mardi 16 mai 2017

1. EL DESTINO DE JESUS



JESÚS DE NAZARET

Es imposible emprender una reflexión sobre la Iglesia sin poseer un cierto conocimiento de la vida y la actividad del Profeta de Nazaret, a quien afirma representar en la tierra. Para comprender mi tarea es por tanto necesario poseer un cierto conocimiento de la persona y la obra de Jesús de Nazaret. Los libros sobre Jesús de Nazaret llenan las bibliotecas. A ellas reenvío al lector. Incluso si desde el punto de vista histórico no conocemos prácticamente nada de Jesús, sin embargo, podemos adivinar el espíritu que lo animaba y la originalidad de sus intuiciones, deduciéndolas de la fe de sus primeros discípulos, tal cual se expresaron en la literatura cristiana de los orígenes. Entre las numerosas obras que tratan sobre los orígenes del cristianismo, aconsejo al lector el breve estudio de Lucette Woungly-Massaga sobre Judas Iscariote, que lleva como título "Judas, mi amigo" (Ed du Moulin, 1993). En esta obra la autora describe, de manera magistral, clara y sintética, el clima político, cultural y religioso que reinaba en Palestina cuando Jesús de Nazaret apareció en la escena pública. El conocimiento de ese contexto en el que vivió el Nazareno, es fundamental para la comprensión de su obra. En el capítulo actual y el siguiente, trataré algunos aspectos de la vida y el pensamiento de Jesús que más marcaron la reflexión posterior del pensamiento cristiano.


JESÚS EJECUTADO EN LA CRUZ

La doctrina de la Iglesia sostiene que la muerte de Jesús en la cruz realizó la redención de la humanidad. Ese suplicio, que repara los pecados de los hombres, nos merece la gracia y la salvación de Dios. A causa de los beneficios obtenidos para la humanidad, la cruz se convirtió en el símbolo del cristianismo y un objeto de culto y veneración. Signo de redención y salvación, la cruz se transformó en la espiritualidad cristiana, en símbolo de los sacrificios y sufrimientos que los cristianos deben no sólo aceptar sino también buscar, si quieren avanzar en el camino de la perfección y la santidad. De todas formas, a pesar del poco respeto que tengo hacia la teología de la redención por la cruz, y el asombro que siento por la ingenua generosidad e incluso el heroísmo de los innumerables cristianos que creyeron santificarse practicando una espiritualidad austera, me siento cada vez más incómodo ante la percepción tradicional del rol y la función de la cruz en el catolicismo. A mi parecer, necesitamos comprender de otra forma la realidad de la cruz si queremos que todavía tenga sentido para los hombres y mujeres del tercer milenio.
La muerte de Jesús en la cruz es el único hecho de su vida históricamente cierto. La razón principal de la ejecución de Jesús debe buscarse en la carga desestabilizadora y revolucionaria de su predicación. Se podrá compartir o no el contenido de su mensaje; se podrá estar de acuerdo o no con lo que ese hombre dijo e hizo; pero hay algo que me parece cierto: como ser humano nunca podré aceptar que el desacuerdo se exprese a través de la violencia y la crueldad. Nunca podré ratificar el odio y las razones del poder que lleven a la destrucción de la vida. Nunca podré aprobar que los humanos puedan ser aniquilados por otros humanos. La cruz sobre la que Jesús fue ajusticiado es, y sigue siendo para mí, un espantoso instrumento de tortura. Es y sigue siendo para mí signo incuestionable de la barbarie, el odio y la maldad humana. Soy absolutamente incapaz de considerar como signo de humanidad y de amor algún ingenio construido para matar, sea la cruz, el cuchillo, la guillotina, la silla eléctrica o el arsenal sofisticado y monstruoso de las armas modernas. Por qué perversa vuelta de tuerca mental, la espiritualidad y la teología católica han podido llegar a hacer de la cruz el símbolo del amor de Dios hacia los hombres, es algo que nunca podré comprender.

Y sin embargo, el viernes santo, la liturgia católica presenta a sus fieles el rito de la "veneración" de la cruz. Aparte del malestar que siento al utilizar la palabra "veneración" para un instrumento de tortura el rito siempre me ha parecido no sólo religiosamente incongruente, sino humanamente insoportable. ¿Qué sociedad o qué organismo podría tener la idea de proponer a sus miembros la veneración y el culto del artefacto que sirvió para hacer sufrir y morir a su maestro, su líder o su fundador? ¿Cómo juzgaríamos el estado mental de un devoto de Santa Juana de Arco que tuviera la idea de venerar la hoguera sobre la que fue quemada? Esta triste ceremonia del viernes santo, tiene sus raíces teológicas en la convicción de que, por voluntad divina, sólo estamos salvados por el sufrimiento, que sólo el dolor es capaz de reparar el pecado con que estamos amasados y que es la causa de todas nuestras desgracias.

