Algunas reflexiones provocadas por la lectura del
evangelio del 2º domingo de Pascua
(Jn 20,19-31)
Original francés: http://brunomori39.blogspot.com/2019/05/thomas-le-disciple-qui-fait-confiance.html.
Desde tiempos
inmemoriales o, al menos, desde el neolítico hasta la edad media, las
religiones fueron las únicas “fábricas” de cultura, de ciencia y de
conocimientos. Se presentaron como las únicas instituciones o instancias
“académicas” capaces de proporcionar explicaciones y respuestas a las grandes
preguntas que los humanos nos planteamos sobre nuestro origen, el del Universo,
la naturaleza de los fenómenos naturales que observábamos, la presencia del sufrimiento
y del mal, el sentido de la vida, de la muerte y de la vida después de la
muerte, etc.
Para responder a
estas preguntas, las religiones, que no tenían más conocimientos que los demás
humanos, recurrieron a la ficción, elaborando relatos e historias que seducían la
imaginación y proporcionaban escenarios en los que la gente sencilla e
ignorante encontraba respuestas que los tranquilizaban y permitían atravesar
las vicisitudes de su existencia sin angustiarse demasiado.
Con el tiempo,
las religiones para afirmar y asegurar su poder y autoridad, exigieron de sus
fieles considerar estos cuentos y relatos, no como historias inventadas, sino
como verdaderas historias, como hechos reales, que se habían producido realmente
en un momento dado de la historia del mundo.
Existen tantos
relatos y cuentos (llamados también “mitos”) cuantas son la religiones y sectas sobre los cinco
continentes del Planeta. Cada una inventó sus mitos y cada una promete la
verdad de las historias que cuenta.
La religión
judeo-cristiana produjo también su lote de relatos ficticios que se encuentran
por todos lados, tanto en la Biblia como en las doctrinas y los dogmas de la
religión cristiana.
La cuestión es
que la religión pide a sus adeptos creer en la verdad objetiva de estos
relatos. Entonces la fe de los fieles consiste en la adhesión de su
inteligencia a esos cuentos. Una fe que se ha convertido en la condición básica
de su pertenencia a la religión, su ortodoxia y su salvación eterna. Para la
Iglesia, es esencialmente esta actitud cerebral e intelectual la que cuenta, la
importante y la que salva, más que la conducta honesta, virtuosa, inspirada por
la bondad, la compasión y el amor. Giordano Bruno y Gerónimo Savonarola fueron quemados como herejes
por la Inquisición romana no porque tuvieran mala conducta, sino porque se
atrevieron a cuestionar determinados puntos de la doctrina y la fe católica.
Pero hay más:
para la religión, esta aceptación intelectual de los relatos que inventó y que
propone, solo es “fe” auténtica, solo si uno adhiere a ellos «ciegamente», es decir, sin dudar, sin discutir, sin plantearse
preguntas, sin reflexionar y, todavía mejor, sin comprender. Es una fe que se
dirige a la inteligencia de la persona, pero que, al fin, no necesita la
aprobación de la inteligencia, sino sólo la de la voluntad del individuo: yo
quiero creer, acepto creer, aunque no comprenda, aunque me parezca inverosímil y
absurdo. A tal punto que algunos teólogos de la Iglesia llegaron a afirmar que
cuanto más difícil es la fe, más “meritoria” es a los ojos de Dios. Lo que
quiere decir que creer en las absurdidades planteadas por la religión,
constituye el summum de la virtud y la santidad cristianas.
Es este tipo de fe
lo que la Iglesia sigue pidiendo a sus fieles. No eres católico, no estás con
la sana ortodoxia y por tanto, no estás en estado de gracia y de salvación, si
no tienes y compartes entera y totalmente la fe de la Iglesia: es decir, si no
consideras como auténtica, histórica verdad todo lo que la Iglesia te propone
creer.
