mardi 16 mai 2017

2. EL MENSAJE DE JESÚS


JESÚS Y LA LEY

La Iglesia se presenta como una Institución basada en una estructura jurídica y administrada por leyes. Si las leyes son tan importantes para la Iglesia, será interesante ver si lo está tanto por Jesús. Una cosa es cierta: la actitud de Jesús frente a la Ley (la Torah) rompe con la de sus contemporáneos. Para los judíos del tiempo de Jesús, la Ley era revelación y expresión por excelencia de la voluntad de Dios. Era signo y resultado de la Alianza que Dios estableció con el pueblo hebreo. La fidelidad a la Ley de Moisés era lo que definía y distinguía a ese pueblo elegido de todos los demás pueblos de la tierra. Observar las prescripciones de la Ley era para el judío garantía de pertenencia, de gracia, prosperidad y felicidad. Pero Jesús parece criticar la concepción que las autoridades religiosas de su tiempo tenían sobre la importancia de la Ley para conseguir la salvación. Para Jesús, la Ley es ciertamente un signo de pertenencia, pero no un signo de salvación. Rechaza la pretensión judía de convertir la Ley en un absoluto. Sin negar su importancia, la relativiza, al afirmar que la función de la Ley es estar al servicio del hombre; y que la ley pierde su autoridad cuando pisotea los derechos o impide el bienestar y la felicidad de las personas. Así Jesús critica la Ley, pero no para destruirla sino para purificarla y para hacer comprender su verdadera función. Jesús comprendió que el ser humano es amado por Dios, no porque observe la Ley, sino sencillamente porque es una persona y porque es su hijo. Jesús comprendió que podemos ser amados por Dios incluso no realizando las obras de la Ley. Por esta razón enseña que todos los hombres (y no sólo los miembros del pueblo elegido), somos hijos queridos de Dios y amados por El sin condiciones, sean cuales sean nuestras cualidades, actuaciones y pertenencias. Jesús comprendió que había elegido a todos los pueblos para que participaran de su reino. Y que el sello de nuestra pertenencia a Dios, cada uno lo llevamos gravado en la grandeza y la dignidad de nuestra naturaleza humana y no en la circuncisión de la carne.
Jesús afirma algo inaudito: que Dios ama incluso a los que transgreden la Ley; y que, a menudo, incluso hay que transgredirla para ser dignos del amor de Dios. Jesús sostiene que a veces, transgredir la Ley puede ser signo de una fidelidad mayor a Dios, y que frecuentemente los descalificados por la Ley son los que ocupan el mejor lugar en su corazón; y que los que son los últimos en la sociedad de este mundo, serán los primeros en su Reino. Por eso se relaciona a gusto con los marginados de la sociedad y por eso lo estigmatizan como "un glotón y un borracho, amigo de recaudadores de impuestos y de pecadores" (Lc 7,34). Está convencido, en efecto, que todos esos individuos que la Ley etiqueta como "pecadores" son extremadamente queridos a los ojos de Dios, su Padre. Para Dios esos seres tienen valor, no a causa de sus prácticas religiosas o de su obediencia a las disposiciones de la Ley, sino porque son sencillamente humanos que llevan en la profundidad de su ser, la impronta de su imagen y los signos de su presencia.
Y así Jesús operó la separación total entre la benevolencia de Dios y la observancia de la Ley, o, en palabras más técnicas entre la “gracia” y el “mérito”. Jesús puso la línea directriz de su actividad y el corazón de su mensaje en la certeza del amor incondicionado de Dios hacia los humanos, más allá de toda respuesta y todo “mérito”. A causa de esta certeza, no duda en exponerse a los horrores de una ejecución en cruz. Jesús no eludió la infamia de una muerte en cruz, porque estaba convencido que la ley hacía recaer sobre él, en cuanto culpable según la Ley, no le quitaba la certeza de que seguía siendo el hijo queridísimo de su Padre. Sabía que el amor de Dios su Padre, permanecía fiel, a pesar de la maldición que le infligía la Ley[i]. Y si la Ley no consiguió excluir a ese maldito del amor y la benevolencia de Dios, eso significa que no es la Ley quien determina la disponibilidad de Dios hacia las personas. La Ley es impotente para crear o para destruir la pertenencia de un individuo al pueblo de Dios. “Así, al morir Jesús desacredita toda tentativa de confiar en la Ley para alcanzar a Dios” [ii].
Entonces podemos comprender por qué esta muerte pudo constituir a los ojos de los primeros discípulos, venidos del judaísmo, un acontecimiento de importancia capital. Que ponía fin al reino de la Ley. La muerte de Jesús le quitaba su aguijón a la Ley. Ya la Ley no causaba temor a los discípulos del Crucificado. Que se sintieron definitivamente liberados de las coacciones y el yugo de la Ley. Gracias al testimonio de su Maestro, comprendieron que la Ley era incapaz de separar al hombre del amor de Dios. Y la prueba de que Dios estaba del lado del condenado y no del de los jueces, del lado del transgresor y no del de los justos según la Ley, los discípulos la vieron en el hecho de que Dios “despertó” para siempre a aquel que se proclamaba su hijo.