Tengo la firme convicción de que la muerte es siempre un drama y una catástrofe en la vida de un ser humano. Nunca puede ser ni amada ni querida. Un hombre que buscara voluntariamente morir no estaría en su estado normal. Pienso por tanto que no es exacto afirmar que Jesús quiso morir en la cruz; y que es una afirmación teológica totalmente arbitraria la que busca atribuir a Jesús la voluntad e incluso el deseo de morir para realizar el plan de Dios. Los textos bíblicos (sobre todo el evangelio de Juan) sobre los cuales se basa esta afirmación, son ya fruto y expresión de una interpretación teológica y de la divinización de la figura de Jesús. Así el Catecismo de la Iglesia Católica quiere hacer creer que "el deseo de abrazar el plan de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús porque su pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación" 10. Pienso que es más verosímil suponer que Jesús, como todo ser humano normal, jamás quiso, ni buscó, ni deseó su muerte; y que, como todo el mundo, le tuvo miedo. La muerte de Jesús es el fruto de su coraje y de su fuerza interior. Fue ciertamente, la conclusión lógica de una actitud de coherencia y de fidelidad a convicciones que llevaron al profeta de Nazaret a no eludir una conclusión fatal de su vida. Pero esa muerte no fue ciertamente el resultado de una actitud masoquista que habría impulsado al Maestro a desear el sufrimiento para complacer a Dios o para salvar al mundo.


¿UNA MUERTE QUE SALVA?

Al parecer, cierta teología católica parece querer un "fetiche" de la muerte en cruz de Jesús. Para esa teología somos salvados por el drama de su muerte y no por los acontecimientos que tejieron la trama de su vida. Estos parecen no tener ningún valor, porque todo el poder que salva surge sólo de su muerte. La vida de Jesús no cuenta. ¡Lo que cuenta es su muerte! En última instancia, Jesús podría haber pasado toda su vida sentado en la puerta de su casa de Nazaret, que sólo el hecho de morir en la cruz habría bastado para salvar a la humanidad. Estoy convencido que el valor de la existencia de un hombre está dado más por la calidad de su vida que por la calidad de su muerte. Una muerte, sobre todo si es violenta, puede ser consecuencia de una vida heroica que incluso se puede coronar con la diadema del martirio; para no añade a esa vida ningún contenido nuevo. Martin Luther King será siempre una gran figura en la historia de la humanidad, no porque muriera asesinado, sino porque vivió para defender la libertad, el valor inalienable de la persona y por luchar contra la injusticia del racismo y la segregación.
Lo mismo podemos decir de Jesús de Nazaret. El amor y la admiración que sentimos por él vienen de lo que Jesús dijo e hizo durante los días de su vida. Jesús es para nosotros un principio de vida, de transformación, de liberación y de salvación a causa de su vida y no a causa de su muerte. Lo fecundo es su vida. Su muerte es completamente estéril. No nos aporta nada. Al contrario, nos ha quitado para siempre, de manera cruel y prematura, un Maestro de ternura tal que habríamos querido tenerlo el mayor tiempo posible entre nosotros. Esa muerte ha quitado a la humanidad una de sus más admirables expresiones y una de sus mejores realizaciones. Para mí hay algo absolutamente cierto: somos salvados por la vida de Jesús de Nazaret y no por su muerte.


¿UNA MUERTE QUERIDA POR DIOS?

La gran mayoría de los estados modernos ha abolido hoy la pena de muerte. Asistimos, un poco por todo el mundo, a movimientos pro abolición de la tortura y la pena de muerte. Son movimientos que quieren sensibilizar a nuestras sociedades del carácter bárbaro y profundamente inhumano de esos castigos. Así como no es posible hoy, a causa del poder destructivo tremendo de las armas modernas, considerar una guerra "justa", de la misma forma, encontramos más y más dificultades para justificar el recurso a la pena capital para poner freno o disuadir la criminalidad. La valoración de la persona humana y el mejor conocimiento adquirido en el campo de la psicología y las ciencias humanas, nos llevan a admitir que el error o el delito nunca son razones suficientes para arrebatar al culpable el derecho a otra posibilidad en la vida o, sencillamente el derecho a la vida. Para la mentalidad moderna el hecho de querer la muerte de alguien, aunque sirva para restablecer cierta apariencia de justicia, supone siempre una actitud indigna de un ser humano. Y eso no sólo por el valor único de la persona, confirmado por el mandamiento divino de "No matarás", sino también a causa del principio ético de que "el fin nunca justifica los medios".

