(24°domingo ordinario, A)
A partir de este texto
del evangelio de Mateo, propongo una
reflexión sobre el perdón que se aparta un poco de lo que los fieles católicos
estamos habituados a escuchar en la iglesia, pero que puede ayudarnos a
comprender mejor quien es el Dios de Jesús de Nazaret y a aceptar más la
urgencia de insertarnos en su proyecto de renovación universal.
La doctrina
católica, a causa del dogma del pecado original, se contaminó con la creencia
en la culpabilidad fundacional y universal de los humanos, considerados,
fundamentalmente, como seres transgresores y malvados. Lo que tuvo como
consecuencia que la enseñanza oficial de la Iglesia expresada en los textos
litúrgicos, las fórmulas de espiritualidad y la piedad cristiana (oraciones,
devociones, etc) ha hecho nacer en los cristianos la convicción de no ser más
que criaturas caídas y miserables pecadores que sólo pueden humillarse y
arrastrarse ante un Dios ofendido y enojado, con la esperanza de conseguir su
piedad y su perdón.
En cuanto
cristianos, hemos sido formados en pensar que, puesto que, en principio, somos
malos y culpables, necesitamos, para ser salvados, pedir y obtener el perdón de
Dios, que al ser bueno y misericordioso, nos lo concede casi siempre. Esta
forma de proceder nos parece muy normal y sobre todo muy conforme con la verdad
de lo que somos y de lo que es el mismo Dios[i].
¡Pues no! Con el riesgo de sorprender a muchos cristianos piadosos, debo
afirmar que esta historia del perdón que supuestamente Dios concede al pecador
arrepentido, está lejos de responder a la verdad.
Dejemos de lado,
de momento, el mito bíblico del pecado de Adán y Eva, que, a partir del siglo V
de nuestra era, dio origen a los delirios teológicos de San Agustín de Hipona
sobre el pecado original, en el que ya nadie cree hoy, incluso el papa.
Concentrémonos
en la cuestión del perdón de Dios. ¿Podemos decir que Dios perdona? Nada menos
seguro. Sólo podemos atribuir a Dios la capacidad de perdonar, si tenemos una
concepción antropomórfica de Dios; un Dios construido a nuestra imagen y
semejanza e imaginado funcionando a la manera del hombre. Que significa, en
otras palabras, transferir a Dios la manera humana de pensar, sentir, actuar,
reaccionar, cambiar, alterarse. Es lo que, desgraciadamente, la religión ha
hecho a lo largo de la historia, cocinando un Dios moldeado en los comportamientos
del hombre. Por esta razón, hoy, una gran parte de los instruidos de la
modernidad, considera al Dios de la religión como una entidad inaceptable, que
no pasa la prueba del buen sentido y la racionalidad.
Pero volvamos al
perdón y al por qué es imposible atribuir a Dios la acción de perdonar. El
perdón es resultado esencialmente de una modificación y un cambio de actitud
que tienen lugar en el interior de la persona que perdona. Son bien conocidas
las dinámicas del perdón. Comportan dos partes o dos etapas. El perdón supone
primero, la existencia de un individuo capaz de alterarse y por tanto
vulnerable, a quien podemos hacerle daño, infligirle heridas y pérdidas que lo
hacen sufrir y provocan reacciones de resentimiento, cólera, odio y venganza.
Supone, en
segundo lugar que, ese mismo individuo, perturbado y cambiado interiormente por
la ofensa recibida, que sentía agresividad y odio, de nuevo se transforme y
cambie profundamente, surgiendo en él bondad, benevolencia y amor, sentimientos
que ofrece, como don gratuito al que
le ofendió, justamente a través del proceso de per-dón. Y así, el individuo que perdona pasa del estado de rabia y
odio, a un estado de indulgencia, benevolencia, amabilidad, reconciliación, que
renuncia a toda venganza y sólo desea hacer las paces y vivir en paz con el que
había sido su enemigo.
Pero este
proceso de perturbación y cambio interior es ontológicamente imposible en Dios
quien, por definición, es siempre idéntico a sí mismo. Dios Es, y no puede ser
otro. No puede cambiar, alterarse y por tanto pasar de un estado a otro.
Tampoco puede, ser afectado desde el exterior por algo que exista fuera de él.
Porque nada existe fuera de Dios. Dios es el Ser de todas las cosas; el Alma
del Universo; la Energía de fondo original y el Misterio supremo que mantiene a
todas las cosas en su existencia. Es un sinsentido decir que Dios puede
ofenderse o encolerizarse por nuestra maldad o nuestras faltas. De ahí que Dios
no puede perdonar, porque nunca puede ser o sentirse ofendido. Dios no puede
ser tocado o afectado por el comportamiento del hombre. Es el "Totalmente
Otro" y el "Trascendente".
