dimanche 10 avril 2016

LA RESURRECCION, FENOMENO DE FE

Sin la fe no hay resurreccion


Original: http://brunomori39.blogspot.com.uy/2012/07/ce-qui-est-possible-de-croire-propos-de.html.

Las personas que han leído mi entrada anterior, quizá tengan la impresión que el autor no cree en la resurrección de Jesús. Es verdad que no soy capaz de aceptar una concepción material de este acontecimiento. Pero estoy profundamente convencido que, si hay una vida en Dios después de la muerte, Jesús vive en esa vida ahora y por siempre.

La experiencia espiritual más cercana a la fe en la resurrección de Jesús es indudablemente la experiencia humana del amor. Si ustedes han vivido el amor, sabrán que la persona amada no tiene o no necesita estar físicamente presente para habitarles, para vivir en ustedes y para hacerlos vivir. El amor tiene el poder de dar vida al amante y al amado. Por eso se dice en la Biblia que "el amor es más fuerte que la muerte". Es que sólo el amor es capaz de garantizar que, incluso los muertos, continúen vivos. Veámoslo más de cerca.

 Los y las que, en los inicios del movimiento cristiano, creyeron en la "resurrección" de Jesús, es decir en su presencia viviente más allá de la muerte, fueron los amigos más cercanos del Profeta de Nazaret; es decir, todas las personas que, de una manera u otra, fueron profundamente afectadas por su encuentro con el Maestro. Era gente imbuida de su pensamiento y su espíritu; que habían adoptado su doctrina, pero sobre todo su idea y su comprensión de Dios. Jesús les había anunciado un Dios-Padre que ama y que da la vida; que sitúa hijos en el mundo, no para que mueran, sino para que vivan. Un Dios que es resurrección y vida. Un Dios que ama a sus hijos y que hace todo para que tengan vida y la tengan en abundancia. Siguiendo al Maestro, los discípulos habían aprendido que su Dios es un Dios que no quiere la muerte del hombre, sino que se convierta y viva. Es el Dios-Padre del hijo pródigo que se regocija porque su hijo perdido ha sido encontrado; que estaba muerto y ha vuelto a la vida. Un Dios que posee la vida en él y que quiere darla y desparramarla; que es fuente de vida; que levanta a los muertos y los hace vivir; que da la vida eterna a los que escuchan su palabra, etc…

Además, los discípulos eran, como Jesús, judíos herederos de una larga tradición de fe en la vida eterna o "resurrección" que Dios da a todos los que hacen su voluntad y le son fieles. El Dios bíblico que habla a Moisés, es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, por tanto no un dios de los  muertos, sino de  los vivos. Los discípulos sabían que Jesús había dicho muchas y muchas veces que los que hacen la voluntad de Dios jamás conocerán la muerte, sino que tendrán vida eterna y que finalmente resucitarán a la vida de Dios. Los discípulos sabían también que Jesús había hecho siempre la voluntad de Dios; y vívido siempre en armonía con ella; que hacer la voluntad de Dios había sido siempre su soplo vital, su pan, el sentido y fin de toda su existencia: "Yo no he venido a hacer mi voluntad, decía, sino la de Aquel que me ha enviado". Jesús vivió hasta el fondo el cáliz del sufrimiento que habría podido rehuir; y bebió ese cáliz porque lo consideró voluntad de Dios y porque creyó que Dios le pedía una coherencia y una fidelidad total a las ideas, a los principios, al mensaje que proclamaba en su nombre… ("Si es posible, Padre, aleja de mi éste cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya…")

Por eso, cuando Jesús fue crucificado, sus discípulos consideraron su muerte, no como un fracaso, sino como la prueba suprema de la fidelidad de Jesús a la misión que aseguraba haber recibido del Padre, y como un gesto de obediencia total a lo que él pensaba era su voluntad: estar dispuesto a luchar, a dar su vida y a sacrificarse, para que, a pesar de todo y contra todo, sea difundido, creído, aceptado, anunciado, el contenido revelador, liberador y salvador de su mensaje. Los discípulos consideraron la muerte de Jesús como una prueba del amor que tuvo siempre por Dios y por los humanos más pequeños y desgraciados.

