samedi 5 août 2017

REINVENTAR LA EUCARISTIA


(Reflexiones en el Jueves Santo 2017)


El jueves antes de la fiesta de Pascua, los cristianos celebramos el recuerdo de la última cena que Jesús tuvo con sus discípulos antes de ser ejecutado en una cruz. Última cena considerada e interpretada como rito o gesto sagrado, a través de cuyo simbolismo Jesús nos transmitió los valores de unidad, comunión, fraternidad  y servicio, que están en el centro de su mensaje.

En efecto, cuando comemos y bebemos alrededor de una mesa amistosa, nos transformamos en seres de relación, que manifiestan, con toda la fuerza de sus ansias más profundas, que estamos en total dependencia del mundo que nos rodea, y que, separados y abandonados a nosotros mismos, o encerrados en nuestra soledad, estaríamos instalados en el vacío, la carencia y la pobreza absolutos.
El simbolismo de la cena comporta en sí un significado que va más allá del simple hecho de comer, para convertirse en expresión humana de un fenómeno general y específico de la estructura del Universo en que vivimos. Porque, en nuestro mundo, todo lo que existe necesita constituirse en un estado de relación, conexión, dependencia, unidad, con todo lo demás, para subsistir y evolucionar hacia una complejidad y un perfeccionamiento siempre mayores.

Por eso, cuando llegamos a este mundo, dependemos totalmente de él. Entramos desnudos y con hambre, sometidos a un estado de indigencia y carencia flagrantes y, al mismo tiempo, confrontados a la urgencia de chupar, ingurgitar y avalar todo lo que está a nuestro alcance y que nos puede ofrecer el entorno. Dependencia necesaria para poder vivir, crecer, pasar a través de los periplos y peligros de la existencia, recorrer nuestro camino y realizar nuestro destino. Es una dependencia radical, que nos obliga a tender continuamente la mano para aferrarnos al mundo que nos tiene. Dependencia que nos impulsa a dejar continuamente abierta la puerta del corazón, el espíritu y los sentidos, para que se puedan diseñar y formar en nosotros los planes sobre los cuales construir el proyecto de una auténtica humanidad. Por ello necesitamos continuamente sentarnos a la mesa que el Universo nos prepara, para comulgar con todas sus criaturas.

La comida fraternal entonces, es la puesta en escena más emblemática y expresiva de este estado fundamental de dependencia y comunión con el mundo que nos permite vivir, desarrollarnos y realizarnos. Jesús lo había comprendido. Por esa razón escogió el gesto de la comida fraterna como el ritual que expresaba y encarnaba mejor los principios y valores del “Reino de Dios”, que esperaba realizar en la tierra, así como las actitudes que quería ver progresar en la existencia de sus discípulos.
Jesús soñaba con un mundo diferente del que vivía. Soñaba con un mundo construido sobre los principios de la fraternidad universal, la libertad, la justicia, el compartir, el respeto recíproco y el servicio en el amor. Soñaba un mundo donde fueran abolidos el poder y las jerarquías y donde todos los humanos fueran conscientes de su igualdad, grandeza y dignidad fundamentales. Soñaba con un mundo nuevo, semejante a un gran banquete de bodas al que todos estamos invitados, sin diferencia de raza, clase, sexo, cultura, creencias, estatus social; donde todos podamos sentarnos alrededor de la misma mesa para compartir la misma comida, comer en proporción con nuestra hambre, en un clima de aceptación recíproca, justicia y amistad.

Incluso aunque Jesús no hubiera fundado ninguna religión, podemos decir, en cierta forma, que fundó la “religión de la comida”. Lo que sí es seguro, es que él personalmente rompió con la religión de pueblo y de sus antepasados, porque ésta, al establecer normas de justicia, santidad y pureza, al declarar impuros ciertos alimentos, al imponer ayunos, al crear castas, jerarquías, clases de puros e impuros, volvían difícil, si no imposible, la realización de su sueño, porque excluía sectores enteros de personas del banquete del Reino.

Por su parte, las autoridades religiosas judías acusaban a Jesús de frecuentar y “comer con publicanos y pecadores”. Lo criticaban y denigraban por la importancia que le daba a la atmósfera amigable de las comidas, y al placer que le producía sentarse en una buena mesa cada vez que tenía ocasión o que lo invitaban.

