jeudi 5 janvier 2017

ESE TOMÁS QUE AMO - Jn 20, 19-31

 2° domingo  de Pascua, A, B, C



Cada año, el 2° domingo de Pascua, la liturgia propone a la reflexión de los cristianos el relato del apóstol Tomás, que se obstina en no querer creer en la resurrección del Señor. Me agrada pensar que el evangelista Juan, al traernos esta anécdota se hace eco de los sentimientos de las primeras comunidades cristianas que vieron en la actitud de Tomás la manifestación de las dificultades, las dudas y los problemas que también ellas experimentaron cuando se trataba de comprender y vivir su fe en la presencia del Señor resucitado. Porque Tomás se les parecía tanto ¿es que Juan le dio el sobrenombre de “Didimo ”, nuestro gemelo?

Juan nos cuenta que después de la muerte de Jesús, Tomás no estaba con los otros apóstoles cuando ellos tuvieron la revelación de que Jesús estaba vivo de nuevo, a pesar del drama del calvario y la liquidación de su causa.

¿Dónde estaba Tomás? Me gusta imaginarlo agobiado por la decepción, tratando de rumiar su rabia, disolver su pena, superar su dolor por haber perdido para siempre una persona que lo había fascinado, con la que se sentía profundamente unido, en la que había puesto su confianza y con la que habría deseado organizar el resto de su vida. Me lo imagino tratando de preguntarse cómo hacer para retomar su vida en sus manos, para afrontar la cruel e implacable realidad de la existencia, para tratar simplemente de sobrevivir… ahora que ha desaparecido para siempre el que era su razón de vivir.
En Jesús de Nazaret, muerto miserablemente en la cruz, Tomás había depositado todas sus esperanzas, sus sueños, sus proyectos. En la enseñanza del Maestro, Tomás había encontrado valores, principios, actitudes que daban sentido, plenitud y altura a su existencia. Pero, ¿cómo continuar aferrándose, creyendo, cuando todo eso ni siquiera había podido salvar al Maestro de una muerte infame? ¿Cómo continuar creyendo en él, si el mismo Dios tan amado por Jesús y en el que había confiado y esperado, lo había abandonado, también él? Tomás se había involucrado tanto, siguiendo a su Maestro, que ahora, ante la derrota y el derrumbe de su causa, ya no le quedaban energías para responder.

Tomás aparece aquí como alguien que ya no cree en nada. No cree en la realización de grandes causas. No cree ya en el sueño de transformar y renovar el mundo que había sostenido, inspirado y motivado a su Maestro. No cree ya que la vida pueda reservarle todavía bellas sorpresas, un nuevo comienzo, una nueva posibilidad, una continuación. A tal punto había contado con Jesús que, ahora, ante la evidencia de su muerte, ya no quiere arriesgarse a ser decepcionado otra vez. Entonces, cuando sus amigos intentan convencerlo de que todavía todo es posible, porque el Maestro está siempre vivo, Tomás los envía a comer pasto. ¿Y quién se lo podría reprochar?

¡Cómo nos parecemos a Tomás, el patrón de todos los desesperados, desalentados, desorientados, decepcionados de la vida! ¡Cuántas veces reaccionamos como Tomás ante una frustración, una prueba, la pérdida de un amor, el fallecimiento de un ser querido! ¡Cuántas veces, como Tomás, nos ha costado creer en la existencia de la bondad, la abnegación, la gratuidad, la honestidad, la justicia… porque nos han herido gravemente las adversidades de la vida y la experiencia de la maldad y la mezquindad humanas! A causa de ello nos hemos convertido en individuos desilusionados, agrios, amargos, cínicos, agresivos, al punto de no creer y confiar en nadie. Incluso ¿cómo creer en la existencia de Dios, en el Amor de Dios, si nos suceden cosas semejantes?

Tomás, aquí, es la personificación no sólo de nuestras desesperanzas, frustraciones e insatisfacciones, sino también el símbolo del carácter esencialmente inseguro, provisional y dramático de nuestra existencia. ¡Por todo ello nos es tan simpático Tomás!

Pero Tomás, también es un ejemplo de la capacidad de curación que poseemos cada uno, si queremos. Porque, aunque frecuentemente la vida nos hiere con toda clase de desgracias y calamidades, nunca es totalmente perversa. Siempre pone a nuestra disposición suficiente apoyo, empatía, compasión, amistad y amor de todos aquellos y aquellas que nos rodean, de forma que a cada uno se nos ofrece una nueva posibilidad de recuperación y resurrección.

En efecto, en tanto Tomás se repliegue sobre sí mismo para lamentar su dolor y rumiar su decepción, sólo conseguirá hundirse más en el abismo de su soledad y desesperanza. Tendrá que reencontrar tanto la humildad de aceptarse expuesto y vulnerable, como la confianza de que existen a su alrededor, fuerzas benévolas y amantes que, a pesar de todo, rigen el mundo, y pueda darse cuenta que nunca ha estado fuera del amor de su Dios y de sus hermanos, y que su Señor no lo ha abandonado jamás.

Al aceptar volver a la comunión con sus hermanos, al aceptar su fraternidad y su amor, Tomás vive de nuevo la experiencia de la presencia de quien lo hace revivir y a quien no duda en proclamarlo su Dios y Señor. Porque finalmente todo amor viene de Dios y nos inserta en Dios.

Este evangelio sobre Tomás nos enseña también que si Jesús no nos ha dejado su presencia corporal, sin embargo continúa estando vivo por medio del Espíritu en la comunidad de sus discípulos. Por tanto, sólo en esta familia podemos reencontrar los valores, principios, actitudes por las que el Maestro de Nazaret vivió y murió. Por eso Tomás vive la experiencia del Señor como viviente y como nuevamente presente más allá del abismo de la muerte, sólo porque consiguió reintegrarse al grupo de los doce y estar de nuevo en sintonía de corazón y espíritu con ellos. ¡Te quiero mucho, Tomás!

Bruno Mori  -
Traducción: Ernesto Baquer 


YO SOY LA VERDADERA VID - Jn 15, 1-8

 5°  domingo de Pascua, B


Para entender este texto del evangelio de Juan, debemos referirnos a la Biblia. En la Biblia, Dios es presentado muchas veces como el patrón de una viña. Una viña que Dios posee y cultiva con cuidado especial es la imagen del pueblo hebreo. Pero en la Biblia, el pueblo hebreo aparece siempre como el pueblo elegido, escogido y preferido de Dios. En cambio, a pesar de los cuidados y la atención de Dios, el pueblo hebreo no responde a sus expectativas. El pueblo hebreo siempre ha sido una viña que no consiguió producir buen vino y no supo satisfacer a su divino viticultor.