EL DIOS DE JESUS

Mientras el discurso oficial de la Iglesia apenas habla de Dios, encuentro la originalidad más exaltante y el centro más impresionante del mensaje del Nazareno en la novedad de su discurso sobre Dios. Jesús nos revela otro rostro de Dios. Un rostro de Dios nuevo, sorprendente, desconcertante. ¡Este Dios de Jesús es «inesperado», inédito! [iii]. Es un Dios que se enternece con el débil, el enfermo, con el que tiene el mal en su cuerpo, su alma y su corazón. Un Dios débil, por impotente ante la libertad del hombre. Un Dios que sufre, llora, espera pacientemente al que sigue otros caminos. Un Dios que hace fiesta por el retorno de su hijo calavera, sin hacerle preguntas, sin pedir cuentas, con una loca prodigalidad. Un Dios que no juzga, no humilla, a quien no le complace castigar, sino al contrario, que rebosa misericordia y compasión. Un Dios que perdona más allá de toda medida e imaginación.
Un Dios que no juzga, que no humilla, que no encuentra placer en castigar, sino al contrario, que rebosa misericordia y compasión. Un Dios que perdona mucho más de lo que podamos medir e imaginar. Un Dios que se encuentra a gusto con los pequeños, los débiles, los ignorantes, los dejados de lado, los oprimidos, los perseguidos, los esclavos, la gente de mala reputación. Un Dios tan loco como para dejar el grueso del rebaño sin protección para salir en busca de la única oveja perdida. Un Dios que no desea más que la felicidad, la alegría y la realización de sus hijos. Un Dios que está siempre al alcance del creyente, a quien puede atender directamente, sin necesidad de intermediarios. Y de este Dios, con quien está en una relación inmediata, Jesús habla con conocimiento de causa, como si viviera en una intimidad única con él, al punto que el Evangelio de Juan le atribuye estas palabras: « A Dios ustedes no lo conocen. Yo sí lo conozco. El Padre y yo somos uno » (Jn.8,55).
El Dios de Jesús es un Dios discreto, que detesta imponerse con el fulgor, el poder o la fuerza. Un Dios que nunca quiere ser ni molesto ni embarazoso. Que se esconde, se retira, se vuelve invisible y casi ilocalizable, para permitir a sus hijos ocupar todo el lugar que necesiten para crecer y realizarse en autonomía y libertad. El Dios que Jesús nos manifiesta es un Dios amante de la humanidad. Ante este Dios tan familiar, tan cercano, tan tierno, tan benevolente, sólo podemos experimentar sentimientos de confianza y amor, porque crea en nosotros la certeza que somos todos amados, aceptados, valorados, justificados por él. Ante este Dios y con este Dios, los humanos podemos finalmente vivir de verdad. Somos liberados de todos nuestros miedos: miedo de la vida, de la muerte, de uno mismo, de los otros. Esos múltiples miedos que nos ahogan hasta no dejarnos hablar; que nos doblegan hasta no dejarnos caminar; que nos ciegan hasta no poder ver con claridad en nuestra existencia. Podemos vivir ahora en la confianza y la alegría, seguros de que el Dios de Jesús nos acepta tal como somos. Ahora estamos seguros que el Dios de Jesús sólo quiere una cosa: que seamos seres plenamente humanos. Porque la medida de nuestra humanidad es también la medida de nuestra felicidad y nuestra realización.
Al proponernos esta nueva imagen de Dios, Jesús suscita en el corazón de sus discípulos la necesidad de un cambio interior. Hace nacer la urgencia de orientar en adelante, de forma diferente, el curso de nuestra vida. Descubrir este Dios de Jesús trastoca la manera de concebir las relaciones consigo mismo, con Dios y con los otros. Instaura una nueva mentalidad y un nuevo espíritu. Y ese espíritu conducirá e inspirará en adelante a la comunidad cristiana de los creyentes en los siglos por venir.