Así pues, la comida, imagen del Reino de Dios y de un mundo nuevo, construido sobre los valores de la comunión con todos los hombres, de la dependencia de los frutos de la Tierra, Madre nutricia que nos dio a luz y nos alimenta; la comida, signo por excelencia del compartir;  signo de la fraternidad, la igualdad, la amistad en la alegría, la alabanza y la acción de gracias… la comida , ése es el gesto que Jesús eligió para ilustrar, por una parte, los valores básicos de su mensaje, y por otra, para transmitirlos concretamente a sus discípulos. Su mensaje es un alimento que nos hace crecer hacia el pleno desarrollo de nuestra humanidad.

Jesús, sintiendo cercana su muerte, quiso despedirse de sus discípulos con una comida. Al comer con ellos les pidió continuar haciéndolo en su memoria. “Cada vez que hagan esto –les dijo- cada vez que, como una gran familia, se reúnan ustedes para alimentarse y para alimentar a los que tienen hambre, en la unidad y el amor, olvidando las diferencias, aboliendo clases y divisiones, considerándose todos iguales e hijos del mismo Padre, entonces ustedes harán revivir mi espíritu; implantarán un nuevo estilo de vida; construirán una nueva sociedad, continuarán mi presencia, realizarán mi sueño”.

Fieles a esta consigna del Maestro, en una comida en sus casas, los primeros discípulos se reunían para hablar de Jesús; para rememorar lo que había hecho, para confrontarse a su modo de vida; para dejarse tocar por su ejemplo; para descubrir los valores que había vivido, para maravillarse de la extraordinaria novedad de su mensaje; para meditar sus palabras, para impregnarse de su espíritu… Todo ello para continuar su obra y obrar de tal manera que no hubiera muerto inútilmente.
Esas comidas se llamaban “agapes” (del griego «agapè» -amor gratuito), “fracción del pan”, o sencillamente “la cena del Señor”.

Durante los tres primeros siglos, la Cena del Señor era una comida espontánea en la que los cristianos querían hacer memoria, revivir y dar consistencia esa parte del Crucificado desaparecido que nunca podrá morir: su Espíritu. Durante los tres primeros siglos, no había catedrales, ni iglesias, ni sacerdotes, ni consagración, ni transubstanciación, ni “víctima inmolada sobre el altar del sacrificio eucarístico”. Sólo había discípulos enamorados, que, comiendo juntos, como había hecho Jesús y les había sugerido, buscaban ayudarse a vivir según el espíritu de su Maestro.

A partir del siglo IV las cosas se estropearon. La paz constantiniana y la subsiguiente transformación en religión y sistema de poder del movimiento espiritual surgido de la predicación del Profeta de Nazaret, es en gran parte responsable, tanto de la deformación de su pensamiento sobre la simbología de la comida como de la progresiva desaparición de las formas originales con las que se practicaba y vivía “la Cena del Señor”, en las comunidades cristianas de los tres primeros siglos.
Dieciocho siglos más tarde, nuestras “Misas” no son más que una pobre pantomima de la Cena del Señor. Las casas se transformaron en iglesias, la comida en “sacrificio”, el pan en hostias plastificadas, la mesa en altar; los convidados de antes vivos, ardientes, entusiastas y hambrientos, se transformaron en concentraciones de espectadores indolentes, apáticos, distraídos, apurados, desmotivados, a no ser por la obligación y el miedo del pecado.

Como si no bastara esa deformación, y para añadir una dosis suplementaria de incongruencia, la gestión y actuación de estas “misas-sacrificios” ahora están confiadas a la acción de los “sacerdotes”, una nueva casta cristiana de “sacrificadores” titulados, creada para cumplir, a lo largo de la misa, el acto sacrificial de la muerte de Jesús en cruz y para “consagrar” el pan y el vino que, mediante el efecto mágico de los poderes sacerdotales, transforma sus “substancias”  en la del cuerpo inmolado y la sangre derramada de Cristo, víctima inocente sacrificada en el altar de la Cruz.

