Este virus que nos prepara para Navidad
(2ºdomingo
de Adviento, B – Marcos 1,1-8)
Versión original en: http://brunomori39.blogspot.com/2020/12/ce-virus-qui-nous-prepare-noel.html.
La voz severa y admonitoria de Juan el Bautista, que el Adviento nos hace
escuchar antes de Navidad, adquiere este año para nosotros una resonancia y una
actualidad únicas. En este tiempo de pandemia comprendemos que esta voz que nos
interpela y nos invita a “enderezar nuestros caminos”, no puede ni debe resonar
en el desierto. Esta vez constatamos más que nunca, que el profeta tiene razón
para gritarnos hoy que necesitamos un cambio total de conducta e invertir
completamente la dirección, dado que la ruta que recorremos actualmente nos
está conduciendo a la perdición.
Por primera vez, nuestra generación confronta la contradicción de vivir y
celebrar la fiesta de Navidad, memoria de la presencia de un Misterio divino de
amor gratuito, ternura, renovación universal, de alegría, paz y vida nueva, en
el corazón de una realidad humana completamente trastornada por la
incertidumbre, la ansiedad, el miedo y la amenaza constante de una posible
muerte.
El corazón difícilmente puede estar de fiesta cuando nuestro futuro es
gris, nuestra esperanza agotada y nuestra existencia bien frágil.
En otro tiempo el Bautista tomaba prestada la Biblia (Isaías), considerada
como revelación de Dios, para llamar a los hombres a la conversión. Hoy, es el
grito de la Naturaleza, considerada como la primera y original revelación del
Misterio Último de Dios, quien, por intermedio del Covid 19, se dirige a la
humanidad para que tome conciencia, de manera brutal, pero convincente, de la
necesidad de cambiar de conducta, si quiere escapar de su desaparición.
Al parecer, la Naturaleza confió, en primer lugar, a este virus la tarea de
gritar y hacer comprender a los humanos que en adelante es una insensatez
pensar que todavía podemos trazar líneas de separación entre los pueblos,
erigir muros, poner alambradas y reforzar fronteras entre países. En segundo
lugar, le confió la tarea de que nos percatemos que todos navegamos en el mismo
barco y que habitamos la misma “casa común”; y que cada uno somos parte
integrante de una inmensa red de inter-relaciones, inter-conexiones e
inter-dependencias continuas y esenciales. Y por ello, que sólo la unión, la
colaboración, la corresponsabilidad y la solidaridad, el cuidado recíproco
atento y fraternal y los esfuerzos concentrados de todos serán capaces de
salvarnos.
En Navidad el virus parece activar con más fuerza en nosotros la conciencia
de nuestro origen común y nuestra común pertenencia a este planeta y por tanto
de nuestra unidad y fraternidad fundamentales. Conciencia escondida en las
cavernas de nuestro inconsciente colectivo a causa de los excesos y
aberraciones de nuestra civilización capitalista, individualista y egocéntrica,
pero que en Navidad, por una especie de magia, parece salir nuevamente a la
superficie en forma de deseo, lamento, o impulso espontáneo de bondad,
altruismo y generosidad hacia todos nuestros hermanos humanos, pero
especialmente hacia los más pequeños, vulnerables y desvalidos.
Esta conciencia es lo que de repente la fiesta de Navidad hace aparecer en
cada uno de nosotros, a través de la necesidad casi visceral de sentirnos
rodeados y arropados por la cercanía y el amor de nuestros seres queridos.
En esta Navidad del 2020, el Covid 19 se convierte, por así decirlo, en una
especie de nuevo Juan Bautista enviado por la Naturaleza para anunciarnos que
vivimos, no tanto en una época de cambios, sino más bien en un cambio de época
que comporta un cambio radical y absolutamente necesario del hombre moderno:
cambiar nuestro espíritu, nuestras actitudes, valores, prioridades, estilo de
vida. Esa es la razón por la cual, necesitamos más que nunca, como predicaba el
Bautista recibir un bautismo de conversión capaz de hacer surgir en nosotros
otro tipo de “Espíritu”, más “santo” y más humano.
Sólo creyendo en la bondad fundamental del ser humano, capaz de dejarse
guiar por la presencia de ese Espíritu de paz, sabiduría y amor, y que la
fiesta de Navidad anuncia está disponible para los hombres de buena voluntad,
sólo así podremos mantener viva nuestra confianza en la posibilidad de un
futuro y un mundo mejor.
