lundi 20 janvier 2020

Reflexión para la fiesta del Bautismo del Señor

(Mt 3, 13-17)



            «Este es mi hijo bien amado en el que tengo puesta mi alegría». Así en el evangelio del Bautismo de Jesús hace hablar a Dios en la teofanía que revela la misión y la verdadera identidad de Jesús. Jesús es por tanto el «bien amado», en el que Dios se complace. Como Jesús, nos dice San Pablo, también nosotros somos hijos de Dios, y por tanto cada uno de nosotros es igualmente su “bien amado” y, en cada uno de nosotros, el Dios de Jesús derrama igualmente su amor.

Los relatos de Navidad, de los Magos y del bautismo de Jesús en el Jordán, son las tres manifestaciones más importantes de Dios a los hombres relatadas en los Evangelios. Pensábamos en un Dios en los cielos, y aquí lo vemos en un pesebre. Esperábamos un Dios abstracto, sobrenatural, puro espíritu, y aquí está en carne y huesos, en un hombre. Aguardábamos un Dios a quien pedir, y aquí tenemos un Dios que pide. Esperábamos un Dios acogido triunfalmente por la autoridad establecida, por los sabios y grandes de este mundo, pero los que lo reconocen y acogen son más bien los humildes, los pobres, los marginados de la vida. Aguardábamos un Dios grande, sorprendente, todopoderoso, en una entrada triunfal en nuestro mundo, con tambores y fanfarria, pero aquí, al contrario, tenemos un bebe casi invisible, asustado y frágil, a quien hay que buscar largo tiempo antes de poder encontrarlo, como tuvieron que hacer los Magos venidos del Oriente. Esperábamos un Dios ante quien probar que somos justos, buenos y virtuosos, y en su lugar descubrimos un Dios que nos ama gratuitamente, sin condiciones, simplemente porque existimos. Y ante quien no tenemos nada que probar, nada que hacer para atraer su atención y ganar su amor.

Hemos sido educados en merecer ser amados, en hacer cosas que nos hagan amables y dignos del afecto de los demás. Desde nuestra infancia, somos formados para ser buenos hijos, buenos alumnos, buenos muchachos y muchachas, buenos cónyuges, buenos padres, buenos trabajadores, buenos empleados, buenos patrones… porque el mundo recompensa a los que tienen éxito, a los que son capaces. Dentro de nosotros se insinúa la idea de que Dios nos ama, claro, pero con ciertas condiciones. Toda nuestra vida, en consecuencia, se convierte en una búsqueda de aprobación de legitimación, de reconocimiento. Pasamos la vida buscando saber lo que los demás piensan de mí, a fin de estar a la altura de sus expectativas.

En lugar de tratar de realizar mis proyectos, los míos, mis esperanzas, las mías, los deseos y las aspiraciones de mi corazón o de mi espíritu, y de hacer lo que realmente me realice, paso mi vida complaciendo a los demás, justificándome, haciéndome perdonar, aceptar, disculpar mi existencia.

Los demás no siempre me aman ”bien”, deseando y queriendo lo que es realmente “bien” para mí. Para Dios, al contrario, yo soy siempre su “bien” amado. Lo que significa que Dios ama y quiere siempre lo que es “bien” y “bueno” para mí. Y al hacerlo me ayuda a ser alguien “bien” y “bueno” tanto para El como para mí y, en definitiva, para los demás. Porque si yo soy “bien” en mi piel, si estoy feliz y satisfecho conmigo mismo, mi felicidad se derramará automáticamente sobre los demás y hará también la felicidad de los otros.

Dios no me ama porque yo sea gentil, bueno, valiente; sino amándome como lo hace, me vuelve bueno, valiente, gentil, y por ello alguien que es “bien” para todos. Su forma de amar, la cualidad “antecedente” de su amor, el hecho de ser su “bien amado”, me realiza como persona.

Lo que Dios ha sido para Jesús, lo es también para cada uno de nosotros. Como Jesús nosotros también, el día de nuestro bautismo, hemos sido depositados en las manos de ese mismo Dios de amor y nos hemos convertido en sus hijos “bien amados”. Ese día, la semilla de la presencia de Dios y de su Espíritu, ha sido depositada en nuestro corazón. Pero se trata de una semilla a cultivar, a mantener, porque se seca y muere si la descuidamos. Todo lo que haga vivir (arte, música, silencio, naturaleza, amistad, amor) me acerca a Dios, todo lo que me hace salir de mí (caos, apariencia, ruido, superficialidad) me aleja y me vacía de los mejor que tengo. Con el bautismo, cada uno de nosotros asume el compromiso de adoptar el estilo de vida de Jesús, su comportamiento, su manera de pensar, de creer y de amar. Como Jesús, soy llamado a vivir no sólo para mí, sino para los demás, y, como él, a dar mi vida por mis hermanos y hermanas.

Pasamos gran parte de nuestra vida, intentando triunfar, queriendo ser alguien, grande, importante, célebre… pero nunca podemos ser mas que hijos “bien-amados” de Dios y eso ya lo somos.
Esta fiesta de hoy es la fiesta de lo que hay escondido en nosotros, y que ha de ser redescubierto.

Entonces, como decía San Irineo de Lyon: “Cristiano, ¡conviértete en lo que eres!”, un ser repleto de amor, en quien el Dios de Jesús “tiene puesta su alegría”

BM – Enero 2020

(Traducción de Ernesto Baquer )


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