vendredi 10 mars 2017

NUESTRA ASPIRACION A LAS ALTURAS… Mc 16, 15-20

Hablarán un lenguaje nuevo…

(Ascensión B)


No sé si ustedes se han dado cuenta, pero, en general, a todo el mundo le fascinan y atraen las alturas (árboles, escaleras, postes, torres, rascacielos, escaladas, parapentes, alas delta, paracaidismo, alpinismo, aviación, cohetes, conquista espacial). Parecería que es algo que forma parte de nuestra naturaleza, un instinto innato que se remonta sin duda muy lejos en la historia de nuestra especie; un recuerdo, quizá de un tiempo en el que éramos homínidos, recientemente bajados de los árboles, que eran con frecuencia el único medio de escapar de los peligros que nos acechaban en el suelo: encaramarnos a los árboles era la manera de salvarnos en las alturas.

Este encanto, esta fascinación por las alturas nos viene también de la mirada envidiosa y maravillada con que la raza humana, desde la noche de los tiempos, observó el vuelo de los pájaros. Criaturas mágicas capaces de escapar de la gravedad que nos ata al suelo y que les da una libertad que sólo podemos soñar.

También es allí, en las alturas, donde la imaginación humana pensó la residencia de los dioses. Es allí, en el cielo, en compañía de las estrellas, es donde los hombres imaginaron que encontrarían su felicidad por toda la eternidad.

He descubierto también otra cosa: la atracción por las alturas (como la pasión por la velocidad) es inversamente proporcional a nuestra edad: cuanto más jóvenes somos, más nos sentimos atraídos por el ascenso a las montañas; cuanta más edad tenemos, más permanecemos pegados a ras de suelo y más nos aferramos a la seguridad que nos proporciona la solidez y la pesadez de nuestra existencia. Lo llamamos sentido común, prudencia, sabiduría. ¿Y si sólo fuese miedo?

Sea lo que sea, podemos ver en esta predilección por las alturas, una parábola de la vida, y sacar reflexiones importantes. La fiesta de hoy (la Ascensión) viene justamente a encontrarse con ese instinto primitivo que llevamos en nosotros. Busca interpretar y cuestionarnos ese deseo. Nos dice: ¿Y si esa atracción estuviera allí por algo, o al menos, para decirte e indicarte algo? Quizá quiere hacerte comprender que tú estás hecho para vivir en alto; para vivir tu existencia en un nivel superior, más elevado que el que querría coaccionarte la pesadez y la fuerza de gravedad de tus exigencias, tus apetitos y tus necesidades materiales. Esta atracción hacia las alturas que tu sientes tan fuerte, está quizá para indicarte, con bastante claridad, que tú eres alguien especial; alguien hecho para vivir más arriba y no para quedarte abajo; más para el cielo que para la tierra. ¡Sigue entonces el impulso de tu corazón y la aspiración de tu alma!

            Pienso que Jesús, presentado por Marcos en este movimiento de elevación y ascensión al cielo tan típico de los humanos, es verdaderamente imagen y símbolo del movimiento que debería ser la aspiración de toda existencia humana. En otras palabras, el mensaje que el domingo de la ascensión quiere transmitirnos es el siguiente: "Si tú quieres culminar tu existencia, tienes que darte alas, altura. ¿Cómo? Dejándote conducir por Jesús en su movimiento hacia lo alto".

A través de la parábola (o imagen poética, que no hay que tomar como un hecho real e histórico) de Jesús ascendiendo al cielo, el evangelio quiere decirnos: "Este es un hombre que ha sabido vivir su vida en un nivel de altura que no cesa de asombrarnos, porque ha sabido orientar su vida en una forma casi exclusiva hacia la conquista de la intimidad con Dios. Por eso se ha convertido en el hombre según el corazón de Dios y, en consecuencia, en un milagro de humanidad; en ejemplo admirable de hombre plenamente realizado. ¡Sigan su camino! También ustedes se convertirán en seres que vuelan alto; personas según el corazón de Dios; hombres y mujeres que viven en un nivel y en una calidad de humanidad que maravillará e interpelará a todos los que los rodeen.

Por tanto, el evangelio nos asegura que nuestra adhesión a Jesús de Nazaret hará de nosotros no sólo seres curados, reparados, restaurados, sino también criaturas nuevas, plenamente regeneradas y transformadas. Personas capaces de un nuevo estilo de vida, animadas por otro espíritu, que priorizan y que siguen otros valores, que pertenecen desde ya a otro mundo y otro género de sociedad, que comunican en otra longitud de onda y que hablan un lenguaje nuevo.

En estas alturas de adhesión y de fe, siempre según el evangelio de este domingo, nada de aquí abajo nos dará miedo o nos angustiará. Estamos anclados en la fuerza y la confianza que nos viene de la proximidad con Dios. Podremos estar rodeados de serpientes; manipular y tratar víboras, sin asustarnos. Podremos estar sumergidos en un mundo de injusticia, de odio, de maldad; tocar toda clase de venenos, sin que nos afecten.

A causa de nuestra transformación interior y la altura en que vivamos, a causa de la inquebrantable certeza de ser personas amadas y queridas por Dios, estamos anclados en la paz y la confianza y nos convertimos necesariamente en punto de referencia para los extraviados; en puerto de acogida para los rechazados; en signo y esperanza de salud para todos los heridos de la existencia.

Sí, es verdad: los enfermos que vengan a nosotros ¡se encontrarán bien! Porque, a causa de nuestra vinculación con el Dios de Jesús, nos hemos convertido, nosotros los cristianos, en portadores en nuestro mundo de la calidad y la fuerza de su Amor.

Bruno Mori


(Traducción de Ernesto Baquer)

UN MUNDO SIEMPRE EN GÉNESIS - Mc 13,24-32

(33° dom  to  B)


Cuando el evangelista Marcos escribe su evangelio (fines de los 60 - comienzos de los 70 después de JC), los cristianos de entonces sufrían las persecuciones de Nerón y Domiciano. Vivían, pues, situaciones difíciles, peligrosas y dramáticas. Tenían la impresión de que su fe iba a ser definitivamente ahogada, el movimiento cristiano aniquilado, el mal triunfador, los enemigos de la fe en la cima. Parecía que el universo entero, representado por los astros, el sol, la luna y las estrellas, caía sobre ellos y los aplastaba con la violencia de la persecución y el odio de sus enemigos. Tenían la sensación que aparecían ya los signos anunciadores del fin inminente del mundo que había anunciado Jesús.