Si Dios es realmente el que da la vida a sus hijos, si Dios es el que libera siempre de la muerte a los que se abandonan en él; si Dios no quiere la muerte de sus hijos, sino que crezcan y vivan; si Dios es fuente de vida y resurrección para los que hacen su voluntad; si Dios es verdaderamente el Dios de vivos y no de muertos… ¿cómo no se habría llevado con él, inmediatamente, al Jesús muerto en la cruz? ¿Cómo no lo habría llenado de su vida, introducido en la vida eterna, cómo habría abandonado en la muerte a ese Hijo por excelencia, ese hijo queridísimo entre todos, ese Jesús el más amado y el más amante de todos sus hijos? ¿Cómo habría podido olvidar en la muerte a ese enamorado de Dios, ese entusiasta de Dios, ese apasionado de Dios, que sólo había vivido para darlo a conocer, hacer su voluntad y complacerlo? ¿Cómo no habría Dios exaltado el destino de ese hombre que vivió en las profundidades de su corazón y en una intimidad única con El; que sólo fue inspirado y guiado por su Espíritu y por quien sólo sintió ternura y amor?

Si es verdad que hay una resurrección de los muertos, si es verdad que Dios da vida eterna a sus amigos, ¡debía dársela, al instante, a ese hombre! Si es verdad que hay una vida después de la muerte, una vida dada por Dios a los que lo aman, bueno, entonces debía dar esa vida al mejor de sus hijos. Entonces, es cierto que Jesús ha entrado en esa vida eterna; entonces es cierto que Jesús, después de su muerte, vive de la vida que recibe de Dios.

Para aquellos que conocieron y amaron a Jesús mientras vivía, y conocido su pensamiento, yo diría que era imprescindible creer que Dios lo había arrancado de la muerte y lo había hecho revivir. Para sus discípulos no era absurdo creer que el Maestro queridísimo estaba vivo en Dios y gracias a Dios. Para ellos, estaba muy claro que esa vida que el crucificado recibía nuevamente de Dios era también el sello de aprobación puesto por el mismo Dios sobre toda la obra y misión terrestre del Profeta de Nazaret.

Esa ha sido desde el principio la reacción y la convicción profunda e inquebrantable de sus discípulos y de todos los que le amaron. Esas fueron sin duda, las reflexiones que habitaron el espíritu y el corazón de sus discípulos después de la muerte de su Maestro y Señor.

Y así, desde los inicios del hecho cristiano, nació en los discípulos del Nazareno la convicción y la certeza de que el Hombre muerto en la cruz ahora estaba vivo. Pero, los discípulos creían que estaba vivo, no porque hubieran asistido al "milagro" de su reanimación física, o de su salida de la tumba; o porque algunos contaran que lo habían visto vivo en Jerusalén o en Galilea, sino porque tenían la firme convicción de que era imposible que ese ser de luz, siempre repleto de Dios, no estuviera ahora con Dios y establecido en Dios para siempre.

Para los discípulos, la certeza de que Jesús continuaba viviente en Dios fue la conclusión normal de su fe, yo diría incluso que se les impuso con la evidencia de una necesidad. Su fe en Jesús rehusaba aceptar su muerte como un acontecimiento inevitable e irreversible. Ese hombre, esa calidad de hombre, esa obra maestra de Dios, sólo podía estar vivo, sólo podía permanecer viviente. Por tanto, hay que afirmar que Jesús está vivo sólo para sus discípulos y a causa de su fe en él.

De ahí que es la fe, el amor de sus discípulos, lo que está en el origen de la fe en la resurrección de Jesús. Por eso esta experiencia de Jesús, percibido como viviente después de su muerte, es una experiencia totalmente interior, personal, yo diría "mística", y no algo que sucede en el mundo exterior, como sería un acontecimiento histórico que podría ser verificado, descrito, registrado, fotografiado por nuestros sentidos o por los instrumentos de la técnica moderna. De todas formas, que la resurrección de Jesús no sea un acontecimiento históricamente verificable no significa que no sea verdadera y real. Su realidad y su verdad, sin embargo, no debemos buscarlas en el mundo de los fenómenos físicos e históricos, sino en el mundo de la trascendencia de la fe.

Pero para aquellos y aquellas que no creen y no son discípulos, el dogma cristiano de la resurrección del Maestro de Nazaret no puede ser que una afirmación absurda e insensata. Para los que no creen y cuya vida no ha sido afectada para su presencia, Cristo no está vivo, sencillamente porque ellos no viven de él.

Bruno Mori -

Traducción de Ernesto BAQUER 

Aucun commentaire:

Enregistrer un commentaire