samedi 17 juillet 2021

Un Dios ausente en las tempestades de la vida

 

(Mc. 4,35-41)

 

Hay que tener presente siempre que, en los evangelios, los milagros no son en general reportajes de hechos reales, sino más bien un género literario que utiliza la simbología de un cuento o un relato imaginario para transmitir o hacer comprender un mensaje, un mensaje, una enseñanza importante de Jesús o sobre Jesús.

Este relato de Marcos sobre la tempestad calmada es uno de ellos.

Comienza con la orden de Jesús a sus discípulos para pasar a la otra orilla habitada por poblaciones paganas. Alude a la universalidad del mensaje de Jesús que deberá ser anunciado a todos, más allá del ambiente judío que se opone a la apertura. La primera “tormenta” que se desencadenó en el seno de la comunidad cristiana fue provocada precisamente por el intento de abrirse a los paganos.

Tratándose de una tempestad, el texto alude igualmente a la figura bíblica de Jonás, también dormido sobre el puente del barco en el momento de la tempestad, y amonestado por el capitán del barco por dormir mientras todos los demás estaban muertos de miedo.

También para nosotros, los cristianos de hoy, el texto es una invitación a “pasar a la otra orilla”, Quiere decirnos que nuestra fe debe estar siempre en movimiento. Nunca puede ser sinónimo de sedentarismo, de sentarse sobre sí mismo, de inmovilismo, de adhesión intransigente y obstinada a un depósito de verdades y dogmas intocables. Nunca puede ser búsqueda de seguridades, posesión de certezas. Por ello, Jesús siempre invitará a partir, a ir. Les prohibirá instalarse, fijarse, echar raíces.

Ya los primeros cristianos lo habían comprendido así, y por ello denominaron a su espiritual aventura siguiendo a Jesús como la Vía o el Camino”, porque debía conducirlos al descubrimiento de un mundo nuevo (“El Reino de Dios”), de nuevos paisajes interiores, de un nuevo género de espiritualidad, un nuevo estilo de vida, una nueva forma de humanidad.

Este relato nos invita a embarcarnos con Jesús, a darle un rinconcito en nuestra barca y, con él a bordo, a tomar confiadamente el viento de largada, hacia la otra orilla. Aquí la barca donde Jesús duerme es la imagen de nuestra existencia y de todo lo que llevamos con nosotros: nuestras sombras y nuestras luces, nuestro bien y nuestro mal, cualidades y defectos, victorias y derrotas, realizaciones y fracasos, amores y odios, Jesús y nuestra fe en él… a través de un mar imprevisible y peligroso.

¡El mar! En la Biblia, el mar, con sus tempestades súbitas e irreprimibles, sus olas mortíferas, sus profundidades negras e insondables, y todos los monstruos horribles que pueblan sus abismos, es el símbolo por excelencia de los peligros que nos acechan y nos amenazan en el curso de nuestra travesía a la otra orilla de nuestra existencia.

Sin embargo, el evangelio especifica que debemos embarcar con nosotros a Jesús “tal cual es” es decir con su verdadera personalidad, sus reclamos exigentes y difíciles, sus sueños y proyectos locos. El Jesús tal cual es que transportamos no debe ser el Jesús azucarado y empalagoso de cierta devoción popular tardía, ni el Jesús reinterpretado, transformado, modificado, reajustado según los gustos, necesidades y políticas de la religión que le sucederá y que acapararía su persona y su mensaje.

Pero el relato nos informa que, en la barca, ese extraordinario pasajero está como invisible, como si no existiese: duerme, no interviene para resolver nuestros problemas, ni para ayudarnos en las dificultades de la navegación, para alejar los peligros que nos amenazan, para sostenernos en el sufrimiento, para aliviar nuestro dolor, para impedir o reparar los desastres causados por nuestra estupidez, nuestra maldad o nuestra irresponsabilidad.

Este relato sobre el sueño de Jesús en la barca agitada por las tempestades de la vida, parece querer decirnos la inmensa confianza que Dios ha depositado en los humanos. Quiere hacernos comprender que si, en nuestra existencia, nos parece que casi siempre Dios no existe, que está ausente o dormido, se debe a que no quiere tomar nuestro lugar y que quiere que asumamos nuestras responsabilidades.

Dios se eclipsa voluntariamente, porque quiere que tomemos conciencia que, como somos casi siempre la única y la principal causa de los males, los desastres y las desgracias que nos llegan, somos también los únicos seres que él ha dotado de medios y capacidades necesarias para encontrar solitos las soluciones y remedios a nuestros errores y males, y llevarlos a cabo.

Y nuestras intervenciones, en vías de reparar las consecuencias de nuestros destrozos, errores y calamidades que suceden, serán tanto más adecuadas y eficaces, si pensamos que ahora estamos equipados y enriquecidos con los valores, visiones, sabiduría, el espíritu, así como la fuerza, la determinación y el amor de ese Jesús que viaja con nosotros en la frágil barca de nuestra existencia.

 

BM 15 junio 2021

Traducción de Ernesto Baquer


 

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