lundi 21 août 2017

EL TRIGO Y LA CIZAÑA – NO JUZGUEN- Mt.13, 24-30



(16° tiempo  ord. A  - 2017)

Original francés: http://brunomori39.blogspot.com.uy/2017/08/le-bon-grain-et-livraie-ne-pas-juger.html.

La parábola del trigo y la cizaña es una de las más representativas del pensamiento de Jesús. En ella, el profeta de Nazaret busca hacernos entender que, en el mundo en que vivimos, es imposible separar y conocer con certeza lo bueno y lo malo. Jesús quiere enseñarnos que los hombres no poseemos semejante poder, porque eso requeriría conocimientos que nunca podremos tener. Adán y Eva fueron arrojados del Edén porque quisieron apropiarse de esa prerrogativa propia de Dios: tener el conocimiento del bien y del mal y poder juzgar según ese conocimiento. Incluso Dios, nos dice Jesús, no lo hace, y no juzga ni condena a nadie (Jn 5,22; 8,15).  Asume todo, acepta todo, tolera y soporta todo. Permite cohabitar, vivir, desarrollarse y crecer juntos el bien y el mal, lo bueno y lo malo, lo puro y lo impuro, lo que se ajusta y lo que no, el trigo y la cizaña. Sigue haciendo salir el sol y caer la lluvia sobre buenos y malos, justos e injustos. No se toma a mal si la buena semilla que ha derramado a manos llenas en el campo del mundo no alcanza todos los resultados esperados, porque sabe que es inevitable que caiga a veces entre espinas y piedras que pueden reducir o impedir su crecimiento.

Aquí Jesús quiere poner en guardia a sus discípulos contra la tentación del perfeccionismo, del puritanismo y de la ideología, presentes en todo sistema humano de poder, tanto civil como religioso y que consiste en la pretensión de saber y por tanto seleccionar entre lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso, y por ello, dividir el mundo en categorías y clases distintas y opuestas: nosotros y los demás.

Nosotros, los buenos, los puros, los elegidos, los fieles, los salvados. Nosotros, del  lado de Dios, de la verdad, de la virtud, de la moral, de la justicia, de la Ley, de la verdadera religión y el buen partido político.

Y los otros: los malvados, los malos, los impuros, los pecadores, los infieles, los que no piensan como nosotros, no actúan como nosotros, no tienen nuestra cultura, no son de nuestra raza, de nuestro clan, de nuestra religión y que, en consecuencia, hay que alejarlos, apartarlos, reducirlos al silencio, excluirlos, erradicarlos de nuestro terreno como mala hierba, porque:
  • nos molestan, cuestionan nuestras creencias, nuestra religión, nuestra cultura; invaden nuestro espacio vital; vienen a quitarnos nuestros empleos, consumir nuestros recursos;
  • son una amenaza a nuestra forma de vida, nuestra seguridad y la tranquilidad social, política, religiosa e intelectual;
  • nos obligan a confrontarnos, compararnos, revisar nuestras costumbres, nuestros principios, a relativizar y cuestionar valores y verdades que creíamos absolutas e inalterables;
  • desestabilizan nuestras leyes, nuestras tradiciones, nuestros dogmas y convicciones establecidas…

Por todo ello, tenemos el derecho, en nombre de Dios, la religión, la verdad, la paz, de combatirlos y extirparlos, como una mala hierba que ha echado raíces en el suelo fértil de nuestra existencia.

Este tipo de razonamiento, integrado por distorsión sicológica, miedo, inseguridad, fanatismo y sobre todo ignorancia, es lo que ha justificado, a lo largo de la historia humana, todas las aberraciones de los regímenes totalitarios y todos los horrores y atrocidades perpetradas en nombre de una ideología tanto política como religiosa.

En cada sistema totalitario, las malas hierbas a arrancar son casi siempre identificadas con la "diferencia" de ideas que produce confrontación y oposición, por supuesto, pero que es también manifestación de un impulso y un anhelo de libertad. Pero la ideología soporta mal la libertad, sobre todo la libertad de pensamiento.  La ideología se regula y funciona con el principio de la conformidad y de la uniformidad totales: un solo jefe, un solo poder, una sola idea, una sola fidelidad, un solo Dios, el nuestro. Todo lo que no entre en ese esquema hay que descartarlo.

