mardi 19 mars 2019

LAS BIENAVENTURANZAS


(6o dom. ord. C – Lc 6,20-26)



Sin duda las Bienaventuranzas son el texto evangélico más comentado, pero también el más difícil de captar, porque es completamente lo opuesto a nuestra escala de valores. ¿Cómo pueden ser felices los pobres, los que lloran, los que tienen hambre, los que son oprimidos, perseguidos? Pienso que la comprensión de este texto corresponde más al campo de la sensibilidad y la conquista personales, que al de la exegesis bíblica, la teología o la homilética.

La primera dificultad es el hecho de que el mensaje de las bienaventuranzas sobrepasa lo que nos lleva a pensar el instinto y nos aconseja el sentido común. Diríamos que se dirigen a seres que pertenecen a un mundo superior y no a pobres y frágiles criaturas humanas. Todas las explicaciones que puedan darse para tratar de comprenderlas no consiguen convencer a nadie, porque su sentido va mas allá de lo que sentimos y lo que hacemos. Esa es la razón por la cual los predicadores le tienen miedo, se sienten mal con él, porque saben que aquí se ataca un hueso duro de roer y que fácilmente pueden romperse los dientes, digan lo que digan.

La segunda dificultad reside en la misma formulación del texto, que surge de una comprensión o una visión de Dios, del hombre y del mundo, perimida, superada e inaceptable para nuestra mentalidad moderna. En efecto, supone la existencia de una divinidad situada fuera de nuestro mundo, desde donde busca meterse continuamente en los asuntos humanos, sobre todo de su vida privada y que interviene en la historia para corregir, regular, castigar los males, los errores  y los perjuicios de que son responsables sus fracasadas criaturas. Podemos percibir esta mentalidad en la expresión “Felices los que ahora tienen hambre, porque serán saciados”. Lo que equivaldría a decir: ”Ahora, ustedes tienen hambre y no es una broma. Pero vendrá el día en que comerán hasta saciarse; y los malos egoístas que ahora les niegan el alimento, lo pasarán muy mal”.

El problema con esta forma de pensar es constatar que en el mundo real nunca sucede así. Al contrario, con el tiempo los pobres son siempre más pobres y tienen siempre más hambre, y los ricos más satisfechos e impunes.  Y si a veces, en alguna parte, hay cualquier mejora de la situación, no es ciertamente porque Dios haya intervenido para imponer su justicia.

Por otra parte, si para aportar esperanza y valor a los pobres y hambrientos, el evangelio debe consolarlos con la promesa de su felicidad futura en el paraíso y del castigo futuro infligido por Dios a los malos ricos, ¿no es admitir indirectamente que es totalmente normal ser miserables, hambrientos, explotados por los ricos a lo largo de nuestra vida en la tierra y dar por sentada esta situación de injusticia?

Lo importante cuando uno se acerca a las bienaventuranzas  es guardar siempre a la vez el aspecto interior y el exterior o la puesta en práctica de su contenido. Se refieren siempre a la actitud interior de cada uno y a las repercusiones o consecuencias que esta actitud interior debe tener sobre las relaciones humanas y la estructura de la vida social en la realidad del mundo.

Las Bienaventuranzas buscan hacernos comprender que, incluso en las peores circunstancias que podamos imaginar (miseria, hambre, dolor, lágrimas, opresión, persecución…), nada ni nadie podrá arrebatarnos la posibilidad de construir la calidad humana de nuestro “ser” o de nuestra personalidad, o impedirnos crecer en humanidad y reflejar a nuestro alrededor el resplandor y la belleza del misterio divino que nos habita.

Lo verdaderamente importante, lo que da sentido a una vida humana, estará siempre al alcance de los que son capaces de profundidad, de interioridad, de mirar más allá de la inmediatez material y banal de su existencia.

Si creemos que la felicidad viene del consumir y del tener, no hemos descubierto la alegría de ser. Sólo en el “ser” está la fuente de la verdadera alegría, sólo el ser puede hacernos felices. Si ponemos nuestra confianza en el tener, el poseer, en las cosas, las riquezas, la seguridad exterior, erramos el camino, no encontraremos nunca el lugar de nuestra verdadera felicidad, sólo encontraremos decepción y desgracia.

Las bienaventuranzas nos dicen que los valores y los tesoros más preciosos están en nosotros y no fuera de nosotros. Enriquecen nuestro “ser”, colman las profundas bóvedas de nuestro espíritu y nuestro corazón y nada ni nadie nos las podrá arrebatar. Lo que hace  la calidad de nuestra humanidad y  encanto atrayente de nuestra persona, son los tesoros constituidos por nuestros conocimientos, sabiduría, sensibilidad, bondad, amabilidad, disponibilidad, capacidad de escucha, de empatía, de compasión, generosidad, nuestra preocupación por los demás, etc.

Pero si no tenemos nada en nuestro interior que dé valor, consistencia y solidez a nuestra vida, porque sólo nos apoyamos en las cosas que poseemos a nuestro exterior ¿qué sucederá con nosotros, que quedará de nosotros, si un día, por un revés de la vida, perdemos nuestras cosas y nos quedamos sólo con nosotros? Quedaremos reducidos a nada, a un saco vacío, a un despojo humano que no le interese a nadie.

El texto de las bienaventuranzas no nos pide ser héroes que realicen proezas, sino tomar conciencia. Las bienaventuranzas son la prueba de fuego del cristiano. Un cristianismo como escudo protector exterior que busque seguridades espirituales, por encima de garantías materiales, y que no busque, a través del don desinteresado de sí mismo y del amor dado, a cambiarse a uno mismo y al mundo, no tiene nada que ver con Jesús

Las bienaventuranzas suponen una actitud interior de desapego y una experiencia espiritual de Dios, como fundamento último de mi ser y de todos los seres. En Dios, somos una realidad sola con todo el Universo y con nuestros hermanos. A remarcar que son los pobres, en el texto de las bienaventuranzas los que están con Dios y del lado de Dios, porque han elegido adherirse a él más que al dinero (y no la pobreza) los que son declarados felices, “porque a ellos les pertenece el Reino de Dios”.

Bruno Mori
Traducción de Ernesto Baquer 


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