, obligándolos a rezar por
los pecadores, y forzándolos a hacer sacrificios por la conversión de los
pecadores. El libro de las Memorias de Lucía da testimonio de que los
dos hermanitos eran capaces de pasar días enteros sin comer, daban su merienda
a las ovejas, no bebían ni gota de agua en pleno mes de agosto, andaban todo el
día, e incluso durante la noche, con una cuerda amarrada permanentemente a la
cintura, hasta sangrarse [3].
Masoquismo
religioso
Con estas actitudes, cargadas de masoquismo religioso y
sacrificial, pretendían -con una ingenuidad e inocencia sobrecogedoras y de las
que personalmente no eran responsables sino víctimas- consolar a Nuestro Señor
y al Papa (la preocupación por Se llegó, así, a la inversión total de la Buena
Noticia que es la revelación de Dios en la Historia de la Humanidad y que
culminó en Jesús de Nazaret, la mayor y más liberadora Buena Noticia que los empobrecidos
del mundo y todos los que, oficialmente, son tenidos como pecadores, alguna vez
pudieron oír.
En este caso de Fátima, en vez de que Dios sea aquel que viene
como compañero y padre con corazón de madre, a consolar a los niños y
liberarlos del terror y del sufrimiento en que una catequesis sacrificial y
sádica los había condenado a vivir, son los niños quienes lo consuelan y se auto
inmolan para conseguir que Él, a la vista del sufrimiento de ellos, víctimas
inocentes, contenga su ira y desista de llegar actuar contra las criaturas
humanas y pecadoras. En otras palabras: ellos se reducen para que Él crezca, en
una liturgia típicamente sacrificial, pero también verdaderamente repugnante,
que, cuando sucede, es siempre un insulto al Dios de Jesús y, simultáneamente,
una de las causas principales que explican el crecimiento del ateísmo en el
mundo.
Urge evangelizar a Fátima
Puede, pues, decirse que el libro Las memorias de la Hermana
Lucía -donde ella escribe todo lo que recuerda de sus tiempos infantiles,
en Fátima, escrito por obediencia a algunos hombres de la Iglesia que,
extrañamente, se atribuyen una tal autoridad sobre ella, porque incluso le
dieron órdenes terminantes- contiene y vehicula una teología (reflexión sobre
Dios) en las antípodas de la teología cristiana.
Se trata de una teología sobre un Dios que sigue siendo el Dios de
mucha gente, pero que tiene que ver más bien con un ídolo devorador de pobres,
bastante peor que algunas de sus criaturas, un Dios a imagen y semejanza de los
verdugos que sólo calma su ira castigadora y destructiva con sangre, mucha
sangre, de víctimas inocentes, un Dios justiciero, verdugo, sanguinario, un
Dios contra el hombre y la mujer y sin entrañas de misericordia, tirano y
déspota, un Dios intrínsecamente perverso, a quien es preciso apaciguar y cuyo
brazo justiciero está presto a caer sobre la humanidad [4],
cosa que no sucede aún porque, felizmente, tenemos junto a Él a una criatura,
la más santa de todas y, por lo que parece, más misericordiosa que Él, la Señora
del Rosario que ha conseguido calmarlo.
Pero ella misma está a punto de no poder soportar más la ira y el
odio de Él contra la humanidad y, por eso, decidió bajar del cielo a la tierra,
más concretamente a Portugal, donde algunos años antes, por coincidencia, se
instauró una República masónica y atea, para pedir a tres niños inocentes que
la ayuden en esta ingente tarea.
“¿Queréis (les dijo, en su primera aparición) ofreceros a Dios,
para soportar todos los sufrimientos que Él quiera enviaros, en acto de reparación
por los pecados con que Él es ofendido y de súplica por la conversión de los
pecadores?” Los niños, educados en una catequesis sacrificial y terrorista,
dijeron que sí. Y, como ellos, mucha gente aún hoy le sigue diciendo lo mismo a
ese Dios. Sólo quien no quiera ver puede ignorar que, en Fátima, el Dios más
buscado por las personas que sufren dolencias y aflicciones de todo tipo, es un
Dios así. Un Dios que nos espanta, que inspira miedo, que nos castiga, nos da y
quita la vida, según el humor del momento. Un Dios que exige sacrificios
humanos, que se complace en ver auto flagelarse a los pobres, en una inmolación
que puede llegar hasta el límite de las fuerzas y de la vida. Un Dios en
rebeldía hacia el Evangelio, con más de demonio que de Dios, quien desde los
albores de la humanidad ha vivido en nuestro inconsciente colectivo, en donde,
manifiestamente, aún no ha llegado la buena nueva liberadora de todo miedo, que
es el Evangelio de Jesús.
