samedi 21 octobre 2017

Fátima ¡Nunca más!

Autor: Mario de Oliveira (Oporto-Portugal)

(Texto original en portugués y español en la revista Relat,223, ver : http://www.servicioskoinonia.org/relat/)

Este texto es un extracto del libro del mismo título que fue publicado en Portugal en abril de 1999 por la Editora Campo das letras (campo.letras@mail.telepac.pt) y consiguió 8 ediciones en 12 meses. Sus argumentaciones se comprenden mejor desde la lectura completa de la obra. El libro puede ser solicitado a: Jornal Fraternizar (fraternizar@mail.telepac.pt)

I. Dioses contra Dios

En Fátima, como en cualquier otro Santuario o templo, no basta con invocar a Dios, para concluir que estamos frente a una manifestación de fe. Por lo menos de fe cristiana. Cuando mucho, estamos ante una manifestación religiosa, lo que no es lo mismo. De hecho, el cristianismo, en sus inicios, ni siquiera quiso aparecer como una religión. Los textos fundantes del Nuevo Testamento, no nos hablan de una nueva religión, sino de una vía o de un camino. Vía o camino que nos ha de llevar, más que a Dios, al encuentro del otro, de los otros, al encuentro de aquellos que no son de nuestra misma "carne y sangre", y hasta al encuentro de aquellos a los cuales tenemos como enemigos. Para que, entre nosotros y ellos, entre todos y entre todas, se establezca progresivamente, una relación de fraternidad. Pues solamente cuando esta relación de fraternidad es efectiva, es cuando Dios es honrado y venerado, y la fe cristiana se convierte en un acontecimiento verdadero. "No todo el que me diga 'Señor, Señor' entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial" (Mt, 7,21). El Evangelio es así. No admite fugas, que quizás se presenten como muy religiosas, pero que también son muy alienantes, muy deshumanizadoras y muy poco fraternas.
En Fátima, como en cualquier otro santuario o templo, es necesario interrogarnos con humildad, pero sin descanso, si es Dios el que está siendo invocado y venerado. Cuál Dios es el que atrae y convoca a las personas allí reunidas. Porque, al contrario de lo que realmente se piensa, no hay un único Dios. Siempre hubo a través de los tiempos, muchos dioses. Y la dificultad en poder discernir, entre tantos dioses, cuál es el verdadero, cuál es aquel que progresivamente nos humaniza y nos fraterniza (aquel que es buena noticia para los seres humanos), siempre fue muy grande. Hoy parece que esta dificultad es aún mayor que en el pasado. Porque los dioses son muchos, y cada vez se presentan más atrayentes y seductores.
Sabemos que Caín, por ejemplo, en los albores de la humanidad -la primera carta de Juan lo recuerda en los albores del cristianismo- según reza el mito bíblico del Génesis 4, 1-16, también invocaba a Dios, cumplía con todos los ritos religiosos, practicaba regularmente la liturgia de su época. Pero, sin embargo, todo esto no le impidió, con la mayor de las calmas y con la más tranquila conciencia, matar a su hermano Abel. El dios al cual él invocaba y veneraba y al que ofrecía generosamente las primicias de su cosecha, no era incompatible con el acto fratricida. Por el contrario, él mismo se lo habría sugerido e inspirado, en algún momento del culto.
Está narración no fue escrita con el fin de entretenernos, sino para edificarnos. Para que estemos alertas, para ayudarnos a discernir. Para que revelarnos que no alcanza con admitir la existencia de Dios, ser deísta, ser religioso, frecuentar actos de culto a determinadas horas y en locales considerados sagrados, para que seamos automáticamente varones y mujeres humanos, humanizados, fraternos, en una palabra: cristianos. Podemos hacer todo eso y mucho más, como, por ejemplo: contribuir con holgadas ofrendas para la construcción de templos y de santuarios, hacer difíciles y dolorosas promesas, y cumplirlas escrupulosamente, tener hasta una buena relación con los sacerdotes de las múltiples religiones que entre nosotros existen y, al mismo tiempo, alimentar sentimientos de odio y de venganza, de celos y de muerte contra el otro, y contra los otros. Y lo que es aún peor, podemos hasta pasar de los sentimientos a los hechos, y matar al otro, a “los enemigos”, a los que no piensan como nosotros, los que no son de nuestra religión, los que no aceptan “jugar nuestro juego”... Y todo esto, sin la necesidad de inquietar nuestra conciencia; al contrario, con todo el sentimiento del deber cumplido, con la calma de quien piensa que es así como se es verdaderamente una persona religiosa.
Escribir y decir estas cosas, puede ser eventualmente impactante para muchas personas, sean éstas creyentes en dios, o ateas. Pero no debería serlo, por lo menos, para los cristianos y las cristianas y sus respectivas iglesias. El cristianismo, que en sus inicios, nunca quiso ser una religión más, entre las múltiples existentes en el imperio romano, sino un camino hacia al encuentro del otro, de los otros, incluso de aquellos que una cierta educación cívica y religiosa los define como enemigos nuestros, para que con todos y con todas hagamos juntos el descubrimiento y la experiencia de la fraternidad y de la comunión cada vez mayor, el cristianismo nació, como se sabe, de la revelación definitiva y más radicalmente liberadora de la humanidad, y también de la revelación más humanizante y fraternizadora.
Jesús de Nazaret, reconocido y proclamado por los primeros adherentes y seguidores como el Cristo, lo fue por fuerza de la resurrección que inesperadamente para ellos sucedió. El había sido, hasta la resurrección, el más odiado de los hombres; condenado a muerte como blasfemo y subversivo y ejecutado en la cruz. Ahora bien, quien está por detrás del crimen mayor de la historia de la humanidad, quienes conducen el proceso hasta su consumación, son hombres religiosos, profundamente creyentes en Dios, puestos al frente de la institución religiosa más sagrada. Y cuando los príncipes de los sacerdotes y el sanedrín procedieron, junto a los teólogos del templo, lo hicieron con la convicción de que, de esa manera daban gloria a Dios, al Dios que rendían culto y adoraban en el grandioso templo de Jerusalén. Tal es así, que después de cometer tan horrendo crimen, continuaron, con sus conciencias tranquilas, frecuentando el templo y promoviendo el culto en honor a su Dios, en los días y a las horas exactas.
¿Pero qué pasó con Jesús de Nazaret, llamado el Cristo? Se convirtió, por lo menos para los cristianos y las cristianas, y para sus respectivas iglesias, en el acontecimiento más revelador de la Historia, la Luz que ilumina a todo ser humano que nace en este mundo. Es el nuevo y definitivo Big-Bang de la creación de la humanidad y del mundo nuevo. Lo nuevo y definitivo comenzó. En Él y con Él la Humanidad nació de nuevo, nació definitivamente fraterna y solidaria.
Sabemos por esto, y de manera definitiva a partir de Jesús crucificado a quien el Padre resucitó que, de hecho, Dios nunca fue una realidad unívoca. Hay muchos dioses. Está Dios y están los dioses. Y hay una lucha de los dioses contra Dios. Hay dioses altamente peligrosos, asesinos y opresores, que no se sienten bien sin víctimas inocentes, cuya sangre reclaman insaciablemente. Dioses sádicos que devoran a sus adoradores esclavizándolos y degradándolos. En una palabra, dioses que hacen que las personas se deshumanicen y que lleguen incluso a matar. Así es como ellos son, y como hacen que sean sus adoradores, que suelen ser muy religiosos, como Caín, pero también asesinos como él. Suelen ser a imagen y semejanza de los dioses que invocan y rinden culto.
Y está el Dios de las víctimas, él mismo víctima de los dioses todo poderosos y asesinos, El que resucitó a Jesús de entre los muertos; éste es el Dios de Jesús y el Dios de los hombres y de las mujeres que prosiguen su Causa (cristianos, cristianas, y todas las personas de buena voluntad), el Dios vivo que vive y que hace vivir. El Dios que no quiere otro culto que no sea la promoción de la vida, y la vida en abundancia para todos, El Dios que no sólo no quiere víctimas ni genera víctimas, sino que además trabaja siempre para bajarlas de la cruz. El Dios que se manifiesta en el mirar y en el cuerpo de las víctimas de la historia, a partir de las cuales lanza la pregunta más perturbadora y desafiante, también la pregunta que potencialmente genera más fraternidad, dirigida a todos los que lo invocan como lo hizo Caín, pero que al mismo tiempo matan a sus hermanos: ¿Dónde está tu hermano?, ¿qué hiciste con tu hermano?, o esta actualización de la misma pregunta: ¿Por qué me persigues? (Hch 9,4).

