(4° dom Pascua, A)
Desde la noche de los tiempos, los hombres buscamos comprender el misterio
de nuestra existencia y el del Universo. ¿Por qué existe algo en vez de nada?
¿De dónde viene el mundo tal como lo conocemos? ¿De dónde venimos? ¿Por qué
estamos aquí? Para encontrar respuesta a
estas preguntas, cada cultura, cada civilización, cada pueblo, cada religión,
ha elaborado sus propias historias y creado sus propios mitos. Casi todos esos
mitos atribuyen el origen del mundo y de la vida a un Poder preexistente y
exterior a nuestro mundo, imaginado como una Entidad personal y afectuosa que,
no queriendo ser la única en poseer la existencia y la vida, ha querido
compartirlas con otras criaturas. Así,
saliendo de una insondable soledad, se diversificó fuera de sí misma, fecundando
el vacío original con su misteriosa presencia y haciendo resonar por doquier la
extraordinaria melodía de su grandeza y belleza. Y así, según los mitos, Dios
creó el cielo y la tierra. Los relatos míticos cuentan también como Dios tuvo
un cuidado particular en la creación del hombre; como, después de moldearlo con
el barro de la tierra, le insufló su espíritu, para convertirlo en una criatura
especial, capaz de amar, llevando en sí los rasgos de la semejanza con Dios.
A su manera, los mitos antiguos expresaron una intuición, sin duda
presente, desde tiempo atrás, en las estructuras originales y los arquetipos
del pensamiento humano: una sensación que lleva a presentir que las
profundidades del hombre, - allí donde se encuentra su naturaleza más auténtica,
allí donde se abren las “cavernas” y la “fuente” de su ser, allí donde brota su
conciencia y donde se alumbra su capacidad de amar,- se iluminan con la luz de
Dios y animan con la acción de su espíritu.
Esta misma intuición la expresamos también nosotros, ahora en el siglo XXI,
pero no a través de los relatos fantásticos de los mitos, sino a través del
lenguaje más preciso, realista y seguro de las ciencias y los descubrimientos
modernos (antropología, etnología, física cuántica, astrofísica…). La única diferencia consiste en que ahora, no
percibimos a Dios como una Entidad antropomórfica, personal y sobrenatural,
existiendo fuera, por encima y más allá del mundo material, del que permanece
distinto y separado, sino estando en el propio interior del Universo, que es su
manifestación; como siendo el alma y el espíritu de todo lo que existe; como
Energía amorosa que, desde el interior de la realidad, se manifiesta y
explicita creando continuamente de nuevo y haciendo evolucionar la creación
hacia formas siempre más complejas de ser, hasta la eclosión de la vida, la
conciencia y el amor en el corazón del hombre.
Jesús de Nazaret fue el primero en comprender y proclamar que lo que
nosotros llamamos Dios, no es más que una Energía amorosa que busca comunicarse
y que encuentra en el ser humano el lugar privilegiado de su presencia y su
acción en el mundo. Descubrir que Dios está especialmente presente y activo en
el corazón del hombre, trastocará la vida del profeta de Nazaret. Su conciencia
y su convicción de ser, en cuanto hombre, el especial portador en el mundo de
la presencia de Dios y de su Espíritu de amor, determinará la orientación de su
existencia y el contenido de sus acciones. Se sentirá llamado a anunciar a
todos esta “buena nueva”; a concientizar a la gente de su importancia y valor
por el tesoro que poseen y que deben compartir; y a soñar con un mundo y una
sociedad humana animados y guiados exclusivamente por las fuerzas del Amor.
Jesús había comprendido que, si el hombre es el lugar donde está presente
el amor de Dios en el mundo, está hecho únicamente para amar. Y que si, por
desgracia, no consigue amar, entonces va reduciendo su naturaleza más verdadera
y la tarea más esencial de su vida. Pierde el fin de su existencia y se condena
a una vida que ya no tiene sentido.
Al contrario, si consigue basar su vida en el amor, entonces se transforma
en ser de luz y sublima su humanidad, elevando al mundo. En efecto, cuánto más
ama, más es lo que debe ser. Más ama, más se humaniza. Más ama, más vive de Dios
y encarna las actitudes de Dios que es amor. Más ama, más se parece a Dios. En
consecuencia, más ama el hombre, más se diviniza. De tal manera que,
finalmente, podemos afirmar que nosotros, los humanos, sólo nos humanizamos
amando; y sólo nos divinizamos humanizándonos.
Comprendemos entonces por qué Jesús ha sido siempre considerado por la
tradición cristiana como hombre y como dios. Porque, dado que vivió toda su
vida en intimidad con Dios y bajo el impulso de su Espíritu de amor; no tuvo
otro deseo ni otra alegría que ser ese “hijo del hombre” que consagra su
existencia a dar a conocer el amor y a derramarlo a manos llenas a su alrededor
para beneficiar al mayor número posible de gentes. Fue pues, una obra maestra
de humanidad, “un amor de hombre”, una persona humana “adorable”, un hombre
verdaderamente “divino”, cuya vida de hombre estuvo constantemente empapada en
el Espíritu de Dios y que, por ello y gracias a ello, pudo alcanzar una
extraordinaria cualidad de humanidad. ¡Verdaderamente fue un “hombre-dios”!
