dimanche 26 novembre 2017

ESE AMOR QUE BUSCAMOS MERECER...- Mt. 22,1-14


(28° dom. ord. A  2017 )

Original: http://brunomori39.blogspot.com.ar/2017/10/cet-amour-que-lon-cherche-meriter.html.

            ¡Atrevida parábola la del rey (figura de Dios) que prepara un banquete para la boda de su hijo; y de los invitados que encuentran toda clase de pretextos para rehusar la invitación; y la extraña actitud de ese señor que entonces invita a cualquiera, para que se llene la sala del banquete! Si interpretamos ese texto en sentido literal, extrapolando el contexto histórico de su composición y las intenciones catequéticas del evangelista, la parábola tiene con qué hacernos pensar e incluso molestar.

Es que Jesús nos presenta aquí un Dios para quien el valor, las virtudes, las cualidades, los méritos, las realizaciones de las personas (representadas por los primeros invitados) no parecen tener importancia en su forma de considerarlos y tratarlos. Si parecen ser buenos y honrados ¡mejor! Si no ¡es igual! Buenos y malos, todos son invitados a la fiesta y todos se benefician de la misma atención y la misma generosidad.

Pienso que el relato tiene una doble finalidad. Por un lado, Jesús quiere hacernos comprender que Dios, su Dios, tiene una forma muy propia de tratar con los humanos y amarlos. Podríamos decir que, para Jesús, hay una manera “divina” de amar bastante diferente de la manera “humana” de amar. Y justamente esa manera “divina de amar” es lo que nos molesta y tenemos problemas para aceptar. Porque nos parece inconveniente, demasiado bonachona, no muy inteligente y sobre todo bastante injusta.

Por otro lado, Jesús nos exhortar a aceptar este tipo divino de amor y, posiblemente, a reproducirlo en nuestra vida, para que se opere en nuestra existencia la conversión de nuestra forma de comunicar y entrar en relación con las personas, y que nuestro amor por ellas tome, cada vez más, el color y las características del amor que está en Dios.

En pocas palabras, Jesús quiere hacernos conscientes no sólo de que el amor de Dios es siempre gratuito, desinteresado, altruista, mientras que el nuestro es siempre (o casi siempre), interesado, calculador y egoísta; sino también que nosotros, los humanos, con frecuencia nos rebelamos contra ese tipo de amor que está en Dios. Rechazamos la oferta de su amor, declinamos su invitación.

Jesús nos revela aquí que Dios quiere amarnos, pero que nosotros no nos dejamos amar, o más bien, que no aceptamos su manera de amar. Se diría que este tipo de amor divino, siempre gratuito, siempre ofrecido, siempre incondicional, nos da miedo, nos irrita y nos deja mal parados. Tenemos la sensación de que lastima nuestro ego, mortifica nuestro amor propio, ofende nuestro orgullo. ¡No queremos un amor gratuito! ¡Queremos pagar su precio! ¡Queremos comprarlo con nuestro proprio  capital! ¡Queremos merecerlo!

Nosotros queremos ser patrones y dueños incluso del amor que recibimos. Queremos que, si alguien se centra en nosotros al punto de amarnos, que esto sea a causa de algo atrayente e interesante que ha descubierto en nosotros y que le damos a cambio: nuestra belleza, cuerpo, valores, cualidades, virtudes, méritos, realizaciones, etc.

Esa actitud mercantil con frecuencia se remonta a nuestra infancia. Cuando éramos niños, nuestros padres nos enseñaron que debíamos conquistar y merecer su afecto. Si éramos niños buenos, obedientes, aplicados, estudiosos, teníamos derecho a su aprecio y su amor; si no, recibíamos a cambio gritos, reproches, castigos, alejamiento físico y emocional. Y así, desde pequeños, aprendimos que el amor es una conquista, que el amor debe ser merecido; que. para obtener amor, hay que dar algo a cambio y que el amor nunca se da y obtiene gratuitamente.

Al crecer, continuamos pensando lo mismo, y lo aplicamos a nuestras relaciones con Dios.  Y, cuando en los evangelios descubrimos que Dios ama a todos gratuitamente y sin condiciones previas; que ama tanto a los buenos como a los malos, a los obedientes como a los desobedientes, a los santos como a los pecadores, reaccionamos indignados: "¡Que no! ¡No es justo! ¡No acepto un Dios así! ¡No quiero sentarme a su mesa! No quiero un amor que no tenga en cuenta lo que valgo, lo que soy, y que parece burlarse de mis cualidades y mis méritos. Prefiero un amor que yo mismo he conquistado y merecido; un amor adquirido pagándolo de mi bolsillo, aunque sea a un precio elevado. Un amor gratuito no me interesa, porque me deprecia y desvaloriza, como todo lo que no cuesta nada".

Queremos que la causa y la razón del amor que recibimos esté en nosotros y no en la persona que nos ama. Queremos ser amados, no porque él o la que nos ama sea extraordinariamente amante, sino porque nosotros somos considerablemente atractivos y adorables.

 Esta manera tan humana de concebir el amor, se ha trasferido de lleno a la espiritualidad cristiana y a la enseñanza oficial de la Iglesia Católica la que, a lo largo de su historia, elaboró una compleja doctrina sobre la gracia santificante, las virtudes y los méritos que el creyente debe producir y poseer para poder aprovechar el amor de Dios.