La fe y la confianza de esos cristianos sufrían una dura prueba. Se preguntaban, en efecto, por qué eran tan detestados, tan perseguidos, tan abandonados por Dios, cuando Jesús les había dicho que eran la sal de la tierra, la luz del mundo; cuando les había prometido que no los dejaría huérfanos y que estaría con ellos hasta el fin de los tiempos; que la providencia, la ternura y el amor de Dios, padre de Jesús y de ellos, siempre los vigilaría, protegería y guardaría; y que ni un cabello de su cabeza se perdería sin que Dios lo vigilara.

Este texto de Marcos quiere responder a todo ello. Quiere exhortar a los cristianos de su tiempo a no tener miedo; pretende entusiasmarlos para no perder la confianza y a guardar la fe y la esperanza. Con esas imágenes apocalípticas y descripciones terroríficas de un universo que colapsa y se acaba, Marcos busca que sean conscientes que, en la vida, se enfrentarán siempre a finales y comienzos, a cataclismos aparentes o reales, a la lucha del mal contra el bien y del bien contra el mal.

Lucha y contradicciones que verán en todas partes: en su carne, sus familias, la sociedad en que se insertan, en acontecimientos y situaciones de la época. Experimentarán rivalidades, antagonismos, opresiones, lucha de clase, violencias, persecuciones, conflictos, odio, injusticias, horrores y sufrimientos de todo tipo… Y así tendrán con frecuencia la impresión de que el mal está más extendido que el bien, que la maldad prima sobre la bondad, el egoísmo sobre la abnegación, la avidez sobre la generosidad, la venganza sobre el perdón, el fanatismo sobre la tolerancia, el odio sobre el amor, la oscuridad sobre la luz y de que vivimos en un mundo vacío de Dios y presa del Mal.

Este texto de Marcos nos asegura sin embargo que no es así. A pesar de lo que podamos pensar o creer, Dios es el más fuerte. Dios y su Espíritu dirigen el mundo y el curso de la historia. Es Dios quien tiene entre sus manos los destinos del hombre y de la humanidad. A pesar de todas las apariencias contrarias, las fuerzas del amor, la ternura, la bondad, la dedicación, la compasión, la generosidad, el darse, sobrepasan en mucho las del odio y la maldad. Son las energías benéficas y creadoras que sostienen nuestro Universo, las que permiten a nuestro planeta seguir existiendo y funcionando, y las que hacen vivir y progresar nuestra humanidad.

El evangelio nos asegura que el espíritu de Dios, espíritu de Amor, sembrado en el corazón de la creación, tendrá siempre cuidado del espíritu del hombre, perturbado y con frecuencia pervertido por sus pasiones malas, perdido por sus divisiones interiores y deteriorado por el miedo, la angustia y el mal, que lleva en sí.

El Evangelio también quiere hacernos comprender que en nuestra existencia, fines y comienzos se alternan regularmente; que nuestra vida se desarrolla siempre en el fin de un mundo y el comienzo de otro, que se revela más apto para asegurar nuestro crecimiento humano espiritual, nuestra evolución personal hacia una forma más perfecta de ser, y necesaria por tanto para realizar nuestro perfeccionamiento personal y nuestra felicidad.

Nada en nuestra vida es estable, fijo, definitivo, indisoluble, por siempre. Al contrario, solo vivimos porque nos transformamos, porque cambiamos. Nos realizamos tan sólo porque nos transformamos. Es el cambio lo que nos permite a nosotros y a la realidad de nuestro Universo, continuar existiendo en una constante evolución y así alcanzar un grado superior de ser. Siempre el final de algo se convierte en el comienzo de algo nuevo. Es la muerte de un mundo lo que da nacimiento a otro, casi siempre mejor. La evolución y el cambio son esenciales para que surja la diversidad, la complejidad y la impresionante belleza de nuestro Universo. Lo mismo para nosotros, los humanos.

El Evangelio, que es ante todo una escuela de humanidad, nos enseña, por tanto, que para convertirnos en hombres y mujeres valiosos, debemos aceptar el morir continuamente a algo. Debemos estar prontos a aceptar en nuestra vida el hundimiento y la desintegración de un mundo y el comienzo de otro; a pasar sin tristeza de una etapa de nuestra vida a otra; dispuestos a perder la vida para ganarla; dispuestos a morir a maneras de pensar, de creer, de actuar y de vivir que se muestren usadas, superadas, perimidas, obsoletas, incapacitadas, para hacer surgir algo nuevo: asumir otra mentalidad, adoptar otro estilo de vida, elegir otras prioridades, compartir otros valores. Nuevos valores que harán de nosotros personas nuevas, evolucionadas, más completas, habitantes de un mundo que, a causa de ello, será más joven y humano.

La vida se encarga continuamente de ponernos ante la desaparición y el hundimiento de situaciones, formas o estados de vida y de enfrentarnos a muertes absolutamente necesarios para poder acceder a una etapa superior de nuestra existencia. Así, por ejemplo, debemos morir al calor del seno materno para entrar en la infancia de la vida; morir a la infancia para acceder a la adolescencia; morir a la adolescencia para pasar a la juventud; morir a la juventud para instalarnos en la edad adulta. Debemos aceptar abandonar el universo familiar, con su confort y su seguridad, para llegar a ser adultos independientes y libres…

Este evangelio nos recuerda entonces que la muerte forma parte de la vida, como la vida forma parte de la muerte; que comenzamos a morir desde que comenzamos a vivir; que nuestra vida existe al precio de la continua aceptación de una larga serie de muertes  y desapegos. ¡Cuántas cosas mueren en nosotros y a nuestro alrededor, a lo largo de nuestra vida! ¡Cuántos duelos debemos vivir y aceptar! ¡Cuántas perdidas debemos sobrellevar!

Perdemos inevitablemente juventud, belleza, encanto, gracia, flexibilidad, agilidad, fuerza, salud, espíritu vivaz, la memoria, nuestro tiempo… Con frecuencia perdemos la inocencia, la paz interior, promesas, afectos, amores, la compañía y la presencia de los seres más queridos… y finalmente, inexorablemente, perdemos nuestra vida.