Para Jesús, pues, Dios es esencialmente Amor que se da y que, al darse,
produce plenitud de ser y de vida. Y la mejor imagen que pudo encontrar para
ilustrar su percepción de Dios fue la del Padre (¡Abba!). Apasionado por Dios e
impregnado de su Espíritu de amor, Jesús quiso ser sólo el relevo de ese amor
que da la vida, cura, restaura, unifica, que hace vivir a pleno. Los
evangelios, sobre todo el de Juan, ponen en labios de Jesús palabras
sorprendentes. No sabemos si Jesús las pronunció tal cual. Pero sin duda
expresan la conciencia que tenía de su familiaridad con Dios, así como de la
misión que creía suya: ayudar a la gente, sobre todo a los más pobres, los más
sufridos, los más maltratados por la vida, a vivir una existencia más digna,
decente, respetable, más sana, libre, feliz, y por tanto, finalmente, más
humana.
Jesús dirá: “Yo y el Padre somos uno. Yo vivo en el Padre y el Padre vive
en mi. Quien me ve obrar, ve obrar al Padre. Yo soy el buen Pastor, y doy mi
vida por mis ovejas. Yo guío a mis ovejas hacia verdes pastos donde podrán
encontrar todo lo que necesitan para prosperar y vivir. Yo soy la puerta que
las protege de los lobos y agresores. Yo soy el pan que alimenta y que hace
vivir. Yo he venido para dar vida y vida en abundancia. Yo estoy pronto a darme
totalmente en esta misión, aunque deba dejar mi piel”.
Movido por ese ideal, el Maestro de Nazaret soñará con instaurar una nueva
forma de sociedad al abrigo de la opresión, la violencia, la avidez; un mundo
sin el dominio de los más fuertes sobre los más débiles; sin explotación de los
más ricos y poderosos a los más pobres y más pequeños.
Sorprende ver cómo el amor de Dios que anima la vida de Jesús, no tiene
vuelos místicos, sino que actúa siempre en respuesta a las necesidades y
problemas concretos e inmediatos que viven las gentes en su vida cotidiana. El
teólogo español José María Castillo destaca que Jesús tuvo en su vida tres
preocupaciones fundamentales en torno a las que prácticamente tejió toda la
trama de su actividad pública: la salud, el alimento y las relaciones humanas.
Jesús había comprendido que, para ser feliz, el hombre fundamentalmente
sólo necesita tres cosas bien simples: tener alimento suficiente, tener buena
salud y sentirse amado. Si no consigue esas tres condiciones, cae
inevitablemente en la desolación, la angustia y la desesperanza; al sentirse
desgraciado y abandonado, pierde toda autoestima y se ve incapaz de vivir a la
altura, tanto de su dignidad humana como de su vocación divina.
Jesús sabe que es y será siempre estúpido, insensato e irresponsable toda
palabra sobre el amor a Dios y al prójimo dirigida a esas personas. Por eso
consagró toda su actividad pública a curar enfermos, alentar la convivencia y
luchar contra los tabús sobre los alimentos, contra las normas religiosas y
culturales que prohibían utilizar algunos alimentos impuros, o limitaban el
acceso al alimento y la frecuencia de las comidas; y a construir relaciones
humanas marcadas por la fraternidad, la bondad, el respeto, la compasión, la
tolerancia, el servicio recíproco en el amor.
Jesús está convencido que la felicidad humana es para aquí y para ahora; y
que cada uno debe realizarse humanamente en el presente. Que es, por tanto, en
la vida cotidiana donde debemos encontrar las condiciones de nuestra felicidad,
para poder derramarla y difundirla a nuestro alrededor en forma de amor y
darse. ¿Cómo amar al otro, cuando uno mismo se siente rechazado? ¿Cómo ser
artífice de felicidad, si malvivimos con nuestra desgracia? ¿Cómo infundir vida
y esperanza si estamos angustiados por nuestros problemas y nuestra vida se
desmorona o se nos escapa porque somos incapaces de asumirla debidamente? ¿Cómo
creer en un Dios de amor, si sólo experimentamos desamor, indiferencia,
egoísmo, individualismo, rechazo, soledad, opresión y rabia?
Jesús comprendió que el ser humano no puede realizarse
realmente como persona y ser plenamente humano, que si se convierte en un ser
capaz de bondad, entrega y amor. Es por eso que existe en este universo. La
medida de su verdad y de su humanidad solo es dada por la magnitud de su amor
por los demás.
Como dijo José Castillo, Jesús ha movido en otro
lugar el centro de la religión. Este centro
que nos hace mejores, agradables a Dios, que carga con nuestra humanidad
, ya no está en la sumisión a las autoridades religiosas, en la frecuentación
del templo , en los ritos, los
sacramentos, los ejercicios o deberes religiosos,
las prácticas de piedad y las
devociones, sino en la calle, en el
metro, en la casa, en los lugares del
trabajo, de las vacaciones, las plazas y los supermercados ... porque allí es donde
nos encontramos con el mundo
real, las personas que nos necesitan y esperan nuestra sonrisa, nuestra
amistad, nuestra bondad, nuestra escucha, nuestra simpatía, nuestra ayuda, nuestra comprensión, un pequeño
gesto de amor.
Si tenemos en cuenta que esta actitud proviene de nuestra
adhesión a Jesús, ¿quién puede negar que Jesús es para nosotros el mejor de los
pastores? ¿No nos alimenta con sus valores y no nos unió junto con los lazos de
la hermandad y la conciencia de un amor que está dentro de nosotros y nos estimula a construir
un nuevo tipo de humanidad?
Bruno Mori
( Traducción de Ernesto Baquer)
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