JESÚS Y LA LEY
La Iglesia se presenta como
una Institución basada en una estructura jurídica y administrada por leyes. Si
las leyes son tan importantes para la Iglesia, será interesante ver si lo está
tanto por Jesús. Una cosa es cierta: la actitud de Jesús frente a la Ley (la
Torah) rompe con la de sus contemporáneos. Para los judíos del tiempo de Jesús,
la Ley era revelación y expresión por excelencia de la voluntad de Dios. Era
signo y resultado de la Alianza que Dios estableció con el pueblo hebreo. La
fidelidad a la Ley de Moisés era lo que definía y distinguía a ese pueblo
elegido de todos los demás pueblos de la tierra. Observar las prescripciones de
la Ley era para el judío garantía de pertenencia, de gracia, prosperidad y
felicidad. Pero Jesús parece criticar la concepción que las autoridades
religiosas de su tiempo tenían sobre la importancia de la Ley para conseguir la
salvación. Para Jesús, la Ley es ciertamente un signo de pertenencia, pero no
un signo de salvación. Rechaza la pretensión judía de convertir la Ley en un
absoluto. Sin negar su importancia, la relativiza, al afirmar que la función de
la Ley es estar al servicio del hombre; y que la ley pierde su autoridad cuando
pisotea los derechos o impide el bienestar y la felicidad de las personas. Así
Jesús critica la Ley, pero no para destruirla sino para purificarla y para hacer
comprender su verdadera función. Jesús comprendió que el ser humano es amado
por Dios, no porque observe la Ley, sino sencillamente porque es una persona y
porque es su hijo. Jesús comprendió que podemos ser amados por Dios incluso no
realizando las obras de la Ley. Por esta razón enseña que todos los hombres (y
no sólo los miembros del pueblo elegido), somos hijos queridos de Dios y amados
por El sin condiciones, sean cuales sean nuestras cualidades, actuaciones y
pertenencias. Jesús comprendió que había elegido a todos los pueblos para que
participaran de su reino. Y que el sello de nuestra pertenencia a Dios, cada
uno lo llevamos gravado en la grandeza y la dignidad de nuestra naturaleza
humana y no en la circuncisión de la carne.
Jesús afirma algo inaudito:
que Dios ama incluso a los que transgreden la Ley; y que, a menudo, incluso hay
que transgredirla para ser dignos del amor de Dios. Jesús sostiene que a veces,
transgredir la Ley puede ser signo de una fidelidad mayor a Dios, y que
frecuentemente los descalificados por la Ley son los que ocupan el mejor lugar
en su corazón; y que los que son los últimos en la sociedad de este mundo,
serán los primeros en su Reino. Por eso se relaciona a gusto con los marginados
de la sociedad y por eso lo estigmatizan como "un glotón y un borracho,
amigo de recaudadores de impuestos y de pecadores" (Lc 7,34). Está
convencido, en efecto, que todos esos individuos que la Ley etiqueta como
"pecadores" son extremadamente queridos a los ojos de Dios, su Padre.
Para Dios esos seres tienen valor, no a causa de sus prácticas religiosas o de
su obediencia a las disposiciones de la Ley, sino porque son sencillamente
humanos que llevan en la profundidad de su ser, la impronta de su imagen y los
signos de su presencia.
Y así Jesús operó la
separación total entre la benevolencia de Dios y la observancia de la Ley, o,
en palabras más técnicas entre la “gracia” y el “mérito”. Jesús puso la línea
directriz de su actividad y el corazón de su mensaje en la certeza del amor
incondicionado de Dios hacia los humanos, más allá de toda respuesta y todo
“mérito”. A causa de esta certeza, no duda en exponerse a los horrores de una
ejecución en cruz. Jesús no eludió la infamia de una muerte en cruz, porque
estaba convencido que la ley hacía recaer sobre él, en cuanto culpable según la
Ley, no le quitaba la certeza de que seguía siendo el hijo queridísimo de su
Padre. Sabía que el amor de Dios su Padre, permanecía fiel, a pesar de la
maldición que le infligía la Ley[i].
Y si la Ley no consiguió excluir a ese maldito del amor y la benevolencia de
Dios, eso significa que no es la Ley quien determina la disponibilidad de Dios
hacia las personas. La Ley es impotente para crear o para destruir la
pertenencia de un individuo al pueblo de Dios. “Así, al morir Jesús desacredita
toda tentativa de confiar en la Ley para alcanzar a Dios” [ii].
