Reflexiones para la fiesta de
la Ascensión
(Act.1,1-11 – Mt.
28,16-20)
El relato de la Ascensión de Jesús al
cielo es una construcción de los evangelistas que, así como rodearon su
nacimiento de acontecimientos celestes extraordinarios, quisieron también
ofrecer una conclusión gloriosa a la vida del gran personaje que fue para ellos
el Profeta de Nazaret, describiendo una apoteosis final, mediante el recurso al
mito de la ascensión al cielo, una fórmula de glorificación y exaltación
bastante frecuente en la literatura antigua.
Los relatos de
apariciones del Resucitado buscan también describir las experiencias
espirituales de algunos discípulos después de la muerte del Maestro. Relatos,
por tanto, que tienen un carácter catequético. Quieren instruir a los
cristianos sobre la permanencia del Espíritu de Jesús en la vida de los
discípulos, sobre la continuación de su obra y, por tanto, sobre la
prolongación de la realidad espiritual de su presencia, más allá de los límites
de su muerte física. Buscan presentar a los cristianos un Jesús siempre vivo
que se convirtió en el inspirador, el soplo, el alma, la luz, el guía, el
camino de los y las que se adhirieron a él. Jesús continúa viviendo no sólo en
Dios, sino en cada discípulo a través del Espíritu que les dejó y que desde
entonces inspira y anima toda su existencia.
El relato de la Ascensión del Señor se
sitúa en la línea de esta catequesis. Por ello no debemos detenernos en los
detalles curiosos y fantásticos del relato, sino descubrir el mensaje que el
texto quiere comunicarnos.
¿Cuál es el mensaje? El del
ángel a los discípulos testigos de la ascensión del Señor: « ¿Qué hacen
ahí mirando al cielo »… ¡No hay nada que mirar arriba que les pueda
interesar! Vayan, muévanse, salgan, comprométanse, anuncien, enseñen,
testimonien, bauticen. Porque el único lugar donde se juega el destino del
hombre no es el cielo, sino la tierra. El único lugar donde podemos encontrar a
Dios, no es allá arriba, sino aquí abajo en el corazón de cada persona. El
lugar privilegiado de la presencia de Dios en nuestro mundo es el hombre y no
el cielo. Quien debe ser, en adelante, el destino de vuestros compromisos, el
objeto de vuestras preocupaciones humanas y el centro de vuestro amor, ya no es
Dios, sino el hombre. Ahora, para encontrar a Dios, hay que encontrar al
hombre. En adelante, necesitan revertir la dirección de vuestras miradas: sólo
se ve a Dios mirando al hombre. Sólo se alcanza a Dios, alcanzando al hombre.
Sólo se palpa el misterio de Dios, palpando el misterio del hombre, es decir
ayudándole a descubrir y vivir el misterio de su identificación con el Dios que
habita en él. Hay que mirar el mundo de forma diferente. Hay que verlo con la
mirada de Jesús, es decir con una mirada llena de amor.
Es ese revertir nuestra mirada y nuestras
preocupaciones lo que constituye el mensaje fundamental de la Ascensión. El
Maestro partió, pero nos dejó su mirada y su espíritu. Una mirada que nos ayuda
a dar sentido a la realidad que nos rodea y nos impide hundirnos en la angustia
existencial, el descorazonamiento y la desesperanza que caracterizan con
frecuencia la vida y sobre todo el pensamiento de los que no tienen fe, cuando
confrontan los dramas, los reveses y las desdichas de la existencia. Hoy todos
somos empujados a dirigir una mirada desilusionada, pesimista, con frecuencia
derrotista sobre nuestro mundo, escaldados como estamos por la complejidad, la
gravedad y la aparente falta de remedio de los problemas que sufre nuestra
sociedad.
No sé si ustedes se han dado
cuenta, pero hoy, cada vez hay más gente convencida que estamos entrando en una
era recesiva y particularmente oscura e inquietante de nuestra historia; que
todas las perspectivas de felicidad y los sueños de progreso y bienestar
universal esperados después de la guerra fría (1987), de la caída del comunismo
(1991), de la llegada de las libertades democráticas y del capitalismo liberal,
están colapsando. Cada vez caemos más en cuenta que la avidez y la estupidez
humanas están no sólo deteniendo la marcha evolutiva de la humanidad, sino
instaurando las condiciones letales y explosivas que pueden hacer saltar
nuestro planeta y conducir a la raza humana a su extinción.