Tengo la impresión que la doctrina católica de la Redención no parece respetar ni el mandamiento de Dios ni ese principio ético. Según esa teología, la muerte de Jesús es el instrumento de salvación, y ha sido querida y programada por Dios desde toda la eternidad. Asumida por Jesús con un espíritu de obediencia y amor. Según el pensamiento católico, la redención necesitaba esa muerte. Y las conductas rechazadas por la sensibilidad moderna, se atribuyen al mismo Dios. El Dios que dictó a Moisés el mandamiento "No matarás", es quien organizó y realizó la ejecución, no de cualquier ser humano, sino de su propio Hijo. Dios tomó la decisión de hacer morir a su Hijo, no por razones graves objetivamente, sino por razones, permítanme expresarme así, estrictamente personales. Dios precisaba sangre para calmarse y perdonar. Para pagar la deuda del pecado, Dios se pagó a sí mismo, derramando el precio de la sangre de su Hijo. Para reparar los daños causados por la maldad humana Dios mismo se hizo malvado. Para calmar su agresividad, Dios mató. Pero, al actuar así, ¿no parecería que Dios legitimaba la violencia y convertía el homicidio y la pena capital en medios legítimos de reparación y rescate?

De esta puesta en escena católica sobre el valor y las consecuencias de la muerte de Jesús, yo saco tres conclusiones al menos.
Primero, que no representa el escenario más apto para inspirar y estimular la lucha contra las formas de violencia y crueldad que son la guerra, la tortura y la pena capital. Segundo, que este escenario desacredita la imagen de Dios, ridiculiza los contenidos del dogma católico y alienta en ateísmo: porque nadie, en sus cabales, sería capaz de creer semejantes idioteces ni de amar a un Dios tan sanguinario. Finalmente esta concepción banaliza la vida de Jesús, reducida a no ser más que simple preludio del único acontecimiento verdaderamente importante: su muerte en cruz.


¿UNA CRUZ GLORIOSA?

Ya que la cruz nos ha restituido la benevolencia de Dios y nos ha liberado del pecado, se ha convertido -en la tradición y la devoción cristiana- en la gran benefactora de la humanidad y por tanto en objeto de la gratitud, la veneración y el amor de los creyentes. Ese instrumento de tortura se ha transformado en don de Dios, signo de su amor; símbolo de victoria, poder y salvación. En nombre de la cruz y marcados con ese signo, los ejércitos de Constantino masacraron a los de Majencio (312), Carlomagno aplastó y exterminó a los Sajones (782), los Cruzados saquearon y mataron (1099), los colonizadores cristianos de Europa aniquilaron a los indios de las Américas. Este patíbulo que servía en otros tiempos para eliminar a los más miserables e indefensos (esclavos y bandidos) se convirtió en el siglo bajo y por el cual los más débiles continúan siendo martirizados y los más ingenuos sufriendo, convencidos de que así dan gloria a Dios.

Reflexionando sobre la devoción cristiana de la cruz, he descubierto asombrado, que de hecho esta devoción está inspirada en un egoísmo desconcertante. Tengo la impresión que la veneración de la cruz se funda en la persuasión cristiana de que gracias a ella han sobrevenido a la humanidad inmensas ventajas espirituales. ¡Eso es lo que cuenta, lo realmente importante! ¡Tanto peor si Jesús de Nazaret fue descuartizado hasta la muerte! ¡Seamos reconocidos con esa cruz! Es fácil constatar aquí que, en la devoción cristiana a la cruz, no se expresa tanto el amor del cristiano hacia Jesús, sino más bien el amor del cristiano hacia sí mismo. Así que esta cruz no se me muestra sólo como un espantoso símbolo de la crueldad de los hombres, sino también como signo inquietante de su egoísmo.
En definitiva, la exaltación de la cruz, al divinizar el sufrimiento, la obediencia y la sumisión, sirve más, a mi parecer, para justificar y fundamentar el poder. En efecto ¿cómo los fieles se atreverían a rebelarse contra el poder establecido o a desobedecer los mandatos de una autoridad religiosa querida por Dios, si Jesús, por obedecer a ese Dios, ha sido capaz de ir hasta la muerte y soportar el suplicio de la cruz?