Ahora bien, esta
fe cerebral exigida por la religión, es una actitud interior fundamentalmente
estéril, porque casi nunca consigue aportar una contribución positiva a la
calidad de vida del “creyente” y a cambiar a mejor su persona.
En efecto, la
vida concreta y real de una persona no afectada y cambiada cuando le proponen a
su inteligencia verdades abstractas en las que creer, sino más bien cuando se
confronta a una relación afectiva o a un sentimiento que toca y hace vibrar las
cuerdas más sensibles de su corazón. Dicho de otra manera: el comportamiento y
la vida de una persona son más transformadas por los gestos y las palabras que
se dirigen a su sensibilidad y su corazón, que por los datos e informaciones
abstractas que una religión u otra organización puedan acumular en su cerebro.
Por eso, en los
evangelios, Jesús, que no amaba demasiado la religión y todavía menos los
métodos utilizados por ella, no se dirige nunca a la inteligencia sino siempre
a los sentimientos de las personas; jamás al cerebro, sino siempre al corazón.
Nunca propone verdades a creer, sino únicamente actitudes que tener. Nunca está
obsesionado, como la religión, por la verdad, sino por la caridad. No se
preocupa de saber si la gente que lo rodea creen o no en la verdad de lo
escrito en la Torah o en lo que predican los rabinos. Lo que le interesa es
saber si las gentes a las que se dirige están dispuestas a cambiar su vida, a
ser mejores personas, a dejarse guiar por los impulsos del servicio, la
compasión, la fraternidad y el amor, en vez de los del egoísmo, el poder, y de
la competición.
Jesús nunca pide
a sus discípulos creer en la verdad de los relatos bíblicos o en el contenido
de las doctrinas enseñadas por la religión de su tiempo, pero siempre pide
creer en él, confiar en él, en su palabra, su enseñanza, sus intuiciones, sus
proyectos, su forma de concebir a Dios. Nunca pide la fe abstracta,
intelectual, estéril y fría de la religión, sino siempre y únicamente la
confianza. Una confianza que surge de la calidad calurosa y amorosa del
encuentro entre el discípulo y su Maestro. Encuentro capaz de encender en el
discípulo el deseo de abandonarse en las manos de su Maestro y de confiarle la
suerte y la orientación definitiva de su existencia.
Jesús nos pide
que confiemos en él cuando anuncia que sólo el amor es la fuerza capaz de
transformar el mundo, transformar nuestras relaciones y transformar nuestras
vidas. Pide que confiemos en él cuando nos dice que el Amor es el Misterio
último y la Energía profunda que sostiene y penetra toda la realidad, y que
nadamos y vivimos en este Amor; y que en adelante es el amor quien ha de
dirigir, orientar y colorear todas nuestras acciones y todas las formas de
relación que entablemos con las criaturas que nos rodean.
De hecho,
nuestra condición cristiana y nuestro estado de discípulos de Jesús de Nazaret
no nos pide ninguna fe “religiosa”, sino solo una actitud de confianza en el cómo
nuestro Maestro y nuestro Señor. Y eso, porque, por la confianza que le tenemos
en él, estamos convencidos que también es nuestro camino más fiable y seguro
para llegar a una hermosa realización de nuestra humanidad y al encuentro
amoroso con el Misterio de Dios.
Por tanto, la
vida cristiana, o mejor la vida de un cristiano, no se basa en la fe-creencia,
sino en la fe-confianza. El cristiano no vive de fe, sino de confianza. Lo que
nos hace discípulos es la confianza que hemos puesto en Jesús. En la confianza,
el corazón del discípulo se siente completamente seguro, sosegado y a gusto
cerca del corazón de su Maestro. En la confianza, el discípulo sabe y siente
que se le permite reclinar su cabeza sobre el corazón de su Maestro y, como el discípulo
que Jesús amaba en la última cena. En el amor-confianza, en discípulo sabe y
siente que puede atreverse a prometer à su Maestro, que jamás lo traicionará,
que siempre se alimentará del pan de su palabra y que beberá en la copa de su
espíritu; que jamás se alejará de él y que, pase lo que pase, él, su Maestro,
estará siempre presente y vivo en su alma y en su corazón para que dirija y
culmine su existencia.
