mardi 28 mai 2019

Domingo de Pascua



(Juan, 20,1-8)

Orig francés_ http://brunomori39.blogspot.com/2019/05/dimanche-de-paques.html.

Se habrán dado cuenta con qué frecuencia la palabra “tumba” se repite en estos tres parágrafos del evangelio de Juan. En 8 versos la palabra sale 7 veces. Cinco para decir que los discípulos llegan a la tumba.

Dos para decir que la tumba está vacía. Podría decirse que el evangelio está más interesado en la actitud de los discípulos que buscan, que están angustiados, que quieren encontrar respuesta a sus preguntas, que en proporcionar una explicación clara y precisa que pueda definitivamente reconfortarlos y tranquilizarlos.

Es un hecho que los discípulos experimentan una pérdida, viven una prueba, están totalmente derrotados por los trágicos sucesos que han vuelto cabeza abajo sus vidas. Y como todo el que está en tinieblas porque no consigue comprender el sentido de lo que le pasa, se enloquecen buscando una explicación, un rayo de esperanza en la oscuridad que les rodea. Sienten una pérdida y un vacío terribles.

El Evangelio se toma el trabajo de anotar que estaba oscuro cuando los discípulos se ponen en marcha hacia la tumba. Cuando Jesús estaba con ellos ¡todo era tan luminoso! Con él vivieron momentos inolvidables. Ese hombre había transformado su existencia. ¡Habían descubierto tantas cosas a su lado! Habían aprendido a confiar en sí mismos, a confiar en los otros, pero sobre todo a confiar en Dios. Jesús hablaba de Dios como nadie lo había hecho antes. Tenían la impresión de que Jesús tenía una familiaridad, una confianza, un conocimiento de Dios, únicos.

También habían aprendido en contacto con Jesús a amar a Dios como su Padre y a tratarlo como sus hijos. Al lado de Jesús habían comprendido que Dios es ternura y amor Que Dios ama siempre primero; que ama sin condiciones; que ama sin mirar los méritos ni las cualidades de las personas; que ama aun cuando seamos malos y detestables. Jesús les había hecho comprender que todas las mujeres y todos los hombres, sin distinción, tienen un gran valor a los ojos de Dios; que para Dios cada uno es único y que es amado, apreciado y deseado en su especificidad y a causa de su singularidad. Habían aprendido que ante Dios lo mejor para un individuo es que sea él mismo en todo; y que lo que cuenta verdaderamente para un hombre y una mujer es la autenticidad de su ser y no su parecer.

Los discípulos, estando con Jesús, habían aprendido a no tener miedo de Dios, ni a los castigos de Dios. Porque Jesús les había enseñado que Dios no es alguien que castiga, sino un ser que perdona y que perdona siempre, que perdona sin cesar y que quiere nuestra realización, nuestra alegría, nuestra felicidad, ya aquí en la tierra, sobre todo aquí en la tierra y no sólo en el más allá. Todo ello les dio un nuevo sentido, una nueva orientación y un nuevo impulso a su existencia. Ahora se sentían personas transformadas, renovadas. Ahora vivían en la alegría, la confianza, la esperanza; ya no replegadas sobre sí mismas, encerradas en sus miedos, disminuidas por la conciencia de sus límites y debilidades, sino abiertos, confiados, disponibles, entregados a los demás, convertidos ahora en sus hermanos.

Gracias a la enseñanza del Maestro de Nazaret, saben que, pase lo que pase de triste, doloroso u horrible, nunca podrá ser una catástrofe irreparable o un mal sin solución, porque su vida será siempre sostenida e impulsada por el amor y la presencia de Dios. Durante su vida Jesús había realmente encendido en ellos la llama de la confianza, del optimismo, de la esperanza. Sus acciones, palabras, testimonio, su manera de pensar, en una palabra, el espíritu que animaba a Jesús, cuando recorría los caminos de Palestina, llegaron a ser una herencia y un tesoro que sus discípulos guardaron tiérnamente, preciosamente, fielmente en su memoria y en su corazón. Porque es esa herencia la que guía, inspira y da sentido a su vida.