JESÚS "RESUCITADO" Y SIEMPRE VIVO  

Ese Jesús, molesto y revolucionario, que las autoridades políticas y religiosas de su tiempo eliminaron ejecutándolo en una cruz, sostienen sus discípulos que Dios lo "despertó" de entre los muertos. No hay en los escritos del Nuevo Testamento un término reservado para la idea de la resurrección. Para expresar este concepto, los textos del NT. utilizan principalmente dos verbos que tienen un sentido más corriente y amplio que el propio término de "resurrección". El primer verbo, más utilizado es “egeiro” que significa de2spertarse, salir de un estado de sueño. Dicho verbo, en su forma pasiva es casi exclusivamente aplicado a Jesús, para expresar su paso de la muerte a la vida. Jesús está vivo porque "ha sido despertado" por Dios.15 El otro verbo es “anistemi”16 que significa levantarse, ponerse de pie, enderezarse, desde una posición acostada, tumbada o sentada. Verbo que está en el origen de la palabra "anastasis"  con la que los textos del NT. parecer indicar la fe en la doctrina de la "elevación" o la "resurrección de los muertos", tal como profesaban las corrientes apocalípticas en tiempo de Jesús .

 Los más antiguos testimonios de la fe cristiana en la “resurrección” de Jesús datan veinte años después de su muerte, y se encuentran en las cartas de Pablo (sobre todo a los de Tesalónica y a los de Corinto, escritas entre los años 50 al 52) y en algunos textos de los Hechos de los Apóstoles. Sin embargo esos textos no describen la Resurrección, sino que son afirmaciones de fe en el poder de Dios que ha “despertado” y “puesto en pie” a su Cristo, arrancándolo del mundo de los muertos . La fe en la “resurrección de Jesús” está pues estrechamente ligada a la doctrina apocalíptica de la “resurrección de los muertos”, de la que es consecuencia.

Sabemos que los fariseos del tiempo de Jesús creían en la resurrección de los muertos. Pablo de Tarso era un fariseo convertido. Para Pablo la fe en la resurrección de Jesús es una consecuencia de la fe en la resurrección de los muertos. Según el Apóstol, los muertos resucitan no porque haya resucitado Cristo; sino que Cristo resucitó porque los muertos resucitan. Pablo hace de la fe en la “resurrección” la condición indispensable para admitir la “resurrección de Jesús” y la de todos los humanos. Afirma en efecto, que si no hay un “levantarse” (anastasi) los muertos, Cristo no ha sido despertado del sueño de la muerte. Y si el “levantarse” los muertos no se ha realizado en Cristo, tampoco se aplicará a  los humanos. La fe en el Dios que despierta a los muertos es entonces una quimera y los que la profesan falsos testigos y unos desgraciados, porque han fundado su vida sobre una ilusión.

Para comprender los relatos evangélicos de la “resurrección” de Jesús, impregnados de imágenes y símbolos, hay que recordar que el pensamiento judío no conocía la división dualista entre cuerpo y alma, típica de la filosofía griega. Para el judío, el ser humano es un todo. Su cuerpo es una parte esencial de la persona. El individuo no puede existir sin su cuerpo. De ahí se sigue que la fe en la resurrección de los muertos implica necesariamente la fe en una recomposición, en una reanimación y en una reactivación del cuerpo. Esta creencia es la que se expresa en las cartas de Pablo y en las imágenes tan realistas de los relatos de las apariciones del “Despertado” que encontramos en los Evangelios. Por otra parte, los Evangelios no describen el “hecho” de la Resurrección. Cuentan más bien las experiencias interiores de algunos discípulos que, particularmente cercanos a Jesús, lo han visto y experimentado como siempre activo. Los Evangelios dicen como Jesús, después de su muerte, “fue visto” por alguno de sus discípulos y cómo se les manifestó otra vez vivo  .