Entonces podemos comprender
por qué esta muerte pudo constituir a los ojos de los primeros discípulos,
venidos del judaísmo, un acontecimiento de importancia capital. Que ponía fin
al reino de la Ley. La muerte de Jesús le quitaba su aguijón a la Ley. Ya la
Ley no causaba temor a los discípulos del Crucificado. Que se sintieron
definitivamente liberados de las coacciones y el yugo de la Ley. Gracias al
testimonio de su Maestro, comprendieron que la Ley era incapaz de separar al
hombre del amor de Dios. Y la prueba de que Dios estaba del lado del condenado
y no del de los jueces, del lado del transgresor y no del de los justos según
la Ley, los discípulos la vieron en el hecho de que Dios “despertó” para
siempre a aquel que se proclamaba su hijo.
EL
DIOS DE JESUS
Mientras
el discurso oficial de la Iglesia apenas habla de Dios, encuentro la
originalidad más exaltante y el centro más impresionante del mensaje del
Nazareno en la novedad de su discurso sobre Dios. Jesús nos revela otro rostro
de Dios. Un rostro de Dios nuevo, sorprendente, desconcertante. ¡Este Dios de
Jesús es «inesperado», inédito! [iii]. Es un Dios que se enternece
con el débil, el enfermo, con el que tiene el mal en su cuerpo, su alma y su
corazón. Un Dios débil, por impotente ante la libertad del hombre. Un Dios que
sufre, llora, espera pacientemente al que sigue otros caminos. Un Dios que hace
fiesta por el retorno de su hijo calavera, sin hacerle preguntas, sin pedir
cuentas, con una loca prodigalidad. Un Dios que no juzga, no humilla, a quien
no le complace castigar, sino al contrario, que rebosa misericordia y
compasión. Un Dios que perdona más allá de toda medida e imaginación.
Un
Dios que no juzga, que no humilla, que no encuentra placer en castigar, sino al
contrario, que rebosa misericordia y compasión. Un Dios que perdona mucho más
de lo que podamos medir e imaginar. Un Dios que se encuentra a gusto con los
pequeños, los débiles, los ignorantes, los dejados de lado, los oprimidos, los
perseguidos, los esclavos, la gente de mala reputación. Un Dios tan loco como
para dejar el grueso del rebaño sin protección para salir en busca de la única
oveja perdida. Un Dios que no desea más que la felicidad, la alegría y la
realización de sus hijos. Un Dios que está siempre al alcance del creyente, a
quien puede atender directamente, sin necesidad de intermediarios. Y de este
Dios, con quien está en una relación inmediata, Jesús habla con conocimiento de
causa, como si viviera en una intimidad única con él, al punto que el Evangelio
de Juan le atribuye estas palabras: « A Dios ustedes no lo conocen. Yo sí
lo conozco. El Padre y yo somos uno » (Jn.8,55).
El Dios de Jesús es un Dios
discreto, que detesta imponerse con el fulgor, el poder o la fuerza. Un Dios
que nunca quiere ser ni molesto ni embarazoso. Que se esconde, se retira, se
vuelve invisible y casi ilocalizable, para permitir a sus hijos ocupar todo el
lugar que necesiten para crecer y realizarse en autonomía y libertad. El Dios
que Jesús nos manifiesta es un Dios amante de la humanidad. Ante este Dios tan
familiar, tan cercano, tan tierno, tan benevolente, sólo podemos experimentar
sentimientos de confianza y amor, porque crea en nosotros la certeza que somos
todos amados, aceptados, valorados, justificados por él. Ante este Dios y con
este Dios, los humanos podemos finalmente vivir de verdad. Somos liberados de
todos nuestros miedos: miedo de la vida, de la muerte, de uno mismo, de los
otros. Esos múltiples miedos que nos ahogan hasta no dejarnos hablar; que nos
doblegan hasta no dejarnos caminar; que nos ciegan hasta no poder ver con
claridad en nuestra existencia. Podemos vivir ahora en la confianza y la
alegría, seguros de que el Dios de Jesús nos acepta tal como somos. Ahora
estamos seguros que el Dios de Jesús sólo quiere una cosa: que seamos seres
plenamente humanos. Porque la medida de nuestra humanidad es también la medida
de nuestra felicidad y nuestra realización.
Al proponernos esta nueva
imagen de Dios, Jesús suscita en el corazón de sus discípulos la necesidad de
un cambio interior. Hace nacer la urgencia de orientar en adelante, de forma
diferente, el curso de nuestra vida. Descubrir este Dios de Jesús trastoca la
manera de concebir las relaciones consigo mismo, con Dios y con los otros.