En el episodio
de Tomás, los apóstoles, que aquí representan la religión institucional, se
dirigen a la razón de Tomás y le piden que se una a ellos para admitir la
realidad física de la resurrección de Jesús. Sin embargo, Tomás, fiándose de su
sola inteligencia, no consigue aceptar la verdad de ese hecho. Su razón le
impide admitir la posibilidad de que una persona ejecutada en una cruz y
sepultada durante tres días, pueda salir de nuevo viviente de su tumba, con un
cuerpo intacto y en plena salud. Tomás no se avergüenza en admitir, delante de
sus compañeros crédulos, que él no es capaz tener su tipo de fe. Para creer
como ellos, necesitaría poder meter su mano en las heridas abiertas en la carne
del crucificado vuelto a la vida. Cosa claramente impensable.
No fue por tanto
ese tipo de fe religiosa que exige creer en lo increíble y lo absurdo, la que
viene en ayuda de Tomás y lo lleva a convencerse de que su amado Señor y su
Maestro está siempre vivo. No fue la fe, sino la confianza, lo que permitió a
Tomás “ver” al Señor, comprender y convencerse que estaba verdaderamente vivo.
Desde hacía
tiempo Tomás puso su vida en las manos de Jesús de Nazaret, un poco como Jesus l
que, antes de morir, abandonó la suya en las manos de Dios. Jesús llenó de sí
mismo la vida de Tomás, y la había transformado completamente. De forma que
Tomás, en contacto con Jesús, se había convertido en otra persona. A veces
Tomás tenía la impresión de haberse convertido en el reflejo, la copia, el
doble de su Maestro. Incluso llegó a pensar que el sobrenombre de “dídimo” (el “gemelo”)
que le pusieran à Tomás desde su infancia, le calzaba perfectamente y que era
quizá una especie de presagio o profecía de su destino futuro.
Tomás tenía la sensación de que
Jesús formaba parte de él, que vivía en él y que él vivía de Jesús, como de
todos los valores y riquezas de sabiduría, espiritualidad y humanidad que el
Maestro le había transmitido.
Acontecimientos
trágicos habían puesto fin a la presencia física y corporal de Jesús en este
mundo, pero Tomás no estaba apegado primordialmente a esta forma de presencia
de Jesús. Tomás sabía y sentía poseer la mejor parte de Jesús, esa parte que
ningún drama, ninguna catástrofe, ninguna muerte jamás podrían quitarle. Poseía
el espíritu, el corazón, los valores de Jesús.
Caer en la
cuenta de todo ello, hizo comprender a Tomás que, para creer, no necesitaba
poner sus dedos en las llagas abiertas del Crucificado. Tomás tuvo la
inquebrantable certeza de que su Maestro estaba siempre con él, que vivía en
él, y que mientras él viviera, incluso Jesús viviría y seguiría vivo y activo en
su vida, en el mundo y en la comunidad de los hermanos.
Por ello,
sumergido en la profundidad, la intensidad y la autenticidad de esa experiencia
interior de comunión y simbiosis con Jesús, echa posible por la relación de
confianza y amor que existía entre él y su querido Maestro, Tomás acabó por
tocar con sus manos, por ver con los ojos de su corazón y por captar con las
antenas de su espíritu, la realidad y la verdad de la presencia del Crucificado
muerto, pero siempre vivo.
Finalmente, este
relato sobre la incredulidad aparente de Tomás, fue escrito para que los
cristianos de todos los tiempos realicemos que el Señor Jesús está realmente
vivo y resucitado, pero tan sólo para aquellos y aquellas que confíen en él
como para amarlo, seguirlo y abandonar en sus manos la suerte de su existencia.
Bruno
Mori
Montreal 24 abril 2019
Traducción
de Ernesto Baquer