II. Del Dios de Fátima, líbranos, Señor

Dos niños que mueren y una tercera que sobrevive, pero es separada de su tierra e impedida para siempre de llevar una vida como las de otras personas (primero, la internaron, secretamente, en el Asilo de Vilar, en Oporto y, después, la mandaron a España y la convirtieron en una monja enclaustrada para el resto de su vida, situación que, luego de 76 años de los acontecimientos de 1917, ¡aún continúa!), he ahí el principal balance de las llamadas "apariciones de Fátima". Probablemente, nunca nadie en la Iglesia Católica se atrevió a mirar las apariciones desde este ángulo.
Que no piense nadie que escribimos esto para unirnos a los llamados “enemigos” de Fátima. Lo que nos mueve es la fidelidad al Evangelio y al Dios de Jesús, a quien María de Nazaret, cantó mejor que nadie como libertador y salvador de la humanidad, particularmente, de los pobres y excluidos. La lectura que hicimos del libro más importante sobre Fátima, Memorias de la hermana Lucía [1], nos obliga a ello. Porque el Dios que allí se anuncia y revela no tiene nada que ver con el Dios revelado en Jesús de Nazaret. Se relaciona más bien con un Dios sanguinario, que se complace en el sufrimiento de inocentes, un Dios creador de infiernos para castigar a quienes dejan de ir a misa los domingos, o dicen palabras desagradables, un Dios incluso peor que algunas de sus criaturas.
A los lectores y lectoras les pedimos que, en vez de escandalizarse, traten de leer también el libro de la Hermana Lucía, disponible también en internet [2]. Porque, si lo hacen, a la luz del Evangelio de Jesús, acabarán, probablemente, orando junto con nosotros: “Del Dios de Fátima, ¡líbranos, Señor!”.

