mardi 19 mars 2019

UN HOMBRE COMPLETO


(4º dom. ordinario C – Lc 4, 21-30)



El evangelio de hoy es la continuación del  último domingo que hablaba de la entrada de Jesús un sábado en la sinagoga de Nazaret, su pueblo natal, para leer parte del libro de Isaías.

En su pueblo, donde lo había precedido su fama de taumaturgo, sus compatriotas deseaban un Jesús diferente. Hubieran preferido alguien calcado en sus parámetros, sus ideas, sus creencias, y cuando se dan cuenta que no responde a sus expectativas, lo rechazan. Rechazan a quien podría hacerles salir de su encerramiento y abrirlos a una nueva concepción del mundo, una nueva percepción de Dios, de la religión, a un nuevo estilo de relaciones… y su vida habría podido transformarse y mejorarse.

Al parecer, los habitantes de Nazaret tenían ya una idea de lo que el Mesías debía ser y hacer. Sabían ya todo sobre él. Ya le habían trazado de antemano el camino a seguir. El Mesías de Israel no elegiría una ciudad pagana como Cafarnaúm como su lugar oficial de residencia; y sobre todo no elegiría una ciudad pagana como lugar preferente de sus milagros. El Mesías era judío, enviado por Dios a los judíos, a Israel, su pueblo elegido. No podía ser el Mesías si se relacionaba con paganos, si era amigo de todo el mundo sin preocuparse de saber si eran buenas personas o no.

La desconfianza y hostilidad de los habitantes de Nazaret son el resultado de sus múltiples prejuicios: “¿No eres el hijo de José? Conocemos a tu familia. ¡No es ni mejor ni distinta a las demás! ¡Tú tampoco! Con todos los demás chicos del lugar, tú también robaste los higos de la higuera del huerto del rabino. ¿Quién te crees que eres? Bájate los humos”. Es la etiqueta que le cuelgan a Jesús. Le colgarán otras: “Es amigo de publicanos y pecadores. ¡Se deja tocar y acariciar por las mujeres de la calle! ¡Pasa el tiempo con la chusma! ¡Es un glotón y un vividor que le gusta comer y beber! ¡Es un incrédulo y un impío que se mofa de las normas del sábado y de otras prescripciones rituales de la religión…!”

Rebajar a las personas es una actitud típica del celoso, del imbécil, es decir de las personas que, siendo incapaces de elevarse por encima de los demás o de distinguirse de los otros por su inteligencia y sus cualidades, encuentran un placer maligno en menospreciarlos, esperando que hundiendo a los otros con el martillo de su resentimiento y su amargura, podrán ellos mismos elevarse un poco.

Cuántas veces querríamos que las personas fueran diferentes de lo que son; que estuvieran hechas a nuestra medida y a imagen nuestra. Como padres, ¡cuántas veces tenemos dificultades para aceptar que nuestros hijos sean originales, sorprendentes, insólitos, distintos a nosotros! Cuántas veces hemos deseado que crezcan y se formen sobre el modelo de nuestras aspiraciones, deseos, convicciones.  Nos gustaría que, a nuestro alrededor, la gente viviera respetando nuestras necesidades y en función de nuestras exigencias.

La gente de Nazaret no consigue admitir que el Jesús que conocieron de niño y que, con los otros chicos del pueblo, robaba los higos del rabino, haya podido cambiar y convertirse en otra persona. Se comportan como las mamás para quienes sus muchachos de 40 años, son siempre “mi pequeño”. Permanecen bloqueados en el pasado, en “el Hijo del carpintero”.

Hay individuos que tienen dificultades para darse cuenta que viven en un mundo sometido a las leyes del tiempo. Me sucede con frecuencia, cuando voy a Italia, entender las reacciones asombradas de amigos que nos volvemos a ver después de varios años: “¡Bruno, no te había reconocido! ¡Dios mío, cómo has cambiado!” Los más bobos no pueden dejar de añadir un puntito picante: “Todos estamos más viejos, ¿no?”

¡Ciertamente, estoy más viejo! ¡Seguro que he cambiado! ¡Felizmente, he cambiado! ¡Pero tú, también estás más viejo y has cambiado! Todos cambiamos. Todos debemos cambiar, evolucionar, transformarnos para rece. Cambiamos porque estamos vivos. Estar vivos, es cambiar, transformarse. Si no cambiamos ya estamos muertos. Sólo los muertos no cambian más. Algunos cambian a mejor y otros cambian a peor. Pero el cambio es inevitable. Jesús vino para ayudarnos a cambiar a mejor.

Jesús no fue asesinado ni por los ateos ni por los incrédulos, sino por los creyentes más creyentes, pero tan creyentes, piadosos y fervorosos que, en su vida, no había lugar para ninguna novedad. Jesús anunciador de la Buena Noticia, no fue asesinado porque la Noticia era buena, sino porque era nueva. Tuvo la desgracia de ofrecerla también a la gente muy religiosa pero que detestaba el cambio y la novedad… y eso le costó la vida.

Jesús no se preocupaba realmente de lo que sus adversarios decían sobre él. Jamás se preocupó de salvar su cara, de conformarse, de aceptar compromisos, de plegarse o de rever su posición para evitar enfrentamientos, o para complacer, o para ser admirado, aceptado, querido. Era un hombre libre e independiente, Jesús había comprendido que sólo el que se siente libre del juicio de los demás, que se niega a dejarse llevar por los demás, viviendo a la sombra de los demás, ese vive de verdad y puede ser totalmente él mismo. Jesús tenía el coraje de sus convicciones y tenía convicciones que sostenía con coraje y determinación. Ha sido el hombre de la verdad y la autenticidad. Porque si uno no vive su vida, acaba por vivir la de los demás.

Este pasaje del evangelio termina con este destaque: “Jesús, pasando entre medio de ellos, se fue a su camino”. Jesús debió sentirse herido por todos esos chismes malévolos sobre su persona. La agresividad y la incomprensión de sus compatriotas, debieron decepcionarlo y entristecerle mucho. Lucas destaca que Jesús ha pasado, con la frente alta, en medio de todos ellos; y que toda su hostilidad no lo detuvo ni apartó de su camino. Siguió siendo el mismo; mantuvo su rumbo, fiel a su misión.

¡Qué hombre, amigos!

Bruno Mori
Traducción de Ernesto Baquer 



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