Actuamos así porque sólo tenemos del amor la noción o la versión humana de este sentimiento que lo considera como un movimiento o fenómeno desencadenado por una causa, mientras que el amor en Dios no tiene causa, sino que es un estado de su Ser, o más bien, es la propia naturaleza de su Ser.

El evangelio de este día nos dice que debemos aprender a dejarnos amar, abandonando toda pretensión y voluntad de querer controlar las fuerzas del amor que están, por todas partes, a nuestro alrededor. En la medida que somos capaces de renunciar a hacer todo lo posible para “merecer” ser amados y dejar de lado toda necesidad de encontrar en nosotros las razones del amor; en la medida en que aceptemos ser imperfectos, débiles, limitados, vulnerables, en esta misma medida nos aproximaremos cada vez más a la verdad de nuestro ser. Y adquiriremos la simplicidad, la sinceridad, la inocencia y la transparencia de los niños. Por todo ello Jesús afirmaba que son principalmente los simples los pobres y los pequeños, los herederos privilegiados del amor de Dios.


Pero, es verdad que, del amor, con frecuencia, sólo conocemos sus débiles, defectuosas y superficiales manifestaciones humanas que confundimos con el amor sin más; cuando suelen ser las expresiones de nuestro egoísmo y la búsqueda de nuestra satisfacción y bienestar psicológico, sentimental o erótico.

Debemos admitir que las dinámicas del Amor sin más, se nos escapan totalmente. Porque el amor sin más está solamente en Dios y, principalmente, es un asunto de Dios y, en consecuencia, forma parte de su propio misterio. Nunca conseguiremos comprender plenamente su abisal y esencial gratuidad, que, a nuestros ojos humanos, disminuidos por nuestra extrema pequeñez, nos parece como una locura suplementaria del Dios de Jesucristo.

 Quizá podamos entrever un destello fugaz de ese misterio, cuando pensamos que si Dios es Amor y al mismo tiempo Valor único, absoluto y último, sólo puede ser y manifestarse como Amor totalmente incondicional, dado que ningún otro valor existe que pueda atraerlo o competir con él.
Creer que nuestros pequeños valores humanos, nuestras pequeñas virtudes, nuestros pequeños o grandes méritos sean capaces de desencadenar en Dios los impulsos de un amor que, de otra forma, no se nos daría, no tiene sentido. Dios nos ama, no porque nos encuentre amables, atrayentes, sino porque no puede hacer otra cosa que amar. Dios sólo puede invitar a todos a la fiesta de su amor; un amor necesariamente gratuito, como el Universo a través del cual se manifiesta.

Nosotros, los humanos, no somos capaces de imaginar, ni comprender, ni realizar esta cualidad divina del amor, porque nuestra manera de amar está siempre, de algún modo, manchada del egoísmo y la búsqueda de ventajas, placeres y gratificaciones. Pero ello no nos impide creer que la gratuidad divina del amor puede ser, en nuestra vida, un sueño y un ideal hacia el cual deberían tender todos los amantes.

Jesús de Nazaret nos asegura que, si la gratuidad del amor en los humanos es rara y difícil, no es imposible. Y sucede, a veces, que esta cualidad de amor que está en el corazón de Dios, aparezca, por gracia o por milagro, de repente y brevemente en el corazón del hombre.

En la vida de un individuo puede suceder que caiga de repente enamorado de otra persona; un flechazo sin preaviso, sin saber de dónde viene y cómo fue posible. A veces sucede que el amor se te ofrece de repente como un don inesperado, sin que uno haya hecho nada voluntariamente por suscitarlo o motivarlo. Ocurre que el amor te sobreviene sin ningún "mérito" de tu parte; como una actitud, un gesto, un impulso totalmente gratuito; como un regalo magnífico y conmovedor, que un hermoso día de tu vida te lo encuentras allí, para ti, en el corazón de tu casa, cuando tú pensabas que nadie conocía tu dirección.

Por lo tanto, a veces sucede que esas muestras de amor divino penetran desde el cielo para venir a sembrar sus virtualidades en el amor de los hombres. A veces sucede que, en nuestra vida, asistamos a raras y fugaces manifestaciones de amor tal cual existen en su Fuente divina. Como en el amor de una madre por su hijo; como en el caso de algunas existencias exclusivamente entregadas a aliviar la miseria y el sufrimiento de otros; en la cualidad de algunos encuentros y de ciertas fusiones amorosas… En esos casos nos enfrentamos a un fenómeno amoroso que tiene algo de divino.

Hay realmente actitudes y comportamientos amorosos en los que debemos reconocer que algo del amor divino viene a iluminar el cielo de nuestras existencias calculadoras, orgullosas y egoístas.

Es como si chispas del mundo de Dios surgieran milagrosamente en el mundo de los hombres, para anunciarles que algo de la pura gratuidad divina puede introducirse también en nuestros amores humanos y que es posible al hombre también amar a la manera de Dios.

De eso, ¡Jesús de Nazaret, estaba convencido!

Bruno Mori  2017


(Traducción de Ernesto Baquer )

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