Ambiente de terror

El libro de Lucía nos hace retroceder en el tiempo y sumergirnos en el ambiente religioso y eclesiástico en que tuvieron que vivir los niños de Fátima, alrededor de 1917. Eran los tiempos de la Primera Guerra Mundial. Pero el terror que se respiraba, sobre todo en los medios populares y rurales, no venía de ahí. La catequesis familiar y parroquial, así como las predicaciones dominicales y otras, entonces muy recurrentes, constituían un género de terror no menos intenso y, también, no menos nefasto y criminal. Porque incidía sobre la conciencia de las personas, especialmente de los niños, pequeños seres indefensos y cargados de sensibilidad, dispuestos a creer en todo lo que les dicen los adultos, padres y madres, y también obispos y párrocos, cuya palabra era, míticamente, escuchada y atendida, como si fuese la voluntad de Dios presente en medio del pueblo. (El libro de Lucía muestra hasta la saciedad, que ella misma, incluso hoy, tantos años después, se mantiene en esta visión mítica de la realidad, también de la realidad eclesial, aunque tal visión sea totalmente ajena al mensaje liberador del Evangelio).
Jacinta y Francisco, además de Lucía, respiraron un ambiente así. El libro no deja dudas, para quien sepa leer entre líneas, críticamente, sin dejarse envolver por el misticismo religioso, casi patológico, en que está escrito.
Se percibe muy bien que el terror es una constante en las vidas de estos tres niños. Vivían atribulados por el pecado, con el infierno y con los pecadores que se van, por montones, al infierno. Todo era pecado para ellos. Hasta darle un beso a otro niño en el juego de las prendas. Dar un beso, para Jacinta, por ejemplo, sólo es posible a Nuestro Señor, en la imagen del Crucificado. Como si otro niño o niña, compañero de juegos, no fuese mucho más imagen de él, sino sólo ocasión de pecado. (¿Quién instigó una visión tan moralista en la pequeña y angelical Jacinta? ¿Qué satánica catequesis le distorsionó tan gravemente la mirada? ¿Quién le arrebató, tan tempranamente, la naturalidad?).
En ese contexto, todo puede llevar al infierno. Dios, a los ojos de estos niños, está tan cansado de los pecados de sus criaturas humanas, que su ira está a punto de rebasar los límites, lo cual no sucederá si ellas aceptan sufrir-sufrir-sufrir, hacer toda clase de sacrificios por amor a Él y por la conversión de los pecadores y, al mismo tiempo, rezar muchos rosarios.
Como no podía ser de otro modo, los niños que reciben toda esta información (sensibles e indefensos como sólo ellos son) sufren, lloran, tienen dolor por Nuestro Señor. Y comienzan a pensar en ofrecerse como víctimas, hasta la muerte, para desagraviar a Dios y, de alguna manera, forzarlo a perdonar a los pecadores. Quedan completamente poseídos por una mística de la muerte, una mística sacrificial, que habla más bien de un Dios que se alimenta de gente, en vez de una mística de vida, la única que el Dios de Jesús puede inspirar a sus hijos e hijas, ya que Él mismo es un Dios que trabaja continuamente para que todos tengamos vida y vida en abundancia. Verdadera tortura Vivir en un clima de una religiosidad así se volvió una verdadera tortura. Por lo menos, para estos niños aterrorizados, que siempre toman todo en serio. Se volvió también un riesgo terrible. El riesgo de llegar a ser condenados al infierno. Bastaba con cometer algún pecado. Y el pecado, para ellos era, por ejemplo, decir palabras feas o hacer pequeñas travesuras. Lo suficiente para ser condenados al infierno, descrito por ellos mismos con imágenes sumamente terroríficas. Nunca más, entonces, estos niños pudieron sentir la voluntad y la disposición de hacer sacrificios por los pecadores. El infierno era, finalmente, la gran amenaza para todos y lo que con mayor probabilidad podía sucederle a cualquiera. Y, para los pecadores, más que amenaza era ya una certeza. En un clima así, de religiosidad verdaderamente despojada de Evangelio, peor aún, contra el Evangelio, no es de extrañar que el deseo mayor de estos niños fuese el de ir al cielo porque ésa sería la única manera de no caer en el infierno, donde quien cae queda, para siempre, ardiendo en el inmenso horno de fuego en compañía de los animales más asquerosos y horrendos. Por lo que cuenta Lucía, en este libro, los dos hermanos, Jacinta y Francisco, vivían aterrorizados por el infierno. Era lo más natural. La madre, en las frecuentes catequesis familiares que les administraba, exageraba bien los colores del terror. Y los predicadores de las misiones parroquiales que seguían, con fidelidad, el libro Misión Abreviada, no se quedaban atrás. Por eso es que, en un ambiente así, de verdadero terror teológico, lo que más espanta y escandaliza a quien hoy busca ser discípulo de Jesús y dejarse conducir por los valores de su Evangelio liberador, es que aquella Señora la que los niños dicen que vieron y escucharon los días 13 de los meses de mayo octubre de 1917, a pesar de decir que venía del cielo, es decir, de Dios, no haya aparecido para liberarlos del miedo y convidarles la alegría de vivir. Por el contrario, comienza por anunciarles, a los dos más pequeños y también más aterrorizados, que en breve les llevaría al cielo, una manera eufemística de decirles que iban a morir antes de tiempo.

