vendredi 25 janvier 2019

BODAS EN CANA, BODAS SIN AMOR - Jn. 2



(2° Dom. ord.  C )

En verdad es una extraña anécdota la de las bodas de Caná, que el Evangelio de Juan coloca al comienzo de la vida pública de Jesús. Cuenta que el Maestro realizó el primer “signo” de su actividad mesiánica, cambiando seiscientos litros de agua en otros tantos de un vino de primera clase para hacer posible la borrachera más grande de la historia.

Para componer este relato de boda, probablemente el autor se sirvió del recuerdo de hechos reales, todavía bien vivos en la memoria colectiva de la comunidad cristiana de fines del siglo primero. Recuerdos que conservaban el eco de un Jesús, que lejos de ser un asceta, disfrutaba comer y beber y que, cuando tenía oportunidad, participaba con alegría de los placeres de la francachela y la desmesura, típicas de los banquetes de boda propios de su época.

Sea lo que sea, el valor de este texto de las bodas de Caná, no hay que buscarlo en los hechos narrados, repletos de inverosimilitudes, sino en el mensaje y la buena nueva que nos quiere transmitir su simbolismo. Porque no se trata del informe de un hecho histórico, sino de un texto exclusivamente catequético.

Hay que recordar que, en los libros proféticos de la Biblia (Oseas, Isaías), el matrimonio es un cliché (una figura) utilizada con frecuencia para significar la alianza entre Dios y su pueblo. En diversos momentos, los profetas comparan a Dios con un esposo y al pueblo judío con una esposa que juntos viven una historia de amor, a veces bellísima, pero más a menudo difícil y atormentada.
También en los evangelios, el banquete de bodas es figura de los nuevos tiempos mesiánicos y de una nueva forma de relación amorosa entre Dios y los hombres, inaugurada por la presencia de Jesús y que los evangelios identifican con el “reino de los cielos” entre nosotros.

Es precisamente esta nueva alianza con una mejor calidad de relaciones amorosas entre Dios y el hombre, lo que el relato de las bodas de Caná, quiere poner en relieve, al narrar la extraordinaria abundancia del vino y su calidad exquisita, que, gracias a Jesús, alegran y festejan de corazón los invitados. La calidad y la fuerza de ese vino es el símbolo de la calidad y la fuerza del amor que, en la comunidad de los discípulos de Jesús, pueblo de la nueva alianza, caracterizará, en adelante, la relación con Dios y con sus hermanos.

Con este relato, el evangelista Juan quiere hacer comprender a los cristianos, de su época y también a nosotros, cuan diferentes y mejores son ahora nuestras relaciones con Dios, no como las antiguas, establecidas en una relación de miedo, sumisión, obligaciones, no en la observancia exterior de leyes, normas, prescripciones, prohibiciones, ritos, que dejan a los creyentes vacíos y fríos, sino en la confianza y el amor gratuito de un Dios Padre-Madre que ama siempre, con un amor sin medida y sin condiciones.

Juan, a través de los diferentes detalles del relato, quiere construir un escenario que sirva para visualizar una realidad espiritual y religiosa: el hecho de que la antigua alianza entre Dios y su pueblo había sido una relación donde el amor jamás había conseguido ser recíproco. Era un matrimonio que cojeaba de una pata y donde se sucedían las infidelidades. Donde la relación era dura, fría, vacía, como los seis recipientes enormes de las abluciones rituales, colocados, no se sabe por qué, en el patio de los esposos, pero que ya no sirven para nada y que no lavan ni purifican a nadie.

Eso significa señalar su inutilidad, la insignificancia de la religión antigua para hacer a la gente mejor y más feliz. El vacío de la antigua religión debía ser llenado por algo nuevo, infundido con un nuevo espíritu, adquirida una nueva alma. La vieja religión no tenía sabor, ni atracción: era como agua quieta, desabrida, sin gusto, sin color, tediosa, que la gente bebía por costumbre o por necesidad, pero que no conseguía satisfacer de verdad su sed de sentido, de sensaciones interiores más verdaderas, más satisfactorias más fuertes y de una felicidad más completa.

Para que la cosa cambie, para que el placer, la alegría, la exaltación y el éxtasis vuelvan de nuevo a la fiesta, hay que reemplazar las ánforas de la religión vieja por las ánforas nuevas, repletas hasta el borde, no de agua insípida, sino del vino embriagador del amor.

En el relato, la tarea de advertir a los invitados sobre la carencia existencial en la que se encuentran, está confiada a la Madre de Jesús, es decir a la que estaba allí antes que él y que, por tanto, representa el régimen de la antigua alianza o la vieja religión de la Ley mosaica. La madre corre angustiada a su hijo, consciente de la urgencia y la gravedad de la situación. Casi con pánico clama que ya no hay más vino, es decir que ya no hay ni un poco de amor en ese matrimonio, ni en nuestra religión, ni en nuestros corazones de practicantes… y que hay que hacer algo. Por eso el evangelista imagina a María corriendo a Jesús porque sabe que él es el hombre del momento (enviado por Dios) capaz de salvar la boda y de llenar la carencia con una abundancia desbordante.

Sólo hará falta, a ejemplo de los servidores del relato, escuchar a Jesús, seguirlo, dejarse tocar y dirigir por él, beber de su vino, dejarse llenar de su espíritu… “Hacer todo lo que él nos diga”, y se reanudará la fiesta, se alegrarán los corazones de los convidados, y, en las bodas de la nueva alianza, estallará el amor para construir la felicidad de los hombres y la alegría de Dios.

Para Juan, será Jesús, en adelante, quien llenará las ánforas de piedra dura y fría de la antigua relación religiosa, vacía, triste y culpabilizadora, con el vino mucho más embriagador y regocijante del amor. Con este relato, Juan quiere subrayar el hecho de que Jesús ha venido a inaugurar y realizar una nueva forma o un nuevo estilo de relaciones amorosas con Dios. Al decirnos que Dios es padre-madre, amigo, amor en nosotros, amor en todas partes fuera de nosotros: amor que ama de forma absoluta e incondicional. Jesús inaugura una nueva relación íntima y nupcial con Dios. Una relación donde el Espíritu de Dios penetra y anima al hombre y donde el hombre reposa y se abandona como un niño, en los brazos de un Dios amante, en un movimiento de total confianza y abandono, y donde el amor que lo anima no tendrá ninguna dificultad en hacer “todo lo que Dios le diga”.

Bruno Mori - Enero 2019.
Traducción de Ernesto Baquer

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