En el evangelio de hoy, el evangelista Juan, presenta a Jesús como la verdadera vid que finalmente responde a las esperanzas del divino viticultor. Jesús es la vid que por fin produce los resultados que Dios espera. Al presentar a Jesús como la verdadera vid, el evangelio quiere afirmar que, para nosotros cristianos, Jesús es el hombre que ha sabido corresponder en todo a los deseos de Dios. Nos quiere enseñar que, ahora, el auténtico ser elegido, preferido y amado por Dios, ya no es el pueblo hebreo, sino este hebreo de Nazaret, en el cual Dios ha puesto toda su complacencia. El evangelio de Juan quiere enseñar a los cristianos que, para nosotros, sólo Jesús es el verdadero Israel de Dios, la verdadera viña de Dios, la que ha sabido responder a su patrón porque ha producido el vino bueno de la fidelidad, la confianza y el darse en el amor.

El evangelio de hoy nos interpela a cada uno de nosotros. Es como si nos dijera: “¿Quieren ver un hombre de verdad? ¿Quieren saber cómo se debe vivir y actuar para llegar a ser una persona auténtica, espiritual y humanamente realizada? Bueno, fíjense en Jesús. Él es una obra maestra de humanidad. A él debemos asemejarnos todos los seres humanos. Es el hombre que ha sabido realizarse completamente según los deseos y esperanzas de Dios”.

Por ello, nos dice el evangelio de hoy, si también quieren crecer en humanidad, si quieren comportarse como personas y no como bestias; si quieren hacer progresar y salvar el mundo en el que viven, en vez de arruinarlo y destruirlo como están haciendo… busquen frecuentar y estar con ese hombre para agarrarse a él, dejarse inspirar, guiar, influenciar por su palabra, su enseñanza, su ejemplo y su espíritu, tal como el sarmiento ha de permanecer unido a la vid si quiere tener lo que necesita para vivir, florecer y dar fruto.

El evangelio de hoy a través de la imagen poética e incisiva de la vid y del sarmiento nos hace captar a nosotros cristianos que, sin ese vínculo y comunión con el espíritu de Jesús, corremos el peligro de perdernos en el laberinto de la existencia y de fallar en el objetivo de nuestra vida. De hecho, sin referencia a este modelo que podremos llamar “divino” de humanidad, somos como una nave sin brújula, una lámpara sin luz, una planta sin savia, una flor sin color. “Quien permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto, porque sin mí no pueden hacer nada. Quien no permanece en mí, lo tiran como los sarmientos y se secan, y después los amontonan, los echan al fuego y los queman”, porque no sirven ni valen para nada.

Este tema del evangelio de Juan quiere ser una invitación a reflexionar sobre una verdad incómoda, conocida por todos los viñadores: para que la vid tenga fruto, hay que podarla. ¿Han visto alguna vez una vida podada? ¡Impresiona verla llorar! La “lágrima” de la savia fluye del tallo como sangra una herida. Sin embargo, es realmente necesario: el sarmiento, cortado en el punto justo, concentra toda su energía en el futuro racimo de uva. La vida que se poda, que se corta una y otra vez ¡es una imagen de nuestra existencia! ¡De cuántos cortes, lágrimas, sufrimientos, desilusiones, penas, enfermedades, lutos, periodos tristes... está tejida nuestra existencia! Es inevitable, y lo sabemos, aunque muchas veces nos rebelamos, nos entristecemos. Pero el sufrimiento sirve para volvernos conscientes de nuestra humanidad; sirve para hacernos palpar el hecho de que somos seres débiles, vulnerables, temporales, solos; sirve para hacernos comprender que debemos acoplarnos a alguien o algo más grande, más fuerte, más duradero que nosotros, si queremos sobrevivir, cuidarnos; si no queremos precipitarnos en el desaliento, la angustia, la depresión de una existencia vivida sin entusiasmo, sin aliento, sin alegría, sin empuje, porque no tiene finalidad ni sentido.

Entonces permanezcan agarrados y aferrados a El –exhorta el evangelio de hoy- y verán que vuestra vida adquirirá no sólo profundidad, sino también altura... y entonces se abrirán ante ustedes horizontes insospechados y paisajes nuevos, sólo visibles por aquellos que miran la realidad a través de los ojos de Jesús de Nazaret.

Bruno Mori  -
Traducción: Ernesto Baquer 



MEDITACION DEL JUEVES SANTO - Jn 13,1-15

Jesús nos pide que nos lavemos los pies unos a otros...

Original en: http://brunomori39.blogspot.com.uy/2015/04/jesus-nous-demande-de-nous-laver-les.html.

En el evangelio de Juan, la última Cena constituye el momento culminante de la vida de Jesús. Allí está el relato de Jesús que lava los pies a sus discípulos. En el pensamiento de Juan, este gesto es tan importante que su valor simbólico es, desde entonces, el paradigma del comportamiento cristiano y por tanto la condición indispensable para que alguien pueda considerarse como discípulo del Señor. Lo que Juan quiere decir, al dejarnos el recuerdo de esta acción de Jesús es: “Tú sólo eres cristiano, tú sólo eres discípulo, si en tu vida eres capaz, como Jesús y siguiéndole, despojarte de la ropa de tu egoísmo y tu suficiencia, para ponerte humildemente al servicio de los otros como un igual y un hermano, dispuesto, si es necesario, a lavarle los pies”.

Al transmitirnos este gesto de Jesús, el evangelista Juan, para quien Jesús encarna la presencia de Dios entre nosotros, nos quiere también ayudar a los cristianos a deshacernos de una falsa imagen de Dios. Al presentarnos a Jesús, a los pies de sus discípulos, adoptando el comportamiento de un esclavo, busca hacernos comprender que en Jesús, Dios no se manifiesta como el soberano todo poderoso, el jefe supremo de los ejércitos celestiales que exige sumisión y obediencia, el juez severo que controla y pide cuentas, sino como el Servidor del hombre que no aplasta jamás a nadie con exigencias de superioridad, que busca, al contrario, levantar al hombre, con paciencia y amor, hasta la medida de su grandeza y su santidad. Para Juan, Jesús es la encarnación de esta actitud de Dios que quiere estar al servicio del hombre a fin de liberarlo de los impulsos nefastos que lo tiran por tierra y le impiden volar hacia las alturas para las que ha sido creado como ser humano e hijo de Dios.

Entonces, este evangelio es una crítica al Dios de las religiones, porque ese Dios no corresponde al que nos reveló Jesús. Este texto del evangelio nos obliga a abandonar la concepción “religiosa” de Dios, para adoptar el Dios “profano” de que habla Jesús. Su Dios, en efecto, no se encuentra en templos, catedrales, basílicas, iglesias, ritos, oraciones, devociones, prácticas de piedad, sino sólo allí donde hay amor que dar y amor que recibir, como dice el canto de un antiguo himno cristiano: “Ubi caritas et amor, Deus ibi est” (Dónde hay caridad y amor, Dios allí está). Allí donde nacen gestos de bondad, compasión, disponibilidad, darse, perdón, ayuda, servicio… allí se manifiesta el Dios de Jesucristo. Y esos gestos jamás se realizan en los lugares sagrados de la religión y del culto, sino siempre fuera… allí donde hay terreno propicio a la eclosión de los actos de amor y de servicio que realizan la presencia de Dios en nuestro mundo.