A causa de todo ello, ¿habrá que desesperarse, angustiarse, verlo todo negro? Jamás, nos dice este texto del evangelio de Marcos. Porque todo eso forma parte del plan de Dios. Porque es así como marcha el mundo, así como funciona. Esta mezcla de vida y muerte, fines y comienzos, destrucción y reconstrucción, orden y caos, bien y mal, tinieblas y luz, es la que manifiesta la presencia del poder y la sabiduría de Dios-Fuente de este Universo. Un Dios que busca construirnos y realizarnos a través de nuestra fragilidad básica, nuestros miedos y límites. Un Dios que, a través de los múltiples cataclismos de nuestra existencia, quiere conducirnos a la plena realización de nuestro ser, utilizando todo el potencial humano y espiritual que El derramó en nuestro corazón cuando nos lanzó a la existencia.

Bruno Mori

(Traducción de Ernesto Baquer)



NO AL PODER, SI AL SERVICIO - Mc 10,35-45

Las fuerzas evangélicas que pueden construir un mundo mejor

(29° dom to B)


Si hay algo que salta inmediatamente a los ojos, cuando uno está, aunque sea poco, familiarizado con el pensamiento de Jesús de Nazaret, es su rechazo absoluto de toda actitud que lleve al ser humano a creerse superior a los demás y, por tanto, con derecho a ejercer formas de poder que busquen someter, subordinar y oprimir a su prójimo para sacar ventajas personales.

Para Jesús esta posición es netamente "diabólica" (diablo, "diábolos" en griego: el que divide), porque busca establecer sistemas jerárquicos y, por tanto, divisiones, clases, separaciones, desigualdades que en realidad no tienen ninguna razón de existir. Para Jesús, todos los humanos somos fundamentalmente iguales, porque poseemos todos la misma e idéntica dignidad de hijos de Dios. Debemos tener presente que este principio proclamado por Jesús, hoy evidente para nosotros (al menos teóricamente), fue en su tiempo, una verdadera bomba de una carga explosiva sin precedentes y que trastocó y socavó de arriba abajo las mentalidades y principios sobre los que se fundaban las sociedades de aquella época. Después de Jesús el mundo ya no fue el mismo.

Motivado por el texto del evangelio, querría reflexionar con ustedes sobre las implicancias del principio evangélico respecto a la igualdad fundamental de todos los humanos, uno de los pilares de la enseñanza del Maestro de Nazaret, y que, sin embargo, ha sido sistemáticamente tragado, burlado, renegado y olvidado a lo largo de toda la historia cristiana de Occidente, tanto por las sociedades laicas, como por las instituciones religiosas.

Vivimos en una época de transformaciones sin precedentes. Nunca como hoy hemos tomado conciencia de que todos tenemos el mismo origen, el mismo genoma, que todos pertenecemos a la misma raza, el mismo planeta, que estamos conectados todos juntos por el mismo origen, las mismas condiciones de vida, el mismo destino, que formamos solamente una inmensa familia, a pesar de las diferencias de razas y culturas. Esta unidad e interdependencia es hoy todavía más evidente gracias a la globalización de la economía, a la desaparición de fronteras entre diferentes países, a las conquistas de las tecnologías y del espacio, que permiten la velocidad fantástica de las comunicaciones y de los desplazamientos. Ya no vivimos separados, sino ligados, unidos, conectados en una ciudad global. La tierra ha llegado a ser un pueblecito donde todo lo que sucede en un rincón, se conoce inmediatamente en el rincón opuesto.

Esta globalización, si bien nos une, nos enfrenta también directamente con el estado lamentable de nuestro planeta, debido a la insensata depredación de sus recursos, así como a la angustia, la pobreza y el sufrimiento de una gran parte de la humanidad, causados por el marchamo capitalista de nuestra economía que alienta la codicia, la búsqueda del lucro ilimitado, y que produce enormes desigualdades e injusticias sociales. Si nuestra sociedad occidental, después de la revolución francesa se ha desarrollado al grito de "libertad, igualdad, fraternidad", debemos admitir que ese grito no ha resonado como debía, porque las desigualdades continúan desgarrando a la humanidad.

Lo que impacta cuando nos acercamos a la enseñanza del profeta de Nazaret, es ver con qué insistencia, qué aplomo y qué sabiduría busca detectar las posturas interiores del hombre que originan conductas discriminatorias y ocasionan desigualdad. Me limitaré a algunos ejemplos sacados del evangelio. En Mateo (cap. 19), encontramos el relato del propietario de una viña que contrata obreros a diferentes horas del día pero a todos les da el mismo salario. El salario que se calculaba para cada trabajador era el montante que una familia de aquel tiempo necesitaba para vivir. Evidentemente el patrón ha de enfrentar las indignadas recriminaciones de los que trabajaron desde la mañana y se sienten injustamente tratados. No aceptan esta forma igualitaria de hacer, no quieren ser tratados como los demás. Exigen más. Quieren un trato diferente. No quieren oír hablar de igualdad.

Y aquí está el núcleo de la enseñanza de Jesús. El Maestro de Nazaret quiere hacernos comprender que nunca podremos construir un mundo o una sociedad de personales iguales (mismos derechos, misma dignidad, misma posibilidad de éxito, los mismos medios suficientes para subsistir…) aplicando las reglas de una estricta justicia o una estricta legalidad. Al contrario, deberemos equiparnos con una gran dosis de generosidad y de sensibilidad, como el patrón de la parábola, así como deberían hacerlo los países desarrollados con los países subdesarrollados, los ricos con los pobres, los privilegiados con los excluidos.

Los problemas, las necesidades y las angustias de una gran parte de la humanidad jamás se resolverán con las estrategias de la competencia, las políticas del poder, los acuerdos económicos, las leyes del mercado, o las reglas de una estricta justicia, sino sólo con las actitudes más humanas de sensibilidad, cordialidad, compartir, generosidad y amor que siempre deberían habitar el corazón del hombre, determinar sus decisiones y orientar sus acciones.

La misma enseñanza encontramos en la parábola de los talentos (Mt 25) donde el patrón da a cada uno de sus administradores un montante de dinero diferente para gestionar según sus capacidades. Seguidamente felicita a algunos, no por los resultados obtenidos, sino por la fidelidad, el compromiso y el esfuerzo que han desplegado para hacer fructificar los talentos. Para el patrón de la parábola, sus empleados son admirables, no a causa de los resultados de su trabajo, sino del valor y la cualidad de su persona.