Así, la Cena del Señor se transformó definitivamente en “sacrificio de reconciliación para el perdón de los pecados  y la salvación del mundo”[1]. Los convidados felices de otros tiempos, ardientes de fe y reconocimiento por pertenecer a la familia de los discípulos del Nazareno, se han transformado en asambleas de miserables pecadores, aplastados por el peso de la condenación y la culpa, acusados de ser los principales responsables de la muerte del Señor. “¡A causa de vuestras faltas y pecados, Cristo debió sufrir el sacrificio de la Cruz!”. Ese es el esperanzador estribillo que desde hace siglos la Iglesia no cesa de hacer resonar en los oídos de sus fieles.

Ahora bien, no es proclamando a los cuatro vientos que su rebaño está infectado y sus ovejas inexorablemente apestadas, como el pastor se dará la posibilidad de aumentar su rebaño y hacer progresar su tarea. ¿Podemos asombrarnos si nuestras misas hoy sufren deserciones sistemáticas? ¿Quién puede tener ganas de presentarse a unas asambleas litúrgicas si sabe que va a participar en un “sacrificio de reconciliación” para el perdón de los pecados? ¿Quién puede tener ganas de ir a una misa, cuando desde el inicio te hacen sentir que no vales nada, que eres sólo un ser miserable que únicamente puede implorar la piedad de Dios? ¿Dónde te piden golpearte el pecho y confesar ante Dios y tus hermanos que has pecado mucho en pensamiento, palabra, obra y omisión; ¿y eso por simple perfidia de tu parte, sin circunstancia atenuante alguna, sino sólo por tu culpa, por tu culpa, por tu gran culpa?

¿Quién puede tener ganas de ir a una misa dónde te impulsan a reconocer que no eres digno de comer en la mesa del Señor, porque se supone a priori que tú eres una mala persona, fundamentalmente anclada en el mal y el pecado?
¿Dónde en casi todos los textos y oraciones utilizados en el rito de la misa, no hacemos más que pedirle a Dios, con una monotonía patética, que nos perdone, que tenga piedad de nosotros, que nos rescate de la esclavitud del pecado, que nos libere de las tinieblas del mal y de la muerte en las que nos hemos hundido a causa de nuestra maldad?

¿Dónde se nos exhorta sin cesar a convertirnos, hacer penitencia, reconocer nuestra miseria, a luchar contra el espíritu del mal que está en nosotros; y a falta de algo mejor, ¿a abandonarnos a la misericordia de Dios?

Una liturgia impregnada de semejante actitud depresiva; de una percepción tan pesimista, alarmista, hipocondríaca y derrotista de nuestra naturaleza humana, ¿puede todavía atraer a gente a la misa dominical?

Además, ¿quién, podría interesarse hoy, en asistir a Misa, sabiendo (y debería saberlo si fue al catecismo de la Iglesia católica) que esa puesta en escena ritual tiene como principal fin hacer presente la bárbara ejecución de un condenado a la cruz?

¿Podemos concebir una deformación más completa? Nuestras actuales misas no tienen nada que ver con los ágapes fraternales organizados por las comunidades cristianas de los orígenes. Se han convertido en una amalgama de ritos y gestos fijos, fosilizados, anacrónicos, incomprensibles; apoyados en una falsa teología; expresión de una espiritualidad superada, dolorosa, culpabilizante, elitista, exclusivista, que sólo admite a los buenos, los justos, los conformes, los que están en “estado de gracia”.

Nuestras misas se han transformado en lo contrario de lo que deseaba Jesús. ¿No querría que las puertas del banquete del Reino se abrieran a las calles del mundo para que buenos y malos, justos y pecadores, sanos y enfermos, olvidados de la vida, divorciados vueltos a casar, mujeres que abortaron, trans, gays y lesbianas, todos puedan sentirse acogidos e invitados a sentarse y a disfrutar juntos en la mesa del mismo banquete?

De ahí la urgencia, no sólo de abandonar de una vez, la absurda teología sacrificial subyacente a nuestras eucaristías actuales, sino también de cambar de cabo a rabo su estructura ritual y simbólica, para recuperar el sentido original de la Cena del Señor.