Juan el evangelista comprendió que, con Jesús, irrumpió en nuestro mundo una nueva manera de concebir a Dios y de tratar al hombre. Escuchando a Jesús, había aprendido que Dios es amor que se da, y que el hombre sólo se humaniza divinizándose, es decir, realizando gestos divinos del amor desinteresado y gratuito, a ejemplo de su Maestro. Según el Maestro, en adelante, la grandeza y el valor de la persona ya no son su fuerza, su superioridad, su poder, su dinero, sino su capacidad de hacerse el último y el servidor de todos. Así, dirá, el que quiera preocuparse demasiado por su vida la perderá. Y el que sea capaz de dar su vida en favor y por los demás, la transformará en una realización maravillosa, una joya preciosa que enriquece al que la da y a los que la reciben.

En adelante ya no hay monarcas, soberanos, comandantes, jefes, boss, personas que están arriba y otras que están abajo, personas superiores y otras inferiores. En adelante no hay más que servidores. Pedro no quiere admitirlo y comprenderlo, pero debe aceptarlo y hacerlo, si quiere tener un lugar en la mesa del Señor, aunque ese comportamiento que Jesús propone a sus discípulos le parezca utópico e insensato.

Eso es lo que debemos aceptar nosotros también, los cristianos del siglo XXI, que nos creemos los representantes afortunados de una modernidad “evolucionada”… pero que, en realidad, vivimos todavía en los tiempos prehistóricos de la confrontación tribal, de la lucha por los mejores pastos y la caza mayor; que estamos contaminados por el virus del consumo, cegados por el culto del dinero, atontados por la angustia de la superioridad; que pensamos estar en la cima de la civilización y del progreso porque nuestra técnica y nuestro saber son capaces de devastar y saquear el planeta, y volverlo inhabitable…

También nosotros debemos aprender de Jesús a librarnos de nuestro egoísmo, nuestra arrogancia, nuestro sentimiento de superioridad, nuestra ambición y a ponernos a los pies de los demás y al servicio de todo lo que es otro, en una actitud de verdadera humildad, de cuidado, atención, respeto y amor.

Sólo cuando los humanos hayamos interiorizado la actitud de Jesús que lava los pies de su prójimo, podremos decir que estamos en el camino de nuestra verdadera humanización.
Entonces habrá una cierta esperanza de vida para nuestra raza y para el planeta que habitamos.

Bruno Mori  -

Traducción: Ernesto Baquer  

LA PUERTA Y EL PASTOR - Jn 10, 11-18

Dios nos necesita a nosotros y nosotros lo necesitamos a el

 4° dom Pascua B


En los evangelios todos los textos están allí para hacernos reflexionar; pero hay algunos que tienen el poder de conquistarnos e incluso darnos vuelta. Este que leemos es uno. El texto busca hablarnos a través de un conjunto de imágenes sacadas de la vida de los pastores palestinos del tiempo de Jesús. En definitiva, la enseñanza que este pasaje nos quiere transmitir es muy simple. Nos dice que Dios es como un pastor. Actúa y reacciona como un pastor actúa y reacciona en presencia de sus ovejas. Jesús quiere enseñarnos que lo que Dios siente por nosotros es comparable a lo que un buen pastor siente por sus ovejas. Un pastor es un hombre  que sólo tiene sus ovejas y que sólo vive por ellas y de ellas. Sus ovejas representan toda su subsistencia e incluso toda su existencia. Sus ovejas le son necesarias, indispensables. Un pastor, si le quitáramos sus ovejas, no sería gran cosa; no tendría nada más y, frecuentemente, no sería más nada. Sus ovejas son todo lo que es y tiene; por así decirlo, son toda su vida. Por eso las cuida, las ama, las conoce a todas, a cada una, por su nombre, por eso nunca termina de contarlas para asegurarse que todas están bien y allí... asegurarse que no hay ninguna perdida en el camino y que todas están en la seguridad del redil.

Y bien, nos dice Jesús, para Dios ustedes son como sus ovejas; son lo que le es más querido, más precioso; son toda su vida; para Dios todos ustedes son necesarios, indispensables… Con estas imágenes, Jesús busca transmitirnos otra manera de concebir y pensar a Dios. Y esta otra manera de concebir a Dios, a primera vista nos desconcierta. Es que es algo muy serio decir que ¡¡¡le somos necesarios a Dios, que Dios nos necesita, que Dios sin nosotros no es nada!!! ¡Una afirmación así nos sacude! ¡Vamos, ¿qué dices tú Jesús de Nazaret?! ¡Si siempre nos han predicado lo contrario! ¡Si siempre hemos entendido lo contrario!

Y sin embargo, es eso lo que Jesús busca decirnos a través de la imagen del pastor. Es verdad –nos dice- ¡¡¡que ustedes necesitan a Dios!!! Pero piensen que también Dios los necesita a ustedes. ¡Piensen! ¿Qué sería él sin ustedes? Un padre sin hijos, una misericordia sin perdón, una gratuidad sin gracia, una generosidad sin posibilidad de dar, una bondad sin oportunidad de hacer el bien, un océano de amor sin poder derramarse sobre nada, un corazón desbordante de ternura sin nadie para amar, una inmensidad cerrada en su inmensa soledad porque no la habitaría nadie, una voz sin nadie que escuche, una palabra que no tendría respuesta, una inteligencia infinita sin comprensión, una belleza sin ningún admirador, una presencia y una plenitud de ser siempre desconocidas y prácticamente inexistentes porque ninguna otra inteligencia estaría allí para darse cuenta, nombrarlas y extasiarse ante ellas en un rapto de asombro, adoración y reconocimiento. Y si es verdad decir que si no hubiera ovejas, no habría pastor; en cierto sentido es verdad también que si no hubiera hombre (inteligencia creada) no habría Dios, porque no habría nadie en  el Universo para darse cuenta de su presencia y su existencia.

Dios tiene necesidad de ustedes, parece decirnos Jesús. Dios los ama como a sus hijos más queridos. Ustedes dan vida a Dios en este mundo, y Dios, a su vez, les permite vivir en humano en este mundo. Confortándolos con su amor y su presencia, hace de manera que ustedes vivan en esa confianza que los libera de todos los miedos que envenenan vuestra vida y frecuentemente los vuelven inhumanos.
Así el mensaje central de este pasaje del evangelio.

En este texto hay, sin embargo, otro punto sobre el que querría atraer la  atención. Jesús insiste en el hecho de que, para entrar en el redil, no sólo hay que pasar por la puerta, sino que él es la puerta. Aquí Jesús parece indicar una pretensión inaudita. Parece insinuar que sólo por él, sólo por intermedio de su presencia en la historia y en la vida de cada uno, encontraremos los medios necesarios para realizar nuestra existencia, así como el acompañamiento y la ayuda necesaria para conducirla a la seguridad del redil.

