Original:
http://brunomori39.blogspot.com.ar/2017/10/cet-amour-que-lon-cherche-meriter.html.
¡Atrevida
parábola la del rey (figura de Dios) que prepara un banquete para la boda de su
hijo; y de los invitados que encuentran toda clase de pretextos para rehusar la
invitación; y la extraña actitud de ese señor que entonces invita a cualquiera,
para que se llene la sala del banquete! Si interpretamos ese texto en sentido
literal, extrapolando el contexto histórico de su composición y las intenciones
catequéticas del evangelista, la parábola tiene con qué hacernos pensar e
incluso molestar.
Es que Jesús nos presenta aquí un Dios para quien el
valor, las virtudes, las cualidades, los méritos, las realizaciones de las
personas (representadas por los primeros invitados) no parecen tener
importancia en su forma de considerarlos y tratarlos. Si parecen ser buenos y
honrados ¡mejor! Si no ¡es igual! Buenos y malos, todos son invitados a la fiesta
y todos se benefician de la misma atención y la misma generosidad.
Pienso que el relato tiene una doble finalidad. Por un
lado, Jesús quiere hacernos comprender que Dios, su Dios, tiene una forma muy
propia de tratar con los humanos y amarlos. Podríamos decir que, para Jesús,
hay una manera “divina” de amar bastante diferente de la manera “humana” de
amar. Y justamente esa manera “divina de amar” es lo que nos molesta y tenemos
problemas para aceptar. Porque nos parece inconveniente, demasiado bonachona,
no muy inteligente y sobre todo bastante injusta.
Por otro lado, Jesús nos exhortar a aceptar este tipo
divino de amor y, posiblemente, a reproducirlo en nuestra vida, para que se
opere en nuestra existencia la conversión de nuestra forma de comunicar y
entrar en relación con las personas, y que nuestro amor por ellas tome, cada
vez más, el color y las características del amor que está en Dios.
En pocas palabras, Jesús quiere hacernos conscientes no
sólo de que el amor de Dios es siempre gratuito, desinteresado, altruista,
mientras que el nuestro es siempre (o casi siempre), interesado, calculador y
egoísta; sino también que nosotros, los humanos, con frecuencia nos rebelamos
contra ese tipo de amor que está en Dios. Rechazamos la oferta de su amor,
declinamos su invitación.
Jesús nos revela aquí que Dios quiere amarnos, pero que
nosotros no nos dejamos amar, o más bien, que no aceptamos su manera de amar.
Se diría que este tipo de amor divino, siempre gratuito, siempre ofrecido,
siempre incondicional, nos da miedo, nos irrita y nos deja mal parados. Tenemos
la sensación de que lastima nuestro ego, mortifica nuestro amor propio, ofende nuestro
orgullo. ¡No queremos un amor gratuito! ¡Queremos pagar su precio! ¡Queremos
comprarlo con nuestro proprio capital!
¡Queremos merecerlo!
Nosotros queremos ser patrones y dueños incluso del amor
que recibimos. Queremos que, si alguien se centra en nosotros al punto de
amarnos, que esto sea a causa de algo atrayente e interesante que ha
descubierto en nosotros y que le damos a cambio: nuestra belleza, cuerpo,
valores, cualidades, virtudes, méritos, realizaciones, etc.
Esa actitud mercantil con frecuencia se remonta a nuestra
infancia. Cuando éramos niños, nuestros padres nos enseñaron que debíamos
conquistar y merecer su afecto. Si éramos niños buenos, obedientes, aplicados,
estudiosos, teníamos derecho a su aprecio y su amor; si no, recibíamos a cambio
gritos, reproches, castigos, alejamiento físico y emocional. Y así, desde
pequeños, aprendimos que el amor es una conquista, que el amor debe ser
merecido; que. para obtener amor, hay que dar algo a cambio y que el amor nunca
se da y obtiene gratuitamente.
Al crecer, continuamos pensando lo mismo, y lo aplicamos
a nuestras relaciones con Dios. Y,
cuando en los evangelios descubrimos que Dios ama a todos gratuitamente y sin
condiciones previas; que ama tanto a los buenos como a los malos, a los
obedientes como a los desobedientes, a los santos como a los pecadores, reaccionamos
indignados: "¡Que no! ¡No es justo! ¡No acepto un Dios así! ¡No quiero
sentarme a su mesa! No quiero un amor que no tenga en cuenta lo que valgo, lo
que soy, y que parece burlarse de mis cualidades y mis méritos. Prefiero un
amor que yo mismo he conquistado y merecido; un amor adquirido pagándolo de mi
bolsillo, aunque sea a un precio elevado. Un amor gratuito no me interesa,
porque me deprecia y desvaloriza, como todo lo que no cuesta nada".
Queremos que la causa y la razón del amor que recibimos
esté en nosotros y no en la persona que nos ama. Queremos ser amados, no porque
él o la que nos ama sea extraordinariamente amante, sino porque nosotros somos considerablemente
atractivos y adorables.
Esta manera tan
humana de concebir el amor, se ha trasferido de lleno a la espiritualidad
cristiana y a la enseñanza oficial de la Iglesia Católica la que, a lo largo de
su historia, elaboró una compleja doctrina sobre la gracia santificante, las
virtudes y los méritos que el creyente debe producir y poseer para poder
aprovechar el amor de Dios.