Cuando hablo de recuperar la verdadera naturaleza de la cena del Señor, no me refiero sólo a la necesidad de recuperar el significado que le daban los cristianos de los orígenes, que interpretaban y vivían el simbolismo de la comida en el contexto de su cultura y según su visión y comprensión del mundo. En su mentalidad, la comunión a la que, con ese gesto, El Maestro quería orientarlos, era sobre y ante todo realizada mediante la actitud interior de la acogida indiscriminada explicitada en la bienvenida, la amistad, el perdón y el amor que los ponían en relación profunda y por tanto “en unión” con todos los hermanos humanos, sobre todo con los que son más difíciles de amar.

Cuando digo recuperar la verdadera naturaleza de la cena del Señor, quiero especialmente llamar la atención sobre otro tipo de “comunión” mucho más extensa y globalizante, a la que las gentes de la modernidad son muy sensibles. Me explico.

Para nosotros, la gente de la modernidad, que vivimos a más de veinte siglos de distancia de las primeras comunidades cristianas, que tenemos una mentalidad y cosmovisión totalmente diferentes y extremadamente evolucionadas, al estar enriquecidas por conocimientos múltiples aportados por las ciencias y los  descubrimientos modernos, para nosotros, ese deber de comunión con nuestros hermanos humanos, expresado por el simbolismo de la Cena del Señor, si bien es importante, ya no basta para expresar toda la gama de relaciones a emprender, vivir y cultivar en nuestro mundo.

Hoy, sabemos que la sola y única manera que tenemos de relacionarnos con nuestros semejantes y asegurar sus condiciones de vida, su bienestar y su salud, es que entablemos una comunión constante e indispensable con todas las demás estructuras animadas e inanimadas que componen la realidad global de nuestro Universo. Estar en  comunión con el Universo en el que vivimos, comporta  establecer una relación y una conexión esenciales de interdependencia y de unidad con él , en la que el asombro, el respeto, el cuidado, la aceptación amorosa de cada uno de sus componentes, va de la mano con la conciencia de que cada parte del Todo Cósmico sólo puede subsistir, evolucionar y desarrollarse salvaguardando relaciones de interacción, intercambio y, en definitiva, de profunda comunión con todas las demás partes.

Hoy, deberíamos celebrar nuestras eucaristías con ese espíritu y apoyarnos en un simbolismo totalmente renovado e inspirado en esta nueva visión y comprensión de la Realidad, a fin de poder expresar, tanto el deseo como la necesidad, de realizar y experimentar en nuestra vida todas esas formas nuevas de comunión.

Hemos de reconocer que la religión judeo-cristiana ha caminado totalmente en otra dirección. Se ha construido y desarrollado en una total indiferencia e incluso hostilidad con la naturaleza y el mundo material, y por tanto en un total desconocimiento de los lazos esenciales que unen los humanos al conjunto del Cosmos. Para esta religión, el hombre, habiendo salido directamente de las manos de Dios y estando destinado a volver a El, no sólo no debe adherirse al mundo material, esencialmente malo, sino que no le debe absolutamente nada, a no ser el deber de despreciarlo [2],  dominarlo, someterlo, utilizarlo y explotarlo para satisfacer sus deseos y necesidades.

La religión judeo-cristiana se ha ocupado exclusivamente de gestionar, por un lado, las relaciones de los humanos entre sí y, por otro, de organizar y mantener las relaciones de estos últimos con el mundo sobrenatural de Dios. Nunca, nuestra religión, se ha interesado en cultivar la relación del hombre con el mundo material o natural, sino al contrario, la ha considerado siempre indigna del interés y el amor del hombre.

Hoy, los hombres del siglo XXI ya no encuentran en el lenguaje mítico y el bagaje simbólico elaborado por esta religión, a lo largo de tres milenios, los signos y símbolos adecuados para expresar sus nuevas sensibilidades, nuevas preocupaciones, nuevos conocimientos, nueva visión del mundo, así como su nueva manera de concebir a Dios. La gente de la modernidad es incapaz de aceptar la idea tradicional de Dios presentada por la Religión: un Dios antropomórfico, un tipo de rey  supremo, señor de los señores, que habita allá arriba, en el cielo, fuera de este mundo, en una trascendencia absoluta, que lo dirige todo, vigila todo, que exige adoración y total sumisión, bajo pena de castigo y condenación.