Estas reflexiones nos ayudarán a responder a la pregunta planteada por el evangelio de Pascua que acabamos de leer: Después de su muerte, ¿dónde se encuentra Jesús? ¿Dónde tienen que buscarlo sus discípulos para poder encontrarlo? ¿Todavía pueden encontrarlo, sentirlo, tocarlo, a ese Jesús ejecutado en una cruz y desaparecido definitivamente del mundo de los vivos? ¿Cómo podemos afirma que está todavía vivo entre nosotros, como lo declara nuestra fe católica? El relato evangélico, con su insistencia puesta en la tumba, quiere hacernos comprender que todos los que corren a una tumba o que se empeñan en llorar un muerto o que quieren hacer de la muerte algo más importante y pleno que la vida, no encontrarán en realidad, al fin de su búsqueda, más que vacío y decepción. En una tumba sólo puede haber vacío, porque necesariamente la vida está en otra parte. La tumba está inexorablemente vacía. Está vacía de toda forma de vida. No es en una tumba donde los discípulos podrán encontrar ahora la presencia de su Maestro. Para los discípulos que buscan la presencia de Jesús, la tumba está vacía, nos repiten los textos evangélicos: “No busquen entre los muertos al que está vivo… lo encontrarán entre vuestros hermanos”, dicen los ángeles.

¡Desvelado por fin el misterio de Pascua! Tras su muerte Jesús está vivo, cierto, pero vivo en medio de sus hermanos y  discípulos, aseguran los textos de los Evangelios. Ahora podemos encontrarlo entre ellos. Son sus hermanos  y discípulos quienes continúan haciéndolo vivir, quienes lo continúan a mantenerlo vivo. ¿De qué manera? Guardando despierto el recuerdo de su memoria; manteniendo vivo en su corazón la llama de la confianza y el amor hacia su persona, plasmando su comportamiento sobre su ejemplo y su palabra y dejándose conducir por su Espíritu. Ahora somos nosotros los cristianos, el lugar de la presencia viva de Jesús de Nazaret en nuestro mundo. En nosotros y gracias a nosotros que lo amamos y creemos en él  y en el valor extraordinario de su enseñanza, de su evangelio, es como el profeta de Galilea está siempre vivo y actuando en la historia de los hombres.

Pienso que hay otra cosa que este texto del Evangelio quiere hacernos comprender. Para mí este relato se presenta también como una parábola de nuestra vida, de nuestra condición aquí en la tierra. María de Magdala, Pedro y el otro discípulo que corren hacia la tumba son figuras y símbolos de la condición humana: todos, tal como somos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, todos corremos inevitablemente hacia la tumba. Allí se detendrá un día nuestra carrera.

Al cabo de nuestro viaje, puede que tengamos la impresión de encontrar sólo ausencia, vacío, silencio. Y quizá ese sentimiento o esa perspectiva nos llene de angustia de tal modo que miremos hacia la tumba con inquietud y aprensión. Sin embargo, los que estamos con Jesús, los que él volvió sensibles a mirar más allá de las apariencias y a leer en nuestra vida los signos de la acción amorosa de Dios, seremos capaces de descifrar, más allá del drama del fin, más allá del desorden de la muerte y del vacío de la tumba, los signos de un orden, una culminación, una plenitud y una presencia.

Para aquellos que, como el discípulo joven, sepamos mirar con los ojos de la fe y de la confianza que Jesús nos inspira, la muerte y la tumba no serán sucesos traumáticos donde terminan y se hunden inevitablemente las aspiraciones y sueños de nuestro corazón, sino el comienzo de un nuevo viaje con un equipaje terrestre que la tierna mano de Dios preparó y arregló cuidadosamente para que podamos tomar sin tropiezos la ruta de la eternidad.

Bruno Mori

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