samedi 10 février 2018

JESÚS Y LA SINAGOGA – Mc.1, 21-28


(4° dom ord. B)

Entre los judíos, la sinagoga era la institución oficial de la enseñanza religiosa. Era el símbolo de la doctrina y la ortodoxia religiosas, proclamada por maestros reconocidos, instituidos y patentados: los escribas. Era el lugar más alto de la proclamación de la Torah, de su explicación y su interpretación.

Jesús de Nazaret, por sus convicciones, originalidad de pensamiento y el carácter crítico y contestatario de su personalidad, estuvo siempre en conflictiva relación con la sinagoga. En los evangelios, cada vez que Jesús entra en una sinagoga, estalla la guerra. Es cuestionado. Expulsado. Condenado a muerte. Es una manera de decir que la visión religiosa de Jesús y la de los escribas son incompatibles.

Es que la sinagoga es una institución frecuentada por los "buenos" creyentes, los judíos piadosos bien integrados en el sistema religioso; por gente que acepta sin problemas los dogmas, respetan las reglas, siguen las leyes sin discutir, sin plantearse preguntas, a quienes sobre todo disgustan los cambios y que les vengan a perturbar sus creencias reconfortantes y muy instaladas.

Pero Jesús es el hombre libre y contestatario. Es un hombre de la calle, el vagabundo de Dios que no se deja apresar por ningún partido ni ideología. No pertenece a una clase. No es escriba, ni levita, ni sacerdote, ni clérigo, ni miembro de una jerarquía religiosa. Es un simple laico al que no consiguen encuadrar ni utilizar con ninguna norma, ninguna disposición de la religión oficial. Profesa una soberana libertad respecto a las restricciones y obligaciones de la religión oficial. Se siente autorizado a tener opiniones propias, a criticar a las autoridades, a infringir las reglas; a sublevarse contra la instrumentalización de la religión y las creencias en favor y beneficio del sistema religioso establecido; a encolerizarse contra los abusos del poder, la hipocresía de los dirigentes, el formalismo de la práctica cultual, lo grotesco de algunos comportamientos clericales.

Jesús detesta los títulos, las insignias del poder, las reverencias, los honores. Sólo acepta que la gente lo llame Rabbí, "Maestro", porque es consciente que es el único en proponer una enseñanza y poseer una palabra que abra a la verdad sobre uno mismo, sobre Dios y sobre el mundo y que de valor a los que lo escuchan.

El evangelista Marcos insiste sobre el hecho de que Jesús enseña con autoridad. Jesús no habla en nombre de otro, como hacían los escribas que tenían tras sí una larga tradición de intérpretes, que no hacían más que repetir el pensamiento de los maestros que les habían precedido. La enseñanza de los escribas es convencional, estereotipada, congelada, que no anima ni los cambios ni la apertura de espíritu. Para los escribas, el judío bueno y piadoso es el que se mantiene en la estabilidad de sus costumbres y mandatos religiosos, en el respeto a las tradiciones, en la sumisión a la Torah que manifiesta la voluntad de Dios.

Jesús, al contrario, habla de lo que tiene en el corazón. Su palabra expresa todo lo que él es, las convicciones y valores que lo sustentan. Comunica su pensamiento, el fruto de su reflexión, el resultado de su oración y su contemplación, su visión interior, su experiencia íntima de Dios. En su palabra él mismo se entrega. Jesús sabe que su palabra es suya, cierto, pero que también es el eco de otra Palabra escuchada y recogida en la profundidad de su experiencia de Dios: "Mi palabra no es mía, sino la del Padre que me envió".

Por eso su palabra es nueva, original, desestabilizadora, revolucionaria. Impulsa a la conversión, la transformación, la renovación. Abre nuevos horizontes. Señala nuevos caminos. Por eso su palabra golpea, sacude, trastoca, sorprende, maravilla, fascina, siempre hace reaccionar a los que lo escuchan sin haber tomado partido. A nadie deja indiferente. Es una palabra que “importa”, porque nos “aporta”, no verdades que creer, sino una nueva visión de la Realidad que hace posible otra manera de vivir, más libre, más «valorizante», más serena y, por tanto finalmente más humana y completa.