Aquí Jesús nos enseña que toda ideología, todo gobierno y toda religión que se creen mejores y superiores a las demás, necesariamente se convierten en agresivas y peligrosas, porque son productoras de clases, de diferencias, de desigualdades y por tanto de confrontaciones y hostilidades.

En esta parábola de la cizaña Jesús pretende hacernos entender a sus discípulos que, en el mundo nuevo a construir, nunca debemos tratar de excluir a nadie, como tendían a hacerlo; sino que nuestra tarea consistirá desde ya, en ponernos en las esquinas para recuperar a todo el mundo sin distinción,  y que, incluso la chusma puede encontrar lugar en la sala del banquete  (Mt.22,8-10; Lc.14,13-21).  También nos enseña que el único mal que debemos intentar arrancar de la tierra de nuestra existencia, es esa sed de poder que causa todos los sufrimientos.

Por eso Jesús exhorta a sus discípulos a abstenernos siempre de todo juicio. Según el Nazareno, el juzgar es una función reservada exclusivamente a Dios, que sin embargo nunca ejerce, porque siempre la reemplaza por su misericordia. Para Jesús, el ser humano no tiene ni el derecho, ni el poder, ni la autoridad, ni la capacidad, ni las competencias, ni los conocimientos necesarios para juzgar.

Todo juicio es una apropiación de poder que no tenemos; es una presunción arrogante de conocer las variaciones complejas del error y de la verdad, del bien y del mal en la sociedad humana. Por eso, quien se arroga el poder de juzgar al otro, en realidad sólo proclama y manifiesta la enormidad de su ego, la superficialidad de sus conocimientos y lo extenso de su estupidez. El hombre que juzga sólo es un sicótico que se ilusiona sobre su verdadera identidad. Porque cuando juzga a otro, se define como el metro con el que mide a todos los demás. Cuando juzga todo lo refiere a él: "Tú no eres como yo; tú no tienes mis ideas; no tienes mi fe, no tienes mi religión, no crees en el mismo Dios; no obras como yo, no tienes mis costumbres; tú eres de otro partido, otro país; tú eres diferente, para mí no eres bueno; no me gustas, no te puedo aceptar; no te doy mi conformidad; estás en el error; nunca me pondré de acuerdo contigo, nunca podré ser tu amigo; me das miedo, me perturbas, me desestabilizas, cuestionas mis creencias y todo lo que constituye mi seguridad; tú pones en duda la solidez de la estructura del mundo al que pertenezco, la verdad del escenario sobrenatural, religioso y simbólico que me he construido y que me permite vivir en paz conmigo mismo y con Dios, de quien espera un día mi salvación eterna".

Evidentemente es más fácil para nosotros juzgar al otro, acusarlo de peligroso, malo, infiel, hereje, fuera de toda norma, que cuestionar nuestros valores y convicciones; que profundizar nuestros conocimientos y creencias; que reconsiderar nuestra postura religiosa y espiritual y rever nuestras relaciones con la autoridad religiosa, así como nuestra visión del mundo y de Dios.

Para los que juzgan, es más tranquilizador y menos fatigoso obedecer ciegamente los imperativos de la autoridad establecida y las obligaciones que imponen sus dogmas, que correr el riesgo de una fe personal, adulta, crítica y esclarecida; que asumir la penosa elección de la libertad de pensamiento. Es mucho más tranquilizador, para nuestra moral y nuestra tranquilidad, creer sin pensar, que pensar a riesgo de no creer (como antes).

El juicio, con mucha frecuencia, es cómplice de nuestra laxitud y nuestra pereza. Porque una vez que hemos proferido un juicio y aceptado al otro como equivocado y culpable, quienes juzguemos podemos seguir viviendo en paz, sin reprocharnos nada y sin cambiar nada en nuestra vida. Es que, una vez ubicado al otro en la falta y el error, el juez se puede glorificar de su justicia y continuar alimentándose de sus propias convicciones. Y así el juicio se convierte en una estrategia de protección y justificación del grano estéril y podrido en que se ha convertido el juez. Así, detrás del juicio se esconde tanto la presunción de una omnipotencia espantosa, como la manifestación de una suprema estupidez.

