No es fácil hablar
de Navidad y decir algo con sentido, aceptable, espiritual para la gente de
hoy, evitando los comentarios piadosos y emotivos, que rozan con frecuencia el ridículo y el absurdo de cierta predicación tradicional, que trata el relato
de Navidad como si fuera un reportaje informativo de un hecho real. Así deja de
lado su poesía y su verdad profunda, verdad que hay que buscar en la riqueza
simbólica de contenido teológico, espiritual y humano del cuento.
En efecto, los cristianos instruidos saben que los
relatos de los acontecimientos que rodean el nacimiento de Jesús y que
encontramos en los evangelios de Lucas y Mateo (Marcos y Juan ni hablan de
ellos) son composiciones literarias salidas de la imaginación de esos dos
autores que escribieron esos cuentos de Navidad en la segunda mitad del siglo
primero (60-70 a.C.). La finalidad de esos relatos es, no solo exaltar y
adornar con un encuadre poético y maravilloso el recuerdo del nacimiento de
Jesús de Nazaret, que los cristianos consideramos nuestro Maestro, Señor y
Salvador, sino sobre todo transmitir una enseñanza sobre Dios y su
comportamiento, tal como ese Dios había sido percibido, sentido, experimentado y
anunciado por Jesús y después asimilado y profesado por las primeras
comunidades cristianas.
Hoy en día, pensamos que un hecho es verdad cuando
sucedió verdaderamente. Identificamos la verdad con lo histórico. Sin embargo,
cuando los evangelios se redactaron, la gente no se preocupaba de saber si un
relato, una historia, era verdadera o no. Lo que les interesaba era, sobre todo,
saber si un cuento transmitía algo de positivo, bueno, hermoso, inspirador,
reconfortante, algo que les ayudaba a vivir mejor.
Es exactamente con esta finalidad que fueron redactados
los relatos que rodean el nacimiento de Jesús. Por medio de esas historias, los
evangelistas quisieron transmitirnos de manera imaginada y fantástica, el
misterio de la cercanía y la presencia de Dios, no sólo en nuestro mundo, sino
también y sobre todo en el interior de cada ser humano, tal como Jesús lo había
enseñado.
Y así es como Lucas, escritor que asimiló profundamente
el mensaje de Jesús de Nazaret, nos cuenta la historia de un Dios, allá arriba
en su paraíso, que un buen día decidió intervenir para venir en ayuda de los
humanos que parecían incapaces de vivir humanamente, extraviados a causa de la
ceguera de su espíritu y de la maldad de su corazón.
Lucas en su relato de Navidad nos cuenta que ese Dios
Salvador descendió a nuestro mundo revestido del encanto, la pureza, el frescor
y la simplicidad de un niñito que el evangelista identificó con la persona de
Jesús de Nazaret. Sin embargo, aquí en esta tierra, ese Dios-hombre no fue
reconocido ni acogido por los grandes y los poderosos; por los ricos y los
satisfechos, por los instalados en el lujo de sus palacios o castillos, como
Herodes; sino sólo por María y José, por los pastores, por extranjeros
desconocidos guiados por una estrella: es decir, fue reconocido por los simples
y sencillos, los pequeños, los pobres, los débiles, los que viven al margen de
la sociedad, los que no tienen valor ni importancia… pero que están llenos de
amor en su corazón y de luz en sus ojos.
El anuncio de que Dios se hizo cercano a nosotros y que
se hizo uno de nosotros para ayudarnos a ser mejores personas, constituye el
contenido profundo, el núcleo precioso, transmitido por esta fábula de Navidad.
Ese es el contenido de la “buena nueva” anunciada en el canto de los ángeles.
Más tarde, el anuncio de esta “buena nueva” se transmitirá con fuerza, se
explicitará y realizará en la vida y la predicación de Jesús, que invitará a
todos los que quieran escucharla y creer, a acogerla y dejarse convertir y
transformar por ella.
Jesús será el primer hombre que vivirá en su vida la
experiencia transformadora de la verdad y la eficacia de esa “buena nueva” del
Dios cercano, proclamada en la leyenda de Navidad. Jesús nos enseñará que ese
Dios se hizo tan cercano que se convirtió en amigo, padre, madre, amor, con
nosotros, por nosotros, dentro de nosotros, espíritu divino que se encarna en
el espesor y la profundidad de nuestra humanidad.
La buena nueva (
evangelio) de Navidad, consiste entonces en proclamar que, gracias al
nacimiento de Jesús como miembro auténtico de nuestra raza, gracias al testimonio de su vida adulta, a su
predicación, al Espíritu que nos dejó,… sabemos ahora que Dios es, no sólo el
Misterio y la Energía amorosa última que crea, sostiene, dirige e impregna con
sus virtualidades y su presencia el Universo entero; sino que esa divina
presencia se manifiesta y actúa sobre todo y de forma especial en cada ser
humano, desplegándose al servicio de todas las criaturas, pero sobre todo de
las criaturas que más necesitan de nuestro amor.