Hay también otra
razón que vuelve incongruente todo discurso sobre el perdón de Dios: el hecho
de que Dios es sólo Amor. Tanto los evangelios, como los descubrimientos de las
ciencias cosmológicas modernas, muestran que la Realidad Última llamada
"Dios", es esencialmente una Energía de atracción y de amor que
sostiene y anima todo lo que existe. Por su lado, Jesús de Nazaret anunció sin
descanso que Dios es un Ser de Amor y que todo amor viene de Dios; que el que
ama está en Dios y vive en Dios, y que Dios no sabe ni puede hacer otra cosa
que amar. La naturaleza de Dios es ser Amor. Y sólo puede amar, como el sol
sólo puede brillar y dar calor. Dios es sólo Amor; por lo que es un sinsentido
pensar que Dios pueda también y al mismo tiempo ser rencor, resentimiento,
hostilidad, cólera, agresividad, deseo de castigar y condenar al pecador.
Para Jesús, Dios
es y sigue siendo Amor, tanto cuando somos buenos como cuando somos malos;
cuando somos inocentes como cuando somos culpables; justos y en regla como
transgresores; santos como pecadores y delincuentes. Hagamos el bien o el mal,
siempre estamos expuestos a los rayos de su amor. Su amor es anterior y
posterior a nuestras faltas. Su amor existe siempre, siempre presente, siempre
garantizado, hagamos el bien o el mal. Dios no puede por tanto perdonarnos,
porque jamás hemos sido separados de su amor. Dios no puede perdonarnos, porque
no puede restaurarnos en un amor que nunca nos quitó y del que nunca jamás
salimos.
En consecuencia,
un discurso sobre Dios que expresara nuestras expectativas sobre lo que Dios
podría o no darnos, es absurdo. Sea lo que sea lo que la teología pueda
afirmar, Jesús no ha venido a salvarnos, sino a anunciarnos (¡y esa es la Buena Nueva!) que todos estamos ya
salvados, porque todos, desde siempre, estamos sumergidos en las profundidades
del Amor de Dios.
El perdón de
Dios, que tenemos la impresión de recibir y experimentar en nuestra alma y
nuestro corazón, en un proceso de conversión, no es resultado de una
intervención de Dios, sino más bien fruto de nuestro cambio interior o de
nuestra "conversión", que al acercarnos a Dios, nos ha hecho más
sensibles a los efectos de su presencia y descubrir que, en realidad, siempre
estuvimos expuestos al fuego de su amor.
En efecto,
cuando, por nuestra conversión nos hemos liberado del velo de nuestras faltas
que habíamos tejido en torno de nuestra existencia, velo que nos hacía vivir en
el frío y la oscuridad que nos impedía recibir el sol de Dios, nos damos cuenta
que la luz y el calor de su amor siempre habían estado allí para nosotros,
incluso cuando vivíamos en la bruma y la oscuridad del mal y del pecado.
Jesús lo había
comprendido así, y por ello anunciaba a todos los que querían escucharlo, que
Dios es un Ser de amor que no hace diferencia entre las personas. Ama tanto a
los justos como a los pecadores. Hace caer la lluvia y brillar el sol tanto
para los buenos como para los malos. Cuida tanto a la oveja perdida como a las
que han permanecido en la seguridad del redil. Es un Padre que lleva en su
corazón tanto al hijo disoluto y tronera, como al prudente que vela
escrupulosamente por los intereses de la casa.
Jesús había
comprendido que el Amor es la única energía capaz no sólo de mantener el mundo
en la existencia sino de hacer evolucionar y progresar a los humanos hacia la
culminación plena de su naturaleza. Por eso Jesús siempre buscó ser un hombre
de amor y encarnar en su vida esa actitud amorosa que había descubierto era la
característica fundamental del Dios en quién creía.
Por ello, Jesús
soñaba con un mundo regido exclusivamente por las dinámicas y reglas del amor.
Soñaba con un mundo convertido en una especie de “Reino de Dios”, donde el amor
de Dios reinara también en el corazón del hombre y, por el hombre, en el mundo
entero.
Sin embargo,
Jesús sabía que su sueño habría sido obstaculizado por los límites e
imperfecciones de la naturaleza humana, siempre deficiente, frágil, defectuosa,
siempre en proceso de construirse, evolucionar, perfeccionarse. Su sueño de un
mundo construido bajo la enseña del amor debía contar con un ser humano
incompleto, inacabado, todavía con innumerables deficiencias y defectos, zonas
oscuras y vacíos inmensos que la luz y las fuerzas del amor nunca colonizaron
con su presencia.
Por eso el ser
humano puede desaprovechar el encuentro con las dinámicas del amor. Por eso el
hombre puede remar contra corriente de las fuerzas estructurantes de la
atracción, la relación afectiva, le benevolencia y la comunión que sostienen y
hacen evolucionar el universo. Por eso el hombre puede adoptar comportamientos
y actitudes donde esté ausente el amor, y transformarse en un individuo
encerrado sobre sí mismo; abriendo así el camino a la injusticia, la
explotación, la violencia, que llevan casi inevitablemente a crear una espiral
infernal de resentimiento, agresividad, odio y venganza.