Instaura una nueva mentalidad y un nuevo espíritu. Y ese espíritu conducirá e
inspirará en adelante a la comunidad cristiana de los creyentes en los siglos
por venir.
Para representar esta nueva
visión de Dios y de los hombres, Jesús utiliza la expresión: “Reino de Dios”.
En el pensamiento de Jesús el Reino representa un nuevo mundo regido y
gobernado finalmente por el espíritu
de Dios. La venida del Reino inaugura una nueva era en la historia de los
hombres, así como una nueva manera de funcionar, de concebir las relaciones con
Dios y con los demás. En este Reino los valores parecen invertidos. Instaura un
nuevo estilo de vida que trastoca las reglas que, hasta ahora, habían regido
las relaciones entre los humanos. Ya no relaciones de poder, de confrontación,
de fuerza; ya no más odio, agresividad, guerra, celos, miedo. A la violencia
hay que responder con mansedumbre y al odio con amor. Al que te golpea en la
mejilla derecha, preséntale la izquierda. Al que te quiera quitar el sombrero
dale también el abrigo. En este Reino el grande es el que se hace pequeño; el
que manda debe actuar como el que sirve y los adultos deben reencontrar un
corazón de niño.
En este Reino ya no hay ni
superior ni inferior; ya no hay patrón ni esclavo. Que los que ejercen un cargo
o una responsabilidad no se consideren investidos de un poder y una autoridad
que los ponga por encima de los demás, sino que se sientan más bien elegidos
para una función que los pone, al contrario, al servicio de todos. En este
Reino la autoridad no sirve para elevar al que la posee, sino para hacer crecer
a aquellos sobre quienes se ejerce. En este Reino los antiguos valores son
desactivados. El dinero, con la riqueza y el poder que da, ya no tiene valor.
La fuerza y el poder, si se construyen explotando a los débiles y a los pobres,
ya no tienen valor. La grandeza humana, cuando es arrogante, despreciativa y
autoritaria, ya no tiene valor. En este Reino, los primeros son los últimos, el
dueño se convierte en esclavo, los grandes se hacen pequeños, la autoridad se
transforma en servicio, el adversario se convierte en hermano, Dios se hace
hombre, el hombre se hace Dios, porque cada humano es un icono divino en el que
Dios se expresa y se revela continuamente.
Este mensaje de Jesús confunde las
revelaciones tradicionales en que acostumbran a confiar la gente religiosa.
Desestabiliza las prácticas religiosas seguras de sí mismas. Lo que cuenta en
adelante es la certeza de que Dios es nuestro amigo, que nos ama y que nos
acepta tal como somos; es la seguridad de que Dios nos quiere ahora y nos
querría siempre; es el descubrimiento maravillado de que Dios nos desea
humanos, y por tanto limitados y débiles y frágiles y deficientes y pecadores.
Si Dios es ese Ser amante que nos acepta en nuestra finitud y si todos los
demás son seres amados por Dios, eso quiere decir que dejan de ser adversarios.
Con esa certeza en el corazón, los humanos podemos ahora caminar con la cabeza alta,
en la confianza, la alegría, la serenidad. Somos liberados finalmente del miedo
ocasionado por la falsa idea de que los demás, incluido Dios, son rivales
detestables que buscan apoderarse de nuestra vida y nuestra felicidad.
Fue para hacernos comprender
todo eso que Jesús, la víspera de su muerte, en una cena pascual, se arrodilla
como un esclavo para lavar los pies a sus discípulos para que entierren sus
ambiciones confesadas o secretas y pongan fin a todo sueño de poder y de
gloria. De golpe, todos se convierten en hermanos con la misma importancia y la
misma dignidad.
Por tanto, abolidas para
siempre las desigualdades, las discriminaciones basadas sobre diferencias de
clase, de estatus social, de sexo, de cultura, de religión. Las diferencias se borran bajo el manto
esplendoroso de su ternura y su amor. La mesa, la comida compartida, el
banquete, a que todos somos invitados, asume, en el contexto del Reino, un
sentido y una significación simbólica de enorme importancia. La imagen de la
comida se convierte en el símbolo preferido de Jesús para expresar el nuevo
estilo en que ahora hemos de vivir los discípulos del Reino.
(Temas tomados del libro ''Effondrement'' de Bruno Mori, 2003)
Traducción de Ernesto Baquer
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