(Mt 17,1-9)
Siempre me he preguntado qué
sentimientos, qué experiencias espirituales, qué procesos sicológicos e
intelectuales, qué tipo de fe y de creencias, pudieron impulsar de tal manera a
los primeros cristianos, que los autores de los evangelios y otros escritos del
NT, envolvieron progresivamente la figura de Jesús de Nazaret con el ornato de una
criatura celeste, hasta metamorfosearlo enteramente en dios. ¿Cómo pudieron
llegar hasta ahí?
En esta breve reflexión, busco
sacar a luz algunas causas posibles en el origen de este proceso de
divinización progresiva del hombre de Nazaret.
En el origen de la experiencia
humana y espiritual de los primeros discípulos y admiradores de Jesús de
Nazaret, hubo la fascinación, el asombro y la exaltación que experimentaron en
la relación con este hombre. Fascinación y asombro suscitados por diversos
factores. Ante todo pienso, al percibir la maravillosa calidad de la
personalidad del Maestro, la exquisita armonía humana y espiritual que se
desprendían de su persona, al tomar conciencia, siempre en forma creciente de
la extraordinaria novedad de sus intuiciones, los valores que proponía y el
mensaje que anunciaba.
En efecto, se trataba de un mensaje que les
abría a todos la perspectiva de un mundo totalmente distinto del antiguo; un
mundo y una sociedad humana animados por otros principios, otras prioridades,
otros valores, orientados por otra manera de pensar. Un mundo donde todos
podrían convivir, en la igualdad, el respeto mutuo, la justicia, sin miedos y
en la paz restablecida definitivamente. Un mundo donde todos encontrarían su
lugar y el pleno reconocimiento de su dignidad, así como la posibilidad de
vivir otro tipo de existencia.
Se trataba por tanto, de un
mensaje que tenía todo el sabor de una buena noticia para todos los pobres, los
oprimidos y los perdedores de la tierra. Un mensaje que desvelaba otra manera
de ser humano, otro Dios y otra forma de relacionarse con él. En este mundo
nuevo, anhelado por Jesús, la energía que hacía funcionar todo era
exclusivamente la del amor.
Consecuencia de esta profunda y
cautivante experiencia espiritual y personal, los discípulos de Jesús no
pudieron no imaginar, ni pensar y, en definitiva, de convencerse, que todo eso
era demasiado nuevo, original, hermoso, demasiado “maravilloso”, para venir de
un hombre. Y por tanto que en este hombre y por este hombre, el cielo se había
abajado hasta tocar la tierra, que Jesús era un hombre de Dios, habitado por
Dios y por su espíritu; que Dios hablaba a través de él y que Jesús vivía una
relación de intimidad y familiaridad única con su Dios al que llamaba con ternura
“papá”.
¿Por
qué, frente a Jesús, sus discípulos no reaccionaron como lo haríamos hoy cada
uno de nosotros ante un hombre excepcional, que diríamos más bien: «Este hombre
es un ser extraordinario: es un genio, un prodigio, ¡¡¡es un fenómeno!!!». Como
lo hacemos habitualmente cuando hablamos, por ejemplo, de Miguel Ángel,
Shakespeare, Mozart, Beethoven o Einstein, ¿sin tener que conectarlos
necesariamente con Dios?
Los
discípulos pudieron reaccionar así ante la persona del Maestro porque estaban
inmersos en una cultura religiosa formada por un pensamiento y unas creencias
que los movían a comprender y percibir la Realidad como totalmente impregnada
de la presencia y la proximidad de Dios; a imaginar su universo como un
escenario donde se desplegaba una continua interrelación entre el mundo de los
dioses y el mundo de los hombres. Pensaban el universo como constituido por dos
mundos reales y paralelos, separados sólo por un «cielo» o una bóveda celeste
(que constituía el techo de la casa de
los hombres y el suelo de la morada de los dioses) que las criaturas divinas
del cielo fácilmente podían penetrar y atravesar para bajar a la tierra, a fin
de mostrarse y comunicarse con las criaturas humanas.
Igualmente
necesitamos tener presente que en el curso de los tres primeros siglos, el
pensamiento cristiano se extendió y desarrolló casi exclusivamente en los
países del Mediterráneo, de cultura mediterránea, y por tanto familiarizados
con los relatos de la mitología pagana sobre los triunfos de los dioses del
Olimpo que con frecuencia descendían a la tierra, bajo apariencia humana, para
interactuar con los mortales.
Esta
cosmología primitiva y la influencia de ese pensamiento mítico, combinadas con
la percepción de Jesús como hombre de Dios sobre quien descansa su Espíritu,
fueron el soporte cultural que hicieron posibles los primeros pasos hacia un
proceso de divinización gradual pero constante de la persona de Jesús realizada
por la reflexión, el entusiasmo y la fe de las primeras comunidades cristianas.