Es un hecho que todos estamos obsesionados por buscar nuestra seguridad. Todos somos ovejas en busca de un redil donde podamos sentirnos seguros y protegidos. Sin duda es la reacción al hecho de que vivimos nuestra existencia en un estado de inseguridad profunda. Sentimos que todos somos fundamentalmente seres frágiles, vulnerables, amenazados. Y nuestra preocupación principal es blindarnos, protegernos, prevenir peligros e imprevistos, prever momentos y sorpresas desagradables. Por eso nos acorazamos con toda clase de seguridades. Lo aseguramos todo: casa, coche, perro, bienes, trabajo, viajes, salud, nariz, piernas, senos, nuestra vida…

¡Eso no es todo! Creemos que la llave que abre la puerta de la seguridad y la felicidad, la tenemos en el bolsillo y ¡¡¡basta con sacarla para poderla utilizar!!! ¡Conocemos las puertas que introducen en la felicidad terrena! Se llaman belleza, apariencia agradable, buena forma física, silueta esbelta y seductora, dinero, poder, éxito, renombre, que nunca nos falte nada, permitirnos todas las experiencias… vivir la vida a pleno…

El texto del evangelio parece ponernos en guardia contra esos otros mesías, profetas, pastores, que buscan seducirnos y convencernos de pasar por todas esas puertas. ¡Desconfíen –nos advierte el evangelio de hoy- de esos accesos fáciles al éxito y la felicidad! Podrían ser trampas… ¡no llevar a ningún lado¡ ¡Hacerles daño¡ ¡Decepcionarlos! Esos profetas y pastores falsos no buscan vuestro bienestar, sino sólo su interés. Son seres astutos y malignos que se aprovechan de vuestras debilidades, vuestra buena fe, vuestra ignorancia, para enriquecerse a vuestra costa. No vienen en mi nombre; no están animados por mi Espíritu… entonces ¡no les crean! ¡Manténganse lejos de ellos, porque sólo son aprovechadores, bandidos y ladrones! Lejos de ellos. La única puerta fiable, soy yo, nos advierte Jesús en el evangelio de hoy. Es en mí, confiando en mi palabra y mi Espíritu, como encontrarán la seguridad y la felicidad. Sólo a través de la fe en la presencia de Dios en vuestras vidas y confiando en su amor incondicional, se sentirán verdaderamente en seguridad bajo la protección de su ternura y su amor.


Bruno Mori  -   Traducción: Ernesto Baquer  

JESUS DE NAZARET ES MI MEJOR ELECCIÓN… Jn 6,66-70

¿También ustedes quieren dejarme? “Señor, ¿a quién iríamos? ¡Sólo tú tienes palabras de vida!

21° dom  to B


¿Cuántas veces esta pregunta que Jesús dirigió a los y las que lo rodeaban, me ha puesto en crisis? Cuántas veces como cristiano, creyente, católico, he sido tentado de responder, a la pregunta de Jesús «¿También ustedes quieren dejarme?», … Tentado de dejarlo todo, abandonarlo todo, cerrar la puerta de una Institución que no cesa de decepcionarme. A lo largo de los siglos no siempre ha sido un testigo ejemplar de fidelidad a su Fundador. Muchas veces ha desfigurado y corrompido su mensaje y sus clérigos se han transformado en funcionarios que han priorizado la búsqueda del poder, el dinero, los honores y el prestigio por encima del anuncio del evangelio y del bien espiritual y humano de sus fieles.

En la Iglesia, todavía hoy, asistimos a un autoritarismo que descarta, excluye, condena, castiga toda disensión, toda divergencia de opinión, toda nueva interpretación de la doctrina tradicional. En esta Iglesia, veo, con demasiada frecuencia, una jerarquía rígida y bloqueada, obsesionada por la fidelidad a una tradición, frecuentemente superada y, hoy, generalmente inaceptable. Una autoridad incapaz de comprender los problemas existenciales de la gente y de acoger los desafíos de la modernidad. Un magisterio sin coraje para hacer cosas nuevas, inventar nuevos ritos, nuevos gestos significantes para el hombre moderno; que no acepta expresarse en un lenguaje nuevo, comprensible para todos; que duda en abrirse a nuevas maneras de comprender y transmitir el mensaje de Jesús… Veo una jerarquía deprimente, amarga, agria, temerosa, pesimista, que no se atreve a arriesgarse, que no confía en el Espíritu ni en el sentido común de los fieles; que no quiere cambiar nada de sus leyes vetustas, superadas, incluso aquellas que son francamente nocivas para el desarrollo de una auténtica vida cristiana, porque a menudo perjudican la existencia de las comunidades, impidiéndoles vivir la práctica de la fe en forma plena, rica y floreciente.

Pero ¿dónde ir? Yo pertenezco a esta Iglesia. ¡Esta Iglesia es mi patria, mi casa, mi madre! Me alimenté en su seno. He sido educado en sus brazos. He crecido en su patio. Educado en su enseñanza. Ella me formó, me dió la identidad cristiana; perfiló mi fisionomía humana; construyó mi configuración espiritual. Ella me ha dado todo. Por causa de ella he llegado a ser lo que soy…

Ante mi animosidad por los defectos de la institución eclesial, ante la alergia que siento a veces hacia su forma tradicional, obsoleta y anacrónica de transmitir los contenidos de la fe; ante la tentación de abandonar mi comunidad de fe porque muchos de sus dirigentes me han decepcionado y siguen haciéndolo… ¿Cuántas veces he mirado a mi alrededor para analizar qué otras alternativas se me presentaban; para ver dónde podría encontrar un lugar de acogida, una comunidad de pertenencia espiritual mejor y más satisfactoria, una religión más acorde con mis esperanzas? ¿En los luteranos? ¿Los anglicanos? ¿Los adventistas? ¿Los budistas, los musulmanes, los testigos de Jehová, las sectas brasileñas, la cientología, Krishna?

¡No, gracias! No sólo hay religiones que me inquietan, sino que los defectos, errores y aberraciones que descubro en ellas son peores que las que constato en el catolicismo. Y sobre todo, el Jesús del Evangelio me satisface, me complace, me fascina infinitamente más que todos los Buda, Mahoma, Krishna, Jehová o la enseñanza de no importa cual gurú iluminado.