La mayoría de la gente de nuestra época sabe y siente que ese Dios, propuesto e impuesto por el cristianismo tradicional, es tanto el producto de una imaginación primitiva, como de las exigencias dominadoras y opresoras de las autoridades religiosas. El Dios de la modernidad no habla ya a través de los oráculos de los profetas; ya no se revela a través de las teofanías o las palabras de las Escrituras Sagradas; ni a través de los milagros de Jesús; ni a través el contenido de los dogmas de fe; ni a través de las encíclicas y bullas de los papas romanos.

Para la gente de la modernidad, sólo el Universo es el lugar de la verdadera y única revelación de Dios. El Dios que se manifiesta en el Universo ha perdido completamente su connotación antropomórfica. Se percibe ahora como el Misterio Último de la realidad; como la dimensión más profunda del Cosmos; como el corazón que lo hace latir; como la Energía Última que lo sostiene; como el Espíritu y el Alma que lo mantienen vivo; como una Atracción a cuyo alrededor todo gravita, que lo atrae todo, lo invade todo, lo conecta todo, a fin de elaborar la inmensa arquitectura cósmica compuesta por centenares de millones de galaxias.

Los astrofísicos están cada vez más inclinados a pensar que el ser humano representa la apoteosis del proceso de nacimiento y evolución del Universo y su recapitulación más completa. Creen que, a través del Hombre, el Universo ha conseguido tomar conciencia de sí mismo y maravillarse ante su sublime armonía y su increíble belleza.

También nosotros, los cristianos modernos, nos inclinamos a creer que el ser humano apareció en nuestro Mundo como el lugar de una presencia especialmente intensa y de una manifestación especialmente sorprendente de las fuerzas y campos originales de atracción que están en el origen de la estructuración, la complejidad y la diversidad de la materia. Nos gusta pensar que, en el hombre, esas fuerzas cósmicas que atraen y unen todos los campos energéticos, se han sublimado en movimientos espirituales de relación y comunión conscientes y libres, responsables del surgir del sentimiento del Amor en nuestro mundo.

Si la ciencia nos impulsa a admitir que, la Realidad Última (que llamamos Dios) expresa todo su poder y su grandeza a través de las peripecias evolutivas de un Universo que se despliega sin límites en el espacio-tiempo, pensamos que ha sido sobre todo en las profundidades del corazón humano donde ha conseguido dar a las fuerzas que sostienen el Universo, el perfume de la ternura y el rostro del Amor.

Si la religión cristiana quiere hoy ofrecer a sus adeptos verdaderas eucaristías de “comunión”, no le queda más remedio que desembarazarse del bagaje simbólico antiguo y de inventarse uno nuevo, conforme a la sensibilidad y la mentalidad moderna. Este nuevo simbolismo debe buscarse allí donde las gentes de la modernidad ven y encuentran los signos de una Presencia benévola y amical que los atrae y los inspira a abrirse a un mundo que sólo puede realizarse y evolucionar correctamente si está sostenido y secundado por las fuerzas espirituales del amor.

Pienso pues, que sólo los gestos que nos pongan en relación tanto con la belleza del Universo, como con la unidad e interdependencia de todo lo que contiene y con el misterio del amor plantado en las profundidades del alma humana, serán capaces de tocar nuestro corazón y nuestro espíritu y  ponernos en un estado de asombro, adoración, pertenencia, fusión y, finalmente, de comunión amorosa con Dios y con todas las criaturas.

En pocas palabras, la persona religiosa de hoy ya no descubre ni encuentra a Dios en las iglesias y sus ritos,  sino, en primero lugar,  en la globalidad de la creación (el Cosmos - La Naturaleza), que ha llegado a ser para los humanos el único “Libro Sagrado” de la revelación de Dios. En segundo lugar, encuentra a Dios en las profundidades de su alma donde reside el secreto de su verdadera identidad y la fuente de todo verdadero amor .

Por tanto, no están equivocados los pensadores que afirman que hoy, en nuestro mundo post-moderno, ya no se encuentra a Dios en la religión, sino sólo en la espiritualidad. Una espiritualidad entendida como postura interior profunda del individuo, por la que éste se vuelve sensible y vulnerable tanto a la belleza como a la fealdad del mundo; tanto a la felicidad como a la desgracia de sus criaturas.