La Iglesia Católica, que desde el principio ha administrado a
Fátima, no ha sido capaz aún de evangelizarla. ¡Y vaya que es necesario! Por el
contrario, se ha mostrado más interesada en aprovecharse sacrílegamente del
fenómeno. Tal vez porque él, como dice la publicidad de la lotería, es fácil,
barato y da millones. Y garantiza elevadas estadísticas, a la hora de
contabilizar a los católicos portugueses, lo que da mucho más poder
reivindicativo a la respectiva jerarquía, frente al poder establecido.
Ha llegado la hora de cambiar. Desde la raíz. ¿Es arriesgado? Sin
duda. Pero también es imperioso y urgente. Está en juego el Nombre de Dios, del
Dios revelado en Jesús de Nazaret. Está en juego la fe cristiana. Y, sobre
todo, está en juego la humanidad, particularmente, la mayoría empobrecida y
oprimida, también en nombre de un cierto Dios que, en Fátima, continúa
dictando, impunemente, su ley sacrificial.
Los teólogos cristianos tienen, pues, una palabra que decir. Con
lucidez y valor. Con discernimiento. En la lucha de los dioses en que vive la
humanidad, la palabra de los teólogos es insustituible. Puede ser, para
algunos, martirial, como ha sido para otros compañeros nuestros en América
Latina. Pero no pueden dejar de hablar los teólogos. Tampoco las comunidades
cristianas donde ellos se encuentran. Pactar, aunque sea con el silencio, es un
pecado contra los pobres y contra el Espíritu Santo.
Y es que Dios, el Dios de Jesús, en vez de crear infiernos para
los pecadores (¿y quién no lo es?), los acoge y come con ellos. Por pura
gracia. En vez de hacer víctimas, las baja de la cruz. Y está empeñado, como
creador que es, en hacer de esta tierra, aún con mucho de infierno, una nueva
tierra, donde Él viva con nosotros y entre nosotros, para siempre, como
Emmanuel. Y María, la madre de Jesús, lejos de andar por ahí pidiendo
sacrificios y el rezo de muchos rosarios por la conversión de los pecadores, es
la mayor poeta de este Dios totalmente ocupado en la liberación y salvación de
la humanidad y empeñado en llevar a su término la creación del mundo, iniciada
hace muchos millones de años. Una creación demorada, porque Él no la quiere
hacer sin nosotros, sino junto con nosotros. Y también porque respeta
infinitamente nuestra libertad sin jamás perder la paciencia, a pesar de los
innumerables disparates que cometemos contra nosotros mismos, contra los demás
y contra la Naturaleza que nos sirve de cuna. Y es así porque nos ama
infinitamente. Pues ni siquiera puede hacer otra cosa.
Mário de
Oliveira
[1] Obra fundamental
para comprender el espíritu, la espiritualidad y la teología subyacentes al
fenómeno de las apariciones de Fátima.
[3] El
libro de Lucía muestra, con una redundancia casi fatigante, cómo ella misma fue
víctima de ese adoctrinamiento siniestro, y cómo, incluso tantos años después,
siguió marcada por esa visión mítica y angustiosa de la realidad, totalmente
extraña al mensaje liberador del Evangelio.
[4] Sor
Lucía escribe al Padre Aparicio el 20 de junio de 1939: "Nuestra Señora ha
prometido remitir para más adelante el flagelo de la guerra si esta devoción se
propaga y practica. Vemos aplazar este castigo en la medida que se hagan
esfuerzos para propagarla. Pero me temo que no podamos hacer más de lo que
hacemos, y que Dios, descontento, levante el brazo de su misericordia y deja al
mundo ser arrasado por ese castigo, que será como nunca antes, horrible,
horrible" (op. cit., p. 244).