(26º dom. tiempo ord. B 2018)
Las lecturas bíblicas de
este domingo nos presentan dos casos de intolerancia, de inmediato
desautorizada como insensata y estúpida. En la primera lectura, Josué, futuro
sucesor de Moisés, no soporta que dos miembros del grupo de los 70 ancianos
impulsados por el Espíritu de Dios, tomen la iniciativa de profetizar.
En el evangelio, Juan, el
hijo del Zebedeo, la toma con un individuo, que no siendo parte del grupo de
los doce, expulsaba espíritus malignos en nombre de Jesús. “No tenía el derecho
de hacerlo y nosotros se lo hemos impedido. No era de los nuestros. No
pertenecía a nuestra comunidad, nuestra congregación, nuestra iglesia, nuestra
religión… Sólo nosotros tenemos el derecho y el poder de hacerlo… nosotros que
hemos sido elegidos por ti, que somos tus discípulos, que comemos en tu mesa,
que hemos sido agraciados con tu enseñanza, tu verdad, tu espíritu y tus
poderes. Sólo nosotros sabemos lo que es el bien y lo bueno para los demás. El
bien hecho por los que no son de los nuestros, no es tan bueno como el bien
hecho por nosotros…”
La respuesta de Jesús a la
intolerancia obtusa y exaltada de Juan, no se hace esperar: “¡No se lo
impidan!. ¡Nunca impidan a nadie hacer el bien y luchar contra el mal y el
sufrimiento!”
Para Jesús, lo que importa
no es el pertenecer a su familia, a su círculo de amigos, que compartan sus
ideas y su estilo de vida; lo que importa es el bien que cada uno sea capaz de
realizar y el amor que sea capaz de difundir.
Aquí Jesús quiere hacer
comprender a los suyos que la tarea de hacer el bien y ayudar a sus semejantes
a liberarse de sus demonios, nunca está reservada a algunos elegidos: nunca es
el monopolio de un grupo, un partido o una institución. Todo ser humano es depositario
de un amor, una bondad, una benevolencia, un don de gracia y de sabiduría, que
está llamado a sembrar y derramar a su alrededor, a fin de contribuir a la
construcción de un mundo mejor y una mejor sociedad.
Al contrario de lo que Jesús
nos enseña aquí, un gran número de nosotros, a causa de una configuración
interior defectuosa, frecuentemente tiene una visión monocroma de la realidad.
Significa que muchos estamos impulsados a ver el mundo sólo en dos colores:
blanco y negro. Dividen, dividimos el mundo en dos partes.
De un lado, los que son como
nosotros, con nosotros, para nosotros; porque son de nuestro clan, nuestra
cultura, nuestra nacionalidad, nuestra religión, nuestro partido. Por principio,
son los buenos, en los que podemos confiar, los puros, los que van por el
camino recto; los que están en la verdad, los que tienen razón, los verdaderos
creyentes que pertenecen al eje del bien, a la Santa Iglesia Católica Romana,
al pueblo mesiánico del Occidente cristiano; a la grande y todopoderosa nación
americana, guardiana y promotora de los valores democráticos, los derechos del
hombre, de la libertad y la justicia; y la única en poder proclamar que Dios
está de su lado, ya que ella pone su confianza en Dios (In God we trust). Una confianza que no duda en imprimir, con un
descaro y una seguridad que nos asombran, sobre el dinero que gasta, por
billones, en sus guerras dirigidas contra los países del eje del mal, y
acusados de complotarse contra ella.
También los nazis de Hitler escribían
sobre sus uniformes y sus banderas que Dios estaba con ellos (“Got mit uns”).
Del otro, están los que no
son como nosotros, que son diferentes, que no son de nuestra raza, nuestro
país, nuestra cultura, nuestra religión, de quienes tenemos derecho a
desconfiar, que no son de buena calidad como nosotros, y que, con frecuencia
están contra nosotros. Son los inmigrantes que vienen a robarnos los puestos de
trabajo; disminuir nuestro bienestar; perturbar nuestro orden y nuestra
tranquilidad; cuestionar nuestras convicciones; confundir nuestras certezas y
creencias. Son los otros; los agresores contra los que nos debemos proteger; a
quienes debemos impedir que vengan a nuestra casa y nos perjudiquen:
satanizándolos, controlando sus desplazamientos, privándoles de la visa, de los
permisos de residencia y poniéndoles barreras y alambrados, erigiendo muros a
lo largo de las fronteras, haciéndoles la guerra.
En la historia de Occidente,
la intolerancia y la presunción de superioridad, son actitudes de vieja data.
