(22° del tiempo ordinario, A)
Recordamos el evangelio del domingo pasado cuando Pedro,
dejándose guiar por el Espíritu, reconoce a Jesús como Hijo de Dios. Pero hay
una segunda parte de ese evangelio, menos poética y bastante desconcertante, en
el evangelio de hoy. Jesús, por primera vez, habla abiertamente a sus
discípulos del fracaso de su misión, del sufrimiento y de la cruz. Pero
interviene, toma aparte a Jesús: "Mejor no hables así, desalienta la moral
y además Dios te preservará del sufrimiento, Rabbi". Pedro quiere enseñar
a Dios como debe salvar el mundo. La reacción de Jesús es durísima:
"Razonas como la gente del mundo, aún no eres mi discípulo, tu palabra es
demoníaca".
Sí, el propio Pedro se nos asemeja, y tanto. También
nosotros reaccionamos como él ante la desgracia y el dolor. Tampoco nosotros
queremos que nos hablen de sufrimiento, prueba, dolor, muerte. También nosotros
nos angustiamos y espantamos ante la idea de ser abandonados, incomprendidos,
de perder la salud, de sufrir, de morir. Todos nosotros querríamos escapar de
nuestro destino y nuestra condición de seres frágiles, débiles y provisorios.
También nosotros hacemos de todo para no pensar que un día el sufrimiento
vendrá sin faltar con el deterioro de la vejez y la enfermedad, que llegará
inevitable.
Además, sin hablar del sufrimiento que experimentamos por el
sólo hecho de amar y haber tejido lazos de afecto, intimidad y amistad con las
personas. Porque no se puede amar sin sufrir; porque el sólo hecho de amar a
una persona nos hace vulnerables. Porque cuando se ama, uno se preocupa, está
ansioso, no tiene paz. Porque cuando se ama verdaderamente, uno está listo para
sacrificarse, olvidarse, sufrir y hasta morir para proteger y salvar a la
persona amada. Eso porque no se puede vivir sin sufrir; porque el sufrimiento
forma parte de la vida.
Jesús nos enseña que es el amor el que da sentido y valor a
nuestra vida y que no hay amor sin don de sí, sin sacrificio, sin dedicación al
otro, sin renuncia, abnegación, sacrificio. Debemos ser capaces de pensar menos
en nosotros mismos, de perder un poco de nosotros, un poco de nuestra vida, de
renunciar a satisfacer todos nuestros caprichos y deseos, pensar más en los
otros, para vivir plenamente. Por eso Jesús dice: "Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo;
porque el que quiera salvar la propia vida, la perderá; pero quien pierda la
propia vida por mí, la encontrará".
Jesús reprochará a Pedro el no haber entendido todavía esta
gran verdad. No se puede evitar siempre el sufrimiento, porque quien quiere
suprimir todo el sufrimiento como quieren hacer los budistas, arriesga suprimir
también la potencia y la belleza del amor en la vida de una persona.
Jesús nos dice, no sólo que la vida tiene un sentido, sino
también que tiene una dirección. Nuestra barca es un viaje hacia la orilla de
la eternidad, el puerto de Dios. Por tanto, atentos a apuntar en la buena
dirección. atentos a no lastrar nuestra embarcación con una carga inútil que
pudiera hundirla. Jesús nos dice que el amor, el don de
nosotros a los demás, la preocupación por construir un mundo mejor, más sano,
justo, fraterno, pacífico, son la única mercadería que debemos transportar, la
única mercadería valiosa que será apreciada y pagada cuando pasemos a la otra
orilla de la vida, cuando nos presentemos en la aduana de Dios. El amor por los
hermanos es el único modo que tenemos de amar a Dios aquí en la tierra y de
realizar la mejor parte de nosotros mismos que el evangelio llama nuestra
"alma".
Todo lo demás es relativo y secundario: "¿Qué sacará el hombre si gana el mundo entero, pero pierde su
propia alma? ¿O qué cosa podrá dar el hombre a cambio de su propia alma?".
No hay radicalismo ni exclusivismo más claro que esto. San Agustín decía:
"¿De qué sirve vivir bien, si no se nos permite vivir siempre?"
Bruno Mori – 2017
(Traducción de Ernesto Baquer