dimanche 16 juin 2019

TOMÁS, EL DISCÍPULO QUE CONFIÓ EN JESÙS



Algunas reflexiones provocadas por la lectura del evangelio del 2º domingo de Pascua 
(Jn 20,19-31)



Desde tiempos inmemoriales o, al menos, desde el neolítico hasta la edad media, las religiones fueron las únicas “fábricas” de cultura, de ciencia y de conocimientos. Se presentaron como las únicas instituciones o instancias “académicas” capaces de proporcionar explicaciones y respuestas a las grandes preguntas que los humanos nos planteamos sobre nuestro origen, el del Universo, la naturaleza de los fenómenos naturales que observábamos, la presencia del sufrimiento y del mal, el sentido de la vida, de la muerte y de la vida después de la muerte, etc.

Para responder a estas preguntas, las religiones, que no tenían más conocimientos que los demás humanos, recurrieron a la ficción, elaborando relatos e historias que seducían la imaginación y proporcionaban escenarios en los que la gente sencilla e ignorante encontraba respuestas que los tranquilizaban y permitían atravesar las vicisitudes de su existencia sin angustiarse demasiado.
Con el tiempo, las religiones para afirmar y asegurar su poder y autoridad, exigieron de sus fieles considerar estos cuentos y relatos, no como historias inventadas, sino como verdaderas historias, como hechos reales, que se habían producido realmente en un momento dado de la historia del mundo.

Existen tantos relatos y cuentos (llamados también “mitos”) cuantas son la  religiones y sectas sobre los cinco continentes del Planeta. Cada una inventó sus mitos y cada una promete la verdad de las historias que cuenta.

La religión judeo-cristiana produjo también su lote de relatos ficticios que se encuentran por todos lados, tanto en la Biblia como en las doctrinas y los dogmas de la religión cristiana.
La cuestión es que la religión pide a sus adeptos creer en la verdad objetiva de estos relatos. Entonces la fe de los fieles consiste en la adhesión de su inteligencia a esos cuentos. Una fe que se ha convertido en la condición básica de su pertenencia a la religión, su ortodoxia y su salvación eterna. Para la Iglesia, es esencialmente esta actitud cerebral e intelectual la que cuenta, la importante y la que salva, más que la conducta honesta, virtuosa, inspirada por la bondad, la compasión y el amor. Giordano Bruno y  Gerónimo Savonarola fueron quemados como herejes por la Inquisición romana no porque tuvieran mala conducta, sino porque se atrevieron a cuestionar determinados puntos de la doctrina y la fe católica.

Pero hay más: para la religión, esta aceptación intelectual de los relatos que inventó y que propone, solo es “fe” auténtica, solo si uno adhiere a ellos «ciegamente», es decir, sin dudar, sin discutir, sin plantearse preguntas, sin reflexionar y, todavía mejor, sin comprender. Es una fe que se dirige a la inteligencia de la persona, pero que, al fin, no necesita la aprobación de la inteligencia, sino sólo la de la voluntad del individuo: yo quiero creer, acepto creer, aunque no comprenda, aunque me parezca inverosímil y absurdo. A tal punto que algunos teólogos de la Iglesia llegaron a afirmar que cuanto más difícil es la fe, más “meritoria” es a los ojos de Dios. Lo que quiere decir que creer en las absurdidades planteadas por la religión, constituye el summum de la virtud y la santidad cristianas.

Es este tipo de fe lo que la Iglesia sigue pidiendo a sus fieles. No eres católico, no estás con la sana ortodoxia y por tanto, no estás en estado de gracia y de salvación, si no tienes y compartes entera y totalmente la fe de la Iglesia: es decir, si no consideras como auténtica, histórica verdad todo lo que la Iglesia te propone creer.

Ahora bien, esta fe cerebral exigida por la religión, es una actitud interior fundamentalmente estéril, porque casi nunca consigue aportar una contribución positiva a la calidad de vida del “creyente” y a cambiar a mejor su persona.

En efecto, la vida concreta y real de una persona no afectada y cambiada cuando le proponen a su inteligencia verdades abstractas en las que creer, sino más bien cuando se confronta a una relación afectiva o a un sentimiento que toca y hace vibrar las cuerdas más sensibles de su corazón. Dicho de otra manera: el comportamiento y la vida de una persona son más transformadas por los gestos y las palabras que se dirigen a su sensibilidad y su corazón, que por los datos e informaciones abstractas que una religión u otra organización puedan acumular en su cerebro.

Por eso, en los evangelios, Jesús, que no amaba demasiado la religión y todavía menos los métodos utilizados por ella, no se dirige nunca a la inteligencia sino siempre a los sentimientos de las personas; jamás al cerebro, sino siempre al corazón. Nunca propone verdades a creer, sino únicamente actitudes que tener. Nunca está obsesionado, como la religión, por la verdad, sino por la caridad. No se preocupa de saber si la gente que lo rodea creen o no en la verdad de lo escrito en la Torah o en lo que predican los rabinos. Lo que le interesa es saber si las gentes a las que se dirige están dispuestas a cambiar su vida, a ser mejores personas, a dejarse guiar por los impulsos del servicio, la compasión, la fraternidad y el amor, en vez de los del egoísmo, el poder, y de la competición.

Jesús nunca pide a sus discípulos creer en la verdad de los relatos bíblicos o en el contenido de las doctrinas enseñadas por la religión de su tiempo, pero siempre pide creer en él, confiar en él, en su palabra, su enseñanza, sus intuiciones, sus proyectos, su forma de concebir a Dios. Nunca pide la fe abstracta, intelectual, estéril y fría de la religión, sino siempre y únicamente la confianza. Una confianza que surge de la calidad calurosa y amorosa del encuentro entre el discípulo y su Maestro. Encuentro capaz de encender en el discípulo el deseo de abandonarse en las manos de su Maestro y de confiarle la suerte y la orientación definitiva de su existencia.