Por eso he decidido permanecer con Jesús de Nazaret, con su doctrina, con la comunidad de fe que está vinculada a él, que se alimenta de su espíritu. Entre todos los grandes hombres de nuestra historia humana, todavía él es mi preferido. Es mi punto de referencia privilegiado. De ahí por qué he decidido permanecer en mi Iglesia, con mi Iglesia… ¡A pesar de todo! A pesar de sus faltas, sus debilidades, sus errores, sus equivocaciones, sus escándalos, sus incongruencias… Porque Ella es el único lugar donde puedo oír hablar de él y encontrarlo. Es Ella quien guarda siempre el cofre precioso que contiene los tesoros de su Maestro y Señor. Sí, ciertamente, hay mucha suciedad que barrer y una gran limpieza que hacer en mi Iglesia. Pero, pensándolo bien, me digo que un rosal quizá tiene más posibilidades de crecer y florecer rodeado de estiércol que de piedras preciosas. Me digo que quizá me equivoco al ser demasiado exigente hacia mi iglesia… Porque, finalmente, también Jesús estaba rodeado de basura y de un montón de pecadores…

¡Así he descubierto que Pedro tenía razón! ¡Y cuánta! Señor ¿a quién iríamos? Sólo tú tienes las palabras hechas para nosotros, las palabras que amamos, que nos satisfacen, que nos convienen, que responden a nuestras necesidades más profundas, porque contienen la sabiduría de Dios, porque poseen el secreto de nuestra libertad, de nuestra grandeza, del éxito de nuestra vida y de la salvación de nuestro mundo… ¡Si, tú tienes las palabras que nos permiten vivir plena y permanentemente, palabras de vida eterna! ¿A quién iríamos para ser guiados, orientados, para aprender quien somos, para saber de dónde venimos y hacia dónde vamos? ¿Quién mejor que tú puede decirnos lo que es realmente bueno para nosotros, cual es nuestro verdadero alimento, los valores que nos enriquecen, nos hacen crecer y logran el éxito de nuestra existencia? ¿Hacia quién podríamos ir para encontrar la verdad sobre nosotros, sobre Dios, sobre los demás, sobre el mundo? ¿Hacia quién iríamos con total confianza, seguros de no ser nunca engañados, explotados, manipulados, decepcionados? ¿Hacia quien iremos, ¿Señor, si te abandonamos a ti y a la comunidad de tus discípulos? ¿Quién será entonces nuestra luz, nuestro apoyo, nuestro consuelo, nuestra fuerza, nuestra esperanza? ¿En manos de quien podemos abandonar nuestro corazón en total confianza y seguridad? ¿Qué nos queda de verdad, de sólido, de bueno, de válido, si te perdemos?

Lo que nos quedaría sin ti, separados de ti, sería finalmente lo que nos destruiría y perdería. Si los hombres y mujeres no encontramos en ti y en el Dios que tú nos revelas, el sentido de nuestra vida y nuestra verdadera felicidad, ¿dónde iremos a buscarlo? Buscarán su felicidad en el dinero, el sexo, la droga, el alcohol, el poder, el éxito económico o político. Te abandonan, te dejan a ti y a tu Dios… pero ¿a cuántos otros dioses se atarán en su vida? En el culto a esos ídolos piensan encontrar su felicidad y su realización; en realidad sólo encuentran vacío y decepción.
Sí, Pedro tiene razón al decir. « Señor, ¿hacia quién podemos ir? ¡Tú tienes palabras de vida eterna!»

Bruno Mori  -
Traducción: Ernesto Baquer 



¿COMER LA “CARNE” Y BEBER LA “SANGRE” DE JESÚS? - Jn 6,51-58

20°  dom to  B


Con el gesto de consumir el pan, los cristianos, desde el comienzo, simbólicamente expresaron y manifestaron su voluntad de alimentarse de todo lo que sale de la persona del Señor o que se relacione con él. Es lo que el evangelista Juan quiere enseñar cuando dice de Jesús que debemos comer su “carne” y beber su “sangre”. La palabra “carne” que Juan pone en boca de Jesús, ha perdido hoy para nosotros la resonancia que tenía para los judíos de su tiempo, habituados al lenguaje y simbolismo de la Biblia hebraica. Cierta teología cristiana comprendió e interpretó esta palabra de forma literal, materialista y por tanto absurda, como que nosotros deberíamos comer, como caníbales, la carne “orgánica-biológica” del Señor.

Pero cuando el evangelista utilizaba la palabra “carne”, esta palabra tenía para él el sentido que le daba su cultura judía. En la Biblia hebraica, la palabra “bah-sahr”, traducida en griego con el término “sarx” (=carne) indica todo ser terrestre, considerado como criatura frágil, limitada, mortal (desde el animal, peces, pájaros, al humano) pero donde hay el soplo de la vida. Aplicado al humano, esta palabra indica al hombre en cuanto criatura material salida de la tierra, resultado, diríamos nosotros hoy, de la evolución cósmica y de la evolución biológica de las especies, pero interiormente besado por el fuego de Dios y alumbrado por el soplo de su espíritu, que hace de él el prototipo más realizado de toda su creación.

Este espíritu divino que anima al hombre de carne y que hace de él la criatura inteligente, espiritual y sublime que es, estaba representado, simbolizado en la antigua Biblia por la “sangre”. La sangre que fluye por todas partes, que invade desde todas partes y desde dentro el cuerpo humano (la “carne”), era, para los autores bíblicos, la mejor manera que pudieron encontrar para expresar de qué manera íntima, profunda y radical el hombre es penetrado, trabajado y vivificado por el espíritu o la presencia de Dios que constituye la substancia o el fondo más íntimo de su ser.

En el Antiguo Testamento, la palabra “carne” de ninguna manera tenía el sentido peyorativo que, bajo la influencia del helenismo tardío, adquirió en las cartas de Pablo y, a continuación, en la literatura cristiana, donde la palabra se utiliza frecuentemente como sinónimo de pecado, pasiones perversas, instintos lascivos, tendencias desordenadas, placeres libidinosos que conducen al hombre hacia la transgresión de la Ley divina y por tanto a su perdición.

Cuando, en el texto del evangelio de hoy, su autor pone en boca de Jesús que hay que comer su carne y beber su sangre, con esta expresión quiere hacer comprender a los cristianos de su tiempo que, al acercarse a esa criatura de carne y hueso, al frecuentar a este hombre marcado por la finitud y la debilidad, pero que sin embargo es un campeón de humanidad, ellos tocan lo divino, se acercan al producto más completo de la tierra. Al creer en él y adhiriéndose a él con amor y confianza, introducen en su existencia concreta una persona en quien la presencia de Dios actúa y se manifiesta con una fuerza, una energía, una inmediatez y una proximidad únicas, y que, en consecuencia, sólo pueden ser afectadas positivamente. Este hombre está, en efecto, totalmente embebido del Espíritu de Dios. Este Espíritu divino es en el como la sangre que lo hace vivir y actuar. Jesús ha sido capaz de abrirse totalmente a la acción del Espíritu, de suerte que Dios lo ha modelado a su imagen, al punto de hacer de él el hombre que transparenta plenamente a Dios; el que mejor ha encarnado en nuestro mundo la presencia de esta inefable Energía de Amor; el prototipo del hombre totalmente transformado y transfigurado por el dinamismo del Espíritu.