Para Jesús, la misma dignidad y por tanto la igualdad fundamental de todos los seres humanos está basada en el hecho que todos somos hijos del mismo Dios, nuestro Padre, y que por tanto todos somos hermanos, hermanas, iguales, incluso en nuestras diferencias.

Desgraciadamente hay que constatar que la misma Institución eclesiástica que se considera "ejecutora testamentaria" designada de la herencia de Jesús, está lejos de haber asimilado y vivido según los principios de igualdad propuestos por el Maestro de Nazaret. Todo lo contrario. A partir del siglo IV, con la paz de Constantino, los papas y las autoridades religiosas de la época, no dudaron en apropiarse de la estructura jerárquica del Imperio romano para introducirla en la eclesial y construir un sistema religioso enormemente jerarquizado.

A partir de esa época en la Iglesia se comenzó a hablar de jerarquía, orden, rango, autoridad, poder, de clérigos que tienen poder y de laicos que no tienen ninguno. Ese poder (es así como lo conciben las autoridades religiosas) Dios lo confiere a las personas que él mismo ha escogido y llamado a una función de dirección y santificación en la Iglesia. Es un poder "sagrado" entregado a privilegiados que pertenecen a una clase superior, mientras que los "simples fieles" constituyen la masa del pueblo cristiano de clase inferior que sólo existe para obedecer y someterse a los clérigos con autoridad.

De ahí que la sociedad de la Iglesia, por voluntad divina, está formada por personas desiguales. Como abierta y formalmente reconoció el Papa Pio X que, en su encíclica Vehementer Nos (11 feb. 1906) declaró: "Resulta que esta Iglesia es por esencia una sociedad desigual, es decir una sociedad que comprende dos categorías de personas: los pastores y el rebaño, los que ocupan un rango en los diferentes grados de la jerarquía, y la multitud de los fieles; y estas categorías son tan distintas entre ellas, que, solamente en el cuerpo pastoral residen el derecho y la autoridad necesarias para promover y dirigir todos los miembros hacia el fin de la sociedad. En cuanto a la multitud, no tiene otro deber que dejarse conducir y, rebaño dócil, seguir a sus pastores".

Hace tiempo que la Iglesia oficial renegó y dejó de lado la enseñanza de Jesús sobre la igualdad fundamental de todos los humanos ante Dios.  Hoy habría que tener la sabiduría de abolir del lenguaje eclesiástico la palabra "jerarquía", entendida como "poder sagrado". Porque en el pensamiento de Jesús lo que cuenta no es el "poder", sino el "servicio". Y cuando en los evangelios se atribuye a Jesús el "poder", esta palabra nunca designa una facultad para dominar o someter a los demás, sino siempre la capacidad de Jesús de curar, expulsar el mal, liberar a los seres humanos de todo lo que los oprime y les impide vivir plenamente. El poder de Jesús es una fuerza que libera y salva. Eso significa entonces que todo poder, toda autoridad, toda estructura jerárquica que no sea liberadora no es compatible con el evangelio de Jesús: porque es antievangélica.

El "poder" crea desigualdades; sólo el servicio es capaz de hacer iguales a los hombres.

Es lo que Jesús, en el evangelio de hoy (Mc.10, 42-45) quiere hacer entender a Santiago y Juan, esos dos discípulos fogosos y autoritarios (que había apodado los hijos del trueno) que aspiran ocupar los primeros puestos de poder: "Ustedes saben, les dice Jesús, que los jefes de las naciones actúan como dictadores, y que los grandes de este mundo abusan de su autoridad; pero que entre ustedes no sea así. El que quiera ser grande que se haga servidor de todos".

A la voluntad de poder, Jesús opone la voluntad del servicio. El verdadero discípulo debe aspirar, no a tener poder sobre los demás, sino a estar al servicio de los demás.

Según el Maestro, en esta actitud de servicio reside la verdadera grandeza del hombre, y a través de ella que se manifiesta como verdadero hijo de Dios. Al contrario, el que aprovecha su poder para levantarse por encima de los demás, para crear desigualdades, para oprimir a los demás, se transforma en un despreciable e insignificante ser, que ha deformado completamente la semejanza con Dios.

Y así, en la generosidad, el compartir, el amor y el servicio a los otros se implementan, en el pensamiento de Jesús, las fuerzas de salvación que tienen el "poder" de construir un mundo más justo, más igualitario y finalmente más humano.

Bruno Mori

(Traducción de Ernesto Baquer)



LO QUE DIOS HA UNIDO … Mc 10,2-16

 ...O LA APOLOGIA DE LA MUJER

(27° dom to B)


En la cultura judía del tiempo de Jesús nadie cuestionaba el que un hombre casado pudiera, unilateralmente repudiar a su mujer. Era una práctica casi normal. Si había alguna discusión sobre esa práctica, no era sobre el principio del repudio en cuanto tal, sino sobre  las razones válidas para tomar tal decisión. En aquel tiempo, en los hechos, un hombre podía echar de la casa a su mujer por cualquier motivo. Bastaba con que hiciera algo desagradable a los ojos de su marido: una comida mal cocinada; un alimento quemado; que hablara con un desconocido fuera de la casa, o estar sin velo con los cabellos al viento…

En aquella época, ser abandonada por su marido, era para una mujer la peor de las catástrofes. Era una mujer deshonrada y destinada a la muerte social y, también con frecuencia, a la muerte física, porque se encontraba sin estatus social, sin respaldo, sin protección y sin medios de subsistencia. No hay que olvidar que, entonces, la mujer era totalmente dependiente y a merced de su marido. Se estaba muy lejos del movimiento de liberación de la mujer, de la paridad de derechos, de los derechos de la persona, de la igualdad de sexos.

