vendredi 6 octobre 2017

EL PERDON ES UN ASUNTO DE LOS HOMBRES Y NO DE DIOS - Mt 18.21-35

 

(24°domingo ordinario, A)


 A partir de este texto del evangelio de Mateo,  propongo una reflexión sobre el perdón que se aparta un poco de lo que los fieles católicos estamos habituados a escuchar en la iglesia, pero que puede ayudarnos a comprender mejor quien es el Dios de Jesús de Nazaret y a aceptar más la urgencia de insertarnos en su proyecto de renovación universal.

La doctrina católica, a causa del dogma del pecado original, se contaminó con la creencia en la culpabilidad fundacional y universal de los humanos, considerados, fundamentalmente, como seres transgresores y malvados. Lo que tuvo como consecuencia que la enseñanza oficial de la Iglesia expresada en los textos litúrgicos, las fórmulas de espiritualidad y la piedad cristiana (oraciones, devociones, etc) ha hecho nacer en los cristianos la convicción de no ser más que criaturas caídas y miserables pecadores que sólo pueden humillarse y arrastrarse ante un Dios ofendido y enojado, con la esperanza de conseguir su piedad y su perdón.

En cuanto cristianos, hemos sido formados en pensar que, puesto que, en principio, somos malos y culpables, necesitamos, para ser salvados, pedir y obtener el perdón de Dios, que al ser bueno y misericordioso, nos lo concede casi siempre. Esta forma de proceder nos parece muy normal y sobre todo muy conforme con la verdad de lo que somos y de lo que es el mismo Dios[i]. ¡Pues no! Con el riesgo de sorprender a muchos cristianos piadosos, debo afirmar que esta historia del perdón que supuestamente Dios concede al pecador arrepentido, está lejos de responder a la verdad.

Dejemos de lado, de momento, el mito bíblico del pecado de Adán y Eva, que, a partir del siglo V de nuestra era, dio origen a los delirios teológicos de San Agustín de Hipona sobre el pecado original, en el que ya nadie cree hoy, incluso el papa.

Concentrémonos en la cuestión del perdón de Dios. ¿Podemos decir que Dios perdona? Nada menos seguro. Sólo podemos atribuir a Dios la capacidad de perdonar, si tenemos una concepción antropomórfica de Dios; un Dios construido a nuestra imagen y semejanza e imaginado funcionando a la manera del hombre. Que significa, en otras palabras, transferir a Dios la manera humana de pensar, sentir, actuar, reaccionar, cambiar, alterarse. Es lo que, desgraciadamente, la religión ha hecho a lo largo de la historia, cocinando un Dios moldeado en los comportamientos del hombre. Por esta razón, hoy, una gran parte de los instruidos de la modernidad, considera al Dios de la religión como una entidad inaceptable, que no pasa la prueba del buen sentido y la racionalidad.

Pero volvamos al perdón y al por qué es imposible atribuir a Dios la acción de perdonar. El perdón es resultado esencialmente de una modificación y un cambio de actitud que tienen lugar en el interior de la persona que perdona. Son bien conocidas las dinámicas del perdón. Comportan dos partes o dos etapas. El perdón supone primero, la existencia de un individuo capaz de alterarse y por tanto vulnerable, a quien podemos hacerle daño, infligirle heridas y pérdidas que lo hacen sufrir y provocan reacciones de resentimiento, cólera, odio y venganza.

Supone, en segundo lugar que, ese mismo individuo, perturbado y cambiado interiormente por la ofensa recibida, que sentía agresividad y odio, de nuevo se transforme y cambie profundamente, surgiendo en él bondad, benevolencia y amor, sentimientos que ofrece, como don gratuito al que le ofendió, justamente a través del proceso de per-dón. Y así, el individuo que perdona pasa del estado de rabia y odio, a un estado de indulgencia, benevolencia, amabilidad, reconciliación, que renuncia a toda venganza y sólo desea hacer las paces y vivir en paz con el que había sido su enemigo.

Pero este proceso de perturbación y cambio interior es ontológicamente imposible en Dios quien, por definición, es siempre idéntico a sí mismo. Dios Es, y no puede ser otro. No puede cambiar, alterarse y por tanto pasar de un estado a otro. Tampoco puede, ser afectado desde el exterior por algo que exista fuera de él. Porque nada existe fuera de Dios. Dios es el Ser de todas las cosas; el Alma del Universo; la Energía de fondo original y el Misterio supremo que mantiene a todas las cosas en su existencia. Es un sinsentido decir que Dios puede ofenderse o encolerizarse por nuestra maldad o nuestras faltas. De ahí que Dios no puede perdonar, porque nunca puede ser o sentirse ofendido. Dios no puede ser tocado o afectado por el comportamiento del hombre. Es el "Totalmente Otro" y el "Trascendente".

