“…Quien venga a mí no tendrá más hambre …”
19° dom
to B
Pienso que todos estamos de acuerdo que
comer, cenar juntos, sentarse en torno a una mesa para una buena comida, es
algo de lo más normal, incluso una de las experiencias más gratificantes,
satisfactorias y ciertamente más profundas de nuestra vida. Comer no es sólo un
fenómeno fisiológico, sino antes y sobre todo una experiencia emocional,
psicológica y espiritual, seamos o no conscientes de ello. ¿Cuál es el primer
momento en el que, como seres humanos tuvimos la primera experiencia del amor?
Cuando, recién nacidos, nos adherimos por primera vez al pecho materno para
mamar por primera vez. El pequeño entra en el mundo gritando y llorando,
aterrado, perdido, solo, separado para siempre de la seguridad y el calor del cuerpo
de la madre, donde hasta ahora, había permanecido. Pero cuando el bebé es
amamantado, entra en contacto con el seno materno, se siente unido nuevamente a
la madre, se siente de nuevo aceptado, sostenido, cuidado, protegido por la
ternura y el calor de la madre. Mientras recibe su alimento, mientras se nutre,
el recién nacido vive, al mismo tiempo, una experiencia única de comunión,
intimidad y amor naciente. Y desde aquel momento, el subconsciente de todo ser
humano asociará siempre el comer, el nutrirse, a algo mucho más profundo que el
simple hecho de engullir el alimento. El alimento, el sustento, el pan serán
signo, símbolo del amor. Y estas dos realidades nunca más se separarán.
De hecho,
cuando las personas comen juntas, sentadas a la misma mesa, en torno a la misma
comida, estas personas no sólo consumen el alimento. Al mismo tiempo, estrechan
vínculos unos con otros; construyen amistad, fraternidad, comunión, lazos de
simpatía y afecto. Invitar una persona a la propia mesa, es un gesto que va más
allá de la simple cortesía; es un gesto simbólico que quiere notificar a esa
persona que no la consideramos como un extraño, un forastero, sino que deseamos
entre en el círculo de las personas que nos interesan, estar en nuestro
corazón, sernos queridas. Conocemos bien el significado de este gesto en las
parejas de enamorados que se encuentran por primera vez y que buscan concretar
la simpatía y la atracción que sienten el uno por el otro. Los primeros
acercamientos de dos enamorados tienen lugar casi siempre en torno a un café y
un bizcocho tomados a la disparada en un bar, o más seriamente, en una cena
íntima a la luz de las velas en un buen restaurante. Si puedo decir que, en
nuestro modo de vivir, no hay amor sincero, amistad verdadera, que no haya sido
sellada en numerosas comidas consumadas juntos. Se diría que, nosotros humanos,
no logramos realmente hacer llegar al otro que lo queremos, hasta que no
conseguimos comer con él; o hasta que no hayamos conseguido preparar en la
cocina alguna receta que le guste.
Este
significado profundo del alimento como signo expresión y a menudo como
sustituto del amor puede ser también observado en fenómenos psicológicos que
los psicólogos llamamos problemas emocionales o “neurosis oral”. Así, por
ejemplo, la obesidad no está sólo causada por disfuncionamientos hormonales, la
glotonería, las golosinas, o la mala nutrición. Muchas veces, especialmente en
los jóvenes, la obesidad está causada por frustraciones o insatisfacciones
sentimentales. La muchacha es demasiado tímida, no consigue atraer la atención,
no se encuentra lo bastante hermosa y atrayente; tal vez su muchacho la plantó
hace poco. Se siente desaliñada, floja, ignorada, abandonada, sola, y eso en un
momento en el cual tiene mayor necesidad de afecto, ternura, atención. ¿Qué
puede hacer para sobrevivir a su frustración? Comienza a comer. Come cada vez
que se siente depresiva, frustrada e infeliz. Se llena la boca y el estómago,
para compensar el vacío que siente en el corazón. Y como se siente
continuamente frustrada e infeliz, come sin cesar. Y se convierte en obesa. En
este caso, la comida se convierte en el sustituto oral del amor que no consigue
obtener. Inconscientemente esta muchacha retrocede psicológicamente al estado
“oral” del recién nacido que busca en la leche materna y en todo lo que se pone
en la boca, la protección y el amor que necesita para vivir.