Actuamos así porque sólo tenemos del amor la noción o la
versión humana de este sentimiento que lo considera como un movimiento o
fenómeno desencadenado por una causa, mientras que el amor en Dios no tiene
causa, sino que es un estado de su Ser, o más bien, es la propia naturaleza de
su Ser.
El evangelio de este día nos dice que debemos aprender a
dejarnos amar, abandonando toda pretensión y voluntad de querer controlar las
fuerzas del amor que están, por todas partes, a nuestro alrededor. En la medida
que somos capaces de renunciar a hacer todo lo posible para “merecer” ser
amados y dejar de lado toda necesidad de encontrar en nosotros las razones del
amor; en la medida en que aceptemos ser imperfectos, débiles, limitados,
vulnerables, en esta misma medida nos aproximaremos cada vez más a la verdad de
nuestro ser. Y adquiriremos la simplicidad, la sinceridad, la inocencia y la
transparencia de los niños. Por todo ello Jesús afirmaba que son principalmente
los simples los pobres y los pequeños, los herederos privilegiados del amor de
Dios.
Pero, es verdad que, del amor, con frecuencia, sólo
conocemos sus débiles, defectuosas y superficiales manifestaciones humanas que
confundimos con el amor sin más; cuando suelen ser las expresiones de nuestro
egoísmo y la búsqueda de nuestra satisfacción y bienestar psicológico, sentimental
o erótico.
Debemos admitir que las dinámicas del Amor sin más, se
nos escapan totalmente. Porque el amor sin más está solamente en Dios y,
principalmente, es un asunto de Dios y, en consecuencia, forma parte de su
propio misterio. Nunca conseguiremos comprender plenamente su abisal y esencial
gratuidad, que, a nuestros ojos humanos, disminuidos por nuestra extrema
pequeñez, nos parece como una locura suplementaria del Dios de Jesucristo.
Quizá podamos
entrever un destello fugaz de ese misterio, cuando pensamos que si Dios es Amor
y al mismo tiempo Valor único, absoluto y último, sólo puede ser y manifestarse
como Amor totalmente incondicional, dado que ningún otro valor existe que pueda
atraerlo o competir con él.
Creer que nuestros pequeños valores humanos, nuestras
pequeñas virtudes, nuestros pequeños o grandes méritos sean capaces de
desencadenar en Dios los impulsos de un amor que, de otra forma, no se nos
daría, no tiene sentido. Dios nos ama, no porque nos encuentre amables,
atrayentes, sino porque no puede hacer otra cosa que amar. Dios sólo puede invitar
a todos a la fiesta de su amor; un amor necesariamente gratuito, como el
Universo a través del cual se manifiesta.
Nosotros, los humanos, no somos capaces de imaginar, ni
comprender, ni realizar esta cualidad divina del amor, porque nuestra manera de
amar está siempre, de algún modo, manchada del egoísmo y la búsqueda de
ventajas, placeres y gratificaciones. Pero ello no nos impide creer que la
gratuidad divina del amor puede ser, en nuestra vida, un sueño y un ideal hacia
el cual deberían tender todos los amantes.
Jesús de Nazaret nos asegura que, si la gratuidad del
amor en los humanos es rara y difícil, no es imposible. Y sucede, a veces, que
esta cualidad de amor que está en el corazón de Dios, aparezca, por gracia o por
milagro, de repente y brevemente en el corazón del hombre.
En la vida de un individuo puede suceder que caiga de
repente enamorado de otra persona; un flechazo sin preaviso, sin saber de dónde
viene y cómo fue posible. A veces sucede que el amor se te ofrece de repente
como un don inesperado, sin que uno haya hecho nada voluntariamente por
suscitarlo o motivarlo. Ocurre que el amor te sobreviene sin ningún
"mérito" de tu parte; como una actitud, un gesto, un impulso
totalmente gratuito; como un regalo magnífico y conmovedor, que un hermoso día
de tu vida te lo encuentras allí, para ti, en el corazón de tu casa, cuando tú
pensabas que nadie conocía tu dirección.
Por lo tanto, a veces sucede que esas muestras de amor
divino penetran desde el cielo para venir a sembrar sus virtualidades en el
amor de los hombres. A veces sucede que, en nuestra vida, asistamos a raras y
fugaces manifestaciones de amor tal cual existen en su Fuente divina. Como en
el amor de una madre por su hijo; como en el caso de algunas existencias
exclusivamente entregadas a aliviar la miseria y el sufrimiento de otros; en la
cualidad de algunos encuentros y de ciertas fusiones amorosas… En esos casos
nos enfrentamos a un fenómeno amoroso que tiene algo de divino.
Hay realmente actitudes y comportamientos amorosos en los
que debemos reconocer que algo del amor divino viene a iluminar el cielo de
nuestras existencias calculadoras, orgullosas y egoístas.
Es como si chispas del mundo de Dios surgieran
milagrosamente en el mundo de los hombres, para anunciarles que algo de la pura
gratuidad divina puede introducirse también en nuestros amores humanos y que es
posible al hombre también amar a la manera de Dios.
De eso, ¡Jesús de Nazaret, estaba convencido!
Bruno Mori 2017
(Traducción de Ernesto Baquer )
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