Catequesis terrorista
En lugar de la buena noticia liberadora de que Dios quiere que ellos vivan y vivan en abundancia, les anuncia que pronto van a morir. En el fondo, se limita a reproducir y legitimar la catequesis terrorista y negadora del Evangelio que los niños constantemente escuchaban en su casa y en la parroquia.
Pero lo más chocante todavía estaba por venir: la aparición en la que, en julio, durante el diálogo que mantiene con ellos, les muestra a los tres niños el infierno y la impresión que les causa es tal, sobre todo en Jacinta y Francisco, que bien podría decirse que los dos hermanitos, de tierna edad y de salud manifiestamente debilitada, nunca se repusieron de esta visión terrorífica y acabaron por morirse del susto, además de la fragilidad que, por otra parte, se apoderó irreversiblemente de sus cuerpos, una vez que tanto ella como él, desde entonces, nunca más consiguieron ser niños como los demás, ni lograron jugar relajadamente, ni encararon la vida como niños saludables (Francisco, por ejemplo, hasta dejó de ir a la escuela, y en vez de eso, prefería esconderse en la iglesia ¡a rezar por los pecadores!) y nunca más se alimentaron bien.
En todos los momentos, a partir de aquel día, la visión del infierno persiguió a los dos niños, aterrorizándolos, obligándolos a rezar por los pecadores, y forzándolos a hacer sacrificios por la conversión de los pecadores. El libro de las Memorias de Lucía da testimonio de que los dos hermanitos eran capaces de pasar días enteros sin comer, daban su merienda a las ovejas, no bebían ni gota de agua en pleno mes de agosto, andaban todo el día, e incluso durante la noche, con una cuerda amarrada permanentemente a la cintura, hasta sangrarse [3].


Masoquismo religioso
Con estas actitudes, cargadas de masoquismo religioso y sacrificial, pretendían -con una ingenuidad e inocencia sobrecogedoras y de las que personalmente no eran responsables sino víctimas- consolar a Nuestro Señor y al Papa (la preocupación por Se llegó, así, a la inversión total de la Buena Noticia que es la revelación de Dios en la Historia de la Humanidad y que culminó en Jesús de Nazaret, la mayor y más liberadora Buena Noticia que los empobrecidos del mundo y todos los que, oficialmente, son tenidos como pecadores, alguna vez pudieron oír.
En este caso de Fátima, en vez de que Dios sea aquel que viene como compañero y padre con corazón de madre, a consolar a los niños y liberarlos del terror y del sufrimiento en que una catequesis sacrificial y sádica los había condenado a vivir, son los niños quienes lo consuelan y se auto inmolan para conseguir que Él, a la vista del sufrimiento de ellos, víctimas inocentes, contenga su ira y desista de llegar actuar contra las criaturas humanas y pecadoras. En otras palabras: ellos se reducen para que Él crezca, en una liturgia típicamente sacrificial, pero también verdaderamente repugnante, que, cuando sucede, es siempre un insulto al Dios de Jesús y, simultáneamente, una de las causas principales que explican el crecimiento del ateísmo en el mundo.