Incluso el
alcoholismo posee una dimensión oral. La persona alcoholizada bebe para olvidar
sus frustraciones, sus errores, su sensación de incompetencia e inferioridad.
Inconscientemente, también él busca, con la boca, el amor y la seguridad que
había conocido cuando niño. Los psiquíatras dicen que, también la costumbre de
fumar puede ser interpretada como una forma de neurosis oral, como una
tentativa de recobrar la sensación de calor y bienestar que experimentamos al
chupar del seno materno. El cigarrillo, el cigarro, la pipa, son para los
adultos lo que es para el niño, chupar el seno o chuparse el dedo: sustitutos
del alimento o la leche materna, una táctica para sentir seguridad y paz. En
una palabra: sustitutos del amor.
Comer es por
tanto una experiencia humana profunda desde todo punto de vista: fisiológico,
emotivo, psicológico, espiritual. Sólo si logramos tener presente el sentido
profundo de este gesto, conseguiremos comprender un poco mejor lo que el
evangelio de Juan quiere decir cuando pone en labios de Jesús esta frase: “Yo soy el pan de vida. Es decir, yo soy el
alimento que les hace vivir”
El autor de este evangelio sabe muy
bien que el pan, el alimento, el comer, son símbolos del amor, porque sólo el
amor es el alimento que nos permite vivir. Quitemos el amor de la vida de una
persona y la veremos inevitablemente perder poco a poco su vitalidad, sus ganas
de vivir; la veremos volverse triste, desconsolada, deprimida; la veremos
marchitarse como una flor que no recibe agua ni alimento. Como el pan (el
alimento) llena físicamente nuestro cuerpo, así el amor llena psicológicamente
nuestra vida. Como el pan (el alimento) sostiene nuestras fuerzas físicas y da
al cuerpo el vigor que necesita para resistir los esfuerzos y los ataques de la
enfermedad, así el amor nos da el empuje y la energía psicológica y espiritual
que necesitamos para enfrentar los avatares de la existencia con alegría y entusiasmo.
Y cuando en el evangelio Cristo afirma ser el pan, el alimento que da la vida,
adelanta una pretensión inaudita: se presenta como el que posee el poder de
satisfacer las necesidades más profundas y esenciales de toda vida humana. Se
presenta como el que, en su vida, ha sabido amar mejor y más que cualquier otra
persona, y como la propia manifestación (o mejor, la encarnación visible) del
amor de Dios en medio de nosotros. Se presenta como el que nos permite vivir
una vida más feliz y más completa, enseñándonos y dándonos la capacidad y el
poder amar como él ha amado.
El pan que
nos hace vivir no lo encontramos en el dinero, el bienestar material, el
prestigio, el poder, el éxito, la fama o la importancia social; no lo
encontramos en la diversión, las vacaciones, las distracciones… porque las
personas que tienen bienes, dinero, poder, placer, continúan siempre siendo
personas inseguras, solas, insatisfechas, ansiosas, infelices, no obstante todo
lo que tienen y todo lo que gozan. El alimento que comen no logra
satisfacerlas… Continúan teniendo hambre y buscando el pan milagroso que podría
finalmente saciarlas. Todos nosotros tenemos hambre de un alimento que no se
pasa, que no perece; tenemos hambre y sed de una felicidad y un bienestar que
dure, de una existencia asegurada contra los asaltos de la desilusión, el
fracaso, la depresión, el sufrimiento. Pero ¿cómo hacer, a dónde ir, a quién
recurrir para encontrar el alimento milagroso que nos pueda procurar algo más
de felicidad? “Yo soy el pan que da
vida. Y quien viene a mí no tendrá más hambre”.
Esta afirmación de Jesús ¿es de verdad
o tan sólo una pretensión sin fundamento? ¿Existe realmente en el mundo una
fuerza, un poder, una energía que consigue nutrir y saciar nuestra vida, al
punto de no desear nada más y de sentirnos plenamente realizados, felices,
satisfechos? Este pan de vida, este elixir de felicidad, ¿no es un milagro, una
ilusión, un sueño absurdo, un producto de nuestras ansias de éxito y felicidad?
