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A - 2017)
Original francés:
http://brunomori39.blogspot.com.uy/2017/08/le-bon-grain-et-livraie-ne-pas-juger.html.
La
parábola del trigo y la cizaña es una de las más representativas del
pensamiento de Jesús. En ella, el profeta de Nazaret busca hacernos entender
que, en el mundo en que vivimos, es imposible separar y conocer con certeza lo
bueno y lo malo. Jesús quiere enseñarnos que los hombres no poseemos semejante
poder, porque eso requeriría conocimientos que nunca podremos tener. Adán y Eva
fueron arrojados del Edén porque quisieron apropiarse de esa prerrogativa
propia de Dios: tener el conocimiento del bien y del mal y poder juzgar según
ese conocimiento. Incluso Dios, nos dice Jesús, no lo hace, y no juzga ni
condena a nadie (Jn 5,22; 8,15). Asume
todo, acepta todo, tolera y soporta todo. Permite cohabitar, vivir,
desarrollarse y crecer juntos el bien y el mal, lo bueno y lo malo, lo puro y
lo impuro, lo que se ajusta y lo que no, el trigo y la cizaña. Sigue haciendo
salir el sol y caer la lluvia sobre buenos y malos, justos e injustos. No se
toma a mal si la buena semilla que ha derramado a manos llenas en el campo del
mundo no alcanza todos los resultados esperados, porque sabe que es inevitable
que caiga a veces entre espinas y piedras que pueden reducir o impedir su
crecimiento.
Aquí
Jesús quiere poner en guardia a sus discípulos contra la tentación del perfeccionismo,
del puritanismo y de la ideología, presentes en todo sistema humano de poder,
tanto civil como religioso y que consiste en la pretensión de saber y por tanto
seleccionar entre lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso, y por ello,
dividir el mundo en categorías y clases distintas y opuestas: nosotros y los
demás.
Nosotros,
los buenos, los puros, los elegidos, los fieles, los salvados. Nosotros, del lado de Dios, de la verdad, de la virtud, de
la moral, de la justicia, de la Ley, de la verdadera religión y el buen partido
político.
Y los
otros: los malvados, los malos, los impuros, los pecadores, los infieles, los
que no piensan como nosotros, no actúan como nosotros, no tienen nuestra
cultura, no son de nuestra raza, de nuestro clan, de nuestra religión y que, en
consecuencia, hay que alejarlos, apartarlos, reducirlos al silencio,
excluirlos, erradicarlos de nuestro terreno como mala hierba, porque:
- nos molestan, cuestionan nuestras creencias,
nuestra religión, nuestra cultura; invaden nuestro espacio vital; vienen a
quitarnos nuestros empleos, consumir nuestros recursos;
- son una amenaza a nuestra forma de vida,
nuestra seguridad y la tranquilidad social, política, religiosa e
intelectual;
- nos obligan a confrontarnos, compararnos,
revisar nuestras costumbres, nuestros principios, a relativizar y
cuestionar valores y verdades que creíamos absolutas e inalterables;
- desestabilizan nuestras leyes, nuestras
tradiciones, nuestros dogmas y convicciones establecidas…
Por todo ello, tenemos el
derecho, en nombre de Dios, la religión, la verdad, la paz, de combatirlos y
extirparlos, como una mala hierba que ha echado raíces en el suelo fértil de
nuestra existencia.
Este tipo
de razonamiento, integrado por distorsión sicológica, miedo, inseguridad, fanatismo
y sobre todo ignorancia, es lo que ha justificado, a lo largo de la historia
humana, todas las aberraciones de los regímenes totalitarios y todos los
horrores y atrocidades perpetradas en nombre de una ideología tanto política
como religiosa.
En cada
sistema totalitario, las malas hierbas a arrancar son casi siempre
identificadas con la "diferencia" de ideas que produce confrontación
y oposición, por supuesto, pero que es también manifestación de un impulso y un
anhelo de libertad. Pero la ideología soporta mal la libertad, sobre todo la
libertad de pensamiento. La ideología se
regula y funciona con el principio de la conformidad y de la uniformidad
totales: un solo jefe, un solo poder, una sola idea, una sola fidelidad, un
solo Dios, el nuestro. Todo lo que no entre en ese esquema hay que descartarlo.