En la sociedad judía del tiempo de Jesús, como todavía hoy en la mayoría de países musulmanes, las mujeres no salían solas y se ocupaban exclusivamente del hogar, del marido y de los hijos. Eran o las sirvientes, o las esclavas de su cónyuge que tenía pleno poder sobre ellas. No se las consideraba como personas adultas y responsables, sino como menores que necesitan siempre ser vigiladas, dirigidas y controladas. Sólo el marido tenía capacidad de razón. Por tanto, podía reprimirlas, castigarlas, sancionarlas, golpearlas y finalmente expulsarlas de su casa, si le parecía bien.
Aquí Jesús se levanta con toda la fuerza de su autoridad para condenar esa mentalidad machista y opresiva. En este texto evangélico, Jesús pone las bases de la lucha por la liberación de la mujer. Condena toda forma de dominación, superioridad, hegemonía y preeminencia del hombre sobre la mujer. Afirma que, si la ley mosaica parecía favorecer a los hombres, dándoles el poder de mano dura contra sus esposas, eso era por una concesión a la brutalidad incurable de los machos y a la dureza de su corazón.

La ley mosaica prefería considerar una vía de salida para la mujer casada, dejarle una puerta abierta, más que obligarla a sufrir indefinidamente las agresiones o la violencia de su marido y condenarla así a una vida de infierno. Jesús afirma que la Ley mosaica es un mal menor, una concesión a la barbarie de esos hombres primitivos, pero no es así como Dios ve y quiere las relaciones entre hombre y mujer. "Al principio, cuando Dios creó el hombre y la mujer, no era así como sucedía", subraya el Maestro.

Jesús se levanta contra ese absurdo jurídico, inventado por hombres y para los hombres, que les permite despedir de manera unilateral a su esposa y que no permite a ella hacer lo mismo. Jesús busca hacer comprender a los machos de su tiempo, que esta Ley mosaica ratifica la peor de la injusticia, porque ante Dios, afirma Jesús, el hombre y la mujer tienen la misma naturaleza, la misma dignidad, la misma grandeza humana y por tanto los mismos derechos y las mismas obligaciones. Dios, al principio, hizo al ser humano hombre y mujer, advierte Jesús. Son a la vez semejantes y diferentes. Son como las dos caras de una misma moneda. No hay una cara que valga más que la otra o sea más importante que la otra. Las dos tienen exactamente el mismo valor. No las podemos pensar separadas. No son dos, sino uno, insiste Jesús. Existen para ser y permanecer juntos, para completar, para remunerar conjuntamente el precio de la vida y la alegría de vivir.

Aquí Jesús nos dice que la fuerza que consigue que un hombre y una mujer sean capaces de romper los lazos de sangre que los unen a sus padres para unirse a un compañero extraño y formar un solo ser y un solo cuerpo con él, evidentemente no es el oportunismo, las alianzas de clan o de partido, ni el impulso de la pasión, ni la atracción del placer o la búsqueda de seguridad, sino únicamente el poder del amor. Al amor, el más sublime y extraordinario de los estímulos espirituales de que somos capaces los humanos, surgido de la Energía interior que brota en nosotros, de la Fuente de todo ser que llamamos Dios, al amor, se le ha confiado la tarea de soldar juntos a la pareja humana.

Jesús nos enseña que no sólo la fuerza divina del amor es la que, en la pareja humana, transforma la unión de los cuerpos en unión de corazones y espíritus, sino también que este amor, que debemos desarrollar continuamente, es también el que finaliza con las relaciones de pareja que llevan la marca de la discriminación, el poder, la dominación, la superioridad, la humillación, la explotación y la violencia.

Jesús ha venido a revelarnos que, en cuanto humanos, somos vectores privilegiados de la energía divina del amor. Pero también él nos ha dicho que este amor es difícil de vivir a causa de la "dureza de nuestro corazón"; es decir, a causa del estado imperfecto de nuestra naturaleza que todavía no alcanzó la perfección evolutiva necesaria para realizar un amor de tal calidad. Estamos todavía en los comienzos de nuestra evolución humana. Somos todavía seres primitivos, rústicos, apenas esbozados, todavía no plenamente formados y por tanto incapaces de tocar, en el piano de nuestra vida, con éxito, soltura y brillo, la maravillosa partitura del amor que nos ha confiado Dios. Tocamos a los manotones, pero el amor se gasta y se pierde.

Y la pareja se descompone: por las circunstancias de la vida, la inestabilidad de nuestros sentimientos y la debilidad de nuestra condición humana expuesta a los vaivenes de nuevos encuentros y de nuestros cambios interiores. Entonces la separación y el divorcio se convierten en inevitables e incluso necesarios; y toda sociedad debe contemplar esta conclusión, aceptarla y legislar sobre esa posibilidad, a fin de que la vida de la pareja (y el matrimonio) no se transforme en una horrible prisión en la que las personas lleguen a sufrir una convivencia insoportable y a veces un infierno.

Este texto del evangelio no es, por tanto, una apología de la indisolubilidad del matrimonio, como cierta exegesis católica nos ha hecho creer, sino una apología de la condición femenina. Aquí Jesús se levanta contra la discriminación, la opresión y la violencia a las que los hombres han sometido a las mujeres. Aquí el Maestro de Nazaret aboga a favor del amor tierno, fiel, respetuoso y duradero en la pareja. Aquí el Nazareno revoca y condena todas las leyes, prácticas y costumbres patriarcales inventadas por los hombres y que sólo sirven para justificar su comportamiento opresivo, egoísta y dominador. Aquí Jesús quiere devolver dignidad, nobleza, respetabilidad, valor y derechos a las mujeres. Las mujeres llegarán a ser sus mejores amigas y colaboradoras. Por eso las mujeres lo aman y lo rodean.

De ahora en adelante, las mujeres descubrirán su excelencia en la doctrina de Jesús, y por siempre extraerán de sus palabras los principios de su liberación y su dignidad.

Bruno Mori


(Traducción de Ernesto Baquer)

LA VERDADERA GRANDEZA DEL HOMBRE - Mc 9, 30-37

( 4° Cuaresma A)


Las culturas y civilizaciones antiguas fueron gobernadas, en su gran mayoría, por regímenes absolutos, dictatoriales y totalitarios, y las estructuras de mando fijadas siempre según una estricta escala jerárquica de influencia, importancia y poder. La sociedad de los "grandes" y "poderosos", integrantes de esa estructura jerárquica (reyes, emperadores, jefes militares, sacerdotes, nobles, señores) tenía el poder, hacía las leyes, tenía todos los derechos, mandaba. Los que estaban fuera de la estructura jerárquica, la masa de la gente ordinaria, no tenía ningún derecho y sólo podía obedecer y someterse. Sólo eran servidores.