Urge evangelizar a Fátima

Puede, pues, decirse que el libro Las memorias de la Hermana Lucía -donde ella escribe todo lo que recuerda de sus tiempos infantiles, en Fátima, escrito por obediencia a algunos hombres de la Iglesia que, extrañamente, se atribuyen una tal autoridad sobre ella, porque incluso le dieron órdenes terminantes- contiene y vehicula una teología (reflexión sobre Dios) en las antípodas de la teología cristiana.
Se trata de una teología sobre un Dios que sigue siendo el Dios de mucha gente, pero que tiene que ver más bien con un ídolo devorador de pobres, bastante peor que algunas de sus criaturas, un Dios a imagen y semejanza de los verdugos que sólo calma su ira castigadora y destructiva con sangre, mucha sangre, de víctimas inocentes, un Dios justiciero, verdugo, sanguinario, un Dios contra el hombre y la mujer y sin entrañas de misericordia, tirano y déspota, un Dios intrínsecamente perverso, a quien es preciso apaciguar y cuyo brazo justiciero está presto a caer sobre la humanidad [4], cosa que no sucede aún porque, felizmente, tenemos junto a Él a una criatura, la más santa de todas y, por lo que parece, más misericordiosa que Él, la Señora del Rosario que ha conseguido calmarlo.
Pero ella misma está a punto de no poder soportar más la ira y el odio de Él contra la humanidad y, por eso, decidió bajar del cielo a la tierra, más concretamente a Portugal, donde algunos años antes, por coincidencia, se instauró una República masónica y atea, para pedir a tres niños inocentes que la ayuden en esta ingente tarea.
“¿Queréis (les dijo, en su primera aparición) ofreceros a Dios, para soportar todos los sufrimientos que Él quiera enviaros, en acto de reparación por los pecados con que Él es ofendido y de súplica por la conversión de los pecadores?” Los niños, educados en una catequesis sacrificial y terrorista, dijeron que sí. Y, como ellos, mucha gente aún hoy le sigue diciendo lo mismo a ese Dios. Sólo quien no quiera ver puede ignorar que, en Fátima, el Dios más buscado por las personas que sufren dolencias y aflicciones de todo tipo, es un Dios así. Un Dios que nos espanta, que inspira miedo, que nos castiga, nos da y quita la vida, según el humor del momento. Un Dios que exige sacrificios humanos, que se complace en ver auto flagelarse a los pobres, en una inmolación que puede llegar hasta el límite de las fuerzas y de la vida. Un Dios en rebeldía hacia el Evangelio, con más de demonio que de Dios, quien desde los albores de la humanidad ha vivido en nuestro inconsciente colectivo, en donde, manifiestamente, aún no ha llegado la buena nueva liberadora de todo miedo, que es el Evangelio de Jesús.
La Iglesia Católica, que desde el principio ha administrado a Fátima, no ha sido capaz aún de evangelizarla. ¡Y vaya que es necesario! Por el contrario, se ha mostrado más interesada en aprovecharse sacrílegamente del fenómeno. Tal vez porque él, como dice la publicidad de la lotería, es fácil, barato y da millones. Y garantiza elevadas estadísticas, a la hora de contabilizar a los católicos portugueses, lo que da mucho más poder reivindicativo a la respectiva jerarquía, frente al poder establecido.
Ha llegado la hora de cambiar. Desde la raíz. ¿Es arriesgado? Sin duda. Pero también es imperioso y urgente. Está en juego el Nombre de Dios, del Dios revelado en Jesús de Nazaret. Está en juego la fe cristiana. Y, sobre todo, está en juego la humanidad, particularmente, la mayoría empobrecida y oprimida, también en nombre de un cierto Dios que, en Fátima, continúa dictando, impunemente, su ley sacrificial.
Los teólogos cristianos tienen, pues, una palabra que decir. Con lucidez y valor. Con discernimiento. En la lucha de los dioses en que vive la humanidad, la palabra de los teólogos es insustituible. Puede ser, para algunos, martirial, como ha sido para otros compañeros nuestros en América Latina. Pero no pueden dejar de hablar los teólogos. Tampoco las comunidades cristianas donde ellos se encuentran. Pactar, aunque sea con el silencio, es un pecado contra los pobres y contra el Espíritu Santo.
Y es que Dios, el Dios de Jesús, en vez de crear infiernos para los pecadores (¿y quién no lo es?), los acoge y come con ellos. Por pura gracia. En vez de hacer víctimas, las baja de la cruz. Y está empeñado, como creador que es, en hacer de esta tierra, aún con mucho de infierno, una nueva tierra, donde Él viva con nosotros y entre nosotros, para siempre, como Emmanuel. Y María, la madre de Jesús, lejos de andar por ahí pidiendo sacrificios y el rezo de muchos rosarios por la conversión de los pecadores, es la mayor poeta de este Dios totalmente ocupado en la liberación y salvación de la humanidad y empeñado en llevar a su término la creación del mundo, iniciada hace muchos millones de años. Una creación demorada, porque Él no la quiere hacer sin nosotros, sino junto con nosotros. Y también porque respeta infinitamente nuestra libertad sin jamás perder la paciencia, a pesar de los innumerables disparates que cometemos contra nosotros mismos, contra los demás y contra la Naturaleza que nos sirve de cuna. Y es así porque nos ama infinitamente. Pues ni siquiera puede hacer otra cosa.


