dimanche 26 novembre 2017

«Vigilen, porque no saben ni el día ni la hora…»


(Mt.25, 1-13 -  32º dom. ord. A -  2017)


La cercanía de Todos los Santos y la memoria de nuestros difuntos, nos puede hacer pensar que esta sentencia final de Jesús es una alusión a nuestra propia muerte. En efecto, cada quien, no conoce ni el día ni la hora. En un pasado no muy lejano, la religión cristiana estaba totalmente centrada en la muerte. Con un trasfondo de miedo: miedo a no conseguir su salvación, miedo al infierno, al juicio de Dios, juez severo.
Felizmente, nos hemos desembarazado de semejante imagen de Dios, aunque algunas veces vivamos todavía ese miedo lleno de culpabilidad y de temor de Dios, un Dios que viene a sorprendernos de improviso. Lo sabemos: el Evangelio es, en sentido estricto, una Buena Noticia y no un anuncio de desgracia, ni un mensaje de temor.

Es verdad que, en los evangelios, Jesús proclama con frecuencia la venida inminente del “Reino de Dios”. Una expresión, sin embargo, utilizada por él no para advertirnos de nuestra muerte inminente, sino para señalar la instauración de un nuevo mundo y una nueva sociedad en la tierra, regidos por los principios y las fuerzas del amor y la fraternidad. Para Jesús de Nazaret, la construcción de este mundo nuevo que cada ser humano de buena voluntad ha de tratar de construir y habitar, constituyó el gran sueño de su vida y por cuya realización murió.

En los evangelios, Jesús compara frecuentemente este Reino con una fiesta de bodas a la cual todo el mundo está invitado. Pero para participar en este mundo nuevo, hay que ver su necesidad. Hay que desearlo. Prepararse interiormente. Estar dispuesto a cambiar. , por lo tanto, estar atento y despierto para poder captar e interpretar los signos de su novedad, y de su necesitad. Hay que ser receptivo y estar despierto, para no dejar pasar en nuestra vida los llamamientos e invitaciones a renovarnos y convertirnos que el Espíritu de Dios, a través de la palabra de Jesús, hace resonar en nosotros y a nuestro alrededor.

Vigilar, significa entonces vivir en alerta y atención de cara a las personas y al mundo en que vivimos. Significa ser conscientes de sus bellezas y fealdades, de sus realizaciones e imperfecciones, de sus riquezas y sus pobrezas. Para ser capaces, tanto de maravillarnos, adorar, dar gracias, como de comprometernos para ayudar, reparar, cuidar y curar sus males y heridas.

Vigilar, es caminar hacia el futuro con confianza y esperanza, sin dejarnos invadir por el sopor de nuestra apatía, nuestra indiferencia, nuestras actitudes fatalistas que cultivan el desaliento y la resignación, que nos impulsan a abandonar, que desarman nuestros entusiasmos y nos confinan en la satisfacción confusa de una existencia chata, mediocre, sin ambiciones ni altura, sin soplo ni fin.

Vigilar, es creer en la bondad fundamental del corazón humano y en la sabiduría de su espíritu. Es pensar que el bien está más extendido que el mal y que las fuerzas de la fraternidad y del amor ganarán a las de la hostilidad y el odio. Es finalmente creer que siempre vale la pena comprometerse y luchar para mejorar el corazón del hombre y para construir un mundo más hermoso.

En un mundo bajo la influencia del egoísmo, la competencia, la rivalidad y la violencia, vigilar es preocuparse de hacer más lugar a la gratuidad del amor en nuestra vida, para que nuestro corazón se sensibilice al sufrimiento y la desgracia de los vivos y a las necesidades de nuestros hermanos.

Vigilar, entonces, nos remite a la urgencia del amor. Vigilar  hoy viene a ser para nosotros un grito de socorro, para que nos demos prisa, nos precipitemos a amar. Porque el éxito de nuestra existencia y la supervivencia de la humanidad dependen del amor que hayamos derramado a nuestro alrededor a lo largo de nuestro viaje por la existencia. Al final de nuestro itinerario seremos juzgados y evaluados sólo sobre el amor que tengamos en nuestro corazón y sobre el que hayamos entregado.

Vigilar es por tanto un llamado a amar en seguida, ahora, siempre. Nosotros siempre amamos o muy poco o muy tarde. No hay amor inútil, ni amor malgastado. El amor es siempre fuente de vida y de felicidad. Es la única riqueza que da peso, sentido y valor a todo y a todos. Porque en el amor tocamos y participamos en el misterio de la presencia de lo divino en nuestro mundo.

Vigilar, para nosotros, los cristianos es reconocer con lucidez y gratitud que estamos siempre en las manos y en el corazón de un Dios que nos ama y que no debemos tener miedo de la noche; y por tanto que podemos avanzar sin ansiedad en los caminos de nuestra difícil y penosa existencia, aunque tengamos la impresión de caminar en la noche, sin ver claramente adónde irá nuestra marcha.

Vigilar, no es llevar una vida de héroes o de santos, sin faltas ni adicciones; sino vivir una vida que busca continuamente consumirse y desplegarse sostenida por las actitudes de apertura, acogida, atención, cuidado, ternura y amor, para que las personas que crucemos en nuestro camino puedan entrever que, gracias a Jesús de Nazaret, algo nuevo y extraordinario está surgiendo en nuestro mundo.


Bruno Mori – 2017


(Traducción de Ernesto Baquer )

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