El
maestro que se volvió alumno
(31 dom. ord. B -
2021 – Mc 12,28-34)
A
los escribas judíos del tempo de Jesús los llamaban doctores de la Ley, rabinos o maestros, porque eran los
especialistas de las sagradas escrituras /el Torah o la Biblia): por ello
gozaban de un prestigio incuestionado en la sociedad judía de la época. La
causa de este ascenso social de los escribas se debía al declinar de la
monarquía, el exilio, la destrucción del templo de Jerusalén por Nabucodonosor
II (en el 586 aC) y la consiguiente decadencia del sacerdocio. Elementos todos que
acabaron concentrando la religiosidad judía en el conocimiento y la práctica de
la Torah o de la Ley de Dios contenido en las Sagradas Escrituras (sobre todo
en el Pentateuco). Entonces la Torah se convirtió en la única guía espiritual
del pueblo judío, y los que eran capaces de leerla, interpretarla y aplicarla
adquirieron un gran poder.
Era
inevitable que el espíritu libre, abierto, innovador, crítico y contestatario
de Jesús, combinado con la percepción totalmente diferente que tenía de Dios, de
la función de la Ley, de la salvación y de la felicidad humana, se manifestaran
con una oposición abierta a la mentalidad y las convicciones anticuadas de los
doctores de la Ley. Unánimemente los evangelistas atribuyen a Jesús un
comportamiento desconfiado, crítico e incluso agresivo hacia los escribas y los
fariseos a los que Jesús encontraba exageradamente integristas,
fundamentalistas, cerrados y, con frecuencia hipócritas y vanidosos.
Entonces
se comprenderán las críticas que, por su parte, los escribas dirigieran a ese
falso “maestro”, improvisado y sin estudios, que, frente a la Ley, se
permitiera tomar y desechar, y se atrevía a interpretarla a su manera y según
parámetros no muy ortodoxos y totalmente diferentes a los suyos.
Sorprendentemente
en este pasaje evangélico el encuentro del escriba con Jesús se desarrolla en
una atmósfera de simpatía, admiración mutua, deseo de aprender del otro, de
esperanza, por parte del escriba, de percibir mejor el misterio de Jesús que lo
intriga, y que ya, admira inconscientemente. Es que, si este escriba se acerca
a interrogar a Jesús, es porque había sido tocado por la pertinencia y la agudeza
de sus argumentos y respuestas que Jesús había tenido antes con los saduceos en
torno a la resurrección de los muertos. Este doctor en ciencias bíblicas quiere
saber de dónde este campesino, sin estudios ni diplomas, sacó sus conocimientos
bíblicos y su asombrosa sabiduría.
Así
pues, se acerca a Jesús como un profesor a un alumno, con la intención de
hacerle una especie de examen, para probar la calidad de sus conocimientos.
Está determinado a percibir a cualquier precio el misterio de este hombre,
incluso recurriendo a la astucia o a la estratagema, si es necesario, para
conseguir la información que busca. En efecto, plantea a su alumno una sola y
única cuestión: pero se trata de una cuestión que trae cola, una cuestión
trampa, una especie de enigma al que hasta entonces nadie había sido capaz de
responder, pero de cuya respuesta acertada dependía, para el escriba, todo el sentido
de su propia existencia. Al mismo tiempo, la respuesta debería revelar, más
allá de toda duda, la autenticidad y la calidad del saber de Jesús y le habría
permitido entrever la Fuente de la que ese predicador ambulante extraía el
éxito de su predicación y su sorprendente sabiduría.
Esta
es la cuestión que el escriba, sin ningún preámbulo, le dirige a Jesús: ”Cual es el primero de todos los
mandamientos?”. En época de Jesús, no había acuerdo entre los especialistas
de la Biblia sobre el asunto, de suerte que nadie sabía o podía afirmar con
certeza cuál era el primero y más importante mandamiento dado por Dios a los
hombres, ni cuantos mandamientos divinos contenía la Biblia, porque en
realidad, había una infinidad (leyes, órdenes, directivas, prescripciones,
normas rituales, prohibiciones, vetos, etc.) de forma que ningún especialista
de la Torah había conseguido nunca hacer una lista exhaustiva y completa.
Además, estos mandamientos, al venir todos de Dios, y siendo por ello
igualmente importantes, metían a los biblistas en un grave dilema al intentar
establecer entre ellos un orden jerárquico de primacía e importancia.
Dicho
esto, podemos comprender fácilmente la conmoción interior y el incontrolable
sentimiento de admiración y veneración que surge del corazón de ese escriba,
cuando Jesús, sin ninguna duda y con la seguridad y simplicidad del que sabe y
siempre ha sabido, no sólo le revela cual es el primer mandamiento, sino le
señala también que el primer mandamiento posee otra faz gemela e idéntica sin la
que no puede existir. El escriba, ante la rapidez, la visión y la justeza de la
respuesta de Jesús, debe reconocer que el verdadero Maestro, aquí, no es el,
sino ese bohemio extraordinario lleno del espíritu y la sabiduría de Dios.
Entonces, queriendo cumplimentar a Jesús por lo apropiado de su respuesta,
vemos al doctor de la Ley descender de su altura y abandonar toda suficiencia y
dirigirse a Jesús como su maestro: “¡Muy bien, ¡Maestro, has hablado bien, has
dicho la verdad, tienes razón!”. Frente a Jesús, el escriba asume el lugar del
alumno y del discípulo subyugado y deslumbrado por la luz de ese Maestro.
Y
Jesús, con su autoridad de Maestro, cumplimenta a su vez al escriba por la
fineza de sus sentimientos y la buena calidad de sus disposiciones. Le
anunciará que, en su escuela, aprenderá como realizar plenamente su vida y como
implicarse en la llegada de un mundo nuevo”. Porque, le dice, tú posees todas
las calificaciones y las actitudes necesarias para ello, tú eres un buen
elemento, de suerte ¡que no estás lejos del reino de Dios!”
Y aquí el Maestro se pronunció. El
alumno ha sido evaluado. Ha aprobado el examen. El Alumno ha sido aceptado. Sin
embargo, ¡los roles sean invertido!
Bruno Mori - 26 octubre 2021
Traducción de Ernesto
Baquer
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