Cuando uno está agotado y sediento y está cerca de una fuente, no puede más que beber; cuando tiene frío y está cerca del fuego, sólo puede calentarse; cuando está extraviado y perdido en la oscuridad y descubre un camino, un rastro, una luz, sólo puede seguirlos; cuando encuentra un ser humano del calibre de Jesús, lleno de Dios y modelado por su Espíritu, sólo puede adherirse a él, sentarse a su mesa y comer y beber de la abundancia de su riqueza…

 Es eso lo que Juan el evangelista quiere hacernos comprender a través de esas expresiones arcaicas que para nosotros, hoy, son bien sorprendentes y difíciles de entender, y que pone en labios de Jesús: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida… el que me coma vivirá por mí… El pan que yo daré, es mi carne, entregada para que el mundo tenga vida… el que coma de este pan vivirá eternamente”.

¿Queremos tener una forma de vida válida, significativa, sólida y duradera? ¿Queremos entrar en contacto con alguien que es el ejemplar más perfeccionado de los seres que la evolución cósmica haya producido? ¿Deseamos una calidad de vida humana semejante a la calidad de vida humana que Jesús encarnó en el curso de su existencia? Bien. ¡Tenemos que calcar nuestra humanidad, nuestra carne, sobre la humanidad y la carne de este hombre! Debemos beber de él, de su sangre, es decir de sus valores, de su espíritu, que han sido como la sangre que le permitió realizar la calidad de vida que tuvo. Sumergido en la intimidad de Dios, ha vivido como hijo de Dios dócil y amante; ha vivido como auténtico hijo de Dios.

Si seguimos a Jesús, si comemos y bebemos de él, nos pareceremos a él, llegaremos a ser como él: humanos completos, luminosos, transparentes, amables y purificados por el fuego del amor que su espíritu habrá encendido en nosotros. Seremos como él, verdaderos hijos de Dios… y nuestra vida será hermosa, plena, bien fundada, lograda a los ojos de los hombres y a los ojos de Dios.

Bruno Mori  -

Traducción: Ernesto Baquer  

“YO SOY EL PAN DE VIDA”… Jn 6,41-52

“…Quien venga a mí no tendrá más hambre …”

19° dom to  B


Pienso que todos estamos de acuerdo que comer, cenar juntos, sentarse en torno a una mesa para una buena comida, es algo de lo más normal, incluso una de las experiencias más gratificantes, satisfactorias y ciertamente más profundas de nuestra vida. Comer no es sólo un fenómeno fisiológico, sino antes y sobre todo una experiencia emocional, psicológica y espiritual, seamos o no conscientes de ello. ¿Cuál es el primer momento en el que, como seres humanos tuvimos la primera experiencia del amor? Cuando, recién nacidos, nos adherimos por primera vez al pecho materno para mamar por primera vez. El pequeño entra en el mundo gritando y llorando, aterrado, perdido, solo, separado para siempre de la seguridad y el calor del cuerpo de la madre, donde hasta ahora, había permanecido. Pero cuando el bebé es amamantado, entra en contacto con el seno materno, se siente unido nuevamente a la madre, se siente de nuevo aceptado, sostenido, cuidado, protegido por la ternura y el calor de la madre. Mientras recibe su alimento, mientras se nutre, el recién nacido vive, al mismo tiempo, una experiencia única de comunión, intimidad y amor naciente. Y desde aquel momento, el subconsciente de todo ser humano asociará siempre el comer, el nutrirse, a algo mucho más profundo que el simple hecho de engullir el alimento. El alimento, el sustento, el pan serán signo, símbolo del amor. Y estas dos realidades nunca más se separarán.

De hecho, cuando las personas comen juntas, sentadas a la misma mesa, en torno a la misma comida, estas personas no sólo consumen el alimento. Al mismo tiempo, estrechan vínculos unos con otros; construyen amistad, fraternidad, comunión, lazos de simpatía y afecto. Invitar una persona a la propia mesa, es un gesto que va más allá de la simple cortesía; es un gesto simbólico que quiere notificar a esa persona que no la consideramos como un extraño, un forastero, sino que deseamos entre en el círculo de las personas que nos interesan, estar en nuestro corazón, sernos queridas. Conocemos bien el significado de este gesto en las parejas de enamorados que se encuentran por primera vez y que buscan concretar la simpatía y la atracción que sienten el uno por el otro. Los primeros acercamientos de dos enamorados tienen lugar casi siempre en torno a un café y un bizcocho tomados a la disparada en un bar, o más seriamente, en una cena íntima a la luz de las velas en un buen restaurante. Si puedo decir que, en nuestro modo de vivir, no hay amor sincero, amistad verdadera, que no haya sido sellada en numerosas comidas consumadas juntos. Se diría que, nosotros humanos, no logramos realmente hacer llegar al otro que lo queremos, hasta que no conseguimos comer con él; o hasta que no hayamos conseguido preparar en la cocina alguna receta que le guste.

Este significado profundo del alimento como signo expresión y a menudo como sustituto del amor puede ser también observado en fenómenos psicológicos que los psicólogos llamamos problemas emocionales o “neurosis oral”. Así, por ejemplo, la obesidad no está sólo causada por disfuncionamientos hormonales, la glotonería, las golosinas, o la mala nutrición. Muchas veces, especialmente en los jóvenes, la obesidad está causada por frustraciones o insatisfacciones sentimentales. La muchacha es demasiado tímida, no consigue atraer la atención, no se encuentra lo bastante hermosa y atrayente; tal vez su muchacho la plantó hace poco. Se siente desaliñada, floja, ignorada, abandonada, sola, y eso en un momento en el cual tiene mayor necesidad de afecto, ternura, atención. ¿Qué puede hacer para sobrevivir a su frustración? Comienza a comer. Come cada vez que se siente depresiva, frustrada e infeliz. Se llena la boca y el estómago, para compensar el vacío que siente en el corazón. Y como se siente continuamente frustrada e infeliz, come sin cesar. Y se convierte en obesa. En este caso, la comida se convierte en el sustituto oral del amor que no consigue obtener. Inconscientemente esta muchacha retrocede psicológicamente al estado “oral” del recién nacido que busca en la leche materna y en todo lo que se pone en la boca, la protección y el amor que necesita para vivir.

Incluso el alcoholismo posee una dimensión oral. La persona alcoholizada bebe para olvidar sus frustraciones, sus errores, su sensación de incompetencia e inferioridad. Inconscientemente, también él busca, con la boca, el amor y la seguridad que había conocido cuando niño. Los psiquíatras dicen que, también la costumbre de fumar puede ser interpretada como una forma de neurosis oral, como una tentativa de recobrar la sensación de calor y bienestar que experimentamos al chupar del seno materno. El cigarrillo, el cigarro, la pipa, son para los adultos lo que es para el niño, chupar el seno o chuparse el dedo: sustitutos del alimento o la leche materna, una táctica para sentir seguridad y paz. En una palabra: sustitutos del amor.