La buena nueva proclamada en el cuento de Navidad,
anuncia que, desde entonces, Dios ama con un corazón de hombre y que el hombre
sólo es capaz de amar porque posee un corazón repleto de un amor que le viene
de Dios.
La buena nueva de Navidad anuncia que, en adelante, el
amor de Dios hacia los humanos, sólo pasa a través del amor que somos capaces
de darnos los unos a los otros. En una palabra, Navidad nos dice que en el amor
que nos damos y derramamos en torno nuestro, realizamos la encarnación de Dios
en nuestro mundo.
¿No es ésta una noticia extraordinaria para todos
nosotros que tenemos en nuestro corazón tanto amor que compartir?
Todo esto significa que, después del nacimiento de Jesús,
la religión no debe impulsarnos a los fieles a preocuparnos principalmente por
nuestra relación con Dios, sino a cultivar y preocuparnos principalmente por la
calidad de nuestras relaciones con los demás hermanos humanos. Eso significa
que la religión no debe incitarnos a amar primero a Dios, sino a amar primero
al hombre, sobre todo si necesita atención y amor porque es miserable,
abandonado y desgraciado. Eso significa
también que la religión no debe buscar hacernos más santos, sino más humanos;
porque, desde ahora, es la calidad de nuestra humanidad, la que determina la
calidad de nuestra “santidad” y nuestro perfeccionamiento espiritual.
Parece, desgraciadamente, que no todo el mundo es capaz
de escuchar y acoger la buena nueva de Navidad. Para muchos de nosotros, puede
ser incluso una noticia mala, indigesta y difícil de tragar. Porque si bien nos
dice que Dios se acercó a nosotros y entró en nuestro mundo, también proclama
que no vino a habitar entre los fuertes y poderosos, sino entre los débiles; no
entre los ricos, sino entre los pobres; no entre los importantes, sino entre
los insignificantes; no entre los que buscan ser honrados, reconocidos,
idolatrados, venerados y ensalzados como dioses, sino entre los que son
infravalorados, despreciados, perseguidos, excluidos, sin importancia y sin
status…
Estas opciones y preferencias del Dios “cristiano”
manifestado por Jesús y que el encarnó en su vida, no complacen a todo el
mundo. Decepcionan a un gran número de personas; nos dejan a muchos de nosotros
con un gusto amargo. Porque, admitámoslo, preferimos lo grande, importante,
solemne, lo que atrae la atención; todos amamos ser especiales, diferentes,
excepcionales, célebres, reconocidos, admirados, aplaudidos, tener influencia,
prestigio, poder…
Pero ¿qué pasa con lo que es sencillamente humano, lo
común a la simple gente de la calle; a la gente del metro, del estadio, del
supermercado, del trabajo, ¿de la Seguridad Social? En lo que es común a todo ese mundo de la
gente sencilla y ordinaria encontramos con frecuencia los valores humanos que
más necesitamos, porque son los que más nos humanizan (sencillez, sensibilidad,
empatía, compasión, pobreza, desprendimiento, colaboración, compartir,
disponibilidad…).
En nuestra sociedad moderna, somos educados, formados,
diplomados, certificados, patentados, programados, para ser importantes y
exitosos, y no para ser sencillamente humanos. Pero es la buena calidad de
nuestra humanidad la que constituye el metro con el que se mide tanto la
autenticidad de nuestra condición cristiana, como la realización real de
nuestra existencia.
En los evangelios de la infancia, la imagen del niño dios
del pesebre no tiene sólo el valor de un recuerdo histórico de lo que fue el
niño Jesús en los primeros días de su vida, sino principalmente un eminente
valor emblemático. Es parábola, símbolo y representación del niño en el que cada
ser humano está llamado a convertirse, para ser el lugar de la presencia, la
manifestación, la acción y la encarnación de Dios en nuestro mundo.
Dios
está presente, Dios actúa, Dios se manifiesta allí donde los seres humanos
asumen las actitudes, la postura moral y la configuración espiritual del niño.
Dios está allí donde las personas son capaces, como deseaba Jesús, de nacer de
nuevo con un espíritu, un alma y un corazón de niño: “A menos de nacer de
nuevo, nadie podrá entrar en el mundo de Dios” (Jn 3,3-4). Vale la pena hacer un esfuerzo en estos días
y consagrar tiempo a lo que nos debería de verdad interesar: ser un poco más
humanos hoy que ayer, y menos que mañana.
Bruno Mori – 12 diciembre 2018
Traducción española de Ernesto Baquer
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