(Algunas reflexiones en el
Jueves Santo 2019)
Original francés en:
http://brunomori39.blogspot.com/2019/05/la-ou-le-pouvoir-domine-lamour-est-mort.html.
Paleontólogos, etnólogos, antropólogos, historiadores coinciden
en afirmar que, según la documentación y las fuentes de información que poseen,
la historia de la humanidad, al menos a partir del neolítico (unos 9000 años
antes de nuestra era), es fundamentalmente una historia de calamidades, guerras
y violencia.
Al asentarse las poblaciones en el neolítico, la
revolución agraria, criar y domesticar animales, sobre todo al caballo, la
creación de excedentes alimentarios que conducen a acumular los bienes, a la
propiedad privada y, por tanto, a crear riquezas, la humanidad entra en la fase
más atormentada y desgraciada de su historia. En efecto la riqueza encendió el
fuego de la codicia humana que inflamará el mundo con su panoplia de desgracias
y calamidades: razias, saqueos, agresiones, invasiones, exterminios, guerras de
conquista, colonizaciones, nacimiento de los grandes imperios, etc.
Desde esta época remota y hasta nuestros días, la
historia de la humanidad se caracteriza por estructuras e instituciones de
poder y por el uso sistemático de la violencia. Los humanos no nacen libres,
llegan a un mundo de dominación, explotación y brutalidad. Una pequeña minoría
de ávidos y poderosos plutócratas oprime, esclaviza, humilla y se enriquece
sobre la espalda del resto pobre e indefenso de la humanidad.
Y así, el poder opresor y explotador se convirtió en la
fuerza principal que decide el destino de la casi totalidad de los pueblos de
la tierra y determina el desarrollo de los acontecimientos que construyen desde
entonces la triste historia de nuestra humanidad, tanto en el pasado como en
nuestro presente, con su lote trágico de violencias, desigualdades e
injusticias.
Por ello, podemos
afirmar, sin miedo a equivocarnos que la búsqueda del poder, con el uso
sistemático de la opresión y de la violencia, causada principalmente por la sed
de poder y de grandeza y por la codicia humana, ejercida tanto por individuos
como por grupos e instituciones, constituye desde siempre el verdadero “pecado
del mundo”, el gran mal y la gran lacra
de la humanidad, su verdadero pecado “original”. Un pecado que concierne
a todos los hombres, en el que todos estamos implicados y del cual, todos somos
en cierta manera responsables.
Jesús de Nazaret lo comprendió así. Y por ello crítica y
condena de entrada el poder que oprime y que se erige sobre los demás. Por eso,
nunca aceptó someterse a cualquier poder humano, y nunca reconoció ninguna autoridad, ni civil
ni religiosa, sobre él. Fue un hombre libre que supo permanecer libre de este
pecado, incluso cuando el pecado lo aplastó y acabó por matarlo.
Por ello también, Jesús que soñaba con crear un mundo
nuevo, más justo, más humano, más fraternal, en sus ansias y sus esfuerzos por
cambiar la orientación fundamental del actuar humano, hizo de la lucha contra
la codicia, la riqueza y el poder que esclaviza y explota a los demás, su
caballo de batalla y el centro de toda su espiritualidad y su mensaje. Con la
esperanza de reformar y transformar las mentalidades y de conseguir hacer
comprender que la verdadera grandeza del hombre no consiste en imponer su
superioridad y su voluntad a los demás, para hacernos esclavos y servidores,
sino en ser servidor de los demás, en una actitud de disponibilidad, respeto,
compasión y amor que busca el bienestar y la felicidad de los demás por encima
del propio.
La historia conocida de la humanidad comenzó por la
revolución y la victoria del egoísmo, la codicia, la agresividad y la
violencia. Por su parte, Jesús habría querido desencadenar una nueva fase de
esta historia, caracterizada por la revolución y la victoria del amor. Un amor
universal que habría transformado la tierra en un verdadero paraíso que llamaba
el “Reino de Dios”, en el que las relaciones entre los humanos habrían sido a
imagen del amor que está en Dios.
De ahí por qué Jesús, que vino a liberarnos del pecado,
como la doctrina católica lo proclama continuamente, descalifica y condena
continua y abiertamente la codicia, la riqueza, la superioridad de los
poderosos y del poder opresor, y exige de sus discípulos que hagan otro tanto.
De ahí por qué les pide realizar un servicio humilde, sincero y amoroso hacia
los otros humanos, signo distintico de su nueva identidad y de su nueva
pertenencia.
Jesus dijo:
“… En esto reconocerán que ustedes
son mis discípulos, en el amor que tengan los unos por los otros… Felices los
pobres, felices los pacíficos… Desgraciados los ricos porque nunca podrán
entrar en el Reino de Dios. En el mundo, los poderosos mandan como dueños,
exigen, oprimen… pero entre ustedes no debe de ser así. Que el primero entre
ustedes se haga el último… Y el que manda sea como el que sirve… Entre ustedes
yo he sido siempre el que ha servido, el que lo ha dado todo de sí… Yo les he
lavado los pies… ¡Yo les he dado el ejemplo… Hagan ustedes lo mismo!”
Eso es lo que el Maestro deja a sus discípulos en este
jueves santo. Es el testamento espiritual que nos confía antes de morir. Eso es
lo que debemos ser y lo que debemos hacer en “su memoria”: para los discípulos
de Jesús no hay otra Eucaristía que la que da gracias a Dios por ser, en el
mundo, los servidores de nuestros hermanos, los instrumentos y portadores de un
amor siempre desinteresado, siempre tierno, siempre misericordioso y siempre
ofrecido a todos…. Sin medida, sin distinciones.
Donde hay amor, no hay ninguna búsqueda de poder.
Bruno Mori – 13 abril 2019
Traducción de Ernesto Baquer
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