Jesús nos pide que confiemos en él cuando anuncia que sólo el amor es la fuerza capaz de transformar el mundo, transformar nuestras relaciones y transformar nuestras vidas. Pide que confiemos en él cuando nos dice que el Amor es el Misterio último y la Energía profunda que sostiene y penetra toda la realidad, y que nadamos y vivimos en este Amor; y que en adelante es el amor quien ha de dirigir, orientar y colorear todas nuestras acciones y todas las formas de relación que entablemos con las criaturas que nos rodean.

De hecho, nuestra condición cristiana y nuestro estado de discípulos de Jesús de Nazaret no nos pide ninguna fe “religiosa”, sino solo una actitud de confianza en el cómo nuestro Maestro y nuestro Señor. Y eso, porque, por la confianza que le tenemos en él, estamos convencidos que también es nuestro camino más fiable y seguro para llegar a una hermosa realización de nuestra humanidad y al encuentro amoroso con el Misterio de Dios.

Por tanto, la vida cristiana, o mejor la vida de un cristiano, no se basa en la fe-creencia, sino en la fe-confianza. El cristiano no vive de fe, sino de confianza. Lo que nos hace discípulos es la confianza que hemos puesto en Jesús. En la confianza, el corazón del discípulo se siente completamente seguro, sosegado y a gusto cerca del corazón de su Maestro. En la confianza, el discípulo sabe y siente que se le permite reclinar su cabeza sobre  el corazón de su Maestro y, como el discípulo que Jesús amaba en la última cena. En el amor-confianza, en discípulo sabe y siente que puede atreverse a prometer à su Maestro, que jamás lo traicionará, que siempre se alimentará del pan de su palabra y que beberá en la copa de su espíritu; que jamás se alejará de él y que, pase lo que pase, él, su Maestro, estará siempre presente y vivo en su alma y en su corazón para que dirija y culmine su existencia.

En el episodio de Tomás, los apóstoles, que aquí representan la religión institucional, se dirigen a la razón de Tomás y le piden que se una a ellos para admitir la realidad física de la resurrección de Jesús. Sin embargo, Tomás, fiándose de su sola inteligencia, no consigue aceptar la verdad de ese hecho. Su razón le impide admitir la posibilidad de que una persona ejecutada en una cruz y sepultada durante tres días, pueda salir de nuevo viviente de su tumba, con un cuerpo intacto y en plena salud. Tomás no se avergüenza en admitir, delante de sus compañeros crédulos, que él no es capaz tener su tipo de fe. Para creer como ellos, necesitaría poder meter su mano en las heridas abiertas en la carne del crucificado vuelto a la vida. Cosa claramente impensable.

No fue por tanto ese tipo de fe religiosa que exige creer en lo increíble y lo absurdo, la que viene en ayuda de Tomás y lo lleva a convencerse de que su amado Señor y su Maestro está siempre vivo. No fue la fe, sino la confianza, lo que permitió a Tomás “ver” al Señor, comprender y convencerse que estaba verdaderamente vivo.

Desde hacía tiempo Tomás puso su vida en las manos de Jesús de Nazaret, un poco como Jesus l que, antes de morir, abandonó la suya en las manos de Dios. Jesús llenó de sí mismo la vida de Tomás, y la había transformado completamente. De forma que Tomás, en contacto con Jesús, se había convertido en otra persona. A veces Tomás tenía la impresión de haberse convertido en el reflejo, la copia, el doble de su Maestro. Incluso llegó a pensar que el sobrenombre de “dídimo” (el “gemelo”) que le pusieran à Tomás desde su infancia, le calzaba perfectamente y que era quizá una especie de presagio o profecía de su destino futuro.

Tomás tenía la sensación de que Jesús formaba parte de él, que vivía en él y que él vivía de Jesús, como de todos los valores y riquezas de sabiduría, espiritualidad y humanidad que el Maestro le había transmitido.
Acontecimientos trágicos habían puesto fin a la presencia física y corporal de Jesús en este mundo, pero Tomás no estaba apegado primordialmente a esta forma de presencia de Jesús. Tomás sabía y sentía poseer la mejor parte de Jesús, esa parte que ningún drama, ninguna catástrofe, ninguna muerte jamás podrían quitarle. Poseía el espíritu, el corazón, los valores de Jesús.

Caer en la cuenta de todo ello, hizo comprender a Tomás que, para creer, no necesitaba poner sus dedos en las llagas abiertas del Crucificado. Tomás tuvo la inquebrantable certeza de que su Maestro estaba siempre con él, que vivía en él, y que mientras él viviera, incluso Jesús viviría y seguiría vivo y activo en su vida, en el mundo y en la comunidad de los hermanos.

Por ello, sumergido en la profundidad, la intensidad y la autenticidad de esa experiencia interior de comunión y simbiosis con Jesús, echa posible por la relación de confianza y amor que existía entre él y su querido Maestro, Tomás acabó por tocar con sus manos, por ver con los ojos de su corazón y por captar con las antenas de su espíritu, la realidad y la verdad de la presencia del Crucificado muerto, pero siempre vivo.

Finalmente, este relato sobre la incredulidad aparente de Tomás, fue escrito para que los cristianos de todos los tiempos realicemos que el Señor Jesús está realmente vivo y resucitado, pero tan sólo para aquellos y aquellas que confíen en él como para amarlo, seguirlo y abandonar en sus manos la suerte de su existencia.

Bruno Mori

Montreal 24 abril 2019 

Traducción de Ernesto Baquer