Jesús sabía que,
si los humanos son sólo eso; si no buscan cambiarse en mejores personas; si
sólo sucumben a sus límites, si sólo siguen los impulsos destructores y
alienantes que llevan en su corazón, jamás podría realizar su sueño de un mundo nuevo. Sabía que, para
ello, necesitaba absolutamente humanos capaces de perdonar, es decir capaces de
pasar del odio al amor, del deseo de hacer el mal a la voluntad de hacer el
bien, e incapaces de alegrarse del mal y el sufrimiento de sus enemigos. La
posibilidad del hombre de cambiar y por tanto de perdonar, era la única
esperanza de Jesús para plantar cara eficazmente a los obstáculos que
bloqueaban o enlentecían la realización de ese mundo lleno de amor que él
soñaba.
Para Jesús, el
perdón es una pieza esencial y un pilar fundamental en la realización de su
sueño de renovación universal, y de construcción del Reino. Eso explica por qué
el perdón tiene un lugar tan grande en la predicación del profeta de Nazaret,
al punto de convertirse en una característica fundamental de su mensaje. Eso
explica también por qué, cuando Jesús habla de perdón, jamás tiene presente el
perdón de Dios, sino que se refiere, casi exclusivamente, al perdón otorgado
por los hombres.
Para Jesús, las
dinámicas del perdón que hacen pasar de la agresividad a la benevolencia, de la
ruptura al acuerdo, de la agresividad a la comprensión, de la división a la
comunión, de la cólera a la calma, de la animosidad a la serenidad, del deseo
de venganza a la voluntad del bien, la paz y la reconciliación, del odio al
amor… nunca son actitudes que conciernen a Dios, sino a los hombres. De manera
que, para el Nazareno, el perdón no es para nada asunto de Dios, sino
exclusivamente asunto de los hombres y entre los hombres. Porque sólo el perdón
que el hombre es capaz de dar a su semejante puede cortar de raiz la espiral
del mal y la violencia. Porque sólo el perdón puede impedir a la enemistad
desarrollarse y propagarse en el mundo y producir los frutos nefastos del
sufrimiento y la muerte.
Jesús había
comprendido que, para hacer viable y realizable su sueño de un mundo mejor,
hacía falta, ante todo, hacer a los hombres mejores y por tanto capaces de más
amor. Para ello hacía falta sensibilizarnos a la necesidad de dejarnos tocar e
invadir por la presencia y la proximidad de Dios, exponiéndonos al fuego de su
amor, que en adelante debería sostener y orientar también nuestra existencia.
Según Jesús, ya que el amor de Dios está en el hombre, nos hace capaces de amar
al estilo divino y de poner entonces a todo el mundo, buenos y malos, justos y
pecadores, amigos y enemigos, en la corriente del amor y la voluntad del
perdón.
Y como, para
Jesús, el amor de Dios hacia el hombre no tiene límites, lo mismo el perdón del
hombre hacia sus semejantes. El perdón humano debe tener la medida del amor
divino. Porque el perdón es la versión humana del amor que está en Dios. Es el
don humano (per-don) por excelencia.
Por ello el perdón debe ser siempre donado. No una vez, no siete veces,
sino como decía Jesús - siete veces setenta y siete. Es decir, siempre,
continuamente, sin límites.
¡Tarea ardua!
¡Tarea difícil! Tarea al parecer casi imposible y, con frecuencia, más allá de
nuestra capacidad. Pero tarea indispensable, al menos como programa de vida,
como ideal de conducta, como esfuerzo de pacificación siempre retomado y vuelto
a retomar, si intentamos vivir en una sociedad más humana y en un planeta más
habitable.
Finalmente, como muestra este texto del evangelio que
acabamos de leer (Mt 18,21-35) Jesús de Nazaret tenía razón al pensar que sólo
a través del perdón seremos capaces de dar y recibir, los hombres escaparemos «de
las manos del verdugo», nos salvaremos a nosotros mismos y al mundo que
habitamos.
Bruno Mori
(15 septiembre 2017)
(Traducción de Ernesto Baquer)
[i] [i]
A lo largo de su historia, la Iglesia católica ha utilizado la culpabilidad y
el miedo como armas para instaurar y fortalecer su poder y su entidad en la
conciencia de los creyentes. Al forjar y proponer la falsa imagen de un Dios
que puede ciertamente perdonar, pero que también puede y sobre todo ser
ofendido, enojarse, castigar y condenar al fuego del purgatorio y a las llamas
eternas del infierno, la Iglesia ha sostenido y animado (a sus ovejas rústicas
e ignorantes) la fe en un Dios justiciero implacable, de cuya cólera y venganza
podía, sin embargo liberar y salvar a los pecadores que recurrían a ella
pidiendo el sacramento del perdón. ¡Brillante y eficaz sistema de asegurarse la
dependencia y adhesión incondicional y continua de sus fieles!
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