vendredi 9 novembre 2018

El ciego de Jericó – Mc. 10, 46-52



(30º dom ord. B)

Esta anécdota en la vida de Jesús tiene un evidente valor simbólico. El evangelista Marcos la cuenta para los cristianos de su tiempo, con un fin eminentemente catequético.

En el evangelio el cielo es nombrado como “Bar-Timeo”, el hijo de Timeo. En griego, el verbo “timao”, tiene tanto el sentido de “honrar”, como el de “tener miedo”.

Entonces, ese hombre sería el hijo de los honores, es decir el que quiere ser honrado, reconocido, que busca notoriedad, gloria, éxito. En el mismo evangelio de Marcos, algunos párrafos antes, los discípulos le habían pedido a Jesús que les guardara un lugar de honor a su derecha y a su izquierda cuando inaugurara su Reino. El texto que acabamos de leer parecería enseñar a los discípulos que querer vivir en función de los honores, el primer lugar, la celebridad, la aceptación, la aprobación de los demás, corre el riesgo de cegarnos, de hacernos vivir sin saber verdaderamente qué somos. El evangelio nos dice aquí, que nuestro valor, lo llevamos con nosotros, que está constituido por lo que somos, y que no se nos da por lo que los demás piensen de nosotros o por los honores o adulaciones que nos otorguen.

Pero también Bar-Timeo significa “el hijo del miedo”. Si nos dejamos dominar por el miedo, entonces no vivimos; es el final de todo. Si tememos que el grupo nos rechace, nos aislamos, nos separamos, nos encerramos. Si tememos lamentar una decisión, equivocarnos, fracasar, no emprenderemos nada. Si tenemos miedo de no complacer, buscaremos complacer a todos; pero entonces nunca haremos lo que nos gusta; nunca seremos nosotros mismos; nunca seguiremos nuestro camino; nunca realizaremos nuestras verdaderas aspiraciones. No viviremos según la verdad de nuestro ser. Aparecemos siempre como la persona que no somos. Si uno tiene miedo de cambiar, de intentar, de lanzarse, de correr riesgos, de ir contra corriente, de que lo critiquen… nunca nos moveremos, nos quedaremos siempre sentados y bloqueados al borde del camino, siempre los mismos, siempre insatisfechos, descontentos, frustrados, gruñones, porque no conseguiremos realizar nuestros sueños, nuestros proyectos, las aspiraciones de nuestro corazón.

Será necesario que este ciego se encuentre con Jesús, para que le revele el secreto de su total libertad. Que Jesús enseñe a ese ciego la única actitud interior que le permita ver con claridad en la maraña de sus dependencias y descubrir su valor fundamental y la verdad de su ser: la confianza. Confiar en Dios y confiar en sí mismo. “Confía, ¡levántate!...” le dice Jesús, “la confianza te mantendrá en pie, te hará independiente, te devolverá tu identidad”.

Ese hombre sólo encontrará la vista y la verdadera inteligencia de su valor cuando abandone su preocupación enfermiza por quedar bien y dar buena imagen, simbolizada aquí por su manto, y cuando comience a creer en sus posibilidades, y a confiar en sí mismo y en el tesoro de posibilidades que Dios ha puesto en él. Entonces, olvidando la opinión y los reproches de los demás (para que entre en sus filas y vuelva a su lugar de sometido que tuvo siempre al borde del camino), deshaciéndose de su manto, se alzará de un salto y se lanzará, por fin libre e independiente, hacia Jesús que lo llamó e invitó a ponerse de pie.

Podríamos escarbar en las palabras de Jesús y explicitar más su profundo sentido, algo así como: “Ante todo, confía en Dios que te ama el primero, sin condiciones; que te quiere y te acepta, porque tú eres como eres, tal cual eres, sin manto, sin apariencias, sin necesidad de angustiarte para quedar bien. Sé tú mismo; tú eres único, diferente, así estás bien. No dejes que nadie te diga qué pensar, qué hacer; no dejes que nadie dicte tu camino, te imponga sus ideas, sus verdades, sus opciones, sus gustos. Tienes derecho a cuestionar, criticar, oponerte. Tienes derecho a ser diferente. A llevar tu vida como lo entiendas, porque, al entrar en el mundo, Dios te asignó un destino único; te confió una tarea exclusiva, que sólo tú puedes realizar.”

“Entonces, levanta la cabeza, marcha derecha, orgulloso de ti, de lo que eres, de tu existencia, de tu condición. Acéptate con tus sombras y luces, cualidades y defectos, miserias y grandeza. Dios sabe que tú eres un ser humano, y por tanto débil, frágil, limitado, defectuoso; sabe que te puedes equivocar, hacer el mal, sufrir y hacer sufrir… ¡qué importa! Así eres tú. Así Dios te ha querido. Así Dios te acepta. ¡Así te ama Dios! Entonces, nada de sentirte por el suelo; nada de arrastrarte nunca ante los demás: nunca aceptes que los demás te rebajen o te aplasten. ¡Tú tienes grandeza; tienes dignidad; eres amado por Dios; eres su hijo! Confía en el tesoro de recursos que el amor de Dios ha depositado en las profundidades de su ser…”

Este relato evangélico quiere hacernos entender que hay esperanza para todos los mendigos, los ciegos, los desanimados, los apaleados por la vida, en la medida que no se resignen a su desgracia y estén dispuestos a asumir el costo ligado al ejercicio de su libertad. Este relato quiere decirnos a cada uno, que tanto cuanto no seamos capaces de abandonar nuestra vida en manos de Dios en un acto de total confianza, jamás podremos vivir una vida que nos permita marchar en la serenidad, el gozo y la paz hacia la culminación de nuestro destino.

Bruno Mori

(Traducción de Ernesto Baquer )