En las sociedades antiguas del tiempo de Jesús, se consideraba normal que la "plebe", el "pueblo llano", fuera utilizado, explotado, esclavizado, oprimido, para que los "grandes" pudieran mantener su poder, sus privilegios, acrecentar su riqueza y realizar sus ambiciones. También se consideraba completamente normal la esclavitud: que seres humanos pudiesen ser menos humanos que los otros; pudiesen ser comprados y poseídos, como se compra y posee un objeto, un bien, un animal, totalmente a merced de las necesidades, la voluntad y los caprichos de sus propietarios.

Salvo raras excepciones (la Grecia antigua del siglo VI a.c.), el mundo antiguo, en general, y el mundo del Medio-Oriente en particular, no conocía la democracia. Las culturas antiguas no tenían ni idea de la igualdad fundamental de todos los humanos, de la igualdad de sexos, del valor inalienable de la persona y del respeto que se le debe. No conocían la Declaración universal de los derechos del hombre, la Carta de los derechos y libertades. Los principios humanitarios y las nociones afirmadas en esos documentos son conquistas bastante recientes de la sociedad moderna, sobre todo occidental (siglo XVIII), y todavía lejos de ser universalmente reconocidas y aplicadas en el mundo actual (pensemos en las leyes de los estados islámicos).

En tiempo de Jesús, por tanto, para ser alguien, había que entrar en la lista y en la jerarquía de los grandes, en las estructuras del poder. Sin eso tú no eras nadie, tú no eras nada. Eras un ser sin identidad, sin valor, sin defensa, sin seguridad, preso de la crueldad, la rapacidad y las decisiones arbitrarias de los poderosos. Por ello, en la sociedad judía del tiempo de Jesús, el protocolo de precedencias, que resolvía el lugar de cada uno en la jerarquía de la gente con autoridad, así como el deseo de formar parte del número de los grandes, tenía tanta importancia. En efecto, este protocolo impregnaba todas las manifestaciones tanto profanas como religiosas de la vida corriente. Había una jerarquía, un orden y precedencias a respetar en todas partes: en las reuniones del Sanedrín, la sinagoga, las asambleas del Templo, la administración de la justicia, los lugares de la mesa, los encuentros en la calle, las señales de respeto, los saludos…

No sin razón en el evangelio de Marcos (9, 30-37) los compañeros de Jesús hacen planes, traman, planifican estrategias que les permitan, también a ellos, sentarse un día, en la corte de los grandes de este mundo.

Aunque lo llamen "Maestro", Jesús pertenece al pueblo llano sin voz y sin derechos, nació entre la gente pobre y sencilla, sigue entre ellos. Frecuenta casi exclusivamente a los mal-vistos y despreciados. Es parte de una sociedad de explotados, excluidos, de gente sin valor, sin dignidad, sin protección. ¡Ese es su pueblo! Sin embargo, en el pensamiento de Jesús, ese pueblo de pequeños está compuesto de gente bien grande, con una grandeza que no se puede comparar con la grandeza de los "grandes" de este mundo. Son grandes porque todos son hijos de Dios, amados de su Padre, porque tienen un gran corazón, porque son libres interiormente, y por tanto prontos a cambiar, a evolucionar; porque poseen un potencial extraordinario, aspiraciones, esperanzas… como para que Jesús reconozca en ellos los auténticos constructores del Reino de Dios en la tierra.

Durante su vida, en contacto con ese pueblo y con su Dios, Jesús descubre que la verdadera grandeza del hombre no está en el poder que ejerce, sino en el amor que da; que el hombre es grande no cuando manda, sino cuando ama; no cuando es autoridad, sino cuando es amor.

Jesús comprende que toda la grandeza del ser humano consiste en su capacidad, no de distanciarse, sino de aproximarse a su semejante y de ser para él una fuente de alegría y felicidad. Para Jesús el hombre es más grande, no cuando cree tener más derechos que los demás, cuando se cree superior a los demás, más poderoso, más importante que los demás, sino cuando se reconoce igual a los demás, capaz de empatía, atención, compasión, respeto, escucha, disponibilidad, solidaridad y servicio. Para Jesús, el hombre es grande y realmente completo en su humanidad, no cuando vive para sí, sino cuando vive y existe para los demás.

En su Reino, es decir en la comunidad de sus discípulos, los valores se invierten: los primeros lugares, los honores, los aplausos se reservan a aquellos y aquellas capaces de ocupar los últimos lugares, para resaltar la presencia de sus hermanos más pequeños.

Este texto de Marcos presenta a Jesús como un maestro que instruye a sus apóstoles sobre el sentido y el contenido de la auténtica grandeza humana: "¿Quieren ser grandes? ¡Háganse pequeños! ¿Quieren ser primeros? ¡Sean los últimos! ¿Sueñan con la autoridad, la nobleza, la admiración, el prestigio? ¡Conviértanse en servidores de todos, acojan a todos y derramen a su alrededor ternura y amor! Porque así actúa mi Dios; y sólo así ustedes serán como El y serán sus hijos de verdad. ¡Y así serán verdaderamente grandes a los ojos de los hombres y a los ojos de Dios!"

Y para dar más impacto al contenido de su enseñanza, Jesús lo visualiza y dramatiza, por así decirlo, con la presencia de un niño al que aprieta tiernamente en sus brazos: ¿Ven a este niño? - nos dice, es el símbolo y la encarnación de todos los pequeños, débiles, indefensos, insignificantes, que no tienen importancia, que no son dignos de atención, que se encuentran en una situación de inferioridad, vulnerabilidad y dependencia total.  Bien, hagan como yo, ábranles vuestros brazos, apriétenlos contra su corazón, acojan en vuestra vida todos aquellos a los que representa este niño. Sean para ellos hermanos queridos y servidores atentos. Ustedes serán grandes e importantes sólo si, en vuestra vida, son capaces de dar el primer lugar a los que no son grandes ni importantes.

Entonces serán una fuente de asombro y atracción; serán ustedes ejemplos fascinantes de una humanidad completa. Y los que los rodeen descubrirán en ustedes la misma grandeza del corazón de Dios.