Soy consciente que la “resurrección” de Jesús es un elemento esencial de la fe cristiana. Sin embargo, existe una concepción física o material de la resurrección a la que no me puedo adherir. Porque la doctrina católica considere la resurrección de Jesús como un dato fundamental de la fe, ¿es necesario transformarla en algo insoportable a la inteligencia y la razón? Por afirmar absolutamente la realidad de la resurrección, ¿hay que reducirla a un acontecimiento histórico que habría ocupado la primera página en los diarios de la época? Puesto que uno no puede ser cristiano sin creer que Jesús resucitó, ¿no tendríamos que repensar y presentar de otra forma este dato cristiano, a fin de que los creyentes de hoy no se vean acorralados por el terrible dilema de aceptar el absurdo o de renunciar a su fe? ¿No habría que tratar de comprender diferente este fenómeno de fe, situándolo más bien en el mundo de la interioridad, de la experiencia personal, de la realidad espiritual, más que en el de la realidad física y material?

Después de haberme cuestionado largamente la forma tradicional de concebir la resurrección de Jesús de Nazaret, he llegado por fin a hacerme una idea personal que me satisface y que me ha permitido preservar mi fe sobre este punto crucial del dogma cristiano, pero interpretándolo de una manera diferente. Lo que comparto ahora con el lector es, por tanto, mi concepción de la resurrección.

Para expresar lo que, a mi parecer, pasó en la comunidad de los discípulos después de la muerte de Jesús, utilizaré una comparación. Wolfgang Amadeus Mozart ¿murió verdaderamente? ¿Podemos decir, con toda verdad, que Mozart ya no existe? Yo no lo afirmaría. En realidad, lo que queda de él, es lo mejor de él. Lo que Mozart nos ha dejado de él, es lo que hay de mejor en él. Lo que nos ha transmitido y lo que poseemos ahora de él, basta para hacer estremecer el corazón de los humanos hasta el fin de los tiempos. El mejor Mozart, el verdadero Mozart, no es ya el que descendió a la tumba, sino el que ha llegado hasta nosotros. La tierra tiene su cuerpo, pero nosotros, nosotros tenemos su música y por tanto las manifestaciones más sublimes de su espíritu. ¡Nosotros poseemos lo mejor de Mozart! Para todos los que aman su música, Mozart está lejos de pertenecer al pasado. Al contrario, está siempre presente y siempre vivo; más vivo, en cierta manera, después de su muerte que durante su vida. ¡Qué importa entonces la suerte de su cuerpo! ¡Qué importan sus despojos mortales que se descomponen en una tumba, si su obra y su espíritu continúan componiendo armonía y produciendo felicidad en nuestras vidas! Mozart vive en su obra y por medio de su obra.

Lo que decimos de Mozart, podemos afirmarlo, con mucha más razón, de Jesús de Nazaret. Podemos decir que lo mejor de Jesús nunca estuvo encerrado en una tumba, sino que continúa haciendo vibrar, transformar y reconstruir la vida de los hombres y mujeres que han tenido la oportunidad de encontrarlo. Porque importa poco conocer la suerte del cadáver bajado de la cruz. Ese despojo no tiene ninguna importancia, ningún valor. El valor del Hombre de Nazaret está, no en lo que quede de su cuerpo, sino en lo que permanece de su espíritu. De la misma manera, Jesús está vivo en la vida de sus discípulos no a causa de su muerte, sino a causa de lo que realizó a lo largo de su existencia, a causa de su Espíritu, que sigue, más allá de la muerte, fascinando y seduciendo el corazón humano.

Si conociéramos un poco mejor la mentalidad de los orientales a quienes les encanta hablar en imágenes y que son capaces de construir escenarios fantásticos para expresar, a través de parábolas, símbolos e incluso hipérboles, el contenido  a veces indecible de una experiencia humana y espiritual profunda, quizá tendríamos la llave para interpretar y comprender los relatos de las apariciones de Jesús después de su muerte, tal como las encontramos en los escritos más antiguos del cristianismo (Cartas de Pablo y Evangelios).
Una cosa es cierta: los que vivieron en torno al Maestro, que escucharon sus palabras, que vivieron la experiencia de su proximidad y su intimidad con el Dios a quien llamaba afectuosamente su "Papá", todos ellos estaban convencidos que su Dios era un Dios de amor, un Dios fiel, un Dios que quiere la felicidad de sus hijos, un Dios que les da la vida y que los acoge más allá de su finitud y su muerte: un Dios que no ha creado a los humanos para destinarlos al vacío y a la nada. El Dios de Jesús es un Dios que hace vivir y que es fuente de vida eterna. Si Jesús habló tanto de un Dios así, que hace vivir después de la muerte, y si sus discípulos estaban convencidos de la verdad de sus palabras, ¿por qué nos asombraría escucharles afirmar y proclamar que también su Maestro, después de su muerte, estaba vivo para siempre junto a Dios? ¡Justamente su fe en las palabras del Maestro era lo que les movía a anunciarlos como "el viviente"!