Comer es por tanto una experiencia humana profunda desde todo punto de vista: fisiológico, emotivo, psicológico, espiritual. Sólo si logramos tener presente el sentido profundo de este gesto, conseguiremos comprender un poco mejor lo que el evangelio de Juan quiere decir cuando pone en labios de Jesús esta frase: “Yo soy el pan de vida. Es decir, yo soy el alimento que les hace vivir”

El autor de este evangelio sabe muy bien que el pan, el alimento, el comer, son símbolos del amor, porque sólo el amor es el alimento que nos permite vivir. Quitemos el amor de la vida de una persona y la veremos inevitablemente perder poco a poco su vitalidad, sus ganas de vivir; la veremos volverse triste, desconsolada, deprimida; la veremos marchitarse como una flor que no recibe agua ni alimento. Como el pan (el alimento) llena físicamente nuestro cuerpo, así el amor llena psicológicamente nuestra vida. Como el pan (el alimento) sostiene nuestras fuerzas físicas y da al cuerpo el vigor que necesita para resistir los esfuerzos y los ataques de la enfermedad, así el amor nos da el empuje y la energía psicológica y espiritual que necesitamos para enfrentar los avatares de la existencia con alegría y entusiasmo. Y cuando en el evangelio Cristo afirma ser el pan, el alimento que da la vida, adelanta una pretensión inaudita: se presenta como el que posee el poder de satisfacer las necesidades más profundas y esenciales de toda vida humana. Se presenta como el que, en su vida, ha sabido amar mejor y más que cualquier otra persona, y como la propia manifestación (o mejor, la encarnación visible) del amor de Dios en medio de nosotros. Se presenta como el que nos permite vivir una vida más feliz y más completa, enseñándonos y dándonos la capacidad y el poder amar como él ha amado.

El pan que nos hace vivir no lo encontramos en el dinero, el bienestar material, el prestigio, el poder, el éxito, la fama o la importancia social; no lo encontramos en la diversión, las vacaciones, las distracciones… porque las personas que tienen bienes, dinero, poder, placer, continúan siempre siendo personas inseguras, solas, insatisfechas, ansiosas, infelices, no obstante todo lo que tienen y todo lo que gozan. El alimento que comen no logra satisfacerlas… Continúan teniendo hambre y buscando el pan milagroso que podría finalmente saciarlas. Todos nosotros tenemos hambre de un alimento que no se pasa, que no perece; tenemos hambre y sed de una felicidad y un bienestar que dure, de una existencia asegurada contra los asaltos de la desilusión, el fracaso, la depresión, el sufrimiento. Pero ¿cómo hacer, a dónde ir, a quién recurrir para encontrar el alimento milagroso que nos pueda procurar algo más de felicidad? “Yo soy el  pan que da vida. Y quien viene a mí no tendrá más hambre”.

Esta afirmación de Jesús ¿es de verdad o tan sólo una pretensión sin fundamento? ¿Existe realmente en el mundo una fuerza, un poder, una energía que consigue nutrir y saciar nuestra vida, al punto de no desear nada más y de sentirnos plenamente realizados, felices, satisfechos? Este pan de vida, este elixir de felicidad, ¿no es un milagro, una ilusión, un sueño absurdo, un producto de nuestras ansias de éxito y felicidad? ¿Ha habido alguien, en toda la historia del mundo, que haya sido capaz de realizarse tan plenamente como hombre, que se pueda decir de él que es un hombre perfecto, porque ha sido capaz de conseguir la perfección del amor y una plena felicidad?

Y bien, nosotros cristianos creemos que este hombre existió realmente y que se llama Jesús de Nazaret. Y creemos también que Jesús llegó a ser el hombre perfecto que fue, porque era capaz de abrirse enteramente a Dios y de dejarse trabajar y transformar por la acción de su Espíritu. La poderosa acción de Dios en la vida de Jesús transformó al hombre de Nazaret en el Cristo de Dios. Jesús es el Cristo, no sólo porque en su vida, obra toda la potencia del espíritu de Dios, sino sobre todo porque él expresa y revela con su vida la presencia del amor (de Dios) en el mundo. Y por tanto, en cuanto Cristo, puede decir: “Yo soy el pan de vida. Yo represento el amor que les permite vivir. Yo les puedo decir, enseñar, mostrar cómo se debe amar y cómo debe amar una persona para vivir una vida llena de sentido. Sin mí, sin mi ayuda, estarán condenados a tener siempre hambre y sed. Si no me toman como ejemplo, nunca conseguirán satisfacer vuestra necesidad de amor, vuestro apetito, vuestro deseo de seguridad, paz y felicidad”.

Y en este sentido, Cristo es también nuestro salvador. Diciéndonos como amar, cómo hacer para realizarnos y ser felices. De esta manera nos salva de la desilusión, desesperación, disconformidad, de la tristeza, la angustia y el miedo que tenemos de no conseguir realizarlo y ser felices.

El amor es lo que nos permite vivir y existir como personas. El amor es lo que nos hace seres humanos; es lo que construye nuestra humanidad. Sin amor, seríamos inhumanos porque seríamos fácilmente sepultados por la violencia del odio que nos volvería crueles, malvados y salvajes como las bestias. El amor también es el pan que debemos comer cada día, si queremos crecer en humanidad y en santidad ante Dios y ante los hombres. Y cada vez que nos dejamos guiar por el amor, que lo encontramos, encontramos, en cierto sentido a nuestro salvador. Y sólo porque este amor estaba presente en Jesús de Nazaret, le podemos atribuir el título de Salvador. Y si la fuerza y la plenitud del amor, como vimos en Jesús, puede traspasar el tiempo (sobrevivir en el tiempo), hasta llegar e invadir nuestra vida, entonces podemos afirmar, con toda verdad que él es realmente el Cristo de Dios. Si a su contacto, introduciéndolo en nuestra vida, conseguimos amar mejor, amar más, tener más fuerza y energía en los dolores y dificultades de la vida, y si conseguimos en consecuencia vivir una existencia más completa, realizada y feliz, entonces debemos creer que él es, para nosotros realmente, el pan de vida, el alimento que nos hace vivir…

Y cuando nosotros, como comunidad de creyentes, nos reunimos el domingo en torno a la mesa eucarística no lo hacemos sólo para expresar con este rito que somos una gran familia y que estamos unidos, todos juntos, por los vínculos de la amistad, la fraternidad, la concordia, la simpatía y el afecto, como comensales en torno a una mesa... nos reunimos en torno a la misma mesa, sobre todo para nutrirnos de Cristo. Cuando nos levantamos para ir a comer el pan eucarístico, con ese gesto queremos expresar nuestra voluntad de establecer una com-unión con Cristo, el Cristo de Dios, y de nutrirnos como él, del pan de vida, que no es otro que el amor de Dios en nuestros corazones.