Hay también otra razón que vuelve incongruente todo discurso sobre el perdón de Dios: el hecho de que Dios es sólo Amor. Tanto los evangelios, como los descubrimientos de las ciencias cosmológicas modernas, muestran que la Realidad Última llamada "Dios", es esencialmente una Energía de atracción y de amor que sostiene y anima todo lo que existe. Por su lado, Jesús de Nazaret anunció sin descanso que Dios es un Ser de Amor y que todo amor viene de Dios; que el que ama está en Dios y vive en Dios, y que Dios no sabe ni puede hacer otra cosa que amar. La naturaleza de Dios es ser Amor. Y sólo puede amar, como el sol sólo puede brillar y dar calor. Dios es sólo Amor; por lo que es un sinsentido pensar que Dios pueda también y al mismo tiempo ser rencor, resentimiento, hostilidad, cólera, agresividad, deseo de castigar y condenar al pecador.

Para Jesús, Dios es y sigue siendo Amor, tanto cuando somos buenos como cuando somos malos; cuando somos inocentes como cuando somos culpables; justos y en regla como transgresores; santos como pecadores y delincuentes. Hagamos el bien o el mal, siempre estamos expuestos a los rayos de su amor. Su amor es anterior y posterior a nuestras faltas. Su amor existe siempre, siempre presente, siempre garantizado, hagamos el bien o el mal. Dios no puede por tanto perdonarnos, porque jamás hemos sido separados de su amor. Dios no puede perdonarnos, porque no puede restaurarnos en un amor que nunca nos quitó y del que nunca jamás salimos.

En consecuencia, un discurso sobre Dios que expresara nuestras expectativas sobre lo que Dios podría o no darnos, es absurdo. Sea lo que sea lo que la teología pueda afirmar, Jesús no ha venido a salvarnos, sino a anunciarnos (¡y esa es la Buena Nueva!) que todos estamos ya salvados, porque todos, desde siempre, estamos sumergidos en las profundidades del Amor de Dios.

El perdón de Dios, que tenemos la impresión de recibir y experimentar en nuestra alma y nuestro corazón, en un proceso de conversión, no es resultado de una intervención de Dios, sino más bien fruto de nuestro cambio interior o de nuestra "conversión", que al acercarnos a Dios, nos ha hecho más sensibles a los efectos de su presencia y descubrir que, en realidad, siempre estuvimos expuestos al fuego de su amor.

En efecto, cuando, por nuestra conversión nos hemos liberado del velo de nuestras faltas que habíamos tejido en torno de nuestra existencia, velo que nos hacía vivir en el frío y la oscuridad que nos impedía recibir el sol de Dios, nos damos cuenta que la luz y el calor de su amor siempre habían estado allí para nosotros, incluso cuando vivíamos en la bruma y la oscuridad del mal y del pecado.
Jesús lo había comprendido así, y por ello anunciaba a todos los que querían escucharlo, que Dios es un Ser de amor que no hace diferencia entre las personas. Ama tanto a los justos como a los pecadores. Hace caer la lluvia y brillar el sol tanto para los buenos como para los malos. Cuida tanto a la oveja perdida como a las que han permanecido en la seguridad del redil. Es un Padre que lleva en su corazón tanto al hijo disoluto y tronera, como al prudente que vela escrupulosamente por los intereses de la casa.

Jesús había comprendido que el Amor es la única energía capaz no sólo de mantener el mundo en la existencia sino de hacer evolucionar y progresar a los humanos hacia la culminación plena de su naturaleza. Por eso Jesús siempre buscó ser un hombre de amor y encarnar en su vida esa actitud amorosa que había descubierto era la característica fundamental del Dios en quién creía.

Por ello, Jesús soñaba con un mundo regido exclusivamente por las dinámicas y reglas del amor. Soñaba con un mundo convertido en una especie de “Reino de Dios”, donde el amor de Dios reinara también en el corazón del hombre y, por el hombre, en el mundo entero.

Sin embargo, Jesús sabía que su sueño habría sido obstaculizado por los límites e imperfecciones de la naturaleza humana, siempre deficiente, frágil, defectuosa, siempre en proceso de construirse, evolucionar, perfeccionarse. Su sueño de un mundo construido bajo la enseña del amor debía contar con un ser humano incompleto, inacabado, todavía con innumerables deficiencias y defectos, zonas oscuras y vacíos inmensos que la luz y las fuerzas del amor nunca colonizaron con su presencia.
Por eso el ser humano puede desaprovechar el encuentro con las dinámicas del amor. Por eso el hombre puede remar contra corriente de las fuerzas estructurantes de la atracción, la relación afectiva, le benevolencia y la comunión que sostienen y hacen evolucionar el universo. Por eso el hombre puede adoptar comportamientos y actitudes donde esté ausente el amor, y transformarse en un individuo encerrado sobre sí mismo; abriendo así el camino a la injusticia, la explotación, la violencia, que llevan casi inevitablemente a crear una espiral infernal de resentimiento, agresividad, odio y venganza.