Bruno Mori

(Traducción de Ernesto Baquer)



UNA SOCIEDAD DE SORDOMUDOS - Mc 7, 31-37

(23º  Dom  to  B)


Los relatos del Evangelio que la liturgia nos propone cada domingo generalmente no tienen como fin informarnos sobre lo que Jesús hizo en cierto periodo de su vida. Si ese fuera el caso, el contenido de los Evangelios no tendría valor ni interés para nosotros. Porque, en definitiva ¿en qué, lo que hice, actuó o realizó un individuo que vivió hace dos mil años, puede concernirme? Los relatos de los evangelios no nos interesan por su valor histórico, sino por su valor simbólico. Eso significa que los relatos de los Evangelios nos interesan no por lo que nos revelan, sino por lo que nos esconden; no tanto por lo que nos cuentan abierta y directamente (su contenido material o literario), sino por lo que nos dicen indirectamente. En otras palabras, en los Evangelios, lo que cuenta no es la historia o la anécdota, sino el sentido, el significado o el mensaje que, a través del relato en cuestión, quieren transmitirnos. De ahí que, lo que importa descubrir, sea su sentido y su mensaje.

El Evangelio de hoy nos lleva, con Jesús, a pleno territorio de la Decápolis, esa región muy poblada al Este de Palestina (al sur de la Siria actual), en la que, en tiempos de Jesús, existía una veintena de pueblos ciudades, bastante cercanas unas de otras, muy habitadas y con una intensa actividad comercial y vida económica. Por tanto, estamos aquí lejos de la paz, la calma y la relativa tranquilidad de Galilea y su hermoso lago.

El Evangelio  de hoy quiere sumergirnos en un clima  familiar para nosotros, y crear un escenario conocido, porque es el medio en que fluye nuestra vida cotidiana: prisa, carreras, ritmos frenéticos, colas en rutas, tráfico exasperante, ruido, confusión, nervios, constante preocupación por el lucro y el éxito, obsesión por la eficacia, urgencia de la productividad, necesidad de consumir; la violencia y el acoso físico y psicológico del trabajo, la fatiga crónica, la depresión, la indiferencia general, el miedo a los demás, la desconfianza; de ahí la cerrazón sobre nosotros mismos, la insensibilidad, la incomunicabilidad, el diálogo de sordos…

¡Sí, es verdad! En nuestra vida diaria, a causa de las condiciones de vida que hemos creado, del estilo de vida que hemos adoptado, del tipo de relaciones que hemos establecido y del género de sociedad que hemos inventado, todos nos hemos convertido en ciegos, sordos y mudos. No vemos más, no escuchamos ni comprendemos más, no dialogamos más. ¿No es verdad que, en cierto sentido, todos hemos llegado a ser sordos? Vamos tan rápido, estamos siempre tan presionados, tan absorbidos por nuestros asuntos, que hemos perdido la facultad y la capacidad de escuchar. Ya no sabemos escuchar a nadie: ni a nosotros mismos, ni a los demás ni a (la voz de) Dios.

No sabemos ni escucharnos a nosotros mismos: ya no tenemos tiempo de escuchar las necesidades de nuestra inteligencia ni las aspiraciones profundas de nuestro corazón y nuestro espíritu. Vivimos siempre en la superficie o al exterior de nuestro ser, y nunca en el interior. Y por ello, no nos conocemos; somos extranjeros en nuestra propia casa. Nunca hemos descendido a nuestro propio interior, a las profundidades de nuestro ser donde se esconden nuestras verdaderas riquezas y se contiene la mejor parte de nosotros mismos. A causa del ruido que nos rodea, de la falta de tiempo o de disponibilidad, del hecho que nuestra atención está siempre alejada de lo esencial y girada hacia lo contingente y lo material, todos nos hemos vuelto sordos a los llamamientos que surgen del interior de nosotros mismos y que nos invitan a realizar una forma de existencia más completa por ser más humana y más espiritual.

Tampoco sabemos escuchar a los demás. Seamos honestos, ¡somos una generación de sordos! Oímos quizá, pero ya no escuchamos. ¿Cuántos padres son capaces de sentarse, de detenerse para escuchar de verdad a sus hijos? ¿Cuántos padres son sordos frente a sus adolescentes, que sin embargo les hablan, a través de sus gestos, su inseguridad, sus estupideces y sus torpezas; o a través del lenguaje indirecto y a menudo inconsciente, de sus insatisfacciones, sus rebeliones, sus necesidades, sus ¡gritos y sus lágrimas!

Sólo escuchamos lo que nos interesa y cuando nos pueden aportar provecho o ventajas. Pero hemos perdido la capacidad de escuchar con el corazón. Lo que significa que hemos perdido la capacidad de la escucha positiva, gratuita; de la escucha amistosa, desinteresada; de la escucha amorosa, hecha para dar placer al otro, para acoger al otro, para valorarlo, para enriquecernos con el otro. ¿Escuchamos de verdad a nuestro cónyuge, amigos, compañeros de trabajo, nuestros viejos?

Y cuando digo "escuchar" quiero decir "prestar atención" a lo que dicen, asimilar lo que dicen, bajar sus palabras, no sólo a nuestro espíritu sino a nuestro corazón, para que ellas puedan suscitar una reacción de simpatía, de calor y de sincera participación en nosotros. Sin eso, nuestras conversaciones no son más que monólogos o diálogos de sordos. Saber escuchar es, a fin de cuentas, una de las más bellas formas de amar. La capacidad de escuchar es una cualidad tan escasa hoy, que los individuos que la poseen, se convierten en las personas más buscadas y amadas.

Y puesto que ya no sabemos escuchar, también somos incapaces de hablar, de comunicar, de dialogar. Somos sordos que hablan a otros sordos. Por tanto, hablamos inútilmente. Hablamos, pero a menudo para no decir nada. Y no sólo porque, al vivir en la superficie de nosotros mismos, nos falta profundidad y no tenemos nada realmente interesante, importante y válido que decir, sino también porque el interlocutor está demasiado apresurado y distraído para captar e interiorizar lo que decimos. Hablamos de la lluvia y del buen tiempo. Hablamos para decir banalidades. Hablamos para llenar de ruido los silencios incómodos. Hablamos sin decir nada. Sin darnos cuenta, ¡nos hemos convertido en mudos!

Entonces ¿quién de entre nosotros podrá decir que no necesita curación? Todos somos ese sordomudo que presentan a Jesús para que lo cure. Pero Jesús sabe que para devolverse sus facultades, la única cura válida es la de sacar a ese desgraciado del ambiente ruidoso y avasallador de la Decápolis; de alejarlo del estrés de la vida, de las presiones del trabajo y de la actividad; es darle la posibilidad de enlentecer los ritmos y las cadencias infernales que carcomen su vida desde dentro y le impiden "abrirse" al placer de la escucha y el diálogo con el mundo que lo rodea.