Bruno Mori – Montreal - 15
dic. 2020
(Traducción de Ernesto Baquer)
Testigos de la luz y Voz que se hace
Palabra de salvación
(3 dom de Adviento B,
Juan1, 6-8, 19-28)
Del francés original en: http://brunomori39.blogspot.com/2020/12/temoins-de-la-lumiere-et-voix-qui-se.html.
El texto del evangelio de este domingo, al presentar la
persona de Juan Bautista, quiere hoy recordarnos que, también nosotros, como el
Precursor, no somos la luz, pero sí testigos de la luz. Somos las lámparas que
le permiten a la Luz, ser, difundirse e iluminar.
Nosotros no somos la palabra, sino la voz que da
consistencia y forma a la Palabra. Somos el soplo, la vibración sonora que
genera la música de la Palabra portadora de sentido, significado e incontables
modulaciones y armonías del Espíritu. Una Palabra cuyo fin es alimentar nuestra
alma y guiar y orientar nuestros pasos hacia los caminos de una posible y
necesaria transformación e innovación en nuestra existencia.
Para nosotros, los cristianos, la luz es Jesús. Jesús es
la palabra. Pero nosotros somos los y las por quienes esa luz se derrama; los y
las por quienes esta palabra retumba y resuena de nuevo en nuestro mundo.
¡Formidable responsabilidad la nuestra, en cuanto
discípulos del Maestro y depositarios privilegiados de su preciosa herencia de
renovación universal, de sabiduría y humanidad! Porque tenemos el poder de
enfriar el fuego, apagar la luz y sofocar la palabra de ese profeta, de ese
“hijo del hombre”, a quien los evangelios le atribuyen ser el “predilecto” de
Dios.
Nosotros tenemos el terrible poder de volver estériles,
para nosotros y nuestros hermanos humanos, la ejemplar cualidad de su vida
entregada y su muerte voluntariamente aceptada; así como volver inoperante el
poder liberador, transformador y salvador de su mensaje y su espíritu.
Tenemos el poder trágico, para un gran número de humanos,
de volver vana la aparición en nuestra historia de semejante obra maestra de
espiritualidad, intimidad divina y humanidad. Tenemos el poder trágico de
volver insignificante semejante milagro de amor incondicional, de compasión,
abnegación, donación de sí mismo y total libertad.
Tenemos el triste poder de esconder a los ojos de la
humanidad, que hoy necesita como nunca, el descubrimiento, hecho por Jesús, de
la presencia en este Universo de un Misterio de atracciones, de benevolencia,
bondad y amor, que es y que actúa en todas las cosas, pero que es y que actúa
sobre todo en el corazón del hombre. Este Misterio de amor, presente y
trabajando en todas partes, y entrevisto y resonando de forma única y
particularmente intensa en Jesús, ha tomado,
en su espíritu y en su imaginario, el rostro de un Dios
que es, para nosotros, padre, madre y cariñoso compañero de ruta.
Testigo de una nueva luz que ha venido a iluminar a
nuestro mundo que, también hoy y quizá más que nunca, camina en la oscuridad y
la incertidumbre de un futuro incierto y amenazador… Voz que debe pronunciar
clara y fuertemente la buena Palabra y anunciar la buena nueva de una
salvación, hoy y siempre posible para los hombres de buena voluntad… Eso es lo
que el evangelio de este domingo nos invita a ser en cuanto discípulos que han
elegido marchar sobre el “Camino” abierto por Jesús.
De ahí que nos incumba, a nosotros, sus discípulos una
gran responsabilidad: la de ser verdaderos testigos del Evangelio; la de vivir
a fondo y encarnar en lo cotidiano de nuestra existencia los valores que el
divino Maestro nos dejó; la de actuar de manera que nuestra vida renovada y
transformada por su Palabra resplandezca, como deseaba Jesús, como una lámpara
que brille a los ojos de los hombres e ilumine a todos los y las que, con
nosotros, habitamos la misma casa (Mt 5,14-16)
Lo creamos o no, lo realicemos o no, hay algo muy cierto:
la salvación de nuestro mundo, nuestra raza y cada uno de nosotros, sólo será
realidad con el amor gratuito, el cuidado de los otros, la bondad fraternal, la
justicia, la solidaridad y la responsabilidad recíprocas, por medio de las
cuales y sólo entonces, seremos capaces de recalificar y reconstruir las
relaciones con nuestros hermanos humanos y con la naturaleza a nuestro
alrededor. ¡Al menos esa era la profunda convicción de Jesús de Nazaret!
BM – Montréal 9 dic. 2020
No hay amor sin sufrimiento
(22º domingo
ordinario A – Mt 16,21-27)
Original francés en: http://brunomori39.blogspot.com/2020/09/.