Aquí
Jesús nos enseña que toda ideología, todo gobierno y toda religión que se creen
mejores y superiores a las demás, necesariamente se convierten en agresivas y
peligrosas, porque son productoras de clases, de diferencias, de desigualdades
y por tanto de confrontaciones y hostilidades.
En esta
parábola de la cizaña Jesús pretende hacernos entender a sus discípulos que, en
el mundo nuevo a construir, nunca debemos tratar de excluir a nadie, como tendían
a hacerlo; sino que nuestra tarea consistirá desde ya, en ponernos en las
esquinas para recuperar a todo el mundo sin distinción, y que, incluso la chusma puede encontrar
lugar en la sala del banquete
(Mt.22,8-10; Lc.14,13-21).
También nos enseña que el único mal que debemos intentar arrancar de la
tierra de nuestra existencia, es esa sed de poder que causa todos los
sufrimientos.
Por eso
Jesús exhorta a sus discípulos a abstenernos siempre de todo juicio. Según el
Nazareno, el juzgar es una función reservada exclusivamente a Dios, que sin
embargo nunca ejerce, porque siempre la reemplaza por su misericordia. Para
Jesús, el ser humano no tiene ni el derecho, ni el poder, ni la autoridad, ni
la capacidad, ni las competencias, ni los conocimientos necesarios para juzgar.
Todo
juicio es una apropiación de poder que no tenemos; es una presunción arrogante
de conocer las variaciones complejas del error y de la verdad, del bien y del
mal en la sociedad humana. Por eso, quien se arroga el poder de juzgar al otro,
en realidad sólo proclama y manifiesta la enormidad de su ego, la
superficialidad de sus conocimientos y lo extenso de su estupidez. El hombre
que juzga sólo es un sicótico que se ilusiona sobre su verdadera identidad.
Porque cuando juzga a otro, se define como el metro con el que mide a todos los
demás. Cuando juzga todo lo refiere a él: "Tú no eres como yo; tú no
tienes mis ideas; no tienes mi fe, no tienes mi religión, no crees en el mismo
Dios; no obras como yo, no tienes mis costumbres; tú eres de otro partido, otro
país; tú eres diferente, para mí no eres bueno; no me gustas, no te puedo
aceptar; no te doy mi conformidad; estás en el error; nunca me pondré de
acuerdo contigo, nunca podré ser tu amigo; me das miedo, me perturbas, me
desestabilizas, cuestionas mis creencias y todo lo que constituye mi seguridad;
tú pones en duda la solidez de la estructura del mundo al que pertenezco, la
verdad del escenario sobrenatural, religioso y simbólico que me he construido y
que me permite vivir en paz conmigo mismo y con Dios, de quien espera un día mi
salvación eterna".
Evidentemente
es más fácil para nosotros juzgar al otro, acusarlo de peligroso, malo, infiel,
hereje, fuera de toda norma, que cuestionar nuestros valores y convicciones;
que profundizar nuestros conocimientos y creencias; que reconsiderar nuestra
postura religiosa y espiritual y rever nuestras relaciones con la autoridad
religiosa, así como nuestra visión del mundo y de Dios.
Para los
que juzgan, es más tranquilizador y menos fatigoso obedecer ciegamente los
imperativos de la autoridad establecida y las obligaciones que imponen sus
dogmas, que correr el riesgo de una fe personal, adulta, crítica y esclarecida;
que asumir la penosa elección de la libertad de pensamiento. Es mucho más tranquilizador,
para nuestra moral y nuestra tranquilidad, creer sin pensar, que pensar a
riesgo de no creer (como antes).
El
juicio, con mucha frecuencia, es cómplice de nuestra laxitud y nuestra pereza.
Porque una vez que hemos proferido un juicio y aceptado al otro como equivocado
y culpable, quienes juzguemos podemos seguir viviendo en paz, sin reprocharnos
nada y sin cambiar nada en nuestra vida. Es que, una vez ubicado al otro en la
falta y el error, el juez se puede glorificar de su justicia y continuar
alimentándose de sus propias convicciones. Y así el juicio se convierte en una
estrategia de protección y justificación del grano estéril y podrido en que se
ha convertido el juez. Así, detrás del juicio se esconde tanto la presunción de
una omnipotencia espantosa, como la manifestación de una suprema estupidez.