Jesús sabía que, si los humanos son sólo eso; si no buscan cambiarse en mejores personas; si sólo sucumben a sus límites, si sólo siguen los impulsos destructores y alienantes que llevan en su corazón, jamás podría realizar su  sueño de un mundo nuevo. Sabía que, para ello, necesitaba absolutamente humanos capaces de perdonar, es decir capaces de pasar del odio al amor, del deseo de hacer el mal a la voluntad de hacer el bien, e incapaces de alegrarse del mal y el sufrimiento de sus enemigos. La posibilidad del hombre de cambiar y por tanto de perdonar, era la única esperanza de Jesús para plantar cara eficazmente a los obstáculos que bloqueaban o enlentecían la realización de ese mundo lleno de amor que él soñaba.

Para Jesús, el perdón es una pieza esencial y un pilar fundamental en la realización de su sueño de renovación universal, y de construcción del Reino. Eso explica por qué el perdón tiene un lugar tan grande en la predicación del profeta de Nazaret, al punto de convertirse en una característica fundamental de su mensaje. Eso explica también por qué, cuando Jesús habla de perdón, jamás tiene presente el perdón de Dios, sino que se refiere, casi exclusivamente, al perdón otorgado por los hombres.

Para Jesús, las dinámicas del perdón que hacen pasar de la agresividad a la benevolencia, de la ruptura al acuerdo, de la agresividad a la comprensión, de la división a la comunión, de la cólera a la calma, de la animosidad a la serenidad, del deseo de venganza a la voluntad del bien, la paz y la reconciliación, del odio al amor… nunca son actitudes que conciernen a Dios, sino a los hombres. De manera que, para el Nazareno, el perdón no es para nada asunto de Dios, sino exclusivamente asunto de los hombres y entre los hombres. Porque sólo el perdón que el hombre es capaz de dar a su semejante puede cortar de raiz la espiral del mal y la violencia. Porque sólo el perdón puede impedir a la enemistad desarrollarse y propagarse en el mundo y producir los frutos nefastos del sufrimiento y la muerte.

Jesús había comprendido que, para hacer viable y realizable su sueño de un mundo mejor, hacía falta, ante todo, hacer a los hombres mejores y por tanto capaces de más amor. Para ello hacía falta sensibilizarnos a la necesidad de dejarnos tocar e invadir por la presencia y la proximidad de Dios, exponiéndonos al fuego de su amor, que en adelante debería sostener y orientar también nuestra existencia. Según Jesús, ya que el amor de Dios está en el hombre, nos hace capaces de amar al estilo divino y de poner entonces a todo el mundo, buenos y malos, justos y pecadores, amigos y enemigos, en la corriente del amor y la voluntad del perdón.

Y como, para Jesús, el amor de Dios hacia el hombre no tiene límites, lo mismo el perdón del hombre hacia sus semejantes. El perdón humano debe tener la medida del amor divino. Porque el perdón es la versión humana del amor que está en Dios. Es el don humano (per-don) por excelencia. Por ello el perdón debe ser siempre donado. No una vez, no siete veces, sino como decía Jesús - siete veces setenta y siete. Es decir, siempre, continuamente, sin límites.

¡Tarea ardua! ¡Tarea difícil! Tarea al parecer casi imposible y, con frecuencia, más allá de nuestra capacidad. Pero tarea indispensable, al menos como programa de vida, como ideal de conducta, como esfuerzo de pacificación siempre retomado y vuelto a retomar, si intentamos vivir en una sociedad más humana y en un planeta más habitable.

Finalmente, como muestra este texto del evangelio que acabamos de leer (Mt 18,21-35) Jesús de Nazaret tenía razón al pensar que sólo a través del perdón seremos capaces de dar y recibir, los hombres escaparemos «de las manos del verdugo», nos salvaremos a nosotros mismos y al mundo que habitamos.

Bruno Mori  (15 septiembre 2017)
(Traducción de Ernesto  Baquer)



[i] [i] A lo largo de su historia, la Iglesia católica ha utilizado la culpabilidad y el miedo como armas para instaurar y fortalecer su poder y su entidad en la conciencia de los creyentes. Al forjar y proponer la falsa imagen de un Dios que puede ciertamente perdonar, pero que también puede y sobre todo ser ofendido, enojarse, castigar y condenar al fuego del purgatorio y a las llamas eternas del infierno, la Iglesia ha sostenido y animado (a sus ovejas rústicas e ignorantes) la fe en un Dios justiciero implacable, de cuya cólera y venganza podía, sin embargo liberar y salvar a los pecadores que recurrían a ella pidiendo el sacramento del perdón. ¡Brillante y eficaz sistema de asegurarse la dependencia y adhesión incondicional y continua de sus fieles!

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