Todos recordamos el Evangelio del domingo anterior en el que Pedro reconoce
a Jesús como el Hijo de Dios, pero el texto tiene una segunda parte, menos
poética y más desconcertante, que nos propone el evangelio de hoy. Por primera
vez, Jesús habla abiertamente a sus discípulos del fracaso de su misión, del
rechazo, la persecución y el sufrimiento que deberá soportar y de su muerte
inminente inevitable. Entonces Pedro interviene, tomando aparte a Jesús:
“Maestro, mejor que no digas palabras así. ¡Desanima la moral! ¡Nos guarde Dios
y te guarde del sufrimiento!”. Pedro querría enseñarle a Jesús una forma mejor
de cumplir su misión. Durísima la reacción de Jesús: “Tu razonas como la gente
del mundo, aún no eres mi discípulo, tu discurso es del diablo”.
Sí, ¡Pedro se nos parece mucho! Nosotros también reaccionamos como él
frente a la calamidad y el dolor. No queremos oír de sufrimiento, de prueba y
de muerte. A nosotros también nos angustia y aterroriza la idea de ser
abandonados, incomprendidos, de perder la salud, de sufrir, de morir. Todos
anhelamos escapar de nuestra condición de criaturas frágiles y transitorias.
También nosotros hacemos lo posible para no pensar que un día la enfermedad, la
invalidez, el sufrimiento que vienen con la vejez y el deterioro de nuestra
salud, inevitablemente nos alcanzarán.
Sin hablar del sufrimiento que experimentamos por el simple hecho de que
amamos y tejemos lazos de afecto, amistad, o intimidad con la gente. Porque no
se puede amar sin sufrir. Porque el simple hecho de amar a alguien nos hace
vulnerables. Porque cuando se ama, uno se inquieta, está ansioso, no tiene paz.
Porque cuando se ama verdaderamente, estamos prontos a sacrificarnos, a
olvidarnos de nosotros mismos, a sufrir e incluso a morir por el ser querido.
Por eso no podemos vivir sin sufrir. Por eso el sufrimiento forma parte de la
vida. Por eso el y la que ama tiene siempre su corazón herido.
Jesús nos enseña aquí que es el amor el que da sentido y valor a nuestra
existencia; y que no hay amor sin darse, sin preocuparse por el otro, sin
renunciar, sin salir de sí mismo, sin compromiso a favor de los otros.
Siguiendo a Jesús, aprendemos por tanto que es necesario pensar menos en uno
mismo y más en los demás; renunciar por ello a satisfacer todos nuestros
caprichos y deseos; perder un poco de uno mismo, un poco de nuestra vida, para
vivir plenamente. Por eso Jesús dice: “El que quiera seguirme, ha de negarse a
sí mismo; porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que quiera
perder su vida a causa de mí, la encontrará.”
Jesús le reprocha a Pedro no haber comprendido todavía
esta gran verdad. No se puede evitar siempre el sufrimiento, porque el que
quiera suprimir todo sufrimiento, como quieren los budistas, se arriesga
también a suprimir el poder y la belleza del amor en su vida.
Sin embargo, reflexionando sobre el texto, ¿no podríamos
pensar que Jesús no vió que, finalmente, el reclamo angustiado de Pedro, era en
realidad la reacción normal del amor que no puede aceptar de buen grado el
sufrimiento de su Maestro?
Jesús nos dice, no sólo que la vida tiene sentido, sino
que nos advierte igualmente que tiene una dirección y que nuestro barco está
destinado a alcanzar la orilla de la eternidad, el puerto de Dios. Atención,
pues, a mantener el timón en la buena dirección. Atención entonces, a no
recargar nuestra embarcación con pesos engorrosos y sin valor que arriesgan el
hacer inútil nuestro viaje y naufragar nuestro barco.
Jesús nos dice que el amor, el darse a los demás, la
inquietud por construir un mundo mejor, más justo y fraternal, son los únicos
bienes que debemos transportar, la única mercancía que tiene valor y que será
valorada y bien pagada cuando nos presentemos en la aduana de Dios para pasar a
la otra orilla.
El amor a los hermanos es el único medio que disponemos
para amar a Dios y para realizar la mejor parte de nosotros mismos que el
evangelio llama nuestra “alma”. Todo lo demás es relativo y secundario. Por eso
Jesús nos advierte: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si
pierde su alma?” O “¿qué puede dar el hombre a cambio de su alma?”. No hay
radicalismo ni exclusivismo más claros. San Agustín decía: “¿Para qué sirve
vivir bien, si tú no puedes vivir siempre?”
BM – Monreal sept. 2020
(Traducción de Ernesto Baquer)