¿Ha habido alguien, en toda la historia del mundo, que haya sido capaz de
realizarse tan plenamente como hombre, que se pueda decir de él que es un
hombre perfecto, porque ha sido capaz de conseguir la perfección del amor y una
plena felicidad?
Y bien,
nosotros cristianos creemos que este hombre existió realmente y que se llama
Jesús de Nazaret. Y creemos también que Jesús llegó a ser el hombre perfecto
que fue, porque era capaz de abrirse enteramente a Dios y de dejarse trabajar y
transformar por la acción de su Espíritu. La poderosa acción de Dios en la vida
de Jesús transformó al hombre de Nazaret en el Cristo de Dios. Jesús es el Cristo, no sólo porque en su vida, obra
toda la potencia del espíritu de Dios, sino sobre todo porque él expresa y
revela con su vida la presencia del amor (de Dios) en el mundo. Y por tanto, en
cuanto Cristo, puede decir: “Yo soy el pan de vida. Yo represento el amor que
les permite vivir. Yo les puedo decir, enseñar, mostrar cómo se debe amar y
cómo debe amar una persona para vivir una vida llena de sentido. Sin mí, sin mi
ayuda, estarán condenados a tener siempre hambre y sed. Si no me toman como
ejemplo, nunca conseguirán satisfacer vuestra necesidad de amor, vuestro
apetito, vuestro deseo de seguridad, paz y felicidad”.
Y en este sentido, Cristo es también
nuestro salvador. Diciéndonos como amar, cómo hacer para realizarnos y ser felices.
De esta manera nos salva de la desilusión,
desesperación, disconformidad, de la tristeza, la angustia y el miedo que
tenemos de no conseguir realizarlo y ser felices.
El amor es
lo que nos permite vivir y existir como personas. El amor es lo que nos hace
seres humanos; es lo que construye nuestra humanidad. Sin amor, seríamos
inhumanos porque seríamos fácilmente sepultados por la violencia del odio que
nos volvería crueles, malvados y salvajes como las bestias. El amor también es
el pan que debemos comer cada día, si queremos crecer en humanidad y en
santidad ante Dios y ante los hombres. Y cada vez que nos dejamos guiar por el
amor, que lo encontramos, encontramos, en cierto sentido a nuestro salvador. Y
sólo porque este amor estaba presente en Jesús de Nazaret, le podemos atribuir
el título de Salvador. Y si la fuerza
y la plenitud del amor, como vimos en Jesús, puede traspasar el tiempo
(sobrevivir en el tiempo), hasta llegar e invadir nuestra vida, entonces
podemos afirmar, con toda verdad que él es realmente el Cristo de Dios. Si a su contacto, introduciéndolo en nuestra
vida, conseguimos amar mejor, amar más, tener más fuerza y energía en los
dolores y dificultades de la vida, y si conseguimos en consecuencia vivir una
existencia más completa, realizada y feliz, entonces debemos creer que él es,
para nosotros realmente, el pan de vida,
el alimento que nos hace vivir…
Y cuando nosotros, como comunidad de
creyentes, nos reunimos el domingo en torno a la mesa eucarística no lo hacemos
sólo para expresar con este rito que somos una gran familia y que estamos
unidos, todos juntos, por los vínculos de la amistad, la fraternidad, la
concordia, la simpatía y el afecto, como comensales en torno a una mesa... nos
reunimos en torno a la misma mesa, sobre todo para nutrirnos de Cristo. Cuando nos levantamos para ir a comer
el pan eucarístico, con ese gesto
queremos expresar nuestra voluntad de establecer una com-unión con Cristo, el
Cristo de Dios, y de nutrirnos como él, del
pan de vida, que no es otro que el amor de Dios en nuestros corazones.
Con ese
gesto queremos expresar nuestro deseo, nuestra intención, de introducir también
en nuestra vida el espíritu y la fuerza de amor que transformó la vida de Jesús
y lo impulsó a sacrificar su vida por los demás. A través de ese gesto de
comunión, queremos decir que también nosotros estamos dispuestos a dar nuestra
vida por los demás y a vivir ese amor que da sentido a la vida y en el cual se
encuentra solamente el secreto de la felicidad.
Texto inspirado de un libro de
John Shelby Spong, This Hebrew
Lord, y adaptado por Bruno Mori.
Traducción española de este
artículo: Ernesto Baquer