Otra cosa es también cierta para mí: los que convivieron con Jesús de Nazaret, a lo largo de su vida terrena; los que, a causa de él o más bien gracias a él, recomenzaron a vivir; los que su presencia liberó de sus males y angustias, los que, por su contacto, descubrieron la luz; los que, después de escuchar su palabra comenzaron a volar más allá de sus ataduras; los que, gracias a Jesús, han sido capaces de superar sus miedos; los que, gracias a Jesús, tomaron conciencia de su dignidad y su valor en cuanto personas; todas esas gentes que, gracias a su palabra han conseguido vivir de forma nueva, de tejer relaciones nuevas, basadas en la confianza y el amor; toda esa gente que no se podía ni imaginar que su vida ya no sería transformada ni valorizada, porque su Maestro había sido ejecutado en una cruz. Las verdades que Jesús les reveló, el espíritu que les dejó, ahora lo poseían para siempre. La música que el Maestro de Nazaret había compuesto, resonará en sus vidas desde ahora y para siempre.

Si la palabra de Jesús continuaba haciendo vivir a sus discípulos; si ahora su espíritu inspiraba sus acciones y animaba sus vidas, ¿cómo habrían podido afirmar que el Maestro, definitivamente, había muerto?  Aquel cuya palabra hacía vivir, no podía ser presa de la muerte. Tanto cuanto sus discípulos estuvieran vivos, también él viviría con ellos y estaría vivo para ellos. Tanto cuanto haya hombres y mujeres que lo amen y vivan de su “evangelio”, también él estará presente y vivo. Sus discípulos lo harán revivir continuamente (y por tanto lo “resucitarán”) en su memoria, en sus palabras, en sus encuentros, en sus ritos. Cada vez que se reúnan para hablar de él, para recordarlo, está allí, presente y bien vivo.

Es pues en el corazón y en el espíritu de sus amigos como Jesús ahora está vivo. Ese es ahora el lugar de su presencia. Y es por eso que la tumba del día de Pascua está y estará vacía por siempre jamás. La resurrección de Jesús sucede en el corazón y la vida de sus discípulos. Es el resultado de su amor confiado y de su fe. No hay que buscarlo entre los muertos, sino entre los vivos. En adelante, lo encontraremos en sus hermanos.

Nuestros sentimientos para con él querrían, tanto, convivir con él como cuando marchaba por los caminos de Palestina u oírlo como Magdalena deseaba a la entrada de la tumba. ¡Querríamos tanto que ‘el estuviera todavía! Nunca el amante se resigna a la ausencia del ser amado. Ante su desaparición, el amor se plantea siempre la misma cuestión; ¿Dónde está ahora el que yo tanto amé? Y la respuesta viene espontáneamente a los labios del que ama: “El ser amado que he perdido está ahora con Dios” ¿No es esa la respuesta que damos a nuestros hijos cuando nos preguntan sobre el estado de un ser querido que desapareció? ¿Ya no está con nosotros y lo pensamos confiado a esa Ternura Misteriosa y Englobante que es el origen de toda vida y todo ser a quien llamamos Dios?


Igualmente, de Jesús muerto en la cruz, decimos que ahora está con Dios; que está a la derecha de Dios o que Dios lo resucitó. De ahí que, queremos decir de él y de todos los que mueren que esa gota de agua del río de la vida llegó finalmente al océano con quien se confunde y del que un día recibió su existir. ¿Podemos decir más? ¿Podemos saber más? ¿Podemos descifrar más profundamente el misterio del amor, de la muerte, de la vida, de Dios? No creo. La misma simple afirmación: “Está con Dios”, que responde a nuestro dolor y nos impide caer en la desesperanza, es una afirmación de fe y no una evidencia. Y solamente en esta fe puedo yo decir de Jesús que está con Dios y que –Dios lo ha resucitado de entre los muertos.

(Temas tomados del libro 'Effondrement'' de Bruno Mori, 2003)

Traducción de Ernesto Baquer

Aucun commentaire:

Enregistrer un commentaire