Mário de Oliveira 



[1] Obra fundamental para comprender el espíritu, la espiritualidad y la teología subyacentes al fenómeno de las apariciones de Fátima.
[2] http://www.fatima100.fr/images/fatima/memoires_de_soeur_lucie.pdf.
[3] El libro de Lucía muestra, con una redundancia casi fatigante, cómo ella misma fue víctima de ese adoctrinamiento siniestro, y cómo, incluso tantos años después, siguió marcada por esa visión mítica y angustiosa de la realidad, totalmente extraña al mensaje liberador del Evangelio.
[4] Sor Lucía escribe al Padre Aparicio el 20 de junio de 1939: "Nuestra Señora ha prometido remitir para más adelante el flagelo de la guerra si esta devoción se propaga y practica. Vemos aplazar este castigo en la medida que se hagan esfuerzos para propagarla. Pero me temo que no podamos hacer más de lo que hacemos, y que Dios, descontento, levante el brazo de su misericordia y deja al mundo ser arrasado por ese castigo, que será como nunca antes, horrible, horrible" (op. cit., p. 244).

vendredi 6 octobre 2017

EL PERDON ES UN ASUNTO DE LOS HOMBRES Y NO DE DIOS - Mt 18.21-35

 

(24°domingo ordinario, A)


 A partir de este texto del evangelio de Mateo,  propongo una reflexión sobre el perdón que se aparta un poco de lo que los fieles católicos estamos habituados a escuchar en la iglesia, pero que puede ayudarnos a comprender mejor quien es el Dios de Jesús de Nazaret y a aceptar más la urgencia de insertarnos en su proyecto de renovación universal.

La doctrina católica, a causa del dogma del pecado original, se contaminó con la creencia en la culpabilidad fundacional y universal de los humanos, considerados, fundamentalmente, como seres transgresores y malvados. Lo que tuvo como consecuencia que la enseñanza oficial de la Iglesia expresada en los textos litúrgicos, las fórmulas de espiritualidad y la piedad cristiana (oraciones, devociones, etc) ha hecho nacer en los cristianos la convicción de no ser más que criaturas caídas y miserables pecadores que sólo pueden humillarse y arrastrarse ante un Dios ofendido y enojado, con la esperanza de conseguir su piedad y su perdón.

En cuanto cristianos, hemos sido formados en pensar que, puesto que, en principio, somos malos y culpables, necesitamos, para ser salvados, pedir y obtener el perdón de Dios, que al ser bueno y misericordioso, nos lo concede casi siempre. Esta forma de proceder nos parece muy normal y sobre todo muy conforme con la verdad de lo que somos y de lo que es el mismo Dios[i]. ¡Pues no! Con el riesgo de sorprender a muchos cristianos piadosos, debo afirmar que esta historia del perdón que supuestamente Dios concede al pecador arrepentido, está lejos de responder a la verdad.

Dejemos de lado, de momento, el mito bíblico del pecado de Adán y Eva, que, a partir del siglo V de nuestra era, dio origen a los delirios teológicos de San Agustín de Hipona sobre el pecado original, en el que ya nadie cree hoy, incluso el papa.

Concentrémonos en la cuestión del perdón de Dios. ¿Podemos decir que Dios perdona? Nada menos seguro. Sólo podemos atribuir a Dios la capacidad de perdonar, si tenemos una concepción antropomórfica de Dios; un Dios construido a nuestra imagen y semejanza e imaginado funcionando a la manera del hombre. Que significa, en otras palabras, transferir a Dios la manera humana de pensar, sentir, actuar, reaccionar, cambiar, alterarse. Es lo que, desgraciadamente, la religión ha hecho a lo largo de la historia, cocinando un Dios moldeado en los comportamientos del hombre. Por esta razón, hoy, una gran parte de los instruidos de la modernidad, considera al Dios de la religión como una entidad inaceptable, que no pasa la prueba del buen sentido y la racionalidad.

Pero volvamos al perdón y al por qué es imposible atribuir a Dios la acción de perdonar. El perdón es resultado esencialmente de una modificación y un cambio de actitud que tienen lugar en el interior de la persona que perdona. Son bien conocidas las dinámicas del perdón. Comportan dos partes o dos etapas. El perdón supone primero, la existencia de un individuo capaz de alterarse y por tanto vulnerable, a quien podemos hacerle daño, infligirle heridas y pérdidas que lo hacen sufrir y provocan reacciones de resentimiento, cólera, odio y venganza.

Supone, en segundo lugar que, ese mismo individuo, perturbado y cambiado interiormente por la ofensa recibida, que sentía agresividad y odio, de nuevo se transforme y cambie profundamente, surgiendo en él bondad, benevolencia y amor, sentimientos que ofrece, como don gratuito al que le ofendió, justamente a través del proceso de per-dón. Y así, el individuo que perdona pasa del estado de rabia y odio, a un estado de indulgencia, benevolencia, amabilidad, reconciliación, que renuncia a toda venganza y sólo desea hacer las paces y vivir en paz con el que había sido su enemigo.

Pero este proceso de perturbación y cambio interior es ontológicamente imposible en Dios quien, por definición, es siempre idéntico a sí mismo. Dios Es, y no puede ser otro. No puede cambiar, alterarse y por tanto pasar de un estado a otro. Tampoco puede, ser afectado desde el exterior por algo que exista fuera de él. Porque nada existe fuera de Dios. Dios es el Ser de todas las cosas; el Alma del Universo; la Energía de fondo original y el Misterio supremo que mantiene a todas las cosas en su existencia. Es un sinsentido decir que Dios puede ofenderse o encolerizarse por nuestra maldad o nuestras faltas. De ahí que Dios no puede perdonar, porque nunca puede ser o sentirse ofendido. Dios no puede ser tocado o afectado por el comportamiento del hombre. Es el "Totalmente Otro" y el "Trascendente".