Si hay algo que entristece hoy a los católicos de buena voluntad, es constatar que la Iglesia se atribuya todavía el derecho de juzgar, considerándolo un poder y una prerrogativa que le vienen directamente de su estatuto se Institución de origen divino. El Derecho Canónico afirma, como si fuese lo más normal del mundo, que la Iglesia tiene el derecho de juzgar y "el derecho innato y propio de castigar con sanciones penales a los fieles que cometen delitos" (canon 1311).

Se nos hace difícil a los cristianos de nuestra época olvidar que, durante siglos, nuestra Iglesia incluso se dotó de un organismo interno, no solo de juicio, sino de inquisición y búsqueda explícita y violenta de los desvíos, disidencias, faltas y errores, con el fin de encadenarlos y quemarlos literalmente, como malas hierbas, en el fuego de la hoguera.

Todavía hoy siguen esas viejas actitudes inquisitoriales, aunque de manera menos bárbara y sañuda, causando numerosas víctimas en la Iglesia. Pensamos en todos esos pensadores influyentes, esos grandes teólogos que a lo largo de los dos últimos siglos han sido destituidos por el Santo Oficio (el nuevo nombre de la Inquisición) de sus Facultades y privados del derecho a enseñar. Pensamos en todos los sacerdotes echados de su orden, degradados, a quienes se les ha prohibido la predicación, la celebración de los sacramentos, el ministerio, por el solo hecho de enamorarse de una mujer y haberse casado con ella. Pensamos en los divorciados vueltos a casar; en las personas homosexuales que viven juntos. En las parejas cristianas no casadas; en las mujeres que abortaron; en las jóvenes que utilizan regularmente la píldora u otros medios anticonceptivos y que se les etiqueta de inmorales, viciosas, promiscuas…

A todo ese vasto mundo, la Iglesia católica lo considera, por desgracia, culpable, transgresor, malo; los juzga como pecadores públicos, cristianos de rango inferior; los declara en estado de pecado mortal y por tanto en peligro de condenación eterna, y busca alejarlos de los demás fieles, excluirlos de los sacramentos; apenas los tolera; hacia quienes autoriza, todo lo más, a tener piedad y algo de misericordia. Pero a los que no se les concede el derecho de integrarse totalmente en una asamblea eucarística; de sentirse en plena comunión con sus hermanos cristianos y de permitirles manifestar esa comunión con el gesto sacramental de comulgar con el Cuerpo del Señor.

Para la Iglesia, esas categorías de personas todavía son la cizaña que hay que erradicar para no contaminar el trigo bueno y preservar la pureza de la estructura.

Pienso que todo el tiempo que esta Iglesia continúe considerando como normal y sagrada su estructura imperial, basada en un sistema de poder totalitario, concentrado en las manos de un monarca absoluto [i], no sólo estará en oposición al espíritu del Evangelio y será infiel a la voluntad de Aquel de quien presume  ser su presencia visible en este mundo, sino que permanecerá esclava de las expresiones típicas de ese tipo de régimen que hoy se muestran como totalmente anacrónicas, por incompatibles con los logros liberadores de las ciencias humanas modernas.

En el mundo del siglo XXI, donde el comportamiento del individuo y las relaciones entre personas, son desde ahora regidas, inspiradas y protegidas, por innumerables leyes, declaraciones y estatutos, que garantizan la inviolabilidad absoluta de la persona, así como toda clase de derechos, libertades, e inmunidades, una Institución que pretende todavía controlar el pensamiento de los individuos, que busca determinar e imponer los contenidos de sus creencias, las condiciones de moralidad de sus acciones, que se arroga el derecho de juzgar, en nombre de Dios, los contenidos del bien y del mal, de la verdad y del error, una Institución así sólo puede derivar inevitablemente hacia la descalificación y la insignificancia.

Bruno Mori
(Traducción de Ernesto Baquer )  
[i] El romano Pontífice, en expresión del Código de Derecho Canónico "posee en la Iglesia el poder ordinario, supremo, pleno, inmediato y universal que puede siempre ejercer libremente (can 331 y 332) y contra cuyas sentencias o decretos no caben apelación ni recurso posibles ( can 333, &3 ).





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