De ahí por qué, en el texto evangélico de Marcos, dice que para curar al sordomudo, Jesús debe llevarlo aparte, lejos de la muchedumbre, a un lugar solitario. Sólo entonces el enfermo será capaz de "abrirse" y de escuchar finalmente, en el asombro y la alegría, la melodía del mundo a su alrededor, así como la extraordinaria novedad del mensaje de Jesús.


Bruno Mori


(Traducción de Ernesto Baquer)

ESTE JESUS, QUE HA SIDO TENTADO … Mc 1,12-14

( 1°  dom. cuaresma B)


Para significar la importancia que la predicación de Jesús tuvo para los cristianos de su tiempo, los autores de los evangelios rodean los inicios de la vida y el ministerio público de Jesús de todo tipo de hechos extraordinarios.

En el texto de Marcos Jesús acaba de ser bautizado por Juan, y al salir del agua vio que los cielos, el lugar de residencia de la divinidad, se abrieron y, por esa brecha, el Espíritu de Dios bajó sobre él y lo llenó con todas las energías y virtualidades de su presencia. Mientras eso se produce, Jesús oye una voz del cielo que le dice que es el hijo queridísimo en quien Dios ha puesto toda su confianza.

Existe aquí como una especie de violencia ejercida por el Espíritu con respecto a Jesús. Así como los evangelios describen otros individuos como poseídos, forzados, sacudidos por el demonio, Jesús está poseído, forzado por el Espíritu de Dios. Desde el comienzo de su misión, se presenta a Jesús como el hombre que actúa bajo el poder del Espíritu de Dios. Y el primer regalo del Espíritu es despojar al hombre Jesús de sí mismo y crear a su alrededor las condiciones que le permitirán llegar a ser, por así decirlo, el "contenido" perfecto del Espíritu de Dios. Bajo su presión, Jesús ha de vaciarse de todo lo que, en su vida de hombre, pueda ser contrario a los movimientos del Espíritu o un obstáculo al poder total del Espíritu en su existencia. Es preciso que, en su vida el hombre Jesús acepte desembarazarse para siempre del espíritu del hombre, para en adelante reemplazarlo por el Espíritu de Dios.

En efecto, como todo hombre, Jesús también lleva en él las debilidades, límites, instintos, impulsos, ambiciones y codicias que son el lote de nuestra humanidad. El tiempo del desierto es el tiempo que el Espíritu de Dios da a Jesús para convertirse en "el hijo queridísimo" y en el hombre totalmente impregnado y transparente a su acción. Por tanto, en el desierto Jesús ha de elegir. Debe decidir la orientación que quiere dar a su vida. ¿Vivirá vuelto hacia Dios o vuelto hacia sí mismo? ¿Trabajará para que Dios y su Espíritu reinen en el mundo o dejará que el mundo sea dirigido por la codicia y el espíritu corrompido del hombre? ¿Se implicará en la salud de la humanidad o refrendará fatalmente su pérdida?

Jesús tiene enormes posibilidades. Es un hombre de cualidades y dones extraordinarios. ¿Los utilizará para construir su propio pedestal? ¿Para obtener poder, gloria, prestigio, honores? ¿Para erigirse sobre los demás, usarlos y explotarlos en beneficio propio, como hacen los grandes personajes de este mundo que buscan tan sólo su éxito? ¿O renunciando a todo, olvidando lo que pueda sentir o desear, confiando únicamente en Dios, dócil y sensible a su presencia, elegirá dejarse guiar e inspirar únicamente por las sugerencias y llamadas que surgen de las profundidades de su ser, allí donde reside el Espíritu de Dios que quiere habitarlo totalmente y ser el soplo que inspire y oriente toda su actividad y toda su vida?

El evangelista Marcos parece querer que entreveamos esa lucha, cuando dice que Jesús, en ese largo momento de desierto, está tironeado entre el mundo de Satán, representado por las bestias salvajes en medio de las que vive, y el mundo de Dios, representado por los ángeles que vienen a servirlo.

No imaginemos que el relato de las tentaciones de Jesús sea un artificio literario del evangelista. A todo lo largo de su vida, Jesús fue tentado por la seducción de la superioridad y del prestigio que le habrían permitido acceder a ese poder que se confunde con el de Dios. Y si rechaza con energía sucumbir a él, es porque previamente ha tenido que convertirse.

Por eso adopta la actitud contraria: la de borrarse, la de la sencillez, la pobreza, la disponibilidad, la de la entrega de sí mismo, la del servicio. Pedirá a los que cure, que sean discretos y se callen sobre ello, para no crear movimientos populares de entusiasmo fácil. Y cuando Pedro quiera apartarlo del camino de Jerusalén, que será el del enfrentamiento con las autoridades y finalmente el de su muerte, lo rechaza enérgicamente: "¡Aléjate de mí, Satanás! Tus perspectivas no son las de Dios". En el huerto de Getsemaní Jesús siente "temor y angustia", al acercarse su detención. Y la suprema tentación, será la de desesperar de Dios en la cruz: "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"
Sí, a todo lo largo de su vida y hasta en la muerte, Jesús tuvo que luchar contra sí mismo, contra su humana naturaleza que lo empujaba hacia la facilidad. Ser el Hijo queridísimo, vivir como Hijo queridísimo, no fue un camino de rosas.

Esa lucha incesante para vivir como hijo de Dios, es también la vuestra, nos dice Jesús. Debemos ponernos a ello con urgencia: "Conviértanse y crean en la buena noticia", proclamará.

Convertirse, cambiar nuestra manera de pensar, de concebir y orientar la existencia; cambiar nuestra forma de entender la felicidad; cambiar el carácter frecuentemente egocéntrico de nuestras relaciones; rever la conveniencia de nuestras dependencias y compromisos; reconsiderar las prioridades de nuestros valores, para realizarnos un ser de mejor calidad, viene a ser el programa constante de una vida de discípulo, y, ciertamente, el objeto de nuestros esfuerzos y nuestros combates en este tiempo de Cuaresma.


Bruno Mori


(Traducción de Ernesto Baquer)