Constituyen un pecado capital, también en la santa Iglesia católica y romana
(representante sin embargo de un movimiento espiritual basado en la
fraternidad, la igualdad, la tolerancia, la acogida, la apertura y el amor
entre todos los humanos). Basta con pensar en las Cruzadas, el fanatismo mortal
y salvaje de las guerras de religión (la noche de San Bartolomé); las torturas
de la Inquisición; las hogueras para los herejes y disidentes; la caza de
brujas…
Actitud de intolerancia y
presunción de superioridad, unicidad y exclusividad de la fe cristiana y
católica, que inspira y orienta todavía hoy la teología oficial de nuestra
Iglesia, que continúa creyendo y enseñando que es, por voluntad divina, el
único lugar de la verdad y el sólo y único instrumento de salvación eterna para
todos los humanos.
Para la Iglesia católica
romana todas las demás religiones son fundamentalmente falsas o, en el mejor
caso, sólo poseen briznas de verdad. Por tanto, son incapaces de asegurar la
salvación de sus fieles. Sólo en el seno de la santa Iglesia católica, es que
el ser humano se convierte en justo, bueno, santo, agradable a Dios, quien
entonces le concede su benevolencia, así como participar en su felicidad
eterna. De ahí el eslogan “Extra
ecclesiam, nulla salus” que, durante siglos, ha resonado como grito de
conquista y de convocatoria, que suscitó en los países del Occidente cristiano
un ejército de misioneros y “conquistadores”, prestos a todos los sacrificios,
para partir a salvar las almas de los “pobres salvajes” de las llamas del
infierno y que a cambio les despojaban de su cultura, su tierra, su vida, sus
bienes.
¿Todo esto no está en total
contradicción con lo que Jesús nos enseña en este evangelio?
En este texto evangélico,
Jesús quiere hacer comprender a sus discípulos, que el espíritu de Dios es un
espíritu de amor y de bondad, dado a todos los humanos. Quiere que sus
discípulos realicen que, en adelante, la buena calidad de un individuo no está
determinada por su pertenencia a un pueblo o una religión, o a cualquier otra
organización humana, sino únicamente por la bondad de su vida, por el bien que
es capaz de realizar y por el amor que consiga dar y recibir a lo largo de su
existencia. El menor gesto de bondad, de atención, de darse, son importantes: “Hasta
un vaso de agua entregado con amor al que tiene sed, tiene valor en la
construcción de su humanidad”.
Por tanto, aquí Jesús nos
enseña que “echar los demonios” que
se instauran en el corazón del hombre, es una tarea de cada uno, pertenezca a
la religión, cultura, grupo, o nacionalidad que sea. Para ello, ninguna
necesidad de ser cristiano, católico, de haber recibido ordenación sacerdotal,
de poseer poderes extraordinarios y sagrados.
Para Jesús, echamos los
demonios cada vez que contribuimos a liberar a alguien de sus miedos,
desconfianzas, prejuicios, de todos esos malos
espíritus que llevamos con nosotros y que nos impulsan a ser egoístas,
violentos, insensibles con los demás, replegados sobre nosotros mismos; a
creernos superiores y mejores que los demás; a echar raíces estúpidamente en
ideas preconcebidas, en la convicción de siempre tener razón, poseer la verdad,
estar del lado de Dios.
Arrojar los demonios en
alguien, es conducirlo a no juzgar, no criticar las diferencias; a no
desconfiar del vecino, sobre todo si es extranjero, de otra religión, si es
inmigrante; si es árabe, negro, mejicano; a no ver tantos potenciales agresores
o predadores contra los que pelear o protegerse.
Echar los demonios,
entonces, es enseñar a los demás a ser acogedores, abiertos, positivos,
tolerantes, benévolos, amistosos y amables con todos. Es ayudarles a abandonar
el espíritu de «ghetto»; a abrirse a las diferencias, aprender de ellas y
maravillarnos con sus riquezas.
Para Jesús, echamos los
malos espíritus cada vez que ayudamos a
una persona golpeada por la prueba, la enfermedad, la depresión, el desaliento,
la pena, el duelo… a salir de su encierro y de su
desesperanza, sus malas actitudes, a fin de conducirla a tomarse a cargo, a
ponerse de pie, a recobrar su buen espíritu y la confianza en sí misma, en la
vida, en los otros.
Para Jesús cazamos y echamos
los demonios cada vez que enjugamos lágrimas, que reavivamos sonrisas, que
hacemos estallar risas, y que devolvemos la alegría y la esperanza a la
existencia de alguien.
Nos convertimos en cazadores
de malos espíritus cada vez que ayudamos a otros a vivir, lo más plenamente
posible, su doble dignidad de hombres y de hijos de Dios.
Cazamos demonios cada vez
que ayudamos a alguien a abrir los ojos sobre la belleza de la creación; a
darse cuenta de la bondad fundamental de toda criatura, a creer en la presencia
infinitamente más abundante y activa del bien sobre el mal, de la belleza sobre
la fealdad, de la generosidad y la abnegación sobre el egoísmo, de la
indulgencia sobre la crueldad, de la dulzura sobre la violencia, del amor sobre
el odio en el corazón de los humanos que viven a nuestro alrededor.
Entonces, amigos, ¿para cuándo la próxima
salida a cazar?
Bruno
Mori, septiembre 2018.
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