Para representar esta nueva visión de Dios y de los hombres, Jesús utiliza la expresión: “Reino de Dios”. En el pensamiento de Jesús el Reino representa un nuevo mundo regido y gobernado finalmente por el espíritu de Dios. La venida del Reino inaugura una nueva era en la historia de los hombres, así como una nueva manera de funcionar, de concebir las relaciones con Dios y con los demás. En este Reino los valores parecen invertidos. Instaura un nuevo estilo de vida que trastoca las reglas que, hasta ahora, habían regido las relaciones entre los humanos. Ya no relaciones de poder, de confrontación, de fuerza; ya no más odio, agresividad, guerra, celos, miedo. A la violencia hay que responder con mansedumbre y al odio con amor. Al que te golpea en la mejilla derecha, preséntale la izquierda. Al que te quiera quitar el sombrero dale también el abrigo. En este Reino el grande es el que se hace pequeño; el que manda debe actuar como el que sirve y los adultos deben reencontrar un corazón de niño.
En este Reino ya no hay ni superior ni inferior; ya no hay patrón ni esclavo. Que los que ejercen un cargo o una responsabilidad no se consideren investidos de un poder y una autoridad que los ponga por encima de los demás, sino que se sientan más bien elegidos para una función que los pone, al contrario, al servicio de todos. En este Reino la autoridad no sirve para elevar al que la posee, sino para hacer crecer a aquellos sobre quienes se ejerce. En este Reino los antiguos valores son desactivados. El dinero, con la riqueza y el poder que da, ya no tiene valor. La fuerza y el poder, si se construyen explotando a los débiles y a los pobres, ya no tienen valor. La grandeza humana, cuando es arrogante, despreciativa y autoritaria, ya no tiene valor. En este Reino, los primeros son los últimos, el dueño se convierte en esclavo, los grandes se hacen pequeños, la autoridad se transforma en servicio, el adversario se convierte en hermano, Dios se hace hombre, el hombre se hace Dios, porque cada humano es un icono divino en el que Dios se expresa y se revela continuamente.
 Este mensaje de Jesús confunde las revelaciones tradicionales en que acostumbran a confiar la gente religiosa. Desestabiliza las prácticas religiosas seguras de sí mismas. Lo que cuenta en adelante es la certeza de que Dios es nuestro amigo, que nos ama y que nos acepta tal como somos; es la seguridad de que Dios nos quiere ahora y nos querría siempre; es el descubrimiento maravillado de que Dios nos desea humanos, y por tanto limitados y débiles y frágiles y deficientes y pecadores. Si Dios es ese Ser amante que nos acepta en nuestra finitud y si todos los demás son seres amados por Dios, eso quiere decir que dejan de ser adversarios. Con esa certeza en el corazón, los humanos podemos ahora caminar con la cabeza alta, en la confianza, la alegría, la serenidad. Somos liberados finalmente del miedo ocasionado por la falsa idea de que los demás, incluido Dios, son rivales detestables que buscan apoderarse de nuestra vida y nuestra felicidad.
Fue para hacernos comprender todo eso que Jesús, la víspera de su muerte, en una cena pascual, se arrodilla como un esclavo para lavar los pies a sus discípulos para que entierren sus ambiciones confesadas o secretas y pongan fin a todo sueño de poder y de gloria. De golpe, todos se convierten en hermanos con la misma importancia y la misma dignidad.
Por tanto, abolidas para siempre las desigualdades, las discriminaciones basadas sobre diferencias de clase, de estatus social, de sexo, de cultura, de religión.  Las diferencias se borran bajo el manto esplendoroso de su ternura y su amor. La mesa, la comida compartida, el banquete, a que todos somos invitados, asume, en el contexto del Reino, un sentido y una significación simbólica de enorme importancia. La imagen de la comida se convierte en el símbolo preferido de Jesús para expresar el nuevo estilo en que ahora hemos de vivir los discípulos del Reino.

 (Temas tomados del libro ''Effondrement'' de Bruno Mori, 2003)
 Traducción de Ernesto Baquer





7.Cfr. Deut.21,22-23:  "Si un hombre, culpable de algún delito que merece la muerte, ha sido ajusticiado y colgado de un árbol, su cuerpo no pasará la noche colgado, sino que lo enterrarás el mismo día, porque el colgado es una maldición de Dios».

[ii]. Daniel Marguerat, Paul de Tarse, Éd. Du Moulin, p. 35.
[iii]. Gerard Bessière, Jésus, le Dieu inattendu, Paris, Gallimard,”Decouverte”, 1993.

Aucun commentaire:

Enregistrer un commentaire