vendredi 28 septembre 2018

"PARA USTEDES, ¿QUIÉN SOY YO?” - Mc. 8,27-35



(24° dom. ord. B )

            Es la pregunta que Jesús planteaba a sus amigos porque, como a cualquiera de nosotros, le interesaba saber qué opinión tenían de él. Quería conocer qué lugar y qué importancia le concedían en sus vidas. Una pregunta más que legítima, porque nadie puede vivir ni comprometerse en la existencia sin sentirse aceptado, valorado, apreciado, reconocido, por la gente de su entorno.

            Para saber si merecemos semejante reconocimiento de parte de nuestro medio y discernir mejor las actitudes y disposiciones para ser recibidos y percibidos por los demás, puede ser útil revertir la pregunta y preguntarnos: "¿Cuándo una persona es realmente importante para nosotros?"

Pienso que una persona es realmente importante para nosotros cuando:
-           nos hace felices. Nos sentimos realizados y que nuestra vida tiene sentido;
-           nos sentimos responsables de ella;
-           buscamos su felicidad más que la nuestra;
-           nos ayuda a sentirnos confiados en nosotros mismos, de manera que, por un lado, nos preocupa mucho menos el juicio de los otros, y por otro, enfrentamos la existencia con mucha más seguridad y desenvoltura;
-           nos permite vivir una relación profunda y armoniosa. Entonces, ya no nos sentimos solos. Superamos la soledad y el sentimiento de separación para entrar en una experiencia de comunión y de compartir;
-           esa persona se ha hecho, yo no diría indispensable (porque nadie es totalmente indispensable) en nuestra existencia, pero no podemos concebir nuestra vida separada o privada de ella;
-           Nos sorprendemos pensando en ella sin darnos cuenta, porque ocupa el fondo de nuestros pensamientos, porque está en el centro de nuestras preocupaciones, de nuestros deseos; y en su ausencia, sentimos un vacío y una carencia.

Si por una persona, nuestro corazón se ensancha de alegría o se achica de pena y fastidio… Entonces ¡esa persona es importante para nosotros!

            ¡Felices de nosotros si, en nuestra vida, hemos tenido la posibilidad de sentir y reaccionar así con una persona; o si hemos tenido la felicidad de suscitar en ella tales sentimientos hacia nosotros ¡ Hemos ganado la carrera de nuestra vida y triunfado en la prueba de nuestra existencia! Sin eso, nuestra vida corre el peligro de ser una colección de baratijas, una sarta de futilidades y un miserable desperdicio.

Cuando en una pareja de enamorados, uno pregunta al otro: "¿Quién soy yo para ti? ¿Qué represento yo para ti?, generalmente la respuesta es: "Tú lo eres todo para mí! ¡Tú eres quien me permite vivir!". Y frecuentemente quien plantea esta pregunta lo hace con la esperanza de oír respuestas semejantes, que no son otra cosa que magníficas declaraciones de amor. ¡Tenemos tal necesidad de escuchar a alguien decirnos que nos ama! ¡De sentir que tenemos asegurado el amor del otro! ¡Que somos importantes para alguien! ¡Necesitamos convencernos que nuestra vida merece vivirse porque es querida, deseada, apreciada por otro! ¡Porque aporta felicidad, alegría, seguridad y sentido a otro o a otros!
            Porque, en definitiva, la desgracia o el fracaso de una vida y de un individuo dependen de sentirse inútil y superfluo en este mundo, de no interesar a nadie, de no ser digno  de amor. Eso significa entonces que la salud de una vida reside en la seguridad de sentirse querido y acogido por otro; en la experiencia de sentirse importante para otro y finalmente, en la fuerza de los lazos de amor con los que nos  ligamos los unos a los otros.

            Me gusta pensar que, en el evangelio de este domingo, Jesús quiso plantear esta pregunta porque necesitaba sentirse rodeado y sostenido por la presencia amorosa y reconocida de sus amigos. Cuando se sentía rechazado y condenado por sus adversarios y veía su vida dirigirse al fracaso y la catástrofe, Jesús necesitaba asegurarse que, en su vida, no todo estaba perdido, porque podía contar con el amor de las personas que le tenían un enorme lugar en su corazón y para las cuales era muy importante, porque constituía la única razón de su vida.

            Recordemos la pregunta que un día planteó Jesús a los suyos: "¿También ustedes quieren dejarme?" Y la respuesta de los apóstoles: "¿A quién iríamos, Señor? Tú solo tienes las palabras que nos hacen bien y nos ayudan a vivir (Jn. 6,66-69).

            Jesús, al plantear esta pregunta de "Para ustedes ¿quién soy yo?", interpela a cada uno de sus discípulos y por tanto a cada uno de nosotros, sobre el lugar que le damos o que le dejamos en nuestro corazón. "Para ustedes ¿quién soy yo?" ¿Un personaje extraño, peculiar, como hay muchos en la historia? ¿Un fenómeno cultural? ¿Un reaccionario, un anárquico que no puede aceptar las costumbres establecidas, las leyes, las tradiciones de sus antepasados? ¿Soy un innovador que les aporta una palabra nueva, una nueva enseñanza que les abre los ojos, que los saca de la ignorancia y la opresión? ¿Qué les ayuda a recuperar confianza, dignidad, libertad? ¿Que propone una concepción totalmente nueva de Dios?

            ¿Ustedes están conmigo por deber, por costumbre, por obligación, por miedo?... ¡O están conmigo porque un día me encontraron, porque me eligieron? ¿Porque fueron conquistados, fascinados por mí; porque sintieron que vuestra vida podía transformarse con mi presencia; porque descubrieron que no soy ni hablo como los demás, y que les aporto algo que los demás hombres, los demás Maestros, no son capaces de darles? ¿Porque han sentido que soy la única persona capaz de responder a vuestras esperanzas de sentido, seguridad y paz interior, de perfeccionamiento, realización humana y felicidad? ¿Por qué han comprendido y sentido que era la única persona a la que podían confiar su existencia, con la certeza de no perderla, sino de cumplirla, realizarla y salvarla? "El que quiera salvar su vida, debe perderla confiándomela… porque el que sea capaz de perder su vida por mí, la salvará".

            Quizá la palabra que el Señor nos dirige hoy quiere cuestionarnos sobre las motivaciones reales de nuestra adhesión a la fe cristiana y sobre la calidad de nuestras relaciones personales con Jesús de Nazaret. La única pregunta que debemos plantearnos con respecto a él es, en definitiva, la siguiente: "¿Estamos nosotros con él porque lo encontramos un día personalmente y nos fascinó? ¿Por qué un día lo elegimos libremente como nuestro Maestro y nuestro guía? Finalmente, ¿estamos con Jesús de Nazaret porque lo amamos y lo admiramos?

            ¿O estamos con él porque nos lo impusieron las circunstancias de la vida y continuamos con él por tradición y por costumbre, como se guarda un mueble viejo que nos legaron nuestros parientes? En otras palabras, ¿somos cristianos por elección? ¿Por convicción personal? ¿Porque fuimos sorprendidos y conquistados por la personalidad y la calidad humana de Jesús de Nazaret, tanto como por los valores de vida que nos comunica? ¿O nuestro cristianismo es sólo cierta coloración cultural que no cambia realmente ni nuestro corazón ni la calidad de nuestra vida?

            Esos son los interrogantes importantes que el Evangelio de este día plantea a nuestra coherencia cristiana y a la verdad de nuestra fe.


Bruno Mori – Septiembre 2018 -

Traducción de Ernesto Baquer


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