El Dios que predica la Sinagoga es un Dios viejo, gruñón, triste, exigente, que busca gente sumisa y devota; que hace depender la “salvación” de la virtud, la moral, la fidelidad, la obediencia, las normas; que parece ligar su benevolencia a las virtudes, los méritos, la “justicia” de sus adoradores, es decir a la honorabilidad que cada uno se construya a los ojos de Dios y de los hombres.

Al contrario, el Dios de Jesús es un Dios joven, travieso, aventurero, que ama los desafíos, las aventuras, los viajes, descubrir nuevos países, contemplar nuevos paisajes. Ama a la gente que se mueve, experimenta, busca, evoluciona, progresa, reacciona, se opone, discute, se equivoca, festeja, danza, ama…

El Dios de Jesús es un Dios al que no le gusta ver a la gente bloquearse, congelarse, inmovilizarse al borde del camino, mirar continuamente atrás, tener miedo de avanzar, ver en todo el peligro y el mal, parapetarse detrás de los muros de su vieja casa, para pasar la vida sin historias ni agitación, pero que es, inevitablemente también, una vida chata, sin aliento, progreso ni interés.

El Dios de los escribas es un Dios al que temer, cuyos favores y protección hay que comprar al precio de sacrificios y un cumplimiento escrupuloso de su voluntad, explicitada en una infinidad de normas que terminan por ahogar al practicante piadoso, haciéndole la vida imposible. El Dios de Jesús, al contrario, es un Dios que no exige nada, es siempre el primero que da; que da sin contar, que da a todos sin diferencias ni preferencias y del que todos recibimos, con una generosidad y largueza desbordantes, "gracia sobre gracia".

En definitiva, es una concepción totalmente diferente de Dios lo que opone la enseñanza de la sinagoga y la del Maestro de Nazaret. En la sinagoga, estamos para un Dios que nos aplasta con sus exigencias. En la doctrina de Jesús, Dios está para liberarnos de nuestros miedos, haciéndonos crecer en la confianza amorosa de su presencia. En la sinagoga Dios necesita de nosotros (nuestra sumisión, nuestra fe, nuestra adoración, nuestro culto) para ser Dios y para sentirse Dios. En la enseñanza de Jesús los hombres necesitamos de Dios para ser más humanos y conocer la fuente de su verdadero ser y su auténtica felicidad.

De suerte que no hay gran cosa en común entre la sinagoga y Jesús. La palabra de Jesús introduce el germen de un fermento y una revolución que un día harán estallar el viejo sistema religioso judío. Jesús viene a echar por tierra las viejas referencias y a producir nuevas. Muchos piadosos judíos se sintieron totalmente desestabilizados y desorientados ante la originalidad y la carga contestataria de la doctrina del Maestro de Nazaret. Así lo constata Marcos, al poner en boca del hombre en la sinagoga, atormentado por los malos espíritus de la escrupulosa y formal observancia de la Torah, que los muchos años de práctica lo volvieron más enfermo y atormentado: "¿Qué quieres de nosotros, Jesús de Nazaret? ¿has venido para destruirnos?"

 Habrá que esperar que este hombre, en contacto con la persona de Jesús y abriéndose a su palabra, sea capaz de liberarse de todos los condicionamientos de su antigua educación, de todas las falsas ideas que le inculcaron, las falsas creencias que acumuló, para que recupere su libertad y su verdadera identidad. Ciertamente, para este hombre, el trabajo de reestructuración y liberación no habrá sido una tarea fácil. Fue sacudido violentamente, sufrió, dio grandes gritos. Padeció un desgarro interior extremadamente estresante. Pero es el precio que este tipo de personas ha de pagar para su curación interior y para renacer a una nueva forma de vida.


 Bruno  Mori  -  enero  2018

Traducción de Ernesto Baquer

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