(24° dom. ord. B )
Es la pregunta que Jesús
planteaba a sus amigos porque, como a cualquiera de nosotros, le interesaba
saber qué opinión tenían de él. Quería conocer qué lugar y qué importancia le
concedían en sus vidas. Una pregunta más que legítima, porque nadie puede vivir
ni comprometerse en la existencia sin sentirse aceptado, valorado, apreciado,
reconocido, por la gente de su entorno.
Para saber si merecemos
semejante reconocimiento de parte de nuestro medio y discernir mejor las
actitudes y disposiciones para ser recibidos y percibidos por los demás, puede
ser útil revertir la pregunta y preguntarnos: "¿Cuándo una persona es
realmente importante para nosotros?"
Pienso que una persona es realmente importante para nosotros cuando:
- nos hace felices. Nos
sentimos realizados y que nuestra vida tiene sentido;
- nos sentimos responsables
de ella;
- buscamos su felicidad más
que la nuestra;
- nos ayuda a sentirnos
confiados en nosotros mismos, de manera que, por un lado, nos preocupa mucho
menos el juicio de los otros, y por otro, enfrentamos la existencia con mucha
más seguridad y desenvoltura;
- nos permite vivir una
relación profunda y armoniosa. Entonces, ya no nos sentimos solos. Superamos la
soledad y el sentimiento de separación para entrar en una experiencia de
comunión y de compartir;
- esa persona se ha hecho,
yo no diría indispensable (porque nadie es totalmente indispensable) en nuestra
existencia, pero no podemos concebir nuestra vida separada o privada de ella;
- Nos sorprendemos pensando
en ella sin darnos cuenta, porque ocupa el fondo de nuestros pensamientos,
porque está en el centro de nuestras preocupaciones, de nuestros deseos; y en
su ausencia, sentimos un vacío y una carencia.
Si por una persona, nuestro corazón se ensancha de alegría o se achica de
pena y fastidio… Entonces ¡esa persona es importante para nosotros!
¡Felices de nosotros si,
en nuestra vida, hemos tenido la posibilidad de sentir y reaccionar así con una
persona; o si hemos tenido la felicidad de suscitar en ella tales sentimientos
hacia nosotros ¡ Hemos ganado la carrera de nuestra vida y triunfado en la
prueba de nuestra existencia! Sin eso, nuestra vida corre el peligro de ser una
colección de baratijas, una sarta de futilidades y un miserable desperdicio.
Cuando en una pareja de enamorados, uno pregunta al otro: "¿Quién soy
yo para ti? ¿Qué represento yo para ti?, generalmente la respuesta es: "Tú
lo eres todo para mí! ¡Tú eres quien me permite vivir!". Y frecuentemente
quien plantea esta pregunta lo hace con la esperanza de oír respuestas
semejantes, que no son otra cosa que magníficas declaraciones de amor. ¡Tenemos
tal necesidad de escuchar a alguien decirnos que nos ama! ¡De sentir que
tenemos asegurado el amor del otro! ¡Que somos importantes para alguien!
¡Necesitamos convencernos que nuestra vida merece vivirse porque es querida,
deseada, apreciada por otro! ¡Porque aporta felicidad, alegría, seguridad y
sentido a otro o a otros!
Porque, en definitiva, la
desgracia o el fracaso de una vida y de un individuo dependen de sentirse
inútil y superfluo en este mundo, de no interesar a nadie, de no ser digno de amor. Eso significa entonces que la salud
de una vida reside en la seguridad de sentirse querido y acogido por otro; en
la experiencia de sentirse importante para otro y finalmente, en la fuerza de
los lazos de amor con los que nos
ligamos los unos a los otros.
Me gusta pensar que, en el
evangelio de este domingo, Jesús quiso plantear esta pregunta porque necesitaba
sentirse rodeado y sostenido por la presencia amorosa y reconocida de sus
amigos. Cuando se sentía rechazado y condenado por sus adversarios y veía su
vida dirigirse al fracaso y la catástrofe, Jesús necesitaba asegurarse que, en
su vida, no todo estaba perdido, porque podía contar con el amor de las
personas que le tenían un enorme lugar en su corazón y para las cuales era muy
importante, porque constituía la única razón de su vida.
Recordemos la pregunta que
un día planteó Jesús a los suyos: "¿También ustedes quieren dejarme?"
Y la respuesta de los apóstoles: "¿A quién iríamos, Señor? Tú solo tienes
las palabras que nos hacen bien y nos ayudan a vivir (Jn. 6,66-69).
Jesús, al plantear esta
pregunta de "Para ustedes ¿quién soy yo?", interpela a cada uno de
sus discípulos y por tanto a cada uno de nosotros, sobre el lugar que le damos
o que le dejamos en nuestro corazón. "Para ustedes ¿quién soy yo?"
¿Un personaje extraño, peculiar, como hay muchos en la historia? ¿Un fenómeno
cultural? ¿Un reaccionario, un anárquico que no puede aceptar las costumbres
establecidas, las leyes, las tradiciones de sus antepasados? ¿Soy un innovador
que les aporta una palabra nueva, una nueva enseñanza que les abre los ojos,
que los saca de la ignorancia y la opresión? ¿Qué les ayuda a recuperar
confianza, dignidad, libertad? ¿Que propone una concepción totalmente nueva de
Dios?
¿Ustedes están conmigo por
deber, por costumbre, por obligación, por miedo?... ¡O están conmigo porque un
día me encontraron, porque me eligieron? ¿Porque fueron conquistados,
fascinados por mí; porque sintieron que vuestra vida podía transformarse con mi
presencia; porque descubrieron que no soy ni hablo como los demás, y que les
aporto algo que los demás hombres, los demás Maestros, no son capaces de
darles? ¿Porque han sentido que soy la única persona capaz de responder a
vuestras esperanzas de sentido, seguridad y paz interior, de perfeccionamiento,
realización humana y felicidad? ¿Por qué han comprendido y sentido que era la
única persona a la que podían confiar su existencia, con la certeza de no
perderla, sino de cumplirla, realizarla y salvarla? "El que quiera salvar su vida, debe perderla confiándomela… porque el
que sea capaz de perder su vida por mí, la salvará".
Quizá la palabra que el
Señor nos dirige hoy quiere cuestionarnos sobre las motivaciones reales de
nuestra adhesión a la fe cristiana y sobre la calidad de nuestras relaciones
personales con Jesús de Nazaret. La única pregunta que debemos plantearnos con
respecto a él es, en definitiva, la siguiente: "¿Estamos nosotros con él
porque lo encontramos un día personalmente y nos fascinó? ¿Por qué un día lo
elegimos libremente como nuestro Maestro y nuestro guía? Finalmente, ¿estamos
con Jesús de Nazaret porque lo amamos y lo admiramos?
¿O estamos con él porque
nos lo impusieron las circunstancias de la vida y continuamos con él por
tradición y por costumbre, como se guarda un mueble viejo que nos legaron
nuestros parientes? En otras palabras, ¿somos cristianos por elección? ¿Por
convicción personal? ¿Porque fuimos sorprendidos y conquistados por la
personalidad y la calidad humana de Jesús de Nazaret, tanto como por los
valores de vida que nos comunica? ¿O nuestro cristianismo es sólo cierta
coloración cultural que no cambia realmente ni nuestro corazón ni la calidad de
nuestra vida?
Esos son los interrogantes
importantes que el Evangelio de este día plantea a nuestra coherencia cristiana
y a la verdad de nuestra fe.
Bruno Mori – Septiembre 2018 -
Traducción de Ernesto Baquer
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