Si hay
algo que entristece hoy a los católicos de buena voluntad, es constatar que la
Iglesia se atribuya todavía el derecho de juzgar, considerándolo un poder y una
prerrogativa que le vienen directamente de su estatuto se Institución de origen
divino. El Derecho Canónico afirma, como si fuese lo más normal del mundo, que
la Iglesia tiene el derecho de juzgar y "el derecho innato y propio de
castigar con sanciones penales a los fieles que cometen delitos" (canon
1311).
Se nos hace difícil a los
cristianos de nuestra época olvidar que, durante siglos, nuestra Iglesia
incluso se dotó de un organismo interno, no solo de juicio, sino de inquisición
y búsqueda explícita y violenta de los desvíos, disidencias, faltas y errores,
con el fin de encadenarlos y quemarlos literalmente, como malas hierbas, en el
fuego de la hoguera.
Todavía
hoy siguen esas viejas actitudes inquisitoriales, aunque de manera menos bárbara
y sañuda, causando numerosas víctimas en la Iglesia. Pensamos en todos esos
pensadores influyentes, esos grandes teólogos que a lo largo de los dos últimos
siglos han sido destituidos por el Santo Oficio (el nuevo nombre de la Inquisición)
de sus Facultades y privados del derecho a enseñar. Pensamos en todos los
sacerdotes echados de su orden, degradados, a quienes se les ha prohibido la
predicación, la celebración de los sacramentos, el ministerio, por el solo
hecho de enamorarse de una mujer y haberse casado con ella. Pensamos en los
divorciados vueltos a casar; en las personas homosexuales que viven juntos. En
las parejas cristianas no casadas; en las mujeres que abortaron; en las jóvenes
que utilizan regularmente la píldora u otros medios anticonceptivos y que se
les etiqueta de inmorales, viciosas, promiscuas…
A todo
ese vasto mundo, la Iglesia católica lo considera, por desgracia, culpable,
transgresor, malo; los juzga como pecadores públicos, cristianos de rango
inferior; los declara en estado de pecado mortal y por tanto en peligro de
condenación eterna, y busca alejarlos de los demás fieles, excluirlos de los
sacramentos; apenas los tolera; hacia quienes autoriza, todo lo más, a tener
piedad y algo de misericordia. Pero a los que no se les concede el derecho de
integrarse totalmente en una asamblea eucarística; de sentirse en plena
comunión con sus hermanos cristianos y de permitirles manifestar esa comunión
con el gesto sacramental de comulgar con el Cuerpo del Señor.
Para la Iglesia,
esas categorías de personas todavía son la cizaña que hay que erradicar para no
contaminar el trigo bueno y preservar la pureza de la estructura.
Pienso
que todo el tiempo que esta Iglesia continúe considerando como normal y sagrada
su estructura imperial, basada en un sistema de poder totalitario, concentrado
en las manos de un monarca absoluto [i], no sólo estará en oposición al
espíritu del Evangelio y será infiel a la voluntad de Aquel de quien
presume ser su presencia visible en este
mundo, sino que permanecerá esclava de las expresiones típicas de ese tipo de
régimen que hoy se muestran como totalmente anacrónicas, por incompatibles con
los logros liberadores de las ciencias humanas modernas.
En el
mundo del siglo XXI, donde el comportamiento del individuo y las relaciones
entre personas, son desde ahora regidas, inspiradas y protegidas, por
innumerables leyes, declaraciones y estatutos, que garantizan la inviolabilidad
absoluta de la persona, así como toda clase de derechos, libertades, e
inmunidades, una Institución que pretende todavía controlar el pensamiento de
los individuos, que busca determinar e imponer los contenidos de sus creencias,
las condiciones de moralidad de sus acciones, que se arroga el derecho de
juzgar, en nombre de Dios, los contenidos del bien y del mal, de la verdad y
del error, una Institución así sólo puede derivar inevitablemente hacia la
descalificación y la insignificancia.
Bruno Mori
(Traducción
de Ernesto Baquer )
[i] El romano Pontífice, en
expresión del Código de Derecho Canónico "posee en la Iglesia el poder
ordinario, supremo, pleno, inmediato y universal que puede siempre ejercer
libremente (can 331 y 332) y contra cuyas sentencias o decretos no caben apelación
ni recurso posibles ( can 333, &3 ).
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