Con ese gesto queremos expresar nuestro deseo, nuestra intención, de introducir también en nuestra vida el espíritu y la fuerza de amor que transformó la vida de Jesús y lo impulsó a sacrificar su vida por los demás. A través de ese gesto de comunión, queremos decir que también nosotros estamos dispuestos a dar nuestra vida por los demás y a vivir ese amor que da sentido a la vida y en el cual se encuentra solamente el secreto de la felicidad.


Texto inspirado de un libro de John Shelby Spong,  This Hebrew Lord, y  adaptado por Bruno Mori.
Traducción española de este artículo:   Ernesto  Baquer


EL PAN VERDADERO - Jn 6, 24-35


“No trabajen por el alimento de un dia…”

 18° dom to B


En el capítulo sesto de Juan, Jesús utiliza la imagen del pan para hacernos comprender que hay dos clases de alimentos que producen dos estilos y dos calidades de vida diferentes: hay alimentos perecederos, con fecha de vencimiento y que, por tanto, después de algún tiempo son un peligro para nuestra salud; y hay alimentos no perecederos, de larga duración. Los primeros - nos dice Jesús - no son fiables. los segundos (pensemos en productos en conserva, productos secos, pastas secas...) no serán tan apetitosos y agradables al gusto como los primeros, pero a menudo aseguran lo cotidiano de nuestra vida. Hay por tanto un alimento que nos tranquiliza y que está siempre disponible en nuestra despensa cuando tenemos dificultades. ¡Podemos contar con él!

            Con esta comparación del alimento Jesús quiere hacernos entender que, en nuestra vida humana y espiritual, hay un alimento seguro y otro que no lo es, y que debemos supervisar muy atentamente como nos alimentamos. A eso hace alusión el Maestro cuando habla de un alimento para una “vida perecedera” que no nos garantiza ninguna solidez ni validez, y un alimento para una “vida eterna”, que nos promete una vida auténtica y duradera. Nos recuerda que los hombres estamos aquí sobre la tierra, no sólo para producir y consumir bienes y así sobrevivir algún tiempo, sino para llegar a una plenitud y una calidad duradera de vida, y que no vivimos para tener cosas, sino para ser alguien.

Si ponemos la oreja, quizá Jesús trate de decirnos a través de este evangelio: “Ustedes no pueden ni deben contentarse con el pan material. Necesitan otro alimento. Tienen que desarrollar otros apetitos, otros gustos, otros deseos, otros intereses. No pueden dejarse recargar y abrumar por cosas que acumulan o poseen. No pueden ser esclavos de la cuenta bancaria y la avidez. No pueden sacrificar la libertad para obedecer falsas solicitudes de una sociedad que busca crearles ilusiones, que los impulsa a consumir impulsiva y frenéticamente, haciéndoles creer que allí encontrarán su felicidad. No permitan a vuestro bote evadirse, encallar, atascarse en la arena, sin valentía para navegar mar adentro. ¡Atrévanse a mirar más allá de vuestro puerto de amarre! ¡Déjense llevar por el viento! ¡Pongan rumbo a otros horizontes, otros puertos, otras orillas! Ustedes no están hechos sólo para consumir, gastar energías, acumular cosas, almacenar calorías y tratar de perderlas a continuación… No están hechos para extraviarse en la droga, ahogarse en cerveza, perder tiempo persiguiendo los últimos artilugios de la técnica, las últimas ocurrencias de la moda; para pasar tres cuartas partes de vuestro tiempo libre enclaustrados delante la TV; para sufrir un lavado de cerebro ejecutado por una publicidad tan pérfida y sutil como necia e idiota; para dejarse embrutecer por films repletos de violencia gratuita; para prostituirse ante programas y espectáculos que son un insulto a vuestra inteligencia, frecuentemente obra de realizadores miopes y sin talento, que piensan que todo el mundo es como ellos y que la mayoría de los espectadores son débiles mentales…”

En el evangelio de hoy, Jesús busca abrirnos los ojos. Apela a la conciencia de nuestra dignidad y a nuestra inteligencia. Nos dice: “Amigos, ustedes no son un cualquiera. ¡No han nacido para un panecillo! No han venido al mundo sólo para llenar el estómago o la cartera. Vuestro destino es más noble que “metro, trabajo, cama”. Ustedes son de la raza de Dios. Están hechos a su imagen. ¡Ustedes son su manifestación en este mundo, tienen sus genes, su Espíritu está en ustedes! Son grandes, tienen un valor inmenso. Por tanto ¡aliméntense con la comida de los dioses! No trabajen sólo por una comida que se echa a perder. Pongan su esfuerzo en encontrar un alimento que se conserva mucho tiempo, que alimenta no sólo el cuerpo, sino también el espíritu. Y lo que alimenta el espíritu viene de las profundidades más secretas de vuestro ser; allí donde está la sede de la presencia de Dios. Lo que alimenta vuestro espíritu es un don de Dios: un don que les da para levantarlos, ennoblecerlos, hacerlos crecer a la dimensión de vuestra inmensa dignidad…”

El evangelio de este domingo se convierte entonces en una invitación a trabajar para procurarnos el pan que alimenta nuestro espíritu: poesía, literatura, música, artes, estudio, lectura, curiosidad intelectual, reflexión meditación, silencio, asombro; atención a la naturaleza, las cosas, los animales, los otros, a la sensibilidad, la gentileza, la dulzura, la ternura, el amor, el perdón, etc.

Para nosotros, los discípulos del Maestro de Nazaret, nuestro alimento es El: el afecto que sentimos hacia su persona, el asombro que su palabra suscita en nuestros corazones y nos hace estremecer interiormente; la fascinación que su personalidad ejerce sobre nuestra existencia; la apertura de nuestro espíritu a su Espíritu, es decir a sus valores, su fe, su percepción de Dios y del hombre… ¡Sí, ese es nuestro pan! ¡De ese pan nos deberíamos alimentar! ¡Ese pan es capaz de sostenernos realmente! Ese pan es su Espíritu en nosotros, su Dios de amor descubierto en las profundidades de nuestro ser, su inmensa libertad, su visión de la realidad… todos los valores que nos vienen de El, que profundizan trazos profundos en nuestro corazón y que orientan las opciones fundamentales de nuestra existencia.

¡Ese es, pues, el otro tipo de pan que debemos poner en nuestra mesa! ¡El verdadero alimento que necesitamos para crecer en humanidad! Sin ese pan, jamás saldremos de nuestra animalidad. Nos quedaremos al nivel del suelo y nunca alcanzaremos las alturas a las que somos llamados como criaturas hechas a imagen de Dios.

De ahí por qué en el evangelio de Juan (cap. 6), Jesús se nos propone como el pan que debemos comer. Los que se alimentan de él (de lo que él es, lo que hace, lo que dice, lo que piensa…) experimentarán lo que es una vida feliz, luminosa y realizada a los ojos de los hombres y a los ojos de Dios. 

Bruno Mori  -

Traducción: Ernesto Baquer