Hay una impresión que, globalmente, la
calidad humana de nuestras vidas, no avanza, que no vamos hacia un mayor bien-estar,
sino hacia un malo-estar. En un libro aparecido recientemente en Quebec (Le retour de l’Histoire, Ed Boreal,
2017), Jennifer Welsh, canadiense, ex consejera especial de las Naciones
Unidas, especialista en cuestiones sociales y políticas, analiza la situación
actual del mundo. En su obra subraya la reaparición de fenómenos que creíamos
desaparecidos hacía tiempo: genocidios, hambrunas impuestas (por conflictos,
poblaciones desplazadas), invasiones, migraciones masivas, rivalidades tribales
y geopolíticas. Llega a la conclusión que nuestra sociedad moderna está
globalmente dando marcha atrás en cuatro frentes principales que identifica
así: retorno a la barbarie (en Siria e Irak); retorno a la guerra fría, retorno
a las migraciones en masa, retorno a las desigualdades (en lo que se refiere a
la riqueza y la desigualdad de ingresos en nuestras democracias liberales). Por
ello, no es extraño que hoy las gentes se hundan tan fácilmente, de un lado, en
la decepción, el desaliento, la resignación, el fatalismo, y de otro, en la
crítica amarga, llena de odio, en la agresividad y la violencia.
Para nosotros, cristianos, el anuncio
evangélico nos hace caer en la cuenta que, sin una apertura del corazón y del
espíritu a una dimensión más sagrada, más espiritual, más íntima y positiva de
la realidad, y sin una comprensión e integración de las Fuerzas divinas y
amorosas que la atraviesan, los humanos sólo podemos caminar hacia nuestra
deshumanización y nuestra pérdida.
El mensaje del evangelio nos dice que, sin
la fe en un Amor Original que nos mueve y que da sentido a nuestra existencia,
las relaciones humanas sólo pueden marchar tras la enseña de la agresividad, la
explotación, la competición salvaje en un mundo cerrado sobre sí y por tanto
sin aliento, sin horizonte, sin perspectivas.
Sólo si tenemos una mirada transfigurada
por esta fe que nos viene de nuestra adhesión a Jesús, somos capaces de asumir
la realidad, así como de hacerla transparente a la presencia del Espíritu.
Sólo desde la perspectiva con que la mira
Jesús, la realidad se hace icono, signo, palabra de una Realidad más grande,
manifestación de la presencia divina que la atraviesa desde adentro. Solo desde
la perspectiva de Jesús llegamos a comprender que nada es absurdo; que todo
tiene sentido, que el silencio posee una Palabra y que la oscuridad está
atravesada por una luz. La fe en esta presencia divina del amor en nuestro
mundo, es el único medio que tenemos para escapar de la desesperanza y para convencernos
que no tenemos derecho a bajar los brazos, sino que, todos juntos, tenemos
siempre la posibilidad de contrarrestar las fuerzas del egoísmo y del mal y de
construir un mundo más justo, fraternal y humano.
La ascensión nos recuerda, por tanto, a los
cristianos, que si Jesús vive desde ya en la vida de Dios es porque nunca la
dejó verdaderamente. En efecto, viviendo toda su vida en el amor, vivió siempre
en Dios. Los cristianos hemos de saber que si, también nosotros vivimos en el
amor, vivimos en Dios y nos convertimos en constructores de relaciones de amor.
Entonces son posibles la confianza en las capacidades humanas del amor como
fuerza innovadora y transformadora del mundo y de la sociedad. Es una confianza
a mantener viva incluso en lo imprevisible, en los momentos y circunstancias
más difíciles de la existencia. Esta confianza nos viene de la convicción de
que las fuerzas del amor que han creado y sostienen el universo y que
sostuvieron y mantuvieron en vida a Jesús, incluso en la catástrofe de su
muerte, seguirán siendo más poderosas que las fuerzas destructoras del egoísmo,
la avidez, la estupidez y la maldad humanas.
Este relato simbólico de la ascensión que
introduce a Jesús, el hombre moldeado por el Espíritu de Amor, en las profundas
alturas de nuestro Universo, no es más que una parábola que busca hacernos
comprender que la llama del amor brilla siempre en las profundidades de nuestro
mundo, incluso en el corazón de nuestras noches más negras y nuestros abismos
más profundos. Sólo pide que nos dejemos iluminar por ella.
Bruno Mori
Traducción de
Ernesto Baquer
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