Este proceso de exaltación y divinización del hombre de Nazaret, iniciada en el
primero siglo, encontró su apoteosis y conclusión definitiva en las
declaraciones dogmáticas de los concilios ecuménicos de los siglos IV y V.
Lo que vemos en acción en los
cuatro evangelios es ese proceso de divinización progresiva de la persona
humana de Jesús de Nazaret. Proceso acentuado y radicalizado en las cartas de
San Pablo ([i])
y, por su influencia, en otros escritos del NT.
Así, en el evangelio de Marcos
(Mc 1,9-13), el más antiguo de los evangelios, redactado a fines de los años
60, Jesús, después de su bautismo en el Jordán, todavía es presentado,
sencillamente, como el hombre elegido por Dios sobre quien derrama su espíritu;
un espíritu que viene de lo alto, a través de un pasaje abierto en la bóveda
celeste. En Marcos, Jesús es presentado como el hombre elegido, guiado e
inspirado por un espíritu que viene de otro lugar. Se trata de un espíritu
diferente al espíritu humano y que explica la extraordinaria originalidad y
novedad de su pensamiento y su predicación.
En los evangelios de Mateo y
Lucas, escritos entre los años 80-90, Jesús ya no es sólo el hombre que posee
el espíritu y que está guiado por el espíritu de Dios, sino que ahora es el
lugar de la presencia humana de Dios en este mundo. Ya no es un ser totalmente
humano, puesto que no posee un padre biológico humano y que viene al mundo por
medio de una mujer fecundada por el santo espíritu de Dios. En adelante es un
ser que pertenece a la clase de los dioses inmortales; sobre los que no tiene
poder la muerte humana, de quien escapará vencedor; y que volviendo a
atravesar, en sentido inverso, los espacios celestes de que descendió, vuelve a
Dios, como triunfador que cumplió la misión que le había sido confiada.
En el
evangelio de Juan, escrito entre fines del siglo I y principios del II, la
persona de Jesús ha perdido su consistencia humana, para adquirir una
configuración fundamentalmente divina. Es el Verbo de Dios que existe desde
toda la eternidad junto a Dios. Es la Luz de Dios que ilumina a todo hombre. Es
la Palabra de Dios que se hace carne y que viene a habitar entre los hombres.
Es la forma humana que el Dios celestial asume aquí en la tierra. Es un solo
ser con Dios; de suerte que quien ve a Jesús, ve al mismo Dios. Es la
resurrección y la vida. Hace pasar de la muerte a la vida a los que creen en
él. Da la vida eterna a todos los que lo acogen y escuchan su palabra. Es
evidente que para el autor de este Evangelio, decir todo eso de Jesús es
afirmar y proclamar abiertamente que es Dios e igual a Dios.
Este
proceso progresivo de transfiguración y glorificación de la persona del
Maestro, logrado por la veneración, la admiración, el amor y la fe entusiasta
de las primeras generaciones cristianas, servirá, más tarde, de base y
referencia bíblica para los dogmas de la divinidad de Jesús, la Encarnación y
la Trinidad.
Tomar
conciencia de ese proceso que se concluye en la divinización de la persona
humana del Nazareno, nos sirve también hoy para comprender mejor el fondo, el porqué
y el sentido de ciertas afirmaciones, a veces sorprendentes, irreales y
excéntricas, en relación con la función, la actividad y la naturaleza de la
persona de Jesús en los evangelios y los demás escritos del NT, como, sucede
justamente, en el relato de la “transfiguración” de Jesús. Notemos que, sin
esta toma de conciencia, gran parte del contenido de los evangelios y otros
escritos del NT corre el riesgo de parecernos inaceptable e insignificante.
Este
relato, que no tiene nada de histórico, es simplemente un ejemplo más de ese
proceso de exaltación, glorificación y divinización iniciado por el deseo de
las primeras comunidades cristianas, de honrar la memoria de su Señor, y de
cantar, de esta manera, la grandeza de ese hombre enamorado de Dios, enamorado
de los hombres, maestro de espiritualidad y de humanidad, que consiguió cambiar
de arriba abajo el sentido de su vida y
la orientación de la historia del mundo.
Bruno
Mori , marzo 2020
Traduction de
Ernesto Baquer
[i] Para san Pablo, Jesucristo es anterior a
todo y todo subsiste en él (Col 1,17)¸en èl habita realmente la plenitud de la
divinidad (Col 1,19); nacido del pueblo de Israel según la carne, es, Dios
bendito eternamente (Rom 9,4); él, que era de condición divina, no juzgó bueno
reivindicar su derecho de ser tratado igual a Dios; sino al contrario, se
despojó de sí mismo, tomando la condición de servidor (Fil 2,6-7).