Entonces, tendremos que encontrar un día la valentía de salir de nuestras iglesias, si queremos celebrar verdaderas eucaristías de acción de gracias y de “comunión”. Tendremos que crear a inventar “medios” más cautivantes, lugares más inspiradores, más propicios al silencio, a la reflexión, a la introspección, capaces de ayudarnos a recorrer el camino que conduce al interior de nosotros mismos, allí donde está esculpida la imagen de nuestra verdadera identidad; allí donde la corriente benévola de la evolución cósmica ha hecho nacer en nosotros la fuente del Amor.

Tendremos que encontrar sitios más “naturales”, donde los rasgos de la Realidad Original (que acostumbrábamos a llamar “Dios”) son más evidentes; donde podamos alimentarnos y abrevar en el Misterio de una Energía amorosa que se ofrece a nosotros en todas partes, que nos hace señales por doquier a través de la mágica belleza de un mundo que hizo surgir de la nada y donde El habita.

En estas nuevas eucaristías celebradas, (¡por qué no!)  en la naturaleza, el campo, los jardines, parques, bosques, en la orilla de un río; en una playa; frente a la inmensidad del océano, en un recorrido de alta montaña, al amanecer o al ocaso del sol; en el silencio de una noche estrellada; en un laboratorio de investigación, en una clínica de maternidad… es posible que podamos oír con particular intensidad la voz de esa divina Presencia que habla a nuestro espíritu y nuestro corazón el lenguaje, por supuesto, de la inmensidad, la grandeza, la belleza, la fascinación; pero también el del amor que consiste en atención, cuidado, respeto, responsabilidad, solidaridad y “comunión” con y hacia todas las criaturas  no sólo con nuestros hermanos humanos.

Pienso que ha llegado el tiempo de que los cristianos recuperemos expresiones espontáneas y libres de nuestra adhesión a la persona y el espíritu de Jesús de Nazaret, quien había descubierto, que, tanto los miserables de la calle, como las flores del campo y los pájaros del cielo, estaban a cargo de la Ternura que recorre e impregna todo el Universo.

Por eso creo que nuestras eucaristías deberían convertirse en celebraciones “cósmicas” de profunda comunión con el conjunto de la creación.

Pienso que, en la mesa de esas comidas, los cristianos deberíamos no sólo alimentarnos de pan, sino llenar nuestro corazón y nuestro espíritu de un alimento más completo, hecho de éxtasis, fascinación, asombro, reconocimiento, adoración, para ser participantes de un Universo que se constituye, se despliega y se desarrolla sostenido y guiado por el Misterio de una Presencia Benévola que todo lo envuelve con su fuerza, su belleza y su atracción.

Pienso que nuestras eucaristías deberían convertirse en ocasiones y acontecimientos sagrados de auténtico compartir, de comunión, ayuda y compasión hacia todos los que viven en situaciones de pobreza, desamparo, injusticia, violencia y opresión.

Pienso que nuestras eucaristías deberían destruir en nosotros el conformismo y la indiferencia, construir la audacia y el valor de la lucha contra todas las formas inhumanas de explotación.

Sobre todo, pienso que nuestras eucaristías deberían hacernos conscientes que si ellas no consiguen transformarnos en mejores personas, sensibles a las necesidades del mundo y dispuestos a comprometernos, en la medida de nuestras fuerzas y nuestras posibilidades, al servicio del planeta y de todas las criaturas que lo habitan, no sirven para nada, sólo para nutrir la ilusión de nuestra integridad y nuestra tranquilizadora y vana religiosidad.

Bruno Mori    -      Montreal, 15 mayo   2017

(Traducción de Ernesto Baquer)



[1]             Puede ser interesante descubrir la frecuencia con que la palabra ”sacrificio” es utilizada, por ejemplo, en las oraciones de las misas del tiempo de Cuaresma del ritual católico, indicadora de la liturgia eucarística que se va a realizar.
[2]El famoso contemptus mundi de la espiritualidad monástica y de la Devotio Moderna (Xvs), cuya obra más representativa es la Imitación de Cristo de Thomas de Kempis (+1471) . 

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