Hay también otra razón que vuelve incongruente todo discurso sobre el perdón de Dios: el hecho de que Dios es sólo Amor. Tanto los evangelios, como los descubrimientos de las ciencias cosmológicas modernas, muestran que la Realidad Última llamada "Dios", es esencialmente una Energía de atracción y de amor que sostiene y anima todo lo que existe. Por su lado, Jesús de Nazaret anunció sin descanso que Dios es un Ser de Amor y que todo amor viene de Dios; que el que ama está en Dios y vive en Dios, y que Dios no sabe ni puede hacer otra cosa que amar. La naturaleza de Dios es ser Amor. Y sólo puede amar, como el sol sólo puede brillar y dar calor. Dios es sólo Amor; por lo que es un sinsentido pensar que Dios pueda también y al mismo tiempo ser rencor, resentimiento, hostilidad, cólera, agresividad, deseo de castigar y condenar al pecador.

Para Jesús, Dios es y sigue siendo Amor, tanto cuando somos buenos como cuando somos malos; cuando somos inocentes como cuando somos culpables; justos y en regla como transgresores; santos como pecadores y delincuentes. Hagamos el bien o el mal, siempre estamos expuestos a los rayos de su amor. Su amor es anterior y posterior a nuestras faltas. Su amor existe siempre, siempre presente, siempre garantizado, hagamos el bien o el mal. Dios no puede por tanto perdonarnos, porque jamás hemos sido separados de su amor. Dios no puede perdonarnos, porque no puede restaurarnos en un amor que nunca nos quitó y del que nunca jamás salimos.

En consecuencia, un discurso sobre Dios que expresara nuestras expectativas sobre lo que Dios podría o no darnos, es absurdo. Sea lo que sea lo que la teología pueda afirmar, Jesús no ha venido a salvarnos, sino a anunciarnos (¡y esa es la Buena Nueva!) que todos estamos ya salvados, porque todos, desde siempre, estamos sumergidos en las profundidades del Amor de Dios.

El perdón de Dios, que tenemos la impresión de recibir y experimentar en nuestra alma y nuestro corazón, en un proceso de conversión, no es resultado de una intervención de Dios, sino más bien fruto de nuestro cambio interior o de nuestra "conversión", que al acercarnos a Dios, nos ha hecho más sensibles a los efectos de su presencia y descubrir que, en realidad, siempre estuvimos expuestos al fuego de su amor.

En efecto, cuando, por nuestra conversión nos hemos liberado del velo de nuestras faltas que habíamos tejido en torno de nuestra existencia, velo que nos hacía vivir en el frío y la oscuridad que nos impedía recibir el sol de Dios, nos damos cuenta que la luz y el calor de su amor siempre habían estado allí para nosotros, incluso cuando vivíamos en la bruma y la oscuridad del mal y del pecado.
Jesús lo había comprendido así, y por ello anunciaba a todos los que querían escucharlo, que Dios es un Ser de amor que no hace diferencia entre las personas. Ama tanto a los justos como a los pecadores. Hace caer la lluvia y brillar el sol tanto para los buenos como para los malos. Cuida tanto a la oveja perdida como a las que han permanecido en la seguridad del redil. Es un Padre que lleva en su corazón tanto al hijo disoluto y tronera, como al prudente que vela escrupulosamente por los intereses de la casa.

Jesús había comprendido que el Amor es la única energía capaz no sólo de mantener el mundo en la existencia sino de hacer evolucionar y progresar a los humanos hacia la culminación plena de su naturaleza. Por eso Jesús siempre buscó ser un hombre de amor y encarnar en su vida esa actitud amorosa que había descubierto era la característica fundamental del Dios en quién creía.

Por ello, Jesús soñaba con un mundo regido exclusivamente por las dinámicas y reglas del amor. Soñaba con un mundo convertido en una especie de “Reino de Dios”, donde el amor de Dios reinara también en el corazón del hombre y, por el hombre, en el mundo entero.

Sin embargo, Jesús sabía que su sueño habría sido obstaculizado por los límites e imperfecciones de la naturaleza humana, siempre deficiente, frágil, defectuosa, siempre en proceso de construirse, evolucionar, perfeccionarse. Su sueño de un mundo construido bajo la enseña del amor debía contar con un ser humano incompleto, inacabado, todavía con innumerables deficiencias y defectos, zonas oscuras y vacíos inmensos que la luz y las fuerzas del amor nunca colonizaron con su presencia.
Por eso el ser humano puede desaprovechar el encuentro con las dinámicas del amor. Por eso el hombre puede remar contra corriente de las fuerzas estructurantes de la atracción, la relación afectiva, le benevolencia y la comunión que sostienen y hacen evolucionar el universo. Por eso el hombre puede adoptar comportamientos y actitudes donde esté ausente el amor, y transformarse en un individuo encerrado sobre sí mismo; abriendo así el camino a la injusticia, la explotación, la violencia, que llevan casi inevitablemente a crear una espiral infernal de resentimiento, agresividad, odio y venganza.

Jesús sabía que, si los humanos son sólo eso; si no buscan cambiarse en mejores personas; si sólo sucumben a sus límites, si sólo siguen los impulsos destructores y alienantes que llevan en su corazón, jamás podría realizar su  sueño de un mundo nuevo. Sabía que, para ello, necesitaba absolutamente humanos capaces de perdonar, es decir capaces de pasar del odio al amor, del deseo de hacer el mal a la voluntad de hacer el bien, e incapaces de alegrarse del mal y el sufrimiento de sus enemigos. La posibilidad del hombre de cambiar y por tanto de perdonar, era la única esperanza de Jesús para plantar cara eficazmente a los obstáculos que bloqueaban o enlentecían la realización de ese mundo lleno de amor que él soñaba.

Para Jesús, el perdón es una pieza esencial y un pilar fundamental en la realización de su sueño de renovación universal, y de construcción del Reino. Eso explica por qué el perdón tiene un lugar tan grande en la predicación del profeta de Nazaret, al punto de convertirse en una característica fundamental de su mensaje. Eso explica también por qué, cuando Jesús habla de perdón, jamás tiene presente el perdón de Dios, sino que se refiere, casi exclusivamente, al perdón otorgado por los hombres.

Para Jesús, las dinámicas del perdón que hacen pasar de la agresividad a la benevolencia, de la ruptura al acuerdo, de la agresividad a la comprensión, de la división a la comunión, de la cólera a la calma, de la animosidad a la serenidad, del deseo de venganza a la voluntad del bien, la paz y la reconciliación, del odio al amor… nunca son actitudes que conciernen a Dios, sino a los hombres. De manera que, para el Nazareno, el perdón no es para nada asunto de Dios, sino exclusivamente asunto de los hombres y entre los hombres. Porque sólo el perdón que el hombre es capaz de dar a su semejante puede cortar de raiz la espiral del mal y la violencia. Porque sólo el perdón puede impedir a la enemistad desarrollarse y propagarse en el mundo y producir los frutos nefastos del sufrimiento y la muerte.

Jesús había comprendido que, para hacer viable y realizable su sueño de un mundo mejor, hacía falta, ante todo, hacer a los hombres mejores y por tanto capaces de más amor. Para ello hacía falta sensibilizarnos a la necesidad de dejarnos tocar e invadir por la presencia y la proximidad de Dios, exponiéndonos al fuego de su amor, que en adelante debería sostener y orientar también nuestra existencia. Según Jesús, ya que el amor de Dios está en el hombre, nos hace capaces de amar al estilo divino y de poner entonces a todo el mundo, buenos y malos, justos y pecadores, amigos y enemigos, en la corriente del amor y la voluntad del perdón.

Y como, para Jesús, el amor de Dios hacia el hombre no tiene límites, lo mismo el perdón del hombre hacia sus semejantes. El perdón humano debe tener la medida del amor divino. Porque el perdón es la versión humana del amor que está en Dios. Es el don humano (per-don) por excelencia. Por ello el perdón debe ser siempre donado. No una vez, no siete veces, sino como decía Jesús - siete veces setenta y siete. Es decir, siempre, continuamente, sin límites.

¡Tarea ardua! ¡Tarea difícil! Tarea al parecer casi imposible y, con frecuencia, más allá de nuestra capacidad. Pero tarea indispensable, al menos como programa de vida, como ideal de conducta, como esfuerzo de pacificación siempre retomado y vuelto a retomar, si intentamos vivir en una sociedad más humana y en un planeta más habitable.

Finalmente, como muestra este texto del evangelio que acabamos de leer (Mt 18,21-35) Jesús de Nazaret tenía razón al pensar que sólo a través del perdón seremos capaces de dar y recibir, los hombres escaparemos «de las manos del verdugo», nos salvaremos a nosotros mismos y al mundo que habitamos.

Bruno Mori  (15 septiembre 2017)
(Traducción de Ernesto  Baquer)



[i] [i] A lo largo de su historia, la Iglesia católica ha utilizado la culpabilidad y el miedo como armas para instaurar y fortalecer su poder y su entidad en la conciencia de los creyentes. Al forjar y proponer la falsa imagen de un Dios que puede ciertamente perdonar, pero que también puede y sobre todo ser ofendido, enojarse, castigar y condenar al fuego del purgatorio y a las llamas eternas del infierno, la Iglesia ha sostenido y animado (a sus ovejas rústicas e ignorantes) la fe en un Dios justiciero implacable, de cuya cólera y venganza podía, sin embargo liberar y salvar a los pecadores que recurrían a ella pidiendo el sacramento del perdón. ¡Brillante y eficaz sistema de asegurarse la